—En mi opinión, lo esencial es que riñan; y después dirigir bien a esacriatura.
—¿Quiere Vd. encargarse de ello? Piense usted que se trata de unaverdadera obra de caridad y que, además, las Hijas de la Salve noolvidarán lo que Vd. haga por ellas.
—Yo no hago nada interesadamente.
—Me lo figuro; pero toda buena obra trae consigo su recompensa. En fin,piénselo usted.
—¿Puedo estar seguro de que obraremos sólo por favorecer a esacomunidad, sin ninguna otra mira bastarda? No se ofenda Vd., señora; yosoy así.
—No nos anima más deseo que el de contribuir al engrandecimiento de unainstitución piadosa. Usted la conocerá y juzgará luego.
—Pues delo Vd. por pensado: acepto.
—¿Quiere Vd. que yo le facilite ocasión de hablar a la novia de suhermano?
—Avisaré cuando lo considere oportuno; pero me parece que yo me lotrabajaré todo.
—No olvide Vd. que lo esencial es la ruptura.
—Espero que la conseguiré.
Al llegar aquí Tirso creyó oportuno poner gesto triste, y dando a lavoz acentos de amargura, dijo:
—¡Ah, señora! ¡Si Vd. pudiera apreciar la pena de mi corazón alcomprender que las ideas de mi hermano disculpan... hasta justifican,que yo tome cartas en este asunto!
La Condesa, ya en pie, como despidiéndole, sonrió ante aquel inesperadoafán de atenuar la índole del pacto, y repuso:
—Es doloroso que no se pueda hacer el bien sin estos rodeos; pero, ¿quéremedio? señor Resmilla, así lo quieren los tiempos.
Quedamos en queconvencerá Vd. a esa señorita; después, en fin... allá Vd.
Despidiéronse en seguida, y salió Tirso a la calle hondamentepreocupado, por muchas razones. Aquella señora fue para él un enigmavivo: sabía el motivo de su viaje, alardeaba de influyente, habitaba unpalacio y tenía aspecto de reina. ¡Qué maridaje tan extraño formaban enella el trato mundanal y la piedad! Parecía la encarnación de lo profanopuesta al servicio de lo divino. Por supuesto, estaba decidido aservirla contra su propio hermano, contando con la ayuda de Dios. ¿Acasono triunfaba en los demás propósitos que formó? Su madre había entradode lleno en el buen camino, y su hermana había renunciado al devaneocon Millán.
Tirso recordaba las palabras de la Escritura: Desaparecerá el impíocomo la tempestad que pasa; mas el justo es como cimiento durable porsiempre. La esperanza de los justos es alegría; mas la esperanza de losimpíos perecerá.
XXIII
Desde que Tirso despreció a Pateta por verle con uniforme de corneta demilicianos, según él contó a Paz, no pudo el chico refrenar la antipatíaque le inspiraba el cura. Pateta era madrileño, legítimo descendiente deaquellos liberales que cuando niños rodeaban en apretada turba lascharangas militares para oír el Himno de Riego, y que de hombresalzaban barricadas contra la tropa, fraternizando con ella después debatirse unos y otros como fieras. Sólo dos bienes poseía: juventud yvalor, y ambos los puso al servicio de la libertad, porqueinstintivamente le
pareció
buena
aquella
aspiración
que
tanto
entusiasmodespertaba: vio alistarse como milicianos a sus compañeros de imprenta,les imitó, y de aquí el vistoso uniforme con leopoldina de plumero queparecía un gallo desmayado, el pecho lleno de trencillas y la cornetapresa entre cordones rojos, con los cuales arreos rechazaba en formacióno revista al más amigo gritando: «¡atrás paisano!» Su indignación cuandoTirso le dijo: «¡quita de ahí, mamarracho!» fue espantosa; mas comoPateta no era malo, su propósito de venganza no pasó del deseo dejugarle una mala partida: no ambicionó causarle daño, sino rabia; nosería la suya venganza, sino truhanada. Los sucesos facilitaron suintento.
Por aquellos días se temía un movimiento de los absolutistas sobreEstella, y Pateta, al salir una mañana de la imprenta, estando ya cercade la calle de Botoneras, oyó pregonar el extraordinario, con laderrota de los carlistas, grito que acto continuo le sugirió la formade su proyectada desazón al cura.
Todo consistía en gastarse dos cuartosen el papel y subir a dar la grata nueva a don José: era la hora delalmuerzo, y Tirso, que estaría allí, tendría que tragar la píldora.
A los cinco minutos de imaginarlo entraba Pateta en el comedor, donde,terminado el almuerzo, conversaba la familia tranquilamente antes de quePepe marchase a su trabajo; doña Manuela y Leocadia estaban doblando elmantel, don José haciendo pitillos y Tirso hojeando un libro. En lapared, por bajo de la estampa religiosa que compró Tirso, se veía elmapa de las Provincias Vascongadas y Navarra, en que don José ibamarcando la situación de las tropas. Cuando quería ver por dónde andabatal o cual columna, hacia dónde estaba situado este o aquel pueblo, ledescolgaban el cartón del mapa y le daban una cajita con las banderitasque el pobre señor se hizo, por vía de entretenimiento, con alfileres ypapelitos de colores: las había blancas para los carlistas y moradaspara el ejército, por decir don José que este era el color de lasantiguas libertades castellanas.
—¿Qué hay, Pateta?—preguntó el viejo.
—Pues nada, señor; que como hace tantos días que no venía y pasaba porahí cerca, dije: vaya, voy a subir a ver si se les ofrece algo, o si quién ustedes que haga cualquier recao.
—Nada, hombre, gracias: sigo lo mismo, yo lo mismo.
—Y como sé que le gusta a Vd. leer los papeles que salen, y he oídopregonar el que van vendiendo ahora, lo he comprao.
—Trae, trae, a ver.
Pepe tomó el extraordinario, y después de pasar por él rápidamente lavista, dijo:
—Esto no tiene relación con lo que se esperaba sobre Estella; pero leshan pegado una buena zurra. Verá Vd. (leyó):
«Extracto de los partes oficiales recibidos hasta la una de la madrugadade hoy en el Ministerio de la Guerra: Provincias Vascongadas y Navarra. —El capitán general comuni...»
—Salta, hijo, salta eso. A ver lo importante.
—«Comunica que en Aya fueron cogidos a las facciones de los curas Orioy Santa Cruz 800 fusiles remingthon, 300 de varios sistemas, cajas demuniciones, pólvora, piezas de tela, provisiones y papeles; no pudiendodetallar las pérdidas del enemigo, que pasan de 50 los muertos y hasta200 prisioneros y presentados. De nuestras tropas, cinco muertos delbatallón de Barbastro, uno de la Princesa y 14 heridos. Entre losmuertos de los carlistas había un cura, y entre los prisioneros otrosdos curas, uno de ellos herido.»
—Muchos golpes como ese hacen falta—dijo don José—una cosa parecidaocurrió el año de 48, cuando el brigadier Zapatero y el coronel Damatodesbarataron en Zaldivia y Amezqueta las partidas de Alzáa y Urbiztondo.
—Los han reventao—añadió Pateta.
Después el diálogo continuó sólo entre los hermanos.
—¡Bah! ¿qué ha de decir el gobierno? Yo no hago caso de noticiasoficiales—dijo Tirso.
—Yo sí: habrá alguna exageración, pero la paliza debe de haber sidobuena.
—Otra vez me tocará a mí alegrarme.
—Has podido regocijarte hace poco con el fusilamiento de loscarabineros. ¡Hasta chicos de diez y seis años!
—Cosas de la guerra.
—No. Salvajadas del fanatismo.
—A eso dan lugar los enemigos de la fe, los que escarnecen la religión.
—¡Ya salió a plaza la religión de nuestros mayores! No sé en quéconsiste, pero casi siempre que se comete una infamia de ese jaez sale arelucir la religión.
—Como que su defensa es el origen de la guerra.
—Y así, a trabucazos, se hace propaganda de mansedumbre y caridad.Ordenadas esas infamias por militares, no tendrían disculpa; ¡conquefigúrate siendo clérigos los autores!
—Se miente mucho.
—¡Desgraciadamente, hijo mío—interrumpió don José—no sonexageraciones! Esos curas de canana y retaco, son iguales a los de laotra guerra. Aún recuerdo yo lo que hicieron don Basilio y Orejita, queeran dos cabecillas, el año 36 en la Calzada. Cerca de ciento veintepersonas sacrificaron, hasta mujeres y niños, y ¿sabéis quién sirvió deojeador? el prior de la Calzada. Los carlistas atacaron el pueblo, losnacionales se refugiaron en la torre de la iglesia, y entonces aquéllosla incendiaron: un nacional que se descolgó por una ventana, pudo correral caer a tierra, pero le vio el prior y comenzó a gritar: ¡a eseconejo que se escapa! ¡cazarle! y le mataron. Por supuesto, que el talprior era una fiera. Con pretexto de parlamentar se acercó a la torre, yestuvo dando conversación a los sitiados hasta que los suyos arrimaron alas puertas astillas y sarmientos: cuando estuvo encendido el fuego,paró de hablar. Todos los que estaban dentro ardieron como estopa, ycuando el prior oía el llanto de las mujeres y de los niños, decía elmuy bruto: ¡Bien templado está el órgano!
—¡Parece mentira que crea Vd. esas paparruchas!
—¿Y lo que está haciendo por ahí ahora ese cura, cuyo nombre es unescarnio?
—Ya tendrá él cuidado de no matar a buenos cristianos: sobre todo,¿pensáis que se puede guerrear con sensiblerías?
—No digas disparates, hijo; me moriría de pena si supiera que eras delos clérigos que disculpan esas atrocidades.
—Le gustarán a Vd. más los que se cruzan de brazos y dejan que lespersigan y conviertan las iglesias en cuadras y los altares en pesebres.
—Eso no se ha hecho todavía—dijo Pepe;—pero, no te quepa duda, si loscuras siguen el camino que han emprendido, el pueblo confundirá a losrepresentantes con la cosa representada, y entonces...
—Entonces lo destruiremos todo y no dejaremos vivo ningún liberal...¡masones indecentes!
Estaba ya fuera de sí; la ira, contrayendo sus facciones angulosas, dioa su rostro dureza extraordinaria, y los ojos se le inyectaron ensangre. Nunca le habían visto tan furioso.
—¿Vais a reñir por política?—gritó doña Manuela.
Pateta estaba arrepentido.
Pepe, por evitar que la cosa pasase adelante, trató de bromear,diciendo:
—Vaya, hombre, cálmate; otro día puede que entren en Estella o queasomen por Chamberí.
Tirso, interpretando aquello como befa por la derrota, se enfureció;levantose de pronto con el rostro desencajado, fue hacia el mapa,trémulas las manos, y cogiendo tres o cuatro banderizas carlistas, dijo,clavándolas en el papel con grosera violencia:
—¡Sí! ¡Entrarán aquí, y aquí, y aquí!
Los alfileres marcaron al azar varias poblaciones; Estella, Pamplona yMadrid quedaron conquistadas. Don José no se atrevió a chistar; Pepesoltó una carcajada.
—¡Qué fuerte te da!
—¡Esta es una familia podrida!—prosiguió el cura—así estáis, así osveis, necesitados, pobres, desamparados, dejados de la mano de Dios; tú,trabajando en esa imprenta como un gañán, y Vd. (dirigiéndose alpadre) ahí clavado en una butaca, con el castigo del Señor encima.
—¡Hijo mío, líbreme Dios de suponerle tan mezquino que sea capaz decastigarme con reuma por ser progresista!
—¿Reuma?—exclamó Tirso, sonriendo bárbaramente.—
¡Reuma! ¡No tieneVd. mal reuma! Gota, y de la fina, es lo que tiene usted.
El infeliz escuchó con indecible espanto la brutal revelación.
Primeroquiso incorporarse, sin saber a qué; pero no pudiendo sus manoscrispadas sostenerle en los brazos del sillón, cayó de golpe en elasiento; luego miró estúpidamente en torno, y por sus mejillasresbalaron dos lágrimas.
A Pepe se le asomó el furor a los ojos; sintió impulsos de abalanzarse aTirso y destrozarle la cabeza a puñadas. La presencia de doña Manuela yLeocadia evitó una cosa horrible; Pepe, conteniéndose al mirarlas, selimitó a decir a su hermano, con la voz engañosamente tranquila, perollena de energía:
—¡Vete! Soy capaz de matarte.
—Lo creo—repuso el cura, procurando aparentar serenidad y dirigiéndosehacia su cuarto muy despacio.
—¡No!—le gritó Pepe—¡no, infame; a tu cuarto no, a la calle!
Doña Manuela, que sin atreverse a proferir una sola palabra se habíainterpuesto entre ambos, miró entonces a Pepe como no le había miradonunca, y con un vigor de que jamás dio señales en su vida, le dijo:
—¡Basta!
La expresión que adquirió su rostro desconcertó a Pepe: le repugnabacreer que su madre hiciera causa común con Tirso.
—Pero, mamá, ¿sabes lo que acaba de hacer?
—¡Basta!—volvió a gritar ella con mayor imperio.
Pepe no contestó a doña Manuela; pero, volviéndose hacia la puerta delcuarto de Tirso, exclamó rápidamente, como si temiera mancharse loslabios con la palabra:
—¡Víbora!
Después, todos callaron.
El viejo lloraba como un niño; Pepe, abrazado a él, con la boca pegada asu oído, le decía en voz baja prodigios de cariño; doña Manuela saliódel comedor siguiendo a Tirso, y Leocadia empezó a recoger del suelo elmapa y las banderitas, mientras Pateta, que estaba en un rincón aterradoante el conflicto que había promovido, se despidió de repente y saliórencoroso contra sí mismo.
—Es mentira, ¿no es verdad, hijo mío? no es gota, ¿verdad, Pepe?—decíael enfermo.
—No, papá; cálmate, por Dios: ¡ha sido una infamia!