El Enemigo by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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el temor a la falta de asistencia hacían gran mella, preguntóa su hijo:

—¿Tienes seguridad de que esa chica me tratará bien?

—Sí. Engracia está perdidamente enamorada de Millán y, por tenerlecontento, se esmerará en cuidarte. En realidad no has de serles gravoso,porque yo les dejo dinero para cuanto necesites.

—Y ¿crees que tu madre no vendrá?

—No lo espero, papá; no hablemos más de eso. Me parece mentira lo queestá pasando.

—A mí también.

—Vaya, a descansar.

—No podré, hijo mío; no podré.

Media hora después, estaba profundamente dormido.

Con arreglo a lo convenido entre Pepe y Millán, el viernes llevó un mozoa casa de Engracia varios muebles, en diversos viajes, y dos banastas deropa, quedando en la calle de Botoneras la cama y la butaca de don José,que no podrían sacarse de allí hasta ser trasladado el enfermo. Elsábado, Pepe se vistió temprano para ir a despedirse de Paz; y suhermana, sospechando, por el traje que se ponía, cuál era el objeto desu salida, corrió a avisar a Tirso.

Pepe, entre tanto, se avió pronto, con propósito de llegar al hôtel antes de que don Luis concluyera de vestirse y saliera al despacho,seguro, por este medio, de poder hablar un rato con su novia. En elcamino estuvo dos veces a punto de volver pies atrás: por fin, el deseode verla pudo más que el temor de la separación. Al entrar en elcuartito de la biblioteca, donde había nacido aquel amor que era laúnica alegría de su vida, casi le faltaron fuerzas. Creía que, con eltormento de pensar en su madre durante la pasada noche, había agotadotodos los sufrimientos imaginables; y, al ver cercano el momento dealejarse de Paz, sintió que aún le cabía en el alma más dolor.

¡Quégrande y hermoso apareció, en cambio, a sus ojos, el cariño de suamante! ¡Qué contraste formaba aquella pasión desinteresada con laconducta de su madre! Ésta debió consagrarle la vida, y huía de él,trastornada por una aberración, sin que con el amor maternal supieravencer al fanatismo, mientras la señorita, colocada en esfera propicia adespertar ambición y orgullo, le ofrecía su porvenir, sin que lo lejanodel bien a que aspiraba enfriase el fervor de sus promesas, sin que learredrasen la desigualdad social ni la pobreza del hombre a quienquería.

Apenas oyó Paz el ruido de los pasos de Pepe, fue al despacho.

—No nos van a dejar solos más que unos minutos: Papá está concluyendode vestirse: dime lo que hay, pronto.

—Me voy mañana.

—¿No hay esperanza de evitarlo?

—Ninguna: mañana, sin falta.

—¿Y tu madre?

—Todo ha sido inútil: se queda en el convento.

—¿Y tu padre?

—Esta tarde le llevo a casa de mi amigo Millán.

—¿Es cosa resuelta?

—Sí.

—¿Tienes confianza en mí? ¿Crees que yo puedo ofenderte, sea cual fuerelo que te diga?

—No, alma mía. Habla sin miedo.

—Mira, Pepe: yo tengo ahorritos de lo que papá me da todos los mesespara alfileres: muy poco... ¿lo quieres? No para tí, no; para tu padre.

—No, vida mía, gracias: no quiero nada.

—Pues dime que no te ofendes porque te lo haya dicho.

—Tú no puedes ofenderme, aunque quieras.

Paz cogió a su novio la mano, y viendo que llevaba en ella el anillo quele había dado, se la acercó a su pecho, oprimiéndosela fuertemente,mientras, mirándole con fijeza, le dijo:

—Te llevas mi alma, Pepe, y la promesa de que no seré de nadie más quetuya.

—Yo te juro que ni he querido, ni querré nunca más que a tí.

Ella entonces, en un arranque de impudor admirable, sin sombra detorpeza en el pensamiento, le echó al cuello los brazos, murmurandosuplicante en su oído:

—¡Bésame!

Y él, estrechándola contra su corazón, la besó en la boca y en los ojos.

Pocos instantes después entró don Luis, y oyendo las causas de ladeterminación de Pepe, le prometió interesarse en favor suyo parafacilitarle pronto regreso a Madrid con destino a cualquier oficinamilitar: diole él gracias y se despidieron. Paz, al verle marchar, seentró a su gabinete, y desde allí, apoyada la frente en la vidriera delbalcón, le vio perderse entre los árboles del paseo, como el primer díaque se hablaron.

En seguida se echó en una butaca y lloró, sin que el dejo dulcísimo deaquel beso, que aún creía sentir sobre la boca, bastase a mitigar laamargura que la inundaba el alma.

XXXI

Sabedor Tirso, por Millán, de la resolución que adoptó su hermano, yenterado, por Leocadia, de cuándo había de despedirse de Paz, creyóllegado el instante propicio para dar el golpe que fraguaba. Desde que,primero la Condesa de Astorgüela, y luego las personas que para ellotenían autoridad en las Hijas de la Salve, le encargaron que procurasequebrantar la entereza de don Luis de Ágreda respecto a su negativa enlo de la cesión del terreno que poseía inmediato al convento, no dejó depensar en el asunto, pero sin hallar modo de acometer la empresa conesperanza de éxito. Dirigirse en derechura al señor de Ágreda, erabobada: un hombre de sus antecedentes políticos no se expondría por nadadel mundo a que otro senador más avanzado le arrojase al rostro enplena sesión el dictado de protector de monjas; y en cuanto a determinarla intervención de Paz, entendía que era expuesto.

Si la muchacha no se interesaba eficazmente en el asunto, nada podríalograrse; y si se le ocurría consultarlo con su novio, el fracaso eraindudable. La base del plan habría de ser, forzosamente, malquistar aPaz con el hombre a quien amaba, eliminando de esta suerte unainfluencia contraria al logro que se

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