El Enemigo by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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pude enamorarme deun pillo? Pues me ha dado por quererte a tí, que eres bueno, y asuntoconcluido.

Ven pronto a verme, porque Papá habla de ir esta semana al distrito, ypor no dejarme sola en Madrid, puede que me lleve.

Será cosa de pocosdías.»

Realizose el viaje que anunciaba Paz, no sin que antes la viese Pepe,disipando en la primera conversación con amantes palabras el débil enojoque en ella produjo su reserva; y luego de partida con don Luis, como seprolongara la excursión bastantes días, cruzaron los novios variascartas, una de las cuales decía así:

«Adorada Paz:

El cariño que me demuestras es, por la sinceridad que lo avalora, miúnica alegría. Fuera de esto, cuanto me rodea y toca es causa dedisgusto. ¡Buen nublado se me viene encima! Mi casa comienza a pareceruna sucursal del infierno, y voy dudando si vivo en plena realidad oestá alguien, por arte de magia, ensayando a costa mía el efecto dealguna de aquellas novelas de hace treinta años, en que un personajemisterioso y fatídico desbarataba la paz de una familia. Mis padres, mihermana y Tirso (ya me repugna llamarle hermano) parecemos sujetos ainflujo extraño a nuestra voluntad. La conducta de Tirso esinconcebible. Su obstinación en reformar la familia es igual a laconformidad que en otro tiempo demostró para estar alejado de nosotros:antes, como sino existiéramos; ahora, todos hemos de ser santos; esdecir, todos no, porque conmigo no se atreve.

El resultado es que me da muy malos ratos, y aún los espero peores, puesla cosa ha sido muy de prisa.

Mamá está dominada por Tirso, papá enteramente acoquinado, y sucarácter, vencido por la enfermedad y los sufrimientos, vaconvirtiéndose en una apatía de que sólo a ratos le saca la rabia deldolor. Ya no hay medio de ocultarle que en casa existe una guerra peorque la del Norte. ¡Si papá me dejase, plantaba a Tirso en medio de lacalle sin ningún miramiento! No veo otro remedio al mal. Me contengoporque, si lo hiciera, mi madre nos daría la gran desazón: es increíblehasta qué punto parece identificada con él; pero no me cabe en la cabezala idea de que nos abandonara por seguirle. Supón lo sensible que meserá admitir semejante posibilidad. Pues aún hay, sin embargo, otracosa más triste: el dominio que Tirso ha logrado ejercer sobre ella, noes ascendiente de hijo, sino influjo de cura. En cuanto a Leocadia,parece haberse desarrollado en ella una indiferencia, un egoísmo de quenunca la creí capaz. Ambas se levantan casi al amanecer, van a misa y,aunque no vuelven tarde, como al salir meten ruido y despiertan a papá,resulta que éste, no pudiendo recobrar el sueño, se desespera hasta quevienen a darle el desayuno. Antes, todo cuidado les parecía poco paraél: ayer se quejó de que el café, por ser barato, era malo, y mi madre,con una calma espantosa, le respondió que peor estaría el cáliz de laamargura; y no lo dijo con intención dañina, sino porque oye a Tirsomajaderías por el estilo. A pesar de comprenderlo así, tuve que mirarlaa la cara y empaparme los ojos de que era mi madre, para no soltar unabarbaridad. A la hora de comer y antes de la cena dicen las dos susoraciones, algunas veces hasta con latinajos (¡figúrate lo queentenderán ellas!), y por la tarde, si hay en cualquier iglesia función,ya las tienes con la mantilla puesta. Todavía no se han atrevido a irselas dos dejándole solo; pero la que no sale se queda renegando. En laconducta de mi madre, al menos, se nota cierta sinceridad; peroLeocadia va a la iglesia porque ha hecho el descubrimiento de que vegente y la ven y se distrae: habla de iglesias cursis y de iglesiaselegantes, como si se tratara de teatros, y critica los trajes de lasVírgenes como si fueran amigas suyas.

El doble resultado de todo esto es que la tranquilidad no es ya fruta demi huerto, y que, además, los viajes a la casa de Dios van dejando lamía sin barrer. El celo mimoso y lleno de pequeños cuidados con queantes se atendía a mi padre, es hoy prisa por acabar pronto de servirley correr a lo que Tirso recomienda. En fin, temo que, sin provocación nidesafío por mi parte, cuando llegue Tirso a comprender el imperio quetiene en la casa, trate de ponerme en el disparador. Por supuesto, queno adivino lo que se propone. A juzgar por algunas cosejas que compra,debe tener cuartos; pero ni un céntimo gasta para nosotros: sabe que yollevo el peso de la casa y, sin embargo, parece como que quiere hacermesaltar de ella. Repito que no lo entiendo; pues en cuanto a convertirme,primero me hace rajas.

Excuso decirte que lo que él llama conversión esla entrada en el dominio de la imbecilidad: su devoción es de lo másramplón que puede darse. Lo peor de todo es que mi padre empeorarápidamente. Ahora quiere el médico emplear con él la hidroterapia, locual saldrá caro; pero yo he dicho que todo se hará, aunque hayamos devender hasta las sillas. Tirso dice que esas son novedades de laciencia, que antes no se conocían tales cosas y que no por ello dejabande curarse los enfermos. En cambio ha logrado que mamá dé una pesetatodos los meses para no sé qué hermandad o cofradía de la Limosna de laLuz, y otra para unas escuelas católicas. El día que abra yo la puertaal cobrador, le echo rodando por la escalera.

Adiós, vida mía; no te enfades porque no te repita mil veces que tequiero. En decirte mis disgustos se me ha ido el rato. No tengo tiempopara más; pero ya sabes que te adora tu amantísimo,

PEPE.

¿Tardaréis muchos días en volver? ¿Cómo ha encontrado tu padre eldistrito? ¿Esperas que a tu regreso podamos vernos con frecuencia? Noquisiera sentar plaza de pegajoso y, sin embargo, deseo que don Luis menecesite para poder verte y hablarte.

Escríbeme mucho.»

XX

Don José comenzó a empeorarse, y con sus molestias, que iban diariamenteen aumento, arreciaron los gastos.

En un principio determinaron la dolencia la vida sedentaria, ladesmedida codicia en el comer y su natural plétora sanguínea: luego vinoel dormirse fácilmente en cualquier parte, el echar vientre y digerir aduras penas, acentuándose la repugnancia a todo esfuerzo físico. Coneste desorden en el organismo, manifestó cierta volubilidad de carácter,completándose el cuadro del que los médicos dicen estado artrítico, aménde otros síntomas que llaman sucios, hasta que por fin estalló laenfermedad, fijándosele el dolor en un pie, que se le puso hinchado, decolor rojo y con las coyunturas muy sensibles. El primer acceso fueviolento en extremo: posteriormente, al acostarse, en seguida conciliabael sueño; pero al poco rato despertábale la rabia del dolor, tardandoalgunas horas en recobrarlo; repitiéndose estos exacerbamientos hastaque, posesionado el mal de ambos pies, quedó el infeliz postrado ysujeto a pasar los días de la cama a la butaca, y de ésta a aquélla. Alcarácter agudo del padecimiento siguió el crónico; los ataques perdieronen intensidad, ganando en duración; tuvo fiebre, y en lo sucesivo rarofue el día que pasó medianamente.

Con tal situación, cuando mayorescuidados y atenciones pedía el enfermo, coincidió el enfrascarse doñaManuela en cosas de la iglesia, y ella, antes tan compasiva y solícita,fue, sin darse cuenta, pecando de olvidadiza y negligente, sin mostrarmala voluntad; pero el resultado era el mismo que si la tuviera. A pesarde estar su vista cansada por los años, emprendió la tarea de bordar unpaño de altar para regalo a la parroquia, y mientras tenía caladas lasantiparras y la aguja en la mano, aunque su esposo la llamara, tardabaen acudir. El darle las medicinas a hora fija quedó supeditado a mássantas atenciones, y comenzó a molestarla el escuchar quejidos, porantojársele muestra de poca esperanza y ninguna resignación. Don José sedevanaba los sesos, sin lograr explicarse aquella trasformación niacertar cómo pudo Tirso trocar tan pronto en beata a la que nunca fuedevota, siendo lo peor del caso que no le dio la piedad por el amor alprójimo, ni por arreciar en el cuidado de su casa, sino que miraba elhogar y la familia como objetos inferiores. No decía palabra contra lasnecesidades ordinarias de la vida, ni renegaba de la materia, niensalzaba la superioridad de lo ideal sobre lo terreno, mas claramentese veía germinar en ella la semilla dejada caer por Tirso.

Lo más extraño fue que, de exageradamente limpia, se hizo algodesaseada, como si alguien la hubiese convencido de que nadie debeatender primero al lavado del cuerpo que a la pulcritud del alma. Porúltimo, todo gasto le pareció exorbitante y, cuando el médico habló dehidroterapia y en la casa de baños dijeron que llevar a domicilio unaparato necesario costaba un duro por cada viaje, fue de opinióncontraria al remedio, tronando por vez primera contra las invencionesde ahora.

Delante de Pepe se contenía cuanto le era posible; pero yatoleraba de mala gana cualquier broma que trascendiese a incredulidad; ycomo el estado de las cosas por aquel tiempo hacía que todas lasconversaciones fuesen a caer en la guerra, y hablar de ésta era hablardel clero, doña Manuela oía con disgusto a su hijo y su marido, cuandoel primero alardeaba de republicano y el segundo de progresista a laantigua. Bastaron unos cuantos meses, trascurridos desde la llegada deTirso, para que le repugnase ya escuchar ciertas conversaciones: a veceshasta intentaba oponerse a ellas con tonterías de marca mayor, porhablar de lo que no entendía.

Don José continuaba firme en su afición a leer y comentar las noticiasde la guerra, lecturas y comentarios en que acababa siempre maldiciendocontra el absolutismo y la lucha civil; Pepe, después de comer,permanecía un rato acompañándole, y estos eran los mejores momentos queel viejo pasaba, porque casi siempre estaban de acuerdo el padre y elhijo. Don José conservaba el vigoroso arranque del antiguo partidoprogresista; Pepe, prematuramente escéptico, dado a violencias, comoquien siendo joven está ya harto de traiciones, proponía a los malespúblicos remedios más enérgicos. En cuanto al modo de terminar la guerracivil, estaban conformes: había que concluirla, no por pacto, sino porfuerza de armas. Tirso, si les oía, procuraba contenerse; mas algunasveces le era imposible disimular, y sintiéndose ya fuerte, terciaba enla conversación, mostrando, no simpatía tibia, sino ardor de sectariopor la causa del absolutismo.

El año anterior, cuando la guerra franco-prusiana, había comprado Pepeun mapa, barato, en el que seguía con alfileres y banderitas las marchasde ambos ejércitos: don José, por distraerse y llevado de la atencióncon que consideraba el duelo entre la revolución y el carlismo, repitióel entretenimiento.

Mandó a Pepe que colocara en la pared una cartageográfica de toda la parte superior de España y, a cada parte de la Gaceta, a cada nueva de lo que ocurría en los campos de batalla, ibamarcando los lugares ganados o perdidos por los soldados del ejércitoliberal o las huestes del Pretendiente, con lo cual Tirso hallabajustificado motivo para comentar noticias, atenuar triunfos y exagerarderrotas, según quien salía victorioso.

El estado de España era a la sazón desconsolador. El país se habíaconvencido de que, si el carlismo no contaba con elementos para vencer,tenía los bastantes para ensangrentar la mitad del territorio de lapatria. En los comienzos de 1873, las partidas alzadas en armas eranpocas; pero aumentaron pronto.

La insurrección de Vizcaya no inquietaba;el carlismo aragonés veía fracasar su intento en Santa Cruz deNogueras, y los castellanos parecían difíciles de arrastrar; mas yahabía fatales indicios de que la lucha sería ruda. Un jesuita amenazócon horribles fusilamientos, más tarde realizados; hubo cabecilla que,habiendo licenciado en Pascuas de Navidad sus tropas, las congregó atoda prisa; se armó el Maestrazgo; creció el peligro en Cataluña yllegaron las boinas blancas hasta más acá del Ebro.

La frecuencia conque el ejército liberal mudaba generales y los errores del Gobiernocentral, servían de sarmientos a la hoguera: apenas pasaba día sin queentrara de Francia algún jefe insurrecto; Navarra era un volcán;asaltábanse los trenes de viajeros, y un cura famoso inauguraba la largaserie de sus repugnantes maldades. Madrid, en tanto, servía de asilo a comités o juntas fomentadoras del levantamiento, y la misma libertad,combatida en los campos a balazos, era en la Corte aprovechadaimpunemente por el bando faccioso. Tirso, como si todo esto le alegrara,comenzó a mostrarse satisfecho sin disimulo y arrogante sin cautela:diríase que en la lucha jugaba algo su interés y que, por extrañaaberración, veía más fácil el moralizar a su familia según se ibadesquiciando la patria. Por fin, manifestó desembozadamente sus ideas;dijo con franqueza que era carlista y, cuando su padre leía o hacía quele leyesen noticias

de

la

guerra,

tomaba

parte

en

los

comentarios,oponiendo cálculos a cálculos y versiones a versiones.

Los informes de Pepe procedían generalmente de las imprentas donde setiraban extraordinarios y hojas volantes de periódicos, que mentían confrecuencia: las nuevas de Tirso tenían origen desconocido; pero, aveces, se anticipaban a las oficiales, eran más exactas o llegaban aconfirmarse, acusando todo que el manantial en que las bebía era bueno;con lo cual Pepe fue convenciéndose de que su hermano frecuentaba gentesdirectamente interesadas en los acontecimientos, y corroborándose en laidea de que el viaje de Tirso fue el desempeño de una misión más o menosimportante, pero indudable. Ya estaba explicada su actitud anterior. Losprimeros días de su estancia en Madrid temió ser descubierto, y no salióa la calle sino una sola vez y ya de noche; visitole luego un caballero,y desde entonces se mostró más abierto y franco, como si aquellasvisitas le quitaran peso de encima; por último, perdió el miedo, yjuntamente dio a entender su satisfacción por la marcha de los sucesosy la influencia ejercida en el ánimo de su madre.

Esto último no pudo permanecer oculto a don José; pero respecto a lasospecha de ser Tirso agente subalterno de los carlistas, nada quisodecir Pepe a su padre, convencido del disgusto que había deexperimentar. Harto comprendía él que las luchas políticas, por raraexcepción, tienen hoy el infame privilegio de enconar las divisiones defamilia; mas no se le ocultaba que para el viejo y entusiasta partidariodel progresismo, para el admirador de los que pusieron término a laprimera guerra civil, sería triste pesadumbre saber que un hijo suyo,hecho clérigo a hurtadillas, era agente y servidor de los facciosos.Don José no lo conjeturaba todavía: su curiosidad estaba despistada porel empeño de saber cuál había sido el objeto del viaje.

—Tirso es carlista—decía hablando con Pepe—ya no lo oculta: pero, ¿aqué diablos habrá venido?

—Se me figura que a pretender: querrá ser canónigo, y como parecevanidoso, no nos dirá nada por si no logra su objeto.

—Lo que más me duele es que está trastornando a tu madre.

Esta mañanahan ido las dos a confesarse y han vuelto a las diez: total, que me handado la medicina muy tarde y no puedo comer hasta dentro de hora ymedia. Y mira, mira, como anda todo.

Pepe miró en torno suyo. Sobre el aparador estaban, aún sucios, losplatos que sirvieron para la cena de la víspera; en el centro de la mesaveíase el mantel hecho un rebujo, las migajas sobrantes esparcidas en suderredor, y junto al balcón una canastilla llena de ropa blanca atrasaday sin repasar.

—En cambio—prosiguió el viejo señalando a la pared—

llueven estampas.

Tirso había comprado una cromo-litografía de la Virgen de Lourdes conmarco de moldura dorada, colocándola encima del retrato de Espartero.

—Esto—dijo

Pepe—sería

sencillamente

ridículo

si

anduviésemos sobradosde dinero: teniendo tan poco, me parece falta de juicio; pero allá él.

—No, hijo, no; ¡si lo ha pagado tu madre! veintiocho realazos... ¡yluego vociferan que el agua de Vichy es farsa moderna y que lahidroterapia sale cara!

XXI

Las gentes a cuyos manejos obedeció el viaje de Tirso a Madrid, lemandaron que esperase órdenes en la corte, y él entonces pensó enutilizar algunas de las amistades que, a la sombra de su misión,contrajo con gente de sotana, logrando entrar en una iglesia, donde, atítulo de suplente, ganaba algo, aunque poco. Un obispo y un ecónomofueron los protectores, merced a cuyo valimiento pudo actuar en unaparroquia, no sin que algunos capellanes se disgustaran, temerosos deque, a la larga, les quitara el pan: otros, en cambio, por simpatía, oconocedores de lo mucho que podía quien le recomendaba, hicieron buenasmigas con él, y uno de éstos, viejo achacoso, que tenía fama de avaro,le cedía frecuentemente su puesto en ocasiones lucrativas. Malas lenguasmurmuraban que lo hacía reservándose la mitad de la remuneración, apesar de lo cual, de cada entierro de primera le quedaban a Tirsoveinte reales y treinta de cada novena. Además, servía de festero enciertas solemnidades, y no le olvidaba el ecónomo cuando había

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