El Filibusterismo by Dr. José Rizal - HTML preview

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Ben Zayb, á fuer de periodista, quería buscar unaexplicacion natural; el P. Camorra hablaba del diablo; el P. Irenesonreía, el P. Salví se mantenía grave.

—Pero, Padre, si el diablo ya no viene; nos bastamos paracondenarnos...

—De otro modo no se puede explicar...

—Si la ciencia...

—¡Dale con la ciencia! ¡puñales!

—Pero, escúcheme usted, voy ádemostrárselo. Todo es cuestion de óptica. Yo no he vistotodavía la cabeza ni sé como la presentan. Elseñor—señalando á Juanito Pelaez—nosdice que no se parece á las cabezas parlantes que seenseñan de ordinario—¡sea! Pero el principio es elmismo; todo es cuestion de óptica; espere usted, se pone unespejo así, un espejo detrás, la imágen serefleja...digo, es puramente un problema de Física.

Y descolgaba de los muros varios espejos, los combinaba, losinclinaba y como no le resultaba el efecto, concluía:

—Como digo, ni más ni menos que una question deóptica.

—Pero que espejos quiere usted, si Juanito nos dice que lacabeza está dentro de una caja que se coloca sobre una mesa...Yo veo en ello el espiritismo porque los espiritistas siempre se valende mesas y creo que el P. Salví, como gobernadoreclesiástico que es, debía prohibir elespectáculo.

El P. Salví estaba silencioso; no decíani sí ni no.

—Para saber si dentro hay diablos ó espejos, repusoSimoun, ¡lo mejor es que ustedes vayan á ver la famosaesfinge!

La proposicion pareció buena y fué aceptada, pero elP. Salví y don Custodio manifestaban cierta repugnancia.¡Ellos á una feria, codearse con el público y veresfinges y cabezas parlantes! ¿Qué dirían losindios? Los podían tomar por hombres, dotados de las mismaspasiones y flaquezas que los otros. Entonces Ben Zayb, con su ingeniode periodista, prometió que suplicaría [126]á Mr.

Leeds no dejase entrar alpúblico mientras estuviesen dentro: bastante honor leharían con la visita para que no se prestase, y todavíano les ha de cobrar la entrada. Y para cohonestar esta pretensiondecía Ben Zayb:

—¡Porque, figúrense ustedes! ¡si descubrola trampa del espejo delante del público de los indios!¡Le quitaría el pan al pobre americano!

Ben Zayb era un hombre muy concienzudo.

Bajaron unos doce, entre ellos nuestros conocidos don Custodio, elP. Salví, el P. Camorra, el P.

Irene, Ben Zayb y Juanito Pelaez.Sus coches les dejaron á la entrada de la plaza deKiapò.

[Índice]

XVII

La feria de Kiapo

La noche era hermosa y la plaza ofrecía un aspectoanimadísimo. Aprovechando la frescura de la brisa y laespléndida luna de Enero, la gente llenaba la feria para ver,ser vista y distraerse. Las músicas de los cosmoramas y lasluces de los faroles comunicaban la animacion y la alegríaá todos. Largas filas de tiendas, brillantes de oropel ycolorines, desplegaban á la vista racimos de pelotas, demáscaras ensartadas por los ojos, juguetes de hoja de lata,trenes, carritos, caballitos mecánicos, coches, vapores con susdiminutas calderas, vagillas de porcelana liliputienses, belencitos depino, muñecas estrangeras y del país, rubias yrisueñas aquellas, serias y pensativas estas comopequeñitas señoras al lado de niñas gigantescas.El batir de los tamborcitos, el estrépito de las trompetillas dehoja de lata, la música nasal de los acordeones y los organillosse mezclaban en concierto de carnaval, y en medio de todo, lamuchedumbre iba y venía empujándose, tropezándose,con la cara vuelta hácia las tiendas de modo que los choqueseran frecuentes y no poco cómicos. Los coches tenían quecontener la carrera de los caballos, el

¡tabì!¡tabì! de los cocheros resonaba á cada momento;se cruzaban empleados, militares, frailes, estudiantes, chinos,jovencitas con sus mamás ó tías,saludándose, guiñándose, interpelándosemás ó menos alegremente. [127]

El P. Camorra estaba en su quinto cielo viendo tantas muchachasbonitas; se paraba, volvía la cabeza, le daba un empujoná Ben Zayb, castañeteaba con la lengua, juraba ydecía: ¿Y esa, y esa, chupa-tintas? y de aquella,¿qué me dices? En su contento se ponía átutear á su amigo y adversario. El P. Salví le miraba decuando en cuando, pero buen caso hacía él del P.Salví; al contrario, hacía de tropezar las muchachas pararozarse con ellas, les guiñaba y ponía ojospicarescos.

—¡Puñales! ¿Cuándo seré curade Kiapò? se preguntaba.

De repente Ben Zayb suelta un juramento, salta y se lleva una manoal brazo; el P. Camorra en el colmo de su entusiasmo le habíapellizcado. Venía una deslumbrante señorita queatraía la admiracion de toda la plaza; el P. Camorra, nocabiendo en sí de gozo, tomó el brazo de Ben Zayb por elde la joven.

Era la Paulita Gomez, la elegante entre las elegantes queacompañaba Isagani; detrás seguía doñaVictorina. La joven estaba resplandeciente de hermosura: todos separaban, los cuellos se torcían, se suspendían lasconversaciones, la seguían los ojos y doña Victorinarecibía respetuosos saludos.

Paulita Gomez lucía riquísima camisa y pañuelode piña bordados, diferentes de los que se había puestoaquella mañana para ir á Sto. Domingo. El tejido vaporosode la piña hacía de su linda cabeza una cabezaideal, y los indios que la veían, la comparaban á la lunarodeada de blancas y ligeras nubes. Una saya de seda color de rosa,recogida en ricos y graciosos pliegues por la diminuta mano, dabamagestad á su erguido busto cuyos movimientos favorecidos por elondulante cuello delataban todos los triunfos de la vanidad y de lacoquetería satisfecha.

Isagani parecía disgustado: lemolestaban tantos ojos, tantos curiosos que se fijaban en la hermosurade su amada: las miradas le parecían robos, las sonrisas de lajoven le sabían á infidelidades.

Juanito, al divisarla, acentuó su joroba y saludó:Paulita le contestó negligentemente, D.

Victorina lellamó. Juanito era su favorito, y ella le preferíaá Isagani.

—¡Qué moza, qué moza! murmuraba el P.Camorra arrebatado.

—Vamos, Padre, ¡pellízquese el vientre ydéjenos en paz! decía mal humorado Ben Zayb.

—¡Qué moza, qué moza! repetía; ytiene por novio á mi estudiante, ¡el de los empujones! [128]

—¡Fortuna tiene que no sea de mi pueblo!añadió despues volviendo varias veces la cabeza paraseguirla con la mirada. Tentado estuvo de dejar á suscompañeros y seguir á la joven. Ben Zayb á duraspenas pudo disuadirle.

Paulita seguía andando y se veía su hermoso perfil, supequeña cabeza graciosamente peinada moverse con naturalcoquetería.

Nuestros paseantes continuaron su camino no sin suspiros de partedel fraile-artillero, y llegaron á una tienda rodeada decuriosos, que facilmente les cedieron sus puestos.

Era una tienda de figuritas de madera, hechas en el país, querepresentaban en todos los tamaños y formas, tipos, razas yprofesiones del Archipiélago, indios, españoles, chinos,mestizos, frailes, clérigos, empleados, gobernadorcillos,estudiantes, militares, etc. Sea que los artistas tuviesen másaficion á los sacerdotes, los pliegues de cuyos hábitosles conviniesen más para sus fines estéticos, óque los frailes, desempeñando tanto papel en la sociedadfilipina preocupasen más la mente del escultor, sea una cosaú otra, el caso es que abundaban sus figuritas, muy bien hechas,muy concluidas, representándoles en los más sublimesinstantes de la vida, al revés de lo que se hace en Europa dondese les pinta durmiendo sobre toneles de vino, jugando á lascartas, vaciando copas, refocilándose ó pasando la manopor la fresca cara de una muchachota. No: los frailes de Filipinas eranotros: elegantes, pulcros, bien vestidos, el cerquillo bien cortado,las facciones regulares y serenas, la mirada contemplativa, espresionde santo, algo de rosa en las mejillas, baston de palasan en la mano yzapatitos de charol en los piés, que dan ganas de adorarlos yponerlos bajo campanas de cristal. En vez de los símbolos de lagula é incontenencia de sus hermanos en Europa, los de Manilatenían el libro, el crucifijo, la palma del martirio; en vez debesar á las simples campesinas, los de Manila daban de besargravemente la mano á niños y á hombres ya maduros,doblados y casi arrodillados: en vez de la despensa repleta y delcomedor, sus escenarios de Europa, en Manila tenían el oratorio,la mesa de estudio; en vez del fraile mendicante que va de puerta enpuerta con su burro y su saco pidiendo limosna, el fraile de Filipinasderramaba á manos llenas el oro entre los pobres indios...

—Miren ustedes, ¡aquí está el P. Camorra!dijo Ben Zayb á quien le duraba todavía el efecto delchampagne. [129]

Y señalaba el retrato de un fraile delgado, con airemeditabundo, sentado junto á una mesa, la cabeza apoyada sobrela palma de la mano y escribiendo al parecer un sermon. Unalámpara había para iluminarle.

Lo contrario del parecido hizo reir á muchos.

El P. Camorra que ya se había olvidado de Paulita,notó la intencion y preguntó á su vez:

—Y ¿á quién se parece esta otra figura,Ben Zayb?

Y se echó á reir con su risa de paleto.

Era una vieja tuerta, desgreñada, sentada sobre el suelo comolos ídolos indios, planchando ropas.

El instrumento estaba muybien imitado: era de cobre, las brasas estaban hechas con oropel y lostorbellinos de humo con sendos copos de algodon sucio, retorcido.

—¿Eh, Ben Zayb, no es tonto el que lo ideó?preguntaba riendo el P. Camorra.

—¡Pues, no le veo la punta! dijo el periodista.

—Pero, ¡puñales! ¿no vé usted eltítulo, la prensa filipina? ¡Ese instrumento conque plancha la vieja, aquí se llama prensa!

Todos se echaron á reir y el mismo Ben Zayb se rió debuena gana.

Dos soldados de la Guardia Civil que tenían por letrero, civiles, estaban colocados detrás de un hombre, maniatadocon fuertes cuerdas y la cara tapada con el sombrero: se titulaba elPais del Abaká y parecía que le iban áafusilar.

A muchos de nuestros visitantes no les gustaba la exposicion.Hablaban de reglas del arte, buscaban proporciones, el uno decíaque tal figura no tenía siete cabezas, que á la cara lefaltaba una nariz, no tenía más que tres, lo queponía algo pensativo al P. Camorra que no comprendíacómo una figura, para estar bien, debía tener cuatronarices y siete cabezas; otro decía que si eran musculosos, silos indios no lo podían ser; si aquello era escultura ópuramente carpintería, etc. cada cual metió su cucharadade crítica, y el P. Camorra, por no ser menos que nadie, seaventuró á pedir lo menos treinta piernas para cadamuñeco. ¿Por qué, si los otros pedíannarices, no iba él á pedir muslos? Y allí mismoestuvieron discutiendo sobre si el indio tenía ó nodisposiciones para la escultura, si convenía fomentar dicha artey se inició una general disputa que cortó [130]D.Custodio diciendo que los indios tenían disposicion perodebían dedicarse esclusivamente áhacer santos.

—Cualquiera diría, repuso Ben Zayb que estaba deocurrencias aquella noche, que ese chino es Quiroga, peroobservándole bien se parece al P. Irene.

—¿Y qué me dicen ustedes de eseindio-inglés? ¡se parece á Simoun!

Resonaron nuevas carcajadas. El P. Irene se frotó lanariz.

—¡Es verdad!—¡Es verdad!—¡Si esel mismo!

—¿Pero dónde está Simoun? ¡que locompre Simoun!

Simoun había desaparecido, nadie le había visto.

—¡Puñales! dijo el P. Camorra; ¡quetacaño es el americano! Teme que le hagamos pagar la entrada detodos en el gabinete de Mr. Leeds.

—¡Quiá! contestó Ben Zayb; lo que teme esque le comprometan. Habrá presentido la guasa que le esperaá su amigo Mr. Leeds y se desentiende.

Y sin comprar el más pequeño monigote prosiguieron sucamino para ver la famosa esfinge.

Ben Zayb se ofrecía á tratar la cuestion; el americanono podría desairar á un periodista que puede vengarse enun artículo desacreditador.

—Van ustedes á ver como todo es cuestion de espejos,decía, porque miren ustedes...

Y se internó de nuevo en una larga explicacion, y como notenía delante ningun espejo que pueda comprometer suteoría, insertó todos los disparates posibles queacabó por no saber él mismo lo que se decía.

—Enfin, ya verán ustedes como todo es cuestion deóptica.

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XVIII

Supercherias

Mr. Leeds, un verdadero yankee, vestido todo de negro, lesrecibió con mucha deferencia.

Hablaba bien el castellano porhaber estado muchos años en la América del Sur. No opusoninguna dificultad á la pretension de nuestros visitadores, dijoque podían examinar todo, todo, antes y despues de larepresentacion; [131]durante ella les suplicaba se estuviesentranquilos.

Ben Zayb se sonreía y saboreaba el disgusto quepreparaba al americano.

La sala, tapizada toda de negro, estaba alumbrada porlámparas antiguas, alimentadas con espíritu de vino. Unabarrera cubierta de terciopelo negro la dividía en dos partescasi iguales, una, llena de sillas para los espectadores, y otra,ocupada por un entarimado con una alfombra á cuadros.

Sobre esteentarimado, en la parte media, se elevaba una mesa cubierta por un ricopaño negro, lleno de calaveras y otras figurascabalísticas. La mise en scène resultabalúgubre, é impresionó á los alegresvisitadores. Las bromas cesaron, se hablaba en voz baja y pormás que algunos se querían mostrar despreocupados, en loslabios no cuajaba la risa. Todos sentían como si entrasen en unacasa donde hay un muerto. Un olor á incienso y á ceraaumentaban esta ilusion. D.

Custodio y el P. Salví seconsultaron en voz baja sobre si sería ó no convenienteprohibir semejantes espectáculos.

Ben Zayb, para animar á los impresionables y poner en aprietoá Mr. Leeds, le dijo en tono familiar:

—Eh, mister, puesto que no hay más que nosotros y nosomos indios que se dejan pescar,

¿permite usted que les hagaver la trampa? Ya sabemos que es cuestion de óptica pura, perocomo el P. Camorra no quiere convencerse...

Y se dispuso á saltar la barrera sin pasar por la debidapuerta, mientras el P. Camorra se deshacía en protestas temiendoque Ben Zayb tuviese razon.

—¿Y cómo no, señor? contestó elamericano; ¿pero no me rompa nada, estamos?

El periodista estaba ya sobre el entarimado.

—¿Permite usted? decía.

Y sin aguardar el permiso, temiendo que Mr. Leeds no se loconcediese, levantó el paño y buscó los espejosque esperaba debía haber entre los piés. Ben Zaybsoltó una media palabrota, retrocedió, volvióá introducir ambas manos debajo de la mesa agitándolas:se encontraba con el vacío. La mesa tenía trespiés delgados de hierro que se hundían en el suelo.

El periodista miró á todas partes como buscandoalgo.

—¿Dónde están los espejos?preguntó el P. Camorra.

Ben Zayb miraba y miraba, palpaba la mesa, levantaba el [132]paño, y se llevaba de cuando en cuando lamano á la frente como para recordar algo.

—¿Se le ha perdido algo? preguntó Mr. Leeds.

—Los espejos, mister, ¿dónde están losespejos?

—Los de usted no sé donde estarán, losmíos los tengo en la Fonda...¿quiere usted mirarse? Está usted algo descompuesto ypálido.

Muchos, apesar de la impresion, al ver la calma guasona delamericano se rieron y Ben Zayb muy corrido volvió á suasiento, murmurando:

—No puede ser; verán ustedes como no lo hace sinespejos; tendrá luego que cambiar de mesa...

Mr. Leeds volvió á colocar el paño sobre lamesa y dirigiéndose á los ilustres curiosos lespreguntó:

—¿Están ustedes satisfechos? ¿podemosempezar?

—¡Anda, que tiene flema! dijo la señoraviuda.

—Pues tomen asiento las señoras y señores ypiensen en lo que quieran preguntar.

Mr. Leeds desapareció por una puerta y al cabo de algunossegundos volvió con una caja de madera oscura, carcomida, conalgunas inscripciones representadas por aves, mamíferos, flores,cabezas humanas, etc.

—Señoras y señores, dijo Mr. Leeds con ciertagravedad: visitando una vez la gran pirámide de Khufu, faraon dela cuarta dinastía, dí con un sarcófago de granitorojo, en un aposento olvidado.

Mi gozo fué grande creyendoencontrarme con una momia de la familia real, mas, cual no seríami desencanto cuando, abierto el sarcófago despues de infinitostrabajos, no encontré más que esta caja que ustedespueden examinar.

Y paseó la caja á los que estaban en primera fila. ElP. Camorra echó el cuerpo hácia atrás como situviese asco, el P. Salví la miró de cerca como si leatrajesen las cosas sepulcrales; el P. Irene sonreía con lasonrisa del inteligente; D. Custodio afectaba gravedad y desden, y BenZayb buscaba su espejo; allí debía estar, pues de espejosse trataba.

—¡Como huele á cadaver! dijo una señora;¡puff!

Y se abanicó furiosamente.

—¡Huele á cuarenta siglos! observó uno conénfasis.

Ben Zayb se olvidó del espejo para ver quien habíadicho aquella frase. Era un militar que había leido la historiade [133]Napoleon. Ben Zayb le tuvo envidia y para soltarotra frase que molestase en algo al P. Camorra, dijo:

—¡Huele á Iglesia!

—Esta caja, señoras y señores, continuóel americano, contenía un puñado de cenizas y un pedazode papiro, donde había algunas palabras escritas. Véanloustedes, pero les suplico no respiren con fuerza porque si parte de laceniza se pierde, mi esfinge aparecerá mutilada.

La farsa, dicha con tanta seriedad y conviccion, se imponíapoco á poco, de tal suerte que cuando la caja pasó,ninguno se atrevió á respirar. El P. Camorra que tantasveces había descrito en el púlpito de Tianì lastorturas y sufrimientos del infierno mientras se reía para susadentros de las miradas aterradas de las pecadoras, se tapó lanariz; y el P. Salví, el mismo P. Salví que habíahecho en el día de difuntos una fantasmagoría delas almas del Purgatorio, con fuegos y figuras iluminadas altransparente, con lámparas de alcohol, trozos de oropel, en elaltar mayor de la iglesia de un arrabal para conseguir misas ylimosnas, el flaco y silencioso P. Salví contuvo su inspiraciony miró con recelo aquel puñado de cenizas.

—¡ Memento, homo, quia pulvis es! murmuróel P. Irene sonriendo.

—¡P—! soltó Ben Zayb.

El tenía preparada la misma reflexion y el canónigo sela quitaba de la boca.

—No sabiendo qué hacer, prosiguió Mr. Leedscerrando cuidadosamente la caja, examiné el papiro y vídos palabras de sentido para mí desconocido. Las decifré,y traté de pronunciarlas en voz alta, y apenas articuléla primera cuando sentí que la caja se deslizaba de mis manoscomo arrebatada por un peso enorme y rodaba por el suelo de donde envano lo intenté remover. Mi sorpresa se convirtió enespanto, cuando, abierta, me encontré dentro con una cabezahumana que me miraba con estraordinaria fijeza. Aterrado y no sabiendoque hacer ante semejante prodigio, quedéme atónito por unmomento temblando como un azogado... Me repuse... Creyendo que aquelloera vana ilusion traté de distraerme prosiguiendo la lectura dela segunda palabra. Apenas la pronuncio, la caja se cierra, la cabezadesaparece y en su lugar encuentro otra vez el puñado decenizas. Sin sospecharlo había descubierto las [134]dospalabras más poderosas en la naturaleza, las palabras de lacreacion y de la destruccion, ¡la de la vida y la de lamuerte!

Detúvose algunos momentos como para ver el efecto de sucuento. Despues con paso grave y mesurado, se acercó á lamesa colocando sobre ella la misteriosa caja.

—¡Mister, el paño! dijo Ben Zaybincorregible.

—¿Y cómo no? contestó Mr. Leeds muycomplaciente.

Y levantando con la mano derecha la caja, recogió con laizquierda el paño descubriendo completamente la mesa, sostenidasobre sus tres piés. Volvió á colocar la cajaencima, en el centro, y con mucha gravedad se acercó alpúblico.

—¡Aquí le quiero ver! decía Ben Zaybá su vecino; verá usted como se sale con algunaescusa.

La atencion más grande se leía en los rostros detodos; el silencio reinaba. Se oían distintamente el ruido y laalgazara de la calle, pero estaban todos tan emocionados que un trozode diálogo que llegó hasta ellos, no les causóningun efecto.

—¿Porque ba no di podí nisósentrá? preguntaba una voz de mujer.

—Abá, ñora, porque ’tallá elmaná prailes y él maná empleau, contestó unhombre; ’ta jas solo para ilós el cabesa deespinge.

—¡Curioso tambien el maná prailes! dijo la voz demujer alejándose; ¡no quiere pa que di sabé nisoscuando ilos ta sali ingañau! ¡Cosa! ¿querida ba depraile el cabesa?

En medio de un profundo silencio, y con voz emocionadaprosiguió el americano:

—Señoras y señores: con una palabra voy ahoraá reanimar el puñado de cenizas y ustedes hablaráncon un ser que conoce lo pasado, lo presente, ¡y mucho delporvenir!

Y el mágico lanzó lentamente un grito, primeroplañidero, luego enérgico, mezcla de sonidos agudos comoimprecaciones, y de notas roncas como amenazas que pusieron de puntalos cabellos de Ben Zayb.

—¡Deremof! dijo el americano.

Las cortinas en torno del salon se agitaron, las lámparasamenazaron apagarse, la mesa crugió.

Un gemido debilcontestó desde el interior de la caja. Todos se miraronpálidos é inquietos: una señora llena de terror ysintiendo un líquido caliente dentro de su traje, secogió al P. Salví.

La caja entonces se abrió por sí sola y á losojos del público [135]se presentó una cabeza deun aspecto cadavérico, rodeada de una larga y abundantecabellera negra. La cabeza abrió lentamente los ojos y lospaseó por todo el auditorio. Eran de un fulgor vivísimoaumentado tal vez por sus ojeras, y como abyssus abyssuminvocat, aquellos ojos se fijaron en los profundos ycóncavos del P. Salví que los teníadesmesuradamente abiertos como si viesen algun espectro.

El P.Salví se puso á temblar.

—Esfinge, dijo Mr. Leeds, ¡dile al auditorio quieneres!

Reinó un profundo silencio. Un viento frío recorrió lasala é hizo vacilar las azuladas llamas de las lámparassepulcrales. Los más incrédulos se estremecieron.

—Yo soy Imuthis, contestó la cabeza con voz sepulcralpero estrañamente amenazadora; nací en tiempo de Amasis yfuí muerto durante la dominacion de los Persas, mientrasCambyses volvía de su desastrosa espedicion al interior de laLybia. Venía de completar mi educacion despuesde largos viajes por Grecia, Asiria y Persia y me retiraba á mipatria para vivir en ella hasta que Thot me llamase delante de suterrible tribunal. Mas por desgracia mía, al pasar por Babiloniadescubrí un terrible secreto, el secreto del falso Smerdis queusurpaba el poder, el temerario mago Gaumata que gobernaba mercedá una impostura. Temiendo le descubriese á Cambyses,determinó mi perdicion valiéndose de los sacerdotesegipcios. En mi patria entonces gobernaban estos; dueños de lasdos terceras partes de las tierras, monopolizadores de la ciencia,sumían al pueblo en la ignorancia y en la tiranía, loembrutecían y lo hacían apto para pasar sin repugnanciade una á otra dominacion. Los invasores se valían deellos y conociendo su utilidad los protegían yenriquecían, y algunos no solo dependieron de su voluntad sinoque se redujeron á ser sus meros instrumentos. Los sacerdotesegipcios prestáronse á ejecutar las órdenes deGaumata con tanto más gusto cuanto que me temían y porqueno revelase al pueblo sus imposturas. ¡Valiéronse para susfines de las pasiones de un joven sacerdote de Abydos que pasaba porsanto!...

Silencio angustioso siguió á estaspalabras. Aquella cabeza hablaba de intrigas é imposturassacerdotales y aunque se referían á otra época yotras creencias, molestaban con todo á los frailes allípresentes, acaso porque vieran en el fondo alguna [136]analogía con la actual situacion. El P.Salví, presa de temblor convulsivo, agitaba los labios yseguía con ojos desencajados la mirada de la cabeza como si lefascinase. Gotas de sudor empezaban á brotar de su descarnadafrente, pero ninguno lo notaba, vivamente distraidos y emocionados comoestaban.

—¿Y cómo fué la trama que contratí urdieron los sacerdotes de tu país? preguntóMr. Leeds.

La cabeza lanzó un gemido doloroso como salido del fondo delcorazon y los espectadores vieron sus ojos, aquellos ojos de fuego,nublarse y llenarse de lágrimas. Estremeciéronse muchos ysintieron sus pelos erizarse. No, aquello no era ficcion, no eracharlatanería; la cabeza era una víctima y lo que contabaera su propia historia.

—¡Ay! dijo agitándose con desconsuelo; yo amabaá una joven, hija de un sacerdote, pura como la luz, ¡comoel loto cuando se acaba de abrir! El joven sacerdote de Abydos lacodiciaba tambien, y urdió un motin valiéndose de minombre y merced á unos papiros míos que sonsacó á miamada. El motin estalló en el momento en que Cambysesvolvía furioso de los desastres de su desgraciadacampaña. Fuí acusado de rebelde, preso, yhabiéndome escapado, en la persecucion fu muerto en ellago Mœris Yo v desde la eternidad triunfar ála impostura, veo al sacerdote de Abydos perseguir noche y díaá lavirgen refugiada en un templo de Isis en la isla dePhilœ yo le veo perseguirla y acosarla hasta en lossubterráneos, volverla loca de terror y de sufrimiento, como ungigantesco murciélago á una blanca paloma... ¡Ah!sacerdote, ¡sacerdote de Abydos!

vuelvo á la vida pararevelar tus infamias, y despues de tantos años de silencio tellamo asesino, sacrílego, ¡¡calumniador!!

Una carcajada seca, sepulcral siguió á estas palabrasmientras una voz ahogada respondía:

—¡No! ¡piedad...!

Era el P. Salví que rendido por el terror estendíaambas manos y se dejaba caer.

—¿Qué tiene V. R. P. Salví? ¿Sesiente mal? preguntó el P. Irene,

—Es el calor de la sala...

—Es el olor á muerto que aquí se respira...

—¡Asesino, calumniador, sacrílego! repetíala cabeza; te acuso, ¡asesino, asesino, asesino! [137]

Y resonaba otra vez la carcajada seca, sepulcral y amenazadora comosi absorta la cabeza en la contemplacion de sus agravios no viese eltumulto que reinaba en la sala. El P. Salví se habíadesmayado por completo.

—¡Piedad! ¡vive todavía!... repitió el P.Salví y perdió conocimento. Estaba pálido como unmuerto. Otras señoras creyeron deber desmayarse tambien yasí lo hicieron.

—Delira... ¡P. Salví!

—¡Ya le decía que no comiese la sopa de nido degolondrina! decía el P. Irene; eso le ha hecho mal.

—¡Si no ha comido nada! contestaba D. Custodiotemblando; como la cabeza le ha estado mirando fijamente le hamagnetizado...

Aquí fué el barrullo; la sala parecía unhospital, un campo de batalla. El P. Salví parecía muertoy las señoras viendo que no acudían á ellastomaron el partido de volver en sí.

Entre tanto la cabeza se había reducido á polvo y Mr.Leeds colocaba otra vez el paño negro sobre la mesa y saludabaá su auditorio.

—Es menester que el espectáculo se prohiba,decía D. Custodio al salir; ¡es altamente impíoé inmoral!

—¡Sobre todo, porque no se sirve de espejos!añadió Ben Zayb.

Mas, antes de dejar la sala quiso asegurarse por última vez,saltó la barrera, se acercó á la mesa ylevantó el paño: nada, siempre nada.1

Al día siguiente escribía unartículo en que hablaba de ciencias ocultas, delespiritismo, etc.; inmediatamente vino una orden delgobernador eclesiástico suspendiendo las funciones, pero ya MrLeeds había desaparecido llevándose á Hong Kong susecreto. [138]

1 Sinembargo Ben Zayb no estaba muy errado. Los tres piés de la mesatienen ranuras por donde se deslizan los espejos, ocultos debajo delentarimado y disimulados por los cuadros de la alfombra. Al colocar lacaja sobre la mesa se comprime un resorte y suben suavemente losespejos; se quita despues el paño teniendo cuidado de levantarloen vez