El Paraiso de las Mujeres (Novela) by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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VIII

En el que el Padre de los Maestros visita al Hombre-Montaña Cuando el profesor Flimnap regresó de su viaje á la antigua capital deBlefuscú, fué sin pérdida de tiempo á visitar al gigante para darleexcusas por su ausencia.

Vivía en perpetuo asombro á causa de la enorme gloria que había caídosobre él, con acompañamiento de ganancias no presentidas ni aun en susmomentos de mayor ilusión. De todas las grandes ciudades le llegabanproposiciones para que fuese á relatar ante auditorios de muchos milesde personas sus pláticas con el Hombre-Montaña y lo que había podidoaveriguar acerca de las costumbres del remoto país de los gigantes.

Los libreros, que nunca habían querido vender sus pesados volúmenessobre problemas filológicos é históricos, le pedían ahora que losenviase en grandes fardos, aprovechando la primera máquina voladora quesaliese para el lugar de su establecimiento.

Hasta los más grandes diarios, siempre ignorantes de la existencia deFlimnap, pues se abstenían sistemáticamente de publicar su nombre, lesolicitaban ahora como colaborador, dejando á su arbitrio el fijar laretribución por sus escritos.

—Todo esto lo debo á usted, gentleman—decía con entusiasmo, mirándoleá través de su lente—.¡Si hubiese visto anoche con qué interésescucharon la descripción que hice de su persona más de veinte milmujeres!…

Y para que olvidase su abandono del día anterior iba describiéndole elaspecto del enorme público y las salvas de aplausos con que fueronacogidos sus períodos más elocuentes.

—Gracias á usted—continuaba—soy célebre y tal vez sea rico. ¡Quiénsabe si usted se enriquecerá también, como nunca lo hubiese conseguidoallá en su país!

El buen profesor sentía despierta ahora su ambición, viéndolo todo conproporciones exageradas. Una mujer de negocios de la capital le habíahablado aquella mañana de una empresa de ganancias fabulosas. Si elConsejo Ejecutivo dejaba en libertad por algunos meses alHombre-Montaña, ésta y el profesor podían realizar una excursión portoda la República dando conferencias. Flimnap haría un relato de cuantosupiera sobre el pasado y las costumbres de su gigantesco amigo, y éstese mantendría á su lado para contestar con reverencias á lasaclamaciones de la muchedumbre. La financiera prometía una verdaderafortuna para los dos como resultado del viaje.

Estaba tan seguro el profesor de una ganancia pronta y considerable, quehasta había encargado para él una máquina terrestre en forma de lechuza,aunque más pequeña que la que le prestó en diversas ocasiones el Padrede los Maestros.

A la mañana siguiente de su vuelta de la antigua capital de Blefuscú sepresentó con un nuevo regalo para el coloso. Su amigo el profesor deFísica, que apenas si se acordaba ya del accidente maternal de pocosdías antes, le había fabricado un aparato para que Gillespie pudieseescuchar considerablemente agrandados los ruidos que resultan ordinariosen la vida de los pigmeos.

Era un cilindro de cristal no más grande que una uña del Hombre-Montaña.Al penetrar en la oreja aumentaba considerablemente su capacidadauditiva, haciendo oir la voz de los hombrecillos aunque éstos hablasenquedamente.

Apenas lo puso Gillespie en el pabellón de uno de sus oídos, la Galería,que ordinariamente estaba en silencio para él, se pobló de murmullos ygritos. Ya no vió agitarse á los pigmeos en torno de sus extremidades,como si fuesen mudos y sólo hablasen por señas; hasta de los términosmás apartados del edificio le llegaron olas rumorosas semejantes á losmurmullos que agitan los bosques, distinguiendo en ellas las palabrasininteligibles que profería su numerosa servidumbre.

—De este modo, gentleman—dijo el profesor—, podré conversar con ustedsin tener que levantar mucho la voz, lo mismo que si hablase con un serde mi especie. A veces siento el deseo de comunicarle cosas muyimportantes para mí, cosas íntimas, cosas tiernas de la amistad, y no meatrevo. ¿Quién sabe si algún universitario conocedor de nuestro idiomavaga por debajo de la mesa y puede oirnos?… Ahora, como podré hablaren voz discreta, tal vez me atreva á decir lo que pienso con algo más delibertad.

El profesor dijo las últimas palabras mostrando una timidez de muchacha,lo que dió á su respetable persona cierto aspecto grotesco. Pero tuvoque abandonar pronto esta actitud para ocuparse de un asunto másimportante que motivaba su visita matinal. Si lo había olvidado alprincipio, era á causa de la emoción que sentía siempre al hablar ásolas con el gigante.

—Gentleman—dijo—, tengo que darle una buena noticia. El Padre de losMaestros, que rara vez se digna visitar á los personajes más importantesde nuestra República, vendrá esta tarde á verle. No habla bien nuestroidioma y lo lee también con cierta vacilación; pero yo estaré presentepara servir de traductor entre los dos. Quiso en el primer momento quela entrevista fuese en la Universidad, y para ello habría tenido ustedque entrar en el edificio pasando una pierna por encima de los tejados,y después la segunda pierna, hasta quedar de pie en el patio central.Pero el arquitecto universitario se ha opuesto, temiendo por laintegridad de los techos, que son algo viejos. Seguramente se habríallevado usted con sus rodillas algunos aleros, y en este momento laUniversidad no está para nuevos gastos. Como Momaren es amigo delgobierno, el implacable Gurdilo se opone en el Senado á todo proyecto deaumento de nuestra subvención. Además, yo he demostrado al Padre de losMaestros que es mucho más cómodo subir en su litera hasta lo alto deesta mesa, donde podrá conversar con el Gentleman-Montaña horas enteras.También resulta mejor para usted que obligarle á permanecer encogido enun patio, sin atreverse á hacer el más leve movimiento por miedo áirrogar perjuicios costosos.

Gillespie aceptó con gusto la visita. Había oído hablar tantas veces ásu traductor de la influencia omnipotente del Padre de los Maestros y desu inmensa sabiduría, que consideró interesante conocer á tan altopersonaje. Además se acordó de Ra-Ra y del odio concentrado y misteriosoque mostraba contra el ilustre Momaren.

—Debe usted no olvidar—continuó Flimnap—que nuestro jefe es un granpoeta, el segundo poeta nacional, el que figura después de Golbasto,aunque este versificador sublime, cuando sufre algún apuro pecuniario ódesea un empleo para alguna amiga suya, no tiene inconveniente endeclarar á gritos que Momaren es mil veces superior. Yo di á leer alPadre de les Maestros las poesías inglesas que encontré en su cuadernode bolsillo. Las traduje á nuestro idioma, y creo que no resultan mal.Si lo dudase, me hubiese convencido anteanoche de que la traducción esbuena viendo el entusiasmo con que acogió su lectura el inmenso públicode mi conferencia.

Ahora, gentleman, en justa reciprocidad, espero que usted se dignaráleer otra traducción que he hecho de las poesías de mi eminente jefepasándolas del idioma nacional al inglés.

En vista de la conformidad del gigante, el catedrático fué hasta elborde de la mesa dando órdenes á gritos, y los atletas que maniobrabanla grúa para subir los alimentos pusieron en actividad otra vez el platoque servía de ascensor. Una vez llegado éste arriba, seis de los hombresforzudos cargaron con un libro del mismo tamaño que el cuaderno empleadopor Gillespie para sus notas.

Tenía el volumen unas tapas multicolores, cubiertas de diversas piezasde cuero formando mosaico. Sus hojas eran de triple pergamino, y lastraducciones de Flimnap habían sido trazadas con brochas gordas, dando ácada letra el tamaño de la cabeza de un habitante del país.

Gillespie, poniéndose la rodaja de cristal sobre uno de sus ojos, empezóá leer. Los atletas sostenían abierto el libro con visible esfuerzo,pues resultaba este trabajo una empresa digna de su vigor. Mientrastanto, Flimnap iba pasando las hojas y daba explicaciones para que suamigo no tuviese la menor duda sobre el texto.

—¿Qué le parecen estos versos, gentleman?—preguntó cuando estaban yaen la mitad del volumen.

Hizo Gillespie un gesto evasivo. Machas de las imágenes del poeta nopodía comprenderlas, aun después de las aclaraciones del traductor.Otras le parecían extravagantes, y tuvo que hacer esfuerzos para nosaludarlas con una carcajada. Pero temiendo molestar al buen Flimnap, seapresuró á decir:

—Me parecen excelentes. Lo único que me extraña es ver en la mayorparte da estos versos algo así como una decepción amorosa, unamelancolía de pasión sin esperanza. ¡Quién hubiese creído que elrespetable Padre de los Maestros fuera capaz de tan frívolossentimientos!…

El profesor sonrió levemente.

—Ha acertado usted, gentleman. El ilustre Momaren ha sido joven, comotodos, y guarda la tristeza de un gran desengaño amatorio. Por esomuchos considerarnos á Golbasto como el primero de nuestros poetasheroicos y á Momaren como el más exquisito de nuestros poetas deamor…. Yo quisiera que usted le manifestase esta tarde la admiración yel entusiasmo que ha sentido al leer sus versos. Piense que es mi jefe;piense que tan poderoso personaje ha ordenado la producción de estehermoso volumen sólo por serle grato, haciendo trabajar en él durantecuatro días á todos los pintores y encuadernadores que dependen de laUniversidad, y piense finalmente que el Padre de los Maestros es quienpuede influir sobre los altos señores del Consejo Ejecutivo para que lepermitan viajar por toda la República acompañándome en mis conferencias,medio seguro de que los dos ganemos riquezas enormes.

Prometió Edwin á su traductor cumplir exactamente tales recomendaciones,y después de la comida de mediodía aguardó, con los codos en la mesa yla cabeza entre las manos, la llegada del jefe de la Universidad y sucortejo.

Durante tan larga espera se entretuvo escuchando, gracias á su aparatoauditivo, los gritos y las canciones de los servidores, que se movíancomo insectos en el fondo de la Galería. Después que toda esta gentehubo comido cerca de las cocinas, el estrépito fué en aumento,cortándose de vez en cuando el vocerío de los pigmeos con las órdenesque gritaban sus diversos jefes. Al fin se cansó de este zumbido decolmena en desorden, y sacándose de la oreja el microfónico aparato,quedó envuelto en un dulce silencio, estremecido apenas por lejanos éindefinibles murmullos.

Se iba adormeciendo Gillespie, cuando le estremeció un gran ruido demuchedumbre, haciéndole volver á la realidad.

Vió cómo una masa de curiosos formaba semicírculo en torno á la fachadade cristal del edificio, completamente abierta, que le servía á él paraentrar y salir.

Numerosos jinetes contenían á estos curiosos para que dejasen pasofranco al ilustre visitante.

Avanzó primeramente un grupo de doctores jóvenes, que eran muchachas entraje masculino, llevando como único emblema de su grado el gorrouniversitario. Algunas de ellas, esbeltas y gallardas, tenían un andarmarcial que revelaba su afición á los deportes, pero las más mostrabancierto parentesco físico con el doctor Flimnap. Las había enjutas decuerpo, con un gesto ácidamente triste, como si el fuego del saberhubiese consumido en su interior toda gracia femenina. Otras erangruesas, pesadas y miopes, contemplándolo todo con asombro infantil, lomismo que si hubiesen caído en un mundo extraño al levantar su cabeza delos libros.

Detrás de este escuadrón estudioso apareció la litera en forma delechuza, dentro de la cual iba el ilustre Momaren. El profesor Flimnapmarchaba junto á la portezuela de la derecha, conversando con su ilustrejefe, honor público gozado por primera vez, que le hacía caminartitubeante, con el rostro empalidecido por la emoción. Cerraban lamarcha graves matronas universitarias, con togas negras. Todas ellasostentaban en sus birretes los varios colores de las catorce Facultadesque clasifican la sabiduría entre los pigmeos.

El cortejo fué desapareciendo lentamente bajo la mesa. Sintió el giganteuna ruidosa agitación junto á sus pies, pero hizo esfuerzos pormantenerlos inmóviles, temiendo provocar una catástrofe. La avalancha devisitantes se había fraccionado para tomar los cuatro caminos en espiralarrollados á las patas de la mesa.

Gillespie vió surgir por los escotillones á muchos servidores suyos,hombres y mujeres, que se colocaron en uno de los lados de la planiciede madera, esperando órdenes. Luego fueron saliendo de dos en dos losdoctores jóvenes, yendo á situarse en el borde de la mesa, frente algigante. Muchos de ellos llevaban lentes de disminución para examinarlodetenidamente. Otros, los más gallardos y de buen ver, reían y seempujaban con el codo, mirando á ojos simples la cara de Gillespie yhaciendo suposiciones sobre sus enormidades ocultas, que provocaban elescándalo y la protesta de sus compañeras más graves y virtuosas.

Apareció, al fin, la litera del Padre de los Maestros, sostenida porocho universitarios jóvenes, que jadeaban sudorosos después de estaascensión en espiral. Se abrió la portezuela de la caja portátil y salióMomaren, con su birrete de cuatro borlas y una toga de cola larguísima,que se apresuraron á sostener dos aprendices de profesor.

Fué avanzando solemnemente sobre la mesa, y detrás de sus pasos todo elacompañamiento final de graves doctores, que no ocultaban las arrugas ylas canas de sus rostros matroniles.

El profesor Flimnap corrió á colocar en el centro de la mesa un sillón,que era el mismo que él había ocupado al dar al gigante su lección deHistoria. El alto personaje se sentó en él, teniendo á un lado alobsequioso traductor. Todo el cortejo universitario permaneció detrás,rígido y en profundo silencio, esperando que sonase la voz autorizadadel maestro de los maestros. Hasta los doctores revoltosos cesaron ensus risas juveniles y sus atrevidos comentarios al sentarse Momaren.

Este se llevó á un ojo la lente facilitada por Flimnap, y al ver decerca el rostro del gigante, reducido casi á las proporciones de un serde su misma especie, no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

Quedócontemplándole con una expresión reflexiva que revelaba intenso trabajomental. Al fin murmuró, dirigiéndose á Flimnap, pero sin apartar sumirada del gigante:

—¿A quien se le parece, profesor?… Yo he visto esta cara en algunaparte…. No puedo recordar con exactitud, pero es absolutamente igual áuna persona que he visto muchas veces…. ¿Quién será?

Flimnap murmuró palabras vagas para excusar su ignorancia. Lamentaba nopoder ayudar á su ilustre jefe en este trabajo de la memoria. Peroaunque su voz era reposada y su gesto tranquilo, la inquietud hizocorrer por su cuerpo ondas nerviosas de diversas temperaturas. Sabíaperfectamente á quién se asemejaba el gigantesco gentleman, pero tuvobuen cuidado de no revelarlo al Padre de los Maestros.

Por su parte, Gillespie se mostraba tan impresionado como el traductor.Al ver que el poderoso visitante se ponía un vidrio ante un ojo paraconocerle con más exactitud, él creyó del caso hacer lo mismo, porcortés reciprocidad.

Tomó la gran redondela de cristal que estaba sobre la mesa, y alcolocarla en uno de sus ojos fué tal su emoción, que faltó muy poco paraque el disco duro y transparente cayese como un proyectil, matando ávarios doctores del cortejo.

—Debo estar soñando—se dijo el ingeniero—. Esto no puede ser.Resultan demasiadas sorpresas juntas para que yo acepte como realidad loque veo en este momento.

Dos días antes se había contemplado á sí mismo en forma de pigmeo yvestido de mujer. Aquel Ra-Ra era otro Edwin Gillespie; tan exactaresultaba la semejanza. Y ahora….

—No hay duda; estoy durmiendo—volvió á decirse—. Esto es imposible.

Pero no necesitó de largas reflexiones para dar por falsa la idea delensueño. Había que aceptar todos los caprichos de una realidad queparecía complacerse en provocar su asombro, ofreciéndole maravillosassemejanzas.

Al convencerse de que estaba despierto y bien despierto, encontró ciertoplacer en examinar todos los detalles físicos del ilustre Momaren, quehacían de su persona una reproducción exacta, aunque en escalareducidísima, de otra persona existente en el mundo de los giganteshumanos.

El Padre de los Maestros era mistress Augusta Haynes, la madre de Margaret.

Gillespie se imaginó verla, á través de unos gemelos puestos del revés,vestida con un traje de doctor estrafalario y magnífico para asistir áun baile de máscaras. Las dos tenían la misma majestad dura y áspera, unperfil idéntico de ave de presa, igual volumen y una solemnidadorgullosa en las palabras y los gestos.

Edwin creyó durante algunos momentos que aquella miniatura de mistressAugusta Haynes iba á erguirse en su sillón para negarle por segunda vezla mano de Margaret, afirmando que ella no podía transigir con loshombres de espíritu novelesco que ignoran el medio de hacer dinero. Perola voz del profesor Flimnap le arrancó de su asombro.

—Gentleman—dijo el traductor—: nuestro ilustre Padre de los Maestrosse ha dignado venir á visitarle á causa del gran interés que siente porsu persona. Si desea conocerle no es por la curiosidad que inspira alvulgo la grandeza material, sino porque sabe que usted ha sido en supatria un hombre de Universidad, un poeta, y considera deber decompañerismo darle la bienvenida á su llegada á este gran país gobernadopor el más inteligente de los sexos.

Siguió el profesor hablando en tono de conferencista, pues todo suauditorio entendía el inglés con más ó menos facilidad y era capaz deapreciar las florescencias de su estilo.

Cuando terminó la enumeración de los méritos de Momaren, de las gloriasdel gobierno femenil y de los grandes adelantos intelectuales de suraza, el gigante contestó á su vez con otro discurso, agradeciendo lasatenciones de que había sido objeto desde su llegada involuntaria á estaRepública y las que esperaba recibir en adelante, pero aludiendo de pasocon suavidad al disimulado encierro en que le tenían.

Luego, levantando una mano, que pasó como la sombra de una nube sobrelos birretes de los doctores, señaló el libro multicolor traído porFlimnap en la mañana, y que estaba ahora caído sobre la mesa. Hizo unelogio vehemente de las poesías de su ilustre visitante, declarando quejamás en su existencia había conocido nada comparable á ellas, y queninguno de los poetas de su país podría igualarse con Momaren.

Aunque el Padre de los Maestros no era muy fuerte en el idioma sagradode los hombres de ciencia y entendía con dificultad el inglés articuladopor aquella voz de trueno, comprendió perfectamente la última afirmacióndel gigante, que le hizo agitarse de emoción en su asiento.

—Dígale—apuntó por lo bajo á Flimnap—que sus poesías también sonmagníficas y me gustaron mucho cuando las leí traducidas por usted.

Jamás había experimentado un orgullo profesional ni una satisfacción deamor propio comparables á los de este momento. Todos los que admirabansus versos, incluso el glorioso Golbasto, tenían voces iguales á las delos otros humanos, y sus elogios eran siempre idénticos. Pero oirsealabar ahora por este trueno que venía de lo alto y que en el caso deponerse el gigante de pie podía resonar hasta por encima de las nubes,representaba para Momaren una glorificación casi divina.

En los primeros momentos, la semejanza de Gillespie con un serindeterminado y misterioso le hizo pensar en todos sus enemigos,considerando esta semejanza hostil para él. Ahora creía, por elcontrario, que debía parecerse el gigante á algo muy superior, y hastallegó á pensar si su rostro sería el recuerdo de un dios entrevisto porél en sus ensueños.

El profesor Flimnap le obedeció, dirigiendo al gigante un segundodiscurso para repetir los elogios con que el Padre de los Maestroscontestaba á las alabanzas de Gillespie. Pero éste empezó á fatigarse dela monotonía de una entrevista en la que la vanidad literaria de Momarendaba el tono á la conversación.

Mientras fingía escuchar el discurso de Flimnap, sus ojos vagaron de unlado á otro examinando los diversos grupos situados sobre la planicie dela mesa. De pronto su atención caprichosa se concentró en el lado dondese aglomeraba la gran masa de sus servidores.

Creyó reconocer á Ra-Ra en uno de los hombres con vestidura femenil queestaban al frente de los siervos medio desnudos. Debía serindudablemente el propagandista del «varonismo», el rebelde acosado,que, oculto bajo sus velos, se daba el placer de pasar y repasar condiversos pretextos cerca de Momaren, al que parecía tener por el mayorde sus perseguidores.

Le siguió Gillespie con los ojos en todas sus evoluciones alrededor delinmóvil cortejo universitario. Por un momento sospechó si se propondríahacer algo contra el Padre de los Maestros. Luego una luz nueva parecióextenderse por el pensamiento de Edwin.

Se explicó de pronto el motivo de que Ra-Ra odiase al severo Momaren.Este joven resultaba una reducción exacta de su misma persona, y eranatural que se mostrase enemigo irreconciliable de aquel personaje igualen todo á la viuda de Haynes.

Pero el gigante olvidó tales pensamientos, atraído por una nuevaevolución de Ra-Ra. Retrocedía ahora con lentitud hacia un extremo de lamesa ocupado únicamente por gentes de baja condición: atletas de los quemanejaban la máquina monta-platos. Un doctor se fué despegandolentamente del grupo que había precedido á la litera de Momaren ypareció seguir de espaldas, fingiéndose distraído, la retirada de Ra-Ra.

El gigante sospechó que este universitario era la mujer amada de la quehabía hablado el proscrito en varios pasajes de su historia. Tal vez nose habían visto en muchos meses. El joven doctor acababa de adivinarindudablemente el rostro misterioso que ocultaban aquellos velospúdicos, y parecía conmovido por la primera sorpresa de sudescubrimiento.

Sintió Edwin una tierna conmiseración por los dos amantes, un deseo deprotegerlos, de facilitar su entrevista, y para ello dejó caer sobre lamesa uno de sus brazos, colocándolo de modo que fuese como una barreraentre el ángulo donde quedaba la pareja con el grupo de servidoresforzudos y todo el resto de la planicie.

Los enamorados, al verse protegidos por esta muralla de carne y delienzo, sin miedo ya á la curiosidad del cortejo universitario,corrieron el uno hacia el otro. El hombre echó atrás sus velosfemeniles. Efectivamente, era Ra-Ra. Los dos se abrazaron y empezaron ábesarse, sin prestar atención al grupo de atletas, que presenciaban susarrebatos con impasible estupidez.

Edwin creyó ver que era el doctor quien había tomado la iniciativa, deestas caricias, con una impetuosidad varonil. Pero esto no le produjoextrañeza alguna. Ya estaba acostumbrado á las tergiversaciones de estemundo dominado por las mujeres. Lo que él deseaba era conocer el rostrode la joven universitaria y oir lo que se decían ambos, pero noresultaba empresa fácil.

El profesor Flimnap seguía hablándole. Dulcemente, de los pálidoselogios á sus versos ingleses había ido pasando á una segunda serie dealabanzas para las obras de Momaren, y explicaba con profusión el rangoque correspondía á este autor en la historia literaria del país.

Gillespie movió la cabeza afirmativamente para indicar que aceptabatodas las palabras del orador. Luego fijó en el Padre de los Maestrosuna mirada de vehemente admiración, gracias á la cual pudo recobrar otravez su prestigio, pues Momaren parecía algo molestado por susdistracciones anteriores.

Con el pretexto de querer oir mejor la luminosa disertación de Flimnap,buscó sobre la mesa el aparato microfónico, introduciéndolo en uno desus pabellones auriculares. Inmediatamente un huracán aullador chocócontra su tímpano. Era la voz oratoria de su amigo, en torno de la cualparecían enroscarse como suaves lianas las dos voces prudentes y tímidasde la pareja amorosa. Luego, fingiendo interesarse mucho por lo quedecía el conferencista, se llevó á un ojo la lente de aumento.

Vió con enormes dimensiones la cara de mistress Augusta Haynes, rematadapor su honorífico gorro, y que le sonreía protectoramente, como nunca lehabía sonreído la verdadera en el lejano país de su nacimiento.

Poco ápoco fué ladeando la cabeza, y desaparecieron de su redondel de vidrioel Padre de los Maestros, el orador y los grupos universitarios. Como sipretendiese cambiar de postura en su asiento, volvió la cabeza más á laderecha, quedando bajo su radio visual el extremo de la plataforma dondeestaban los dos amantes.

Ahora pudo ver con claridad, considerablemente agrandado y en todos susdetalles, al joven doctor que estaba con Ra-Ra. De haberlo descubiertouna hora antes, estaba seguro de que la lente se habría caído de surostro empujada por la sorpresa, siéndole imposible al mismo tiempocontener un grito de asombro. Per o después de haber conocidopersonalmente á Momaren, se consideraba á salvo de toda clase deemociones.

Entre todas las maravillas vistas en el país de los pigmeos, el rostrode este joven doctor representaba la más enorme y la más grata para él.Pero existe un encadenamiento lógico entre los sucesos extraordinarios,igual al que reúne los hechos de la vida corriente. Desde el momento queRa-Ra era él, y Momaren era mistress Augusta Haynes, resultaba naturalque el joven universitario sólo pudiera parecerse á una persona….

Y contempló con admiración á miss Margaret Haynes, su novia del otromundo, que á través de la lente amplificadora se mostraba casi con sutamaño ordinario.

Él no había visto nunca á Margaret llevando un gorro de doctor. Tampocohabía tenido ocasión de admirarla con pantalones de hombre; pero creyófirmemente que, de haberla visto así, ofrecería las mismas formasesbeltas y atractivas que en el presente momento. En realidad, se sintiósatisfecho por primera vez de su viaje á este país, ya que leproporcionaba tan agradable visión.

Le gustó menos ver cómo su novia apretaba las manos de Ra-Ra, mirándoseen sus ojos, y cómo interrumpía tan cariñosa contemplación para volver ábesarle. ¡Sufrir esto en su presencia!… Pero después de mirar con odioá Ra-Ra se dijo que éste era otro Edwin, y los besos recibidos por elpigmeo le correspondían á él aunque fuese de un modo indirecto.

Con la emoción del encuentro los dos amantes habían olvidado todaprudencia, y empezaron á hablarse en el idioma del país. Luego sefijaron en los atletas que permanecían junto á ellos, dentro del retiroformado por el brazo del gigante, y creyeron prudente valerse de otrolenguaje.

Gillespie oyó claramente cómo los dos seguían el diálogo en inglés.

—¡Qué alegría sentí al verte!—decía el hermoso doctor empleando ellenguaje sagrado de la ciencia con tanta facilidad como Ra-Ra—. Tecreía lejos, en uno de esos viajes que tanto me inquietan. Ahora, alencontrarte, me considero feliz; pero no por eso dejo de pensar en tusenemigos. Los del Comité de supresión del antiguo régimen

no teolvidan, y sus espías siguen buscándote por la capital. Al venir aquíesta tarde, presentía confusamente que algo nuevo y grato iba á ver enel alojamiento del Hombre-Montaña. Por eso me inspiró una simpatíarepentina este gigante. Hasta le encontró en los primeros momentoscierta semejanza contigo. Era, sin duda, el presentimiento de que tehabías refugiado bajo su protección….

Pero ¡ay, si llegasen ádescubrirte! Cada día preocupas más á esas gentes que te odian.

—No temas, Popito; es difícil que den conmigo. Tu amor y las exigenciasde la gran causa á que he dedicado mi vida me hacen ser prudente. Sólocuando supe que el Padre de los Maestros venía á visitar al gigante medecidí á subir á lo alto de esta mesa con la esperanza de que túfigurarías en el cortejo.

—¡Y yo que no quería venir!—exclamó Popito—. Tu larga ausencia y lafalta de noticias me tenían desalentada. Prefería pasar la tardesumiéndome en el estudio, para no pensar en nuestra situación. Al fin,la curiosidad de ver al Hombre-Montaña y un indefinible presentimientome arrastraron hasta aquí. ¡Qué desgracia si no hubiese venido!…

La suposición de esta ausencia impresionaba de tal modo á Ra-Ra, quepara consolarse volvió á repetir sus abrazos y sus besos.

—¡Oh, Popito!—murmuró con una voz de éxtasis.

Gillespie consideró prudente apartar su mirada de ellos para volverlahacia el imponente cortejo que había venido á visitarle.

—Miss Margaret se llama ahora Popito—se dijo mentalmente—. ¡Quénombre extravagante!

Pero á continuación pensó que él se llamaba Ra-Ra, y la grave viuda deHaynes era en este país el Padre de los Maestros, jefe supremo de lasuniversidades, y además escribía versos.

Buscó otra vez la mirada protectora de Momaren, quedando medianamentesatisfecho al ver que los ojos de éste parecían amonestarle por sureciente distracción. Flimnap continuaba dejando correr el chorro de suoratoria didáctica. Explicaba en estos momentos los diversos ybrillantes períodos de la literatura nacional, aproximándose con lalentitud de un estratega prudente á la conclusión de que todo lo quehabían producido varias generaciones de escritores era simplemente parapreparar el advenimiento de Momaren.

Pero aunque Gillespie hacíaesfuerzos por enterarse de la disertación, inclinaba al mismo tiempo sucabeza del lado de los amantes, deseoso de oir su diálogo.

La voz de la invisible Popito, algo desfigurada por el aparatomicrofónico, evocó en su memoria el recuerdo de la voz dulce y graciosade miss Margaret.

—Mi madre se opone—decía—, bien lo sé; pero yo te amo, y verás cómoal fin triunfaremos, consiguiendo nuestra felicidad.

¡Lo mismo que la otra!… El gigante creyó estar aún en el Gran Parquede San Francisco escuchando por última vez á miss Margaret, y al verbajo sus ojos á tantos ciudadanos de aquel pueblo diminuto