El Paraiso de las Mujeres (Novela) by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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VII

El más grande de los asombros de Gillespie

Siempre que el doctor Flimnap se presentaba con algún retraso en elalojamiento del gigante, creía necesario explicar el motivo de sutardanza.

—Esta mañana no pude venir, gentleman, porque asistí á una reunión deautores de la Gran Historia de las Mujeres Célebres.

Necesitaba darcuenta del estado actual del tomo cincuenta y cuatro, de cuya redacciónestoy encargado.

Falta poco para que lo termine, pero con la llegada deusted tuve que suspender tan importante trabajo.

Y como Gillespie mostrase cierta curiosidad por la enorme obra, elprofesor le dió explicaciones sobre su carácter y sus tendencias.

Era el Padre de los Maestros el que la había ideado, con la nobleambición de hacer olvidar hasta los más remotos vestigios de la soberbiamasculina. Momaren consideraba necesario demostrar al mundo actual quelos grandes benefactores de la humanidad y del progreso habían sidosiempre mujeres. Los creadores de religiones, los filósofos, los santos,los inventores, todos habían pertenecido al género femenino; pero loshombres, para apropiarse su gloria, falseaban las viejas crónicas,incorporando á su sexo estas hembras gloriosas.

Gracias á la revisión histórica ideada por Momaren, todo iba á quedar ensu verdadero lugar, y las generaciones futuras se enterarían de que enningún tiempo había existido un hombre verdaderamente célebre, pues losque aparecían en la Historia como tales eran mujeres que los varoneshabían cambiado de sexo.

Edwin, al oir mencionar al Padre de los Maestros, quiso saber por quérazón su máquina rodante y su litera tenían la forma de una lechuza.

—En nuestro país, gentleman—continuó el profesor—, procuramos dar átodos los objetos una forma artística y simbólica, de acuerdo con losgustos ó la profesión de sus dueños. La lechuza es el emblema de nuestraciencia. A semejanza de este animal nocturno, el sabio vela mientras losdemás seres duermen.

Flimnap quiso hacer un regalo á su protegido. Del mismo modo que ellagustaba de contemplar á Gillespie á través de una lente de disminución,deseó que éste emplease una lente de aumento para verla.

—Temo, gentleman, que sus ojos, acostumbrados á abarcar únicamente lascosas enormes, no lleguen á distinguir los detalles y delicadezas de unamujer pequeña como yo.

Y el profesor, al decir esto, se ruborizaba, bajando los ojos.

Al fin, una tarde, al salir del plato-ascensor, recomendó á dosservidores que cargasen con un disco de cristal llegado con ella. Eradel tamaño de una rueda de carreta, y había sido labrado en el Palaciode Ciencias Físicas de la Universidad Central. Flimnap se excusó detraer con retraso esta lente, que había prometido para el día anterior.

—No es mía la culpa, gentleman. El profesor de Física tuvo esta mañanaun hijo, y esto le ha hecho retrasar unas cuantas horas la entrega delcristal.

Aprovechó la ocasión Gillespie para preguntar algo que le traíapreocupado desde que supo la gran victoria de las mujeres. ¿Cómo habíanconseguido las vencedoras, dedicadas la mayor parte del tiempo á losasuntos públicos, emanciparse de la servidumbre de la maternidad?

—¡Oh, gentleman!—dijo Flimnap—. Eso podía ser un problema en otraépoca, cuando la ciencia estaba aún en sus descubrimientos elementales.La maternidad entre nosotros no representa ya mas que una cortamolestia. Un simple resfriado da más que hacer y obliga á mayorespérdidas de tiempo. Este progreso de la ciencia es el que más hafavorecido nuestra emancipación. Las mujeres sólo tienen que preocuparsepor unas horas del acto maternal, é inmediatamente vuelven á sustrabajos, sin guardar huella alguna del accidente. Mi colega el profesorde Física debe estar á estas horas trabajando en su laboratorio.

—Pero ¿quién cuida á los hijos?—preguntó el gigante.

—Les cuidan los varones, como es su deber. Antes de venir aquí hevisitado á la esposa masculina de mi colega el profesor de Física, queestaba en la cama con su pequeño. Son los hombres los que se acuestanpara dar calor al recién nacido, mientras las mujeres vuelven á susfunciones, momentáneamente interrumpidas, para ganar el dinero quenecesita la familia.

El gigante lanzó una carcajada que hizo temblar el techo de la Galería,levantando un eco tempestuoso.

Después, al serenarse, contó al profesorque muchos pueblos salvajes, allá en la tierra de los gigantes, habíanseguido la misma costumbre.

—Es que esas pobres gentes—dijo el sabio con sequedad—presentían sinsaberlo el triunfo de las mujeres.

Su enfado por las risas del Gentleman-Montaña no duró mucho. Además,Gillespie, queriendo desenojarla, se colocó bajo una ceja la lente quele había regalado para que la contemplase. El enorme cristal estabapulido con una perfección digna de los ojos de los pigmeos, los cualespodían distinguir las más leves irregularidades de su concavidad.

Vió Edwin á su amiga, á través del nítido redondel, considerablementeagrandada. A pesar de su obesidad era relativamente joven, sin unaarruga en el plácido rostro ni una cana en la corta melena. Gillespie,que la creía de edad madura, no le dió ahora más de treinta años, yacabó por sonreir, agradeciendo la mirada de simpatía y admiración queel profesor le enviaba á través de sus anteojos de miope.

Luego se dió cuenta de que el profesor, á pesar de la severidad de sutraje, llevaba sobre su pecho un gran ramillete de flores. Flimnap acabópor depositarlo en una mano del gigante, acompañando esta ofrenda conuna nueva mirada de ternura.

Lo único que turbaba su dulce entusiasmo era ver que la cara del colosose hacía más fea por momentos.

Aquellas lanzas de hierro que ibansurgiendo de los orificios epidérmicos tenían ya la longitud de la mitadde uno de sus brazos. Había dirigido en las últimas veinticuatro horasdos memoriales al Consejo que gobernaba la ciudad pidiendo que lefacilitase una orden de movilización para reunir á todos los barberos yhacerles trabajar en el servicio de la patria. Pensaba dividirlos envarias secciones que diariamente cuidasen de la limpieza del rostro delGentleman-Montaña, así como de la corta del bosque de sus cabellos.

Al fin su tenacidad había vencido la pereza tradicional de las distintasoficinas por las que tuvo que pasar su demanda.

—Mañana, gentleman, vendrán á afeitarle y á cortarle el pelo. ¿Dóndequiere usted que se realice la operación?…

El prisionero prefirió el aire libre. Era un pretexto para permanecermás tiempo fuera de aquel local, cuyo techo parecía agobiarle, á pesarde que se levantaba un metro por encima de su cabeza. Flimnap dióórdenes para la gran operación del día siguiente, poniendo en movimientoá la servidumbre del gigante. Pero estas órdenes, aunque el profesorrecomendó á su gente el mayor secreto, circularon por la ciudad.

Cuando los carpinteros, poco después de la salida del sol, colocaron eltaburete del Hombre-Montaña en medio de la meseta, al pie de la cual seextendía el caserío de la Ciudad-Paraíso de las Mujeres, una muchedumbrellenaba ya todo el declive, avanzando poco á poco hacia lo alto, á pesarde los jinetes que intentaban mantenerla inmóvil y á cierta distancia.

Los periodistas, siempre á caza de novedades, habían averiguado en lanoche anterior las disposiciones de Flimnap, y todos los diarios de lacapital anunciaron por la mañana el primer rasuramiento y la primeracorta de cabellos del gigante después de su llegada á las costas de laRepública, lo que hizo que los desocupados acudiesen en grandes masaspara presenciar tan curioso espectáculo.

Gillespie mostró extrañeza al salir de su alojamiento y ver á estamuchedumbre inesperada. Pero el día era hermoso, dentro de su encierrohabía una penumbra glacial, y creyó preferible sentarse al sol, teniendoen torno á su taburete un espacio completamente libre de gente.

El alarido con que le saludó la muchedumbre extendida colina abajo fué ámodo de un saludo risueño. Sobre los miles de cabezas empezó á subir ybajar una nube de gorras echadas en alto.

—¡Excelente y simpático pueblo!—dijo Gillespie, saludándole con unamano.

Y mientras una nueva ovación acogía estas palabras, ruidosas como untrueno é incomprensibles para el público, el gigante fué á sentarse ensu escabel.

La divertía contemplar cómo aquellos jinetes masculinos, barbudos y concimitarra, mandados por oficiales hembras, repelían á la muchedumbrepara que no avanzase hasta las puntas de sus zapatos. A un lado del granespacio completamente libre vió Gillespie un grupo de hombres que ibadescargando de cinco carretas varios cubos llenos de una materia blanca,así como ciertos aparatos misteriosos envueltos en fundas y una grantela arrollada lo mismo que un toldo. Debía ser el primer grupo debarberos que entraba á prestar sus servicios.

Gillespie se sintió inquieto al darse cuenta de que el universitario nohabía llegado aún, á pesar de las promesas hechas el día anterior.

—¡Profesor Flimnap!—gritó varias veces.

La muchedumbre pretendió imitar su voz, lanzando varios rugidosacompañados de risas. El bondadoso traductor permanecía invisible.Gillespie, irritado por esta ausencia, empezó á agitarse con unanerviosidad amenazante para los pigmeos que se hallaban cerca de él.

De pronto se tranquilizó al ver que un hombre de larga túnica y envueltoen velos, que había permanecido hasta entonces inmóvil en la puerta dela Galería, se aproximaba á su asiento. Cuatro esclavos le seguían,llevando á hombros una larga escala de madera. La aplicaron á unarodilla del gigante, y el hombre subió sus peldaños con agilidad, ápesar de las embarazosas vestiduras, procurando que los velosconservasen oculto su rostro.

Al quedar de pie sobre un muslo del Hombre-Montaña, indicó con gestos sudeseo de colocarse más en alto para hablarle. El gigante lo tomóentonces con dos dedos de su mano izquierda, lo depositó en la palmaabierta de su mano derecha y lo fué subiendo lentamente, hasta muy cercade su rostro. Esta ascensión desordenó las envolturas del hombre velado,quedando su rostro al descubierto.

—Gentleman—dijo en un inglés tan perfecto como el del profesor—, yopertenezco á su servidumbre, y creo que de todos los presentes soy elúnico que conoce su idioma. No sé dónde está el doctor Flimnap; tambiénme extraña su tardanza. Pero si el gentleman desea algo, aquí estoy paratraducir sus deseos.

El hombrecito de los velos blancos tuvo que callar repentinamente paraafirmarse sobre sus pies y no caer de una altura tan enorme.

La mano de Gillespie había temblado con la emoción de la sorpresa. Elpigmeo que tenía junto á sus ojos presentaba una rara semejanza con supropia persona. Era un Edwin Gillespie considerablemente disminuido; susmismos ojos, su mismo rostro, igual estatura dentro de las proporcionesde su pequeñez.

Hasta creyó que su voz tenía el mismo timbre,considerablemente debilitado. Parecía que era él mismo quien hablabadesde una larga distancia.

De todas las maravillas que había visto en la República de los pigmeos,ésta era la más asombrosa. Lamentó haber dejado dentro de la Galería,sobre su mesa, la lente de aumento regalo del profesor.

—¿Quién es usted?—preguntó el gigante—. ¿Cómo se llama? ¿A quéfamilia pertenece?…

El hombrecillo, á pesar de que estaba en las alturas, miró en torno concierta inquietud, temiendo que alguien pudiese escucharle.

—Son demasiadas preguntas, gentleman, para que las conteste aquí—dijocon una voz extremadamente débil, persistiendo en su miedo de seroído—. Bástele saber que mi protector es Flimnap, y que él me colocóentre sus servidores después de haberle prometido yo que nadie vería mirostro. Únicamente al notar la impaciencia del gentleman, y con el deseode serle útil, me he atrevido á faltar á mi promesa. Le suplico que nocuente nunca al profesor que me ha visto sin velos.

Iba á hablarle Gillespie, cuando llegaron á sus oídos los gritos de ungrupo de pigmeos que se agitaba junto á sus pies, mientras otros subíanya por la escala de madera hasta una de sus rodillas.

Eran los barberos y sus servidores, que, una vez terminados lospreparativos de la operación, querían empezarla cuanto antes. Algunostenían tienda abierta en la capital, y deseaban volver pronto á susestablecimientos, donde les aguardaban los clientes. Estos trabajosextraordinarios y patrióticos por orden del gobierno no eran dignos deaprecio, pues se pagaban tarde y mal.

Gillespie habló rápidamente al joven vestido de mujer, para convencersede que vivía cerca de él, en el mismo edificio.

—Cuando terminen de afeitarme—le ordenó—suba á mi mesa yconversaremos solos. Me inspira usted cierto interés y quieropreguntarle algunas cosas.

Suavemente bajó la mano, no hasta su rodilla, sino hasta el mismo suelo,procurando, que el joven no sufriese rudos vaivenes en tal descenso.Luego se entregó á los barberos que invadían su cuerpo. Flimnap no iba ávenir, y era inútil retardar la operación.

Sintió cómo aquellos hombrecillos subían á la conquista de su rostro lomismo que un enjambre de insectos trepadores. Tenía ahora una escalaapoyada en cada una de sus rodillas; sobre los muslos se alzaban otrasescalas más grandes, cuyo remate venía á apoyarse en sus hombros, y portodas ellas se desarrollaba un continuo subir y bajar de seresdiminutos, agitándose como marineros que preparan una maniobra.

En cada uno de sus hombros se colocó un grupo de aquellos siervos mediodesnudos que se dedicaban á los trabajos de fuerza. Manteniéndose sobreestos lomos, curvos, resbaladizos y cubiertos de tela en la que hundíansus pies, fueron desenvolviendo dos rollos de cable. Partieron de abajounos silbidos de aviso, y poco á poco izaron, á fuerza de bíceps, unaenorme lona cuadrada, que servía de toldo en el patio del palacio delgobierno cuando se celebraban fiestas oficiales durante el verano. Estatela, gruesa y pesada como la vela mayor de uno de los antiguos navíosde línea, la subieron lentamente, hasta que sus dos puntas quedaronsobre los hombros del gigante, uniéndolas por detrás con varias espadasque hacían oficio de alfileres. De este modo las ropas delHombre-Montaña quedaban á cubierto de toda mancha durante la laboriosaoperación.

Los barberos eran mujeres y pasaban de una docena. El más antiguo deellos, de pie en uno de los hombros y rodeado de sus camaradas, dabaórdenes como un arquitecto que, montado en un andamio, examina y disponela reparación de una catedral.

Empezaron los hombres de fuerza á tirar de otras cuerdas para subir alextremo de ellas grandes cubos llenos de un líquido blanco y espeso. Almismo tiempo, por las escalas ascendían nuevos servidores llevando unasescobas de crin sostenidas por mangos larguísimos. Estas escobas fueronmetidas en los cubos desbordantes de jabón líquido, y los servidoresempezaron á embadurnar con ellas las mejillas del gigante, consiguiendo,después de una enérgica rotación, dejarlas cubiertas de colinas deespuma.

La muchedumbre rió al ver la cara del coloso adornada con estas vedijasblancas, y tal fué su entusiasmo, que, rompiendo con irresistible empujela línea de jinetes, llegó hasta muy cerca de los enormes pies.

Mientras tanto, los maestros barberos empuñaban dos largos palosrematados por hojas férreas, á modo de guadañas bien afiladas, que ibaná limpiar el rostro del gigante de su dura vegetación. Cada uno de losaparatos era manejado por tres barberos, que rascaban con energía estecutis humano más grueso que el de un elefante del país, llevándose unagruesa ola de espuma, con las cañas negras de los pelos cortadas almismo tiempo.

Abajo, en torno de las piernas del Hombre-Montaña, el desorden iba enaumento. Los jinetes eran escasos para contener la creciente muchedumbrede curiosos. Además hacían mayor la confusión muchas familias de la altasociedad, que, al enterarse por los periódicos de un espectáculo taninesperado, llegaban ansiosamente sobre sus rápidos vehículos. Estasgentes privilegiadas se iban colocando junto al coloso, sin que losoficiales de la policía se atreviesen á hacerles retroceder.

Los barberos que trabajaban en una de las mejillas de Edwin, viendo suguadaña completamente cubierta de espuma, creyeron necesario limpiarlacon un palo antes de continuar su labor.

—¡Atención los de abajo!—gritó el más prudente.

Y desde la considerable altura de los hombros del gigante se desplomóuna bola espesa de jabón del tamaño de dos ó tres pigmeos. Esteproyectil atravesó el espacio como un bólido semilíquido, cayendoprecisamente sobre uno de aquellos jinetes barbudos y de voz atipladaque movían su alfanje para que retrocediese la muchedumbre. ¡¡Chap!!…

El caballo dobló sus rodillas bajo el choque, para volver á levantarseencabritado, emprendiéndola á coces con los curiosos más próximos.Mientras tanto, el guerrero vestido de mujer hacía esfuerzos porlibrarse de aquella envoltura pegajosa, en la que flotaban unos cañonesduros, negros y cortos.

En el lado opuesto ocurría al mismo tiempo una catástrofe semejante.Acababa de llegar en su litera, llevada por cuatro esclavos, la esposamasculina del Gran Tesorero de la República: un varón bajo de estatura,cuadrado de espaldas, barrigudo, y que asomaba su barba de pelos reciosentre blancas tocas.

—¡Ojo con lo que cae!—gritó otro barbero al limpiar su guadaña.

Y la nube de jabón vino á desplomarse precisamente sobre la litera de SuExcelencia, que se volcó bajo el golpe, derribando á dos de susportadores.

Tales incidentes obligaron á los jinetes de la policía á dar una carga,haciendo retroceder á la muchedumbre.

Volvió á abrirse un ancho espacioen torno al coloso, y sólo quedaron en este lugar descubierto losvehículos de las gentes distinguidas.

Así pudieron los barberos continuar tranquilamente el rasuramiento deEdwin, dejando caer sus proyectiles de espuma densa, que al esparcirsesobre la tierra hacían saltar inquietos y asustados á los corceles delos guardias. Cuando dieron por terminada esta operación, se dedicaronal corte de los cabellos del gigante, trabajo más rudo y peligroso.

Armados de un sable corvo que llevaban sostenido entre los dientes, ibantrepando por las laderas del cráneo, agarrándose á los haces de cabelloscomo si fuesen los matorrales de una montaña. Luego, apoyándosesolamente en una mano y blandiendo la cimitarra con la otra, dabangolpes á diestro y siniestro en la espesa vegetación. Este trabajodivirtió más al público que el anterior, á causa de la destreza de lostrepadores y del peligro que arrostraban. Podían matarse si perdían pieá tan enorme altura.

Un gran personaje distrajo momentáneamente la atención de los curiosos.Se abrió ancho camino en la muchedumbre para dejar paso hasta el espaciodescubierto á un carruajito de dos ruedas, en figura de concha, tiradopor tres esclavos melancólicos que llevaban por toda vestidura un trapoen torno á sus vientres. Estas bestias humanas iban guiadas por unamujer, seca de cuerpo, con nariz aquilina, ojos imperiosos y un látigoen la diestra. La corona de laurel que adornaba sus sienes sirvió paraque la reconociesen hasta aquellos que habían llegado recientemente á lacapital.

—Es Golbasto; es el poeta—decían todos mirándola con admiración.

Ella atravesó el gentío sonriendo protectoramente como un dios, pasóigualmente entre los oficiales hembras, que la saludaban como á unagloria nacional, y consideró que debía colocarse por su rango á lacabeza de todos los vehículos privilegiados, ó sea junto á las piernasdel gigante.

Las gentes distinguidas dejaron de mirar al Hombre-Montaña para fijarseen el gran poeta, y esto hizo que Golbasto creyese necesario murmuraralgunas palabras, como si fueran dirigidas á ella misma, paracorresponder al homenaje mudo de sus admiradores. Sus ojos,acostumbrados á las vertiginosas alt uras de la sublimidad ideal, seremontaron por los perfiles de la masa grosera del gigante hasta llegará la cúspide donde trabajaban los barberos hembras.

—¡Qué audacia! ¡Qué seguridad!—dijo con una voz cantante que parecíaexigir acompañamiento de liras—

. Únicamente las mujeres son capaces derealizar un trabajo tan arriesgado.

Así como los barberos iban cortando la vegetación capilar, laamontonaban en haces, atando éstos con un cabello suelto, lo mismo quesi fuesen gavillas de trigo. Ya eran tantos, que los segadores se movíancon dificultad, y uno de ellos empujó involuntariamente uno de loshaces, haciéndolo rodar por las laderas del cráneo.

Gritó, agitando su sable, para avisar el peligro; pero la pesada gavillafué más rápida que su voz, y vino á caer sobre la poetisa, doblándolabajo su fardo asfixiante. Corrieron á salvarla los oficiales que habíanechado pie á tierra y muchos de los curiosos privilegiados. La gloriosamujer daba chillidos creyéndose herida de muerte, y la muchedumbre, ápesar de su admiración, acabó por reir de ella con alegre irreverencia.

Al verse sentada otra vez en su carruaje, libre de aquella avalanchafustigadora, igual á un haz enorme de cañas, el susto que había sufridose convirtió en orgullosa cólera.

—¡Animal grosero!—gritó enseñando el puño á Gillespie, como si éstefuese el autor del atentado contra su divina persona—.¡Hipopótamo-Montaña!… ¡Hombre habías de ser!… ¡Y pensar que un granpueblo se interesa por ti!…

Enardeciéndose con sus propias palabras, dió un fuerte latigazo á una delas pantorrillas del gigante.

Después envolvió en otro latigazo á sustres corceles humanos, y éstos, que conocían el idioma de laflagelación, salieron al trote, haciendo pasar el carruajito entre lamuchedumbre.

La agresividad de la poetisa casi originó una catástrofe.

El Hombre-Montaña, al sentir el escozor del latigazo en una pantorrilla,se llevó á ella ambas manos, inclinándose. Los que trabajaban en lacúspide de su cráneo perdieron el equilibrio, agarrándose á tiempo á lasfuertes malezas capilares para no derrumbarse de una altura mortal. Doshombres forzudos que estaban sobre un hombro cayeron de cabeza, y sehubieran hecho pedazos en el suelo de no quedar detenidos por un plieguede la enorme lona que cubría el pecho del gigante.

La escala apoyada en una de sus rodillas perdió el equilibrio,derribando de sus corceles á tres de los jinetes barbudos y dejándolesmal heridos. Varios de sus compañeros desmontaron para llevarlos alhospital más próximo.

Descendieron los barberos de la cabeza del gigante, declarando terminadala operación. La caballería dió una carga para ensanchar el trozo deterreno libre y que el Hombre-Montaña pudiera levantarse, volviendo á suvivienda sin aplastar á los curiosos.

Así terminó el trabajo barberil, y la muchedumbre empezó á retirarsesatisfecha de lo que había visto y proponiéndose volver á presenciarlotan pronto como lo anunciasen los periódicos.

Comió Gillespie á mediodía, sin que el profesor Flimnap apareciese sobresu mesa. Varias veces giró su vista en torno, buscando al hombrecito devestiduras femeniles que tan semejante era á él. Alcanzó á distinguir endiversos lugares de la Galería, entre los esclavos ligeros de ropas queformaban su servidumbre, otros varones encargados de labores menos rudasy que iban con trajes de mujer, lo mismo que el protegido del profesorFlimnap. Pero sentado á la mesa como estaba, por más que puso la lenteaumentadora ante uno de sus ojos, no pudo reconocer al tal joven enninguno de los hombres envueltos en velos que pasaban por cerca de él,ni tampoco entre los que se movían en el fondo del edificio, dondeestaban las enormes despensas para su manutención.

Deseoso de verle, empezó á gritar lo mismo que en la mañana, seguro deque el traductor vendría en su auxilio.

—¡Profesor Flimnap!… ¡Que busquen al profesor Flimnap!

Los numerosos pigmeos se miraron inquietos al oir este trueno que hacíatemblar el techo, profiriendo palabras incomprensibles. Al fin, por unode los cuatro escotillones que daban salida á los caminos en rampaarrollados en torno á las patas de la mesa, vió aparecer al mismohombrecillo que le había hablado horas antes.

Llegaba con el rostro oculto por sus tocas, y sin esperar á queGillespie le preguntase, explicó á gritos la larga ausencia de Flimnap.Este había tenido que salir en las primeras horas de la mañana para laantigua capital de Blefuscú, pero volvería al día siguiente. Con lasmáquinas voladoras era fácil dicho viaje, que en otras épocas exigíamucho tiempo. El gobierno municipal de la citada ciudad le había llamadourgentemente para que diese una conferencia sobre el Hombre-Montaña,explicando sus costumbres y sus ideas.

—Esta conferencia—terminó diciendo el pigmeo—se la paganespléndidamente, y como el doctor es pobre, no ha creído sensatorechazar la invitación. Parece que en otras ciudades importantes deseanoirle también, y le retribuirán con no menos generosidad. Celebro que elilustre profesor gane con esto más dinero que con sus libros. ¡Es tanbueno y merece tanto que la fortuna le proteja!…

Pero Gillespie no sentía en este momento ningún interés por su primitivotraductor. Lo que le preocupaba era enterarse de la verdaderapersonalidad del hombrecillo que tenía ante él.

Como si adivinase sus deseos, apartó el joven los velos que le cubríanel rostro, y Gillespie se llevó inmediatamente á un ojo la lenteregalada por Flimnap.

Pudo ver entonces con dimensiones agrandadas, casi del tamaño de unhombre de su especie, á este pigmeo tan interesante para él. Era,efectivamente, un Edwin Gillespie igual al que meses antes vivía enCalifornia, pero grotescamente disfrazado con vestiduras femeniles. Elgigante, después de contemplar tan maravillosa semejanza, dejó sobre sumesa la gran rodaja de cristal y puso un gesto severo, como sipretendiese intimidar al hombrecillo.

—¿Se ha fijado usted—le dijo—en la semejanza que existe entrenosotros dos?

—Sí, gentleman; al principio fué para mí un presentimiento más que unarealidad. Las facciones de usted resultan tan enormes para nuestravista, que la tal semejanza parecía diluirse en el espacio, y mis ojosno llegaban á abarcarla. Pero el doctor Flimnap tuvo la atención deprestarme una mañana la lente que usa, y pude apreciar el rostro deusted como si fuese el de un hombre de mi especie. Le confieso quenuestro parecido me causó un asombro igual al que usted muestra ahora.

Gillespie, que después de su primera extrañeza empezaba á sentirse algoofendido por el hecho de que este animalejo humano se atreviese áparecerse á él, dijo con brusquedad:

—¿Quién es usted?… ¿Cómo se llama?…

—Mi nombre es Ra-Ra, y en cuanto á familia, tuve una en otro tiempo yfué de las más ilustres de este país; pero ahora me conviene noacordarme de ella.

Hubo tal expresión de melancolía en la voz del pigmeo al decir esto, queGillespie no se atrevió á insistir acerca de su familia, y dió otrocurso á su curiosidad.

—¿Cómo sabe usted el inglés? ¿Se lo ha enseñado el profesor Flimnap?

—No; me lo enseñó mi madre, que lo hablaba tan bien como el doctor. Enmi familia era tradicional el conocimiento de esta lengua. El profesorFlimnap se interesa por mí porque conoció á mi madre y á otros de micasa. Pero como el hecho de haber sido amigo de los míos casi representaun delito, el doctor me protege ocultamente y nunca habla de mis padres.

Calló un instante, como si las tristezas de su vida anterior leimpusieran silencio. Pero vió tal curiosidad en las pupilas del coloso,que al fin siguió hablando.

—Yo vivía oculto: mi existencia era azarosa; de un momento á otro iba ácaer en manos de los enemigos implacables de mi familia, y en talsituación llegó usted á este país. El profesor Flimnap se ha convertido,desde entonces, en un personaje que puede emplear á mucha gente en elservicio del Gentleman-Montaña, y me llamó, dándome la dirección de loshombres encargados del lecho y la despensa de usted. En este edificio,que sólo depende del profesor y del Comité presidido por él, meconsidero más seguro que si viviese en el Paraíso de las Mujeres.

Gillespie seguía mostrando la misma curiosidad en sus ojos, pues laspalabras del pigmeo no llegaban á satisfacerla.

—¿Y por qué lo persiguen á usted?—preguntó—. ¿Quiénes son susenemigos?

—Ya le he dicho que me llamo Ra-Ra, pero este nombre significa muy pocopara el que no conozca la historia de nuestro país. El generalísimoRa-Ra fué el más importante de los caudillos del emperador Eulame. A éldebió éste sus mayores victorias. El generalísimo Ra-Ra fué mi abuelo.Cuando las mujeres hicieron lo que ellas llaman la Verdadera Revolución,mi glorioso ascendiente, á pesar da su vejez y de su historia heroica,fué desterrado á una isla desierta, cerca de la gran barrera de rocas yespumas, creada por los dioses, que nadie se atreve á pasar. Allí murióal poco tiempo.

Mi padre, que también era general, anduvo vagabundo por toda laRepública, ocultando su nombre y dedicándose á los más bajos oficiospara poder vivir. En esa época de miseria, la madre del profesor Flimnapy el mismo profesor, que sólo tiene diez años más que yo, protegieron ámi madre. Abreviaré el relato de nuestras desventuras. Mi padre murió,mi madre murió también poco después, y yo, gracias al profesor, conseguíque no me dedicasen á los trabajos forzosos, como tantos otrosdesdichados de mi sexo.

No quise ser una máquina de músculos, pero tampoco me