Aquí admiró más que en los salones el bienestar de su nieta. ¡Quéabundancia! ¡Qué de cacerolas brillantes como astros!...
La cocinera le hizo los honores de sus dominios, colocando sobre la mesauna botella y dos vasos. La bebieron entera, hablando de sus penas.Luego sacó un retrato y le dió un beso, mostrándolo á su visitante.
—Mi hijo es cazador alpino, lo que llaman «diablo azul», y está en losVosgos.
La vieja, por no ser menos, sacó también del pecho un retrato desoldado.
—A mi nieto lo mataron; pero ahora trabaja en un cinema todas lasnoches.
La cocinera se movió nerviosamente en su asiento, abriendo mucho losojos. Decididamente aquella vieja estaba loca, como le había dicho ladoncella. Pero calló, por ser la abuela de la señora.
Hasta la hora de la comida se mantuvo la verdulera en este paraíso,admirando sus magnificencias. Luego sintió nostalgia y cierta cortedadal verse arriba, en el comedor, sentada á una mesa enorme, teniendoenfrente á su nieta, y más allá á un criado ceremonioso que tampoco leera simpático.
Admiraba los manjares, reconociendo que nunca había comido tan bien,pero sentía un vivo deseo de terminar cuanto antes.
Miró el reloj de la chimenea. Eran cerca de las ocho.
—No tengas prisa, abuelita. Hay tiempo. Mi automóvil nos llevará en uninstante.
De pronto, una conmoción en todo el hotel: repiqueteo de timbres,alaridos de sorpresa de la doncella antipática, choque de puertas, vocesde hombres.
La doncella entró corriendo:
—Señora.... ¡Es el señor!
No dijo más, pero la vieja lo adivinó todo. «El señor» sólo podía seruno. Y vió á un buen mozo con uniforme de aviador, que entrabaviolentamente, como una tromba. No tuvo que avanzar mucho, pues labailarina corrió á refugiarse en sus brazos.
Julieta hablaba de él, momentos antes, con tristeza. Hacía seis mesesque no le veía. Era imposible obtener una licencia en estos momentos.
El aviador dió explicaciones, con voz entrecortada.
—Un permiso inesperado.... Una breve comisión en París.... Veinticuatrohoras nada más....
No pudo seguir hablando. Los dos se habían abrazado, balanceándose conlas explosiones de su alegría. Empezó á rasgarse el silencio con unosbesos sonoros y escandalosos como los taponazos del champaña.
La vieja se levantó, ceñuda y grave. Allí estaba de sobra una persona;no necesitaba que se lo dijesen.
Al verla salir, Julieta se desasió de los brazos amorosos, corriendohacia ella para dar explicaciones.
—Ya ves.... Sólo viene por veinticuatro horas.... Imposible hoy....Otro día. Es preciso atender á los vivos.
Se vió la vieja en la soledad de la calle helada y negra. Losreverberos, encapuchonados á causa de los ataques aéreos, sólo servían,con su breve radio de luz, para dar mayor intensidad á la lobreguezgeneral.
Mientras marchaba, acompañó su paso repitiendo las mismas palabras, comosi fuesen una letanía:
—La vida quiere vivir. Los vivos necesitan vivir.... ¡Ay del que muere!Los muertos huyen más aprisa que los vivos....
Todos abandonaban á los muertos. Hasta en la sala del cinema notó lamisma ingratitud.
Aquella noche sólo había una veintena de personas. Elpúblico de este cinematógrafo de barrio estaba ya cansado de lasaventuras de la perseguida alsaciana. Todos conocían su historia.
La vieja ocupó su asiento con la majestad de un monarca que se hace daruna representación para él solo. Al aparecer su nieto, le habló en vozbaja, con dulzura.
—Buenas noches, pequeño mío. Todos te abandonan, todos te olvidan. Lavida es así.... Pero no temas; tu abuela no te dejará nunca. Aquí metendrás todas las noches.... ¡todas las noches!
IV
La noticia empezó á circular después de mediodía, vaga é indecisa.
«¡La paz! ¡Acaba de ajustarse la paz!»
Pero tantas veces se había dicho esto mismo, sin verlo realizado luego,que la vieja no creyó la noticia.
A media tarde todos se convencieron de que era verdad. El gobiernoanunciaba un armisticio, solicitado por los enemigos.
La verdulera se encontró de pronto envuelta y arrastrada por unaavalancha de gente que parecía rodar hacia el centro de París. Semostraba frenética de alegría como todos; gritaba como todos.
Hasta la llegada de la noche vivió una existencia de ensueño; creyóseguir las inverosímiles aventuras de una pesadilla. Pero esta pesadillaera agradable y sus delirios no los inspiraba el terror, sino elentusiasmo.
Se vió en la plaza de la Concordia. La muchedumbre, rugiendo cantospatrióticos, hacía rodar los cañones cogidos á los alemanes que estabanexpuestos en la gran plaza.
Un grupo de mozalbetes hizo montar á la vieja sobre uno de estoscañones, como si fuese un carro triunfal, arrastrando la pieza deartillería por las calles inmediatas.
Ella, con los blancos cabellos en desorden, elevaba los brazos cantandola Marsellesa. La muchedumbre la saludaba con aplausos. Nadie sabíaquién era, pero su paso iba despertando la veneración instintiva queinfunde la ancianidad. Algunos creían contemplar la vieja gloria de laRevolución, que despertaba triunfante después de un siglo de letargo.
De pronto se vió á pie y sola. Había desaparecido el cañón y los jóvenesque tiraban de él.
Ahora estaban en la rue Royale, frente á losrestoranes más elegantes. Los parroquianos de Maxim—gentes ricas quepodían permitirse este lujo—regalaban botellas de champaña á lamuchedumbre para solemnizar el suceso.
Sin saber cómo, se encontró hablando con un grupo de soldadosamericanos. Ella adoraba á los americanos. Los reconocía únicamente porsu sombrero de fieltro con cuatro hoyos simétricos y terminado en punta.¡Hermosos muchachos, sanos, fuertes y con aire de buenos! A algunos lesencontraba cierto parecido con Alberto.
—¡Vivan los Estados Unidos!
Se entendía con estos soldados por medio de gestos y de guiños, más quepor palabras. Pero esto importaba poco.... ¡Cuando hay simpatía y buenavoluntad!...
Y ellos, regocijados por la alegría de la vieja, reían como niñosgrandes, con una carcajada sonora que marcaba bajo la piel la fuerteosamenta de las mandíbulas y dejaba al descubierto el luminoso marfilde unas dentaduras envidiables.
La vieja se levantó la falda para rebuscar en una bolsa de lienzopendiente sobre las enaguas, donde guardaba el capital de su comercio.Estaba en fondos y podía convidar á sus nuevos amigos.
Los soldados protestaron, riendo. «¿Admitir convites de una mujer?»
El único que hablaba bien el francés de todos ellos replicó con alegreprotesta:
—Nosotros somos más ricos que usted. Nosotros cobramos en dólares.
Ella miró el puñado de monedas de cobre que tenía en una mano. Céntimos,nada más; pero
¿qué importaba?...
—Estáis en mi casa, y os invito. Si me decís que no, soy capaz dellorar.
Entraron en un café, y durante media hora los robustos soldados delsombrero puntiagudo bebieron, riendo á carcajadas de las palabras y losgestos de la alegre vieja.
Luego se vió bebiendo con hombres de otros países que vestían distintosuniformes, y hasta con soldados franceses, que, á pesar de la locurageneral, conservaban un gesto sombrío, como hombres que aún no hubiesenacabado de despertar de una pesadilla horrorosa prolongada durante añosy años.
Al anochecer, la vieja se sintió fatigada. Parecía que toda aquellamuchedumbre hubiese marchado sobre ella; creía haber recibido millonesde golpes.
El instinto la llevó hacia su barrio, caminando con lentitud,arrastrando casi los pies. Pero á pesar de esta fatiga, juntó su voz álas aclamaciones de todos los grupos que encontraba al paso.
La necesidad de descansar y la costumbre la hicieron meterse en lataberna.
Allí estaba Crainqueville, solitario y silencioso, sentado ante un vasovacío, cuyo fondo contemplaba tristemente.
—También te convido á ti—dijo la vieja—. Hoy es un gran día. ¡La paz!¿Qué dices tú de la paz?
Crainqueville levantó los hombros. Luego, animado por la vista del nuevovaso que le ofrecía su amiga, se dignó hablar.
—Tal vez la humanidad procure ser mejor después de esta pruebaterrible; tal vez se regenere y aprenda á vivir por primera vez con unpoco de lógica.
Luego sonrió irónicamente, como su maestro. Se sentía invadido por laeterna duda, y continuó:
—Aunque nadie puede afirmar si esta pobre humanidad merece la pena deser regenerada y que alguien se ocupe de su porvenir....
Mucho más tarde, la vieja sintió la atracción de un nuevo deseo. Seacordó con delicia de la obscura sala del cinema y de sus vistas, queella consideraba como algo celestial. ¡Qué felicidad estar allá doshoras, en un asiento cómodo, conversando mentalmente con su nieto! Elpobre Alberto no debía conocer aún la gran noticia que conmovía á Parísy al mundo entero. Ella iba á comunicársela.
—Adiós, Crainqueville; mi nieto me espera. Para el pobre no hayfiestas. Esta noche trabajará como todas.
El filósofo ambulante, que había terminado por aceptar la vida ilusoriade su compañera, creyó del caso darle algunos consejos.
—Te estás matando. Apenas comes; bebes demasiado. Gastas tu dineroexageradamente; vas á perder tu capital. Ayer tuviste que tomar la mitadde tu género al fiado.... Además, en una semana parece que hayas vividovarios años.
Pero después de la cuerda reprimenda, volvió á sonreir con su eternasonrisa de duda.
—En fin, ¡si eso te divierte!... ¡Si encuentras en ello tufelicidad!...
La vieja marchó apresuradamente hacia el cinema, á pesar de sus piernasentumecidas que casi se negaban á sostenerla. Allá, en la salaagradable, descansaría cómodamente.
Las calles estaban obscuras aún, como en las noches de la guerrapreñadas de amenazas aéreas.
Pero la muchedumbre formaba grupos. Sonabaninstrumentos de música y se improvisaban bailes en las encrucijadas.
Al penetrar en el atrio del cinema, el empleado que guardaba la puertasalió á su encuentro alegremente.
—¡Viva la paz, abuela!
Luego añadió, como si recordase algo de escasa importancia:
—Esta noche ya no «trabaja» su nieto.... ¡Se acabó! Todo es nuevo. Perola representación vale la pena.
-¿Qué?...
La vieja había apoyado la espalda en el muro, intensamente pálida, conlos ojos desmesuradamente abiertos. El empleado fué dando explicacionespara contestar á su exclamación angustiosa.
—Han transcurrido siete días. ¡Cambio completo de programa! El públicoestaba fatigado ya de la historia de la muchacha de Alsacia y delalemán. Ahora, con la paz, habrá que dar otras cosas. ¡Nada deguerra!... Hay que olvidar, hay que alegrarse.... Entre.... Tenemos estanoche una película americana que hace rugir de risa.
La vieja vaciló sobre las piernas, á pesar de que se había desvanecidoinstantáneamente la dulce turbación de su mansa embriaguez.
—¡No verle más!... ¡no verle más!—gemía.
Luego resumió su desesperación en una frase:
—Me lo han matado por segunda vez.
El público que iba á entrar en el cinema se agolpó en torno de estamujer desfalleciente, próxima á caer al suelo. El empleado, porconmiseración y por evitar aglomeraciones en la puerta, intentó alegrará la vieja.
—¡Ánimo, abuela!... No va usted á morirse hoy, un día de tantafelicidad, porque hemos cambiado el programa.... Además...además....
Había pedido á la mujer de la taquilla un periódico, y empezó áexaminarlo con precipitación, empinándose sobre la punta de los piespara recibir mejor la luz de una lámpara pendiente del techo. Al mismotiempo hablaba entre dientes.
—Veamos.... Esta estúpida historia de la alsaciana deben darla enalguna parte. Un mal film de ocasión, hecho de recortes. Estará,seguramente, en los cinemas de quinta clase.... Eso es; helo aquí.
Y dirigiéndose á la vieja, le dió el nombre de una calle y el título deun cinematógrafo.
—Un poco lejos, abuela; en Grenelle, al otro lado de París; ¡perotomando el Metro!... Allí encontrará á su nieto durante una semana.
No se acordó más de ella, para seguir ocupándose del público que entrabay entraba, atraído por el programa nuevo.
La vieja se vió otra vez en la calle. No tenía mas que una idea.
«¡Me lo han matado!—pensaba—. En este día en que todos ríen, me lo hanmatado por segunda vez.»
Reapareció su enérgica voluntad de luchadora obscura y humilde. Se lohabían matado allí; pero iba á resucitar en otra parte. Debía ir á suencuentro.
Buscó bajo su falda aquella bolsa de tela que contenía sus capitales. Sudiestra sólo encontró el vacío. Después de tenaces exploraciones,salieron á luz unas cuantas monedas de cobre sosteniéndose entre susdedos. Cincuenta céntimos en total.
Sólo disponía de lo preciso para comprar una entrada en aquel cinemadesconocido de Grenelle.
No le quedaba dinero para tomar un billete del Metro. Todo lo habíagastado en sus ruidosas aventuras de la tarde. Tendría que ir á pie; yera tan lejos.... ¡tan lejos!
Un mal pensamiento contrajo su frente.
—¡Si pidiese limosna!... Hoy es un día de regocijo general. Seapiadarán de mí al verme tan vieja, tan cansada....
Pero á pesar de su cansancio se irguió, con un gesto de altivezofendida. No había mendigado nunca, y á los setenta años era tarde paraempezar.
—Debo verle...necesito verle.
La fatiga le hizo caer en un banco entre dos árboles del bulevar.Brillaban en la penumbra las puertas de cafés y tabernas como bocas dehorno. Se confundían en alegre discordancia las diversas músicas.Pasaban parejas amorosas, perdiéndose en la obscuridad; guerreros deremotos países que abarcaban con un brazo el talle de una mujer.
—¡Tan lejos!... ¡tan lejos!—seguía suspirando la vieja.
Vió de pronto un soldado que le sonreía, un soldado todo blanco desde elcasco de trinchera hasta los gruesos zapatos. A través de su cuerpo seveían los árboles, el banco cercano, las gentes que pasaban. Parecía decristal, de humo sutil, de espuma impalpable.
La hizo señas para que la siguiese, y echó á andar al ver que la viejale obedecía.
—¡Ay, mis piernas!... No podré seguir. Son varios kilómetros. ¡Nollegaré nunca!...
Se dejó caer en otro banco y el soldado transparente se detuvo,volviendo hacia ella un rostro sombrío, desesperadamente sombrío.
—No te pongas triste. ¡Si supieras cuán cansada estoy! Pero tu abuelano te abandonará nunca.... Alberto, espérame. ¡Allá voy, pequeño mío!
Y haciendo un esfuerzo supremo, se levantó y siguió marchando en pos delfantasma por las calles interminables, negras, heladas....
Como marchamos todos á través de las asperezas de la vida, guiados pornuestros recuerdos, al encuentro de la Ilusión.
I
El periodista Isidro Maltrana habló así á sus amigos en un pequeñorestorán de Broadway:
—Me veo obligado á buscarme la vida en Nueva York. Ya no puedo volver áMéjico. ¡Qué desgracia! ¡Tan bien que me ha ido allá durante onceaños!...
Ustedes saben que soy español, y no tengo otra herramienta para ganarmeel pan que una pluma fácil y sin escrúpulos. No recordemos las aventurasde mi primera juventud. Deben conocerlas ustedes, pues con ellas se hanescrito libros. Son, en realidad, sucesos vulgares, que sólo merecenatención por el ambiente de tristeza desgarradora en que sedesarrollaron.
Hace años me lancé á recorrer la América de habla española. Entré porBuenos Aires y he salido por la frontera de Texas. Una hazaña deconquistador de otros siglos; algo como el paseo del capitán Orellana,que partió del Perú y, navegando de un río grande á otro mayor, se vióde pronto en el Atlántico, después de haber bajado todo el curso delAmazonas.
No sonrían ustedes; ya sé que mis viajes en buque de vapor, enferrocarril ó en mula, no pueden compararse con los penosos avances deaquellos exploradores de piernas de acero y pechos de bronce. Pero nocrean tampoco que mis andanzas á través de la tierra americana han sidoenvidiables por su comodidad. También yo he sufrido grandes privaciones.Los conquistadores, que tuvieron que luchar con el hambre de lasinterminables soledades, acallaban su estómago apretándose un punto másel cinturón, y seguían adelante, con el arcabuz al hombro.
Yo he tenidoque apretarme igualmente el cinturón muchas veces; pero siempreencontraba, al fin, en las Repúblicas pequeñas, algún tirano, óaspirante á tirano, que se encargaba de mantenerme á cambio de insultosá sus adversarios y de elogios disparatados á su persona.
Al pasar de España á América, deseé cambiar de profesión. Me habíandicho que en esta parte del mundo todos los emigrantes cambian deoficio, como las culebras cambian de piel al modificarse el ambiente conel curso de las estaciones.
Eso será verdad tratándose de los demás; ¡pero los que nacimos siervosde la pluma!...
Quise en Argentina cultivar la tierra, pero fracasé completamente, yvolví al periodismo vagabundo, lo que me hizo marchar de República enRepública, siempre hacia el Norte.
No recordemos esta época de literatura ambulante y servil. Otro, tal vezestaría orgulloso de ella, y hasta escribiría sus Memorias. Fuí amigo devarios presidentes; á unos les he servido de bufón, á otros de consejerosecreto. He redactado, á la vez, crónicas de vida elegante para laspresidentas y proyectos de Constitución que sus graves maridospresentaban al pueblo como producto de nocturnas meditaciones. He huídode algunos de estos protectores, por miedo á que me fusilasen; sabíademasiados secretos. A otros los he visto caer asesinados cuandomostraban una confianza majestuosa igual á la de los dioses inmortales.He insultado á hombres que no conocía, para servir con ello á hombresque despreciaba por conocerlos demasiado.
¿Que mi oficio es vergonzoso?... Soy el primero en confesarlo. Y lo peores que no me ha enriquecido; sólo me dió para vivir con intermitenciasde locos derroches y largas penurias.
Cuando triunfaban mis protectores,nunca tenían tiempo para regalar algo duradero al que les había ayudadocon su pluma venenosa.
Además, reconozco mi defecto; soy un bohemio, un vagabundo que nunca sesiente bien allí donde está, y espera encontrar algo mejor yendo máslejos.
No me creo el único. Los periodistas errantes y los cómicos somos laúltima y miserable prolongación de la España conquistadora. Vamos yvenimos desde el estrecho de Magallanes á la frontera de California,pasando á través de diez y ocho naciones que hablan nuestra lengua,conociendo en unas partes la riqueza y en otras el hambre; aquí, elaplauso y la admiración; más allá, el insulto y la fuga. Algunos, en suscorrerías, hasta tropiezan con la Fortuna, y son sus amigos por cortotiempo. Todos, finalmente, terminan sus días en la miseria.
Pero no divaguemos. Quiero decir que, después de mis andanzas por laAmérica del Sur y la América del Centro, di fondo en Méjico, hace pocomás de diez años. ¡Hermoso y simpático país! En ninguna parte he vividomejor.
Ya estaría de vuelta allá, á pesar de la última revolución, que me hizohuir; pero no me atrevo.
Existe de por medio el maldito asunto del automóvil del general.
II
Parecía que Méjico me estuviese esperando, como uno de esos volcanesbondadosos y bien educados que permanecen tranquilos durante siglos y,apenas un explorador huella su cumbre por primera vez, empiezan á rugiry á soltar humaredas á guisa de saludo.
Treinta años llevaba el país de dormitar en paz; pero al llegar yodespertó, amenizando mi existencia con una serie de revoluciones quetodavía no han terminado.
¡Lo que he visto en diez años!... Porfirio Díaz, que parecía eterno,escapando para morir en un hotel del viejo mundo. Madero, un hombrebueno, que gobernaba moviendo veladores y conversando con los espíritus,fué cazado á balazos, lo mismo que un corderillo dulce, en las cuevasdel palacio presidencial. El alcohólico Huerta acabó sus días en unacárcel de los Estados Unidos, desesperado porque no le dejaban beber. Alviejo Carranza, que parecía construido para vivir un siglo, lo acaban deasesinar.
En diez años, ¡cuatro presidentes que han terminado de mala manera ó hanmuerto en una cama que no era suya! Reconozcamos que es demasiadatragedia para tan corto tiempo. Esta sucesión de presidentes mejicanosrecuerda á los reyes y héroes griegos de la dinastía de los Atreidas,que terminaban siempre de un modo fatal.
Pero yo, que soy franco hasta el cinismo, confieso que no guardo untriste recuerdo de los largos años de revolución, ni he derramado unalágrima en memoria de estos señores que conocieron los goces de unaautoridad sin límites y la desesperación de un final trágico.
Al principio fuí simplemente escritor de á caballo. No tenía periódicosque hacer, y servía de secretario á los generales que mandaban lasfuerzas revolucionarias. Redacté proclamas dirigidas á los pueblos,alocuciones á las tropas, y describí en un estilo lírico los grandestriunfos de los insurrectos sobre los soldados del gobierno, llamados«federales». Nunca, en mis escritos, dejé de establecer discretosparalelos entre las campañas napoleónicas y las de los caudillos á cuyoservicio me había entregado.
Conocía bien á mi gente. Uno de los generales, que fué mi amo duranteseis meses, al ver la polvareda levantada por unos cuantos centenares deenemigos, se volvía siempre hacia nosotros, los de su Estado Mayor, paradecirnos con aire inspirado:
—Napoleón, en este caso, hubiera hecho seguramente lo que yo....
Y hacía lo que hubiese hecho Napoleón.
¡Ay, amigos míos! Recuerdo bien nuestras famosas batallas, aunquesiempre las veía de lejos.
¡Lo que sentí muchas veces no haber aprendidoá montar á caballo desde mi niñez, no ser hombre de campo, paraimprovisarme general lo mismo que los otros!... ¡Quién sabe si lo habríahecho mejor!...
Las tales batallas podían ser tituladas así porque tomaban parte enellas veinte mil ó treinta mil hombres. En Méjico nunca faltan hombrespara pelear y morir. Hay siempre más que fusiles.
Pero, en realidad,eran simples riñas de grupo á grupo, dejando á la iniciativa de cadapelotón la marcha del combate. Tiraban y tiraban hasta agotar lasmuniciones, sin hacer uso jamás del arma blanca. Ninguno tenía bayoneta.Se mataban durante horas y horas, y al final el bando que se veía sincartuchos se retiraba, dejando el campo al otro.
Todos éramos de caballería, porque hacíamos las marchas á caballo; peroen el momento del combate los jinetes se convertían en infantes.Teníamos artillería. Cada bando procuraba poseer cañones más gruesos quelos del adversario, y estos cañones tiraban y tiraban, con un estruendoensordecedor.
Recuerdo el asombro y la indignación de un oficial alemán que venía connosotros, al ver cómo funcionaba la artillería.
(Advierto á ustedes que todos los revolucionarios éramos germanófilos,por odio á los Estados Unidos y á Inglaterra. Nos comparábamos con losbolcheviques rusos, deseábamos la derrota de la República francesa y eltriunfo de Guillermo II. Los alemanes intervenían con frecuencia ennuestras campañas.... Pero no desviemos el relato. ¡Adelante!)
—General—clamó el prusiano—, los artilleros no saben apuntar. Tiranal aire. Sólo desean hacer ruido.
Y el general, que se las echaba de ingenioso, contestó, levantando loshombros:
—Déjelos. No es necesario que hagan más. La artillería sólo sirve paraasustar pendejos.
Después de estas batallas, cuando quedábamos vencedores por haber podidohacer fuego media hora más que los otros, venían los comentarios y lasexplicaciones del triunfo. Aquí entraba yo como estratega. Describíamoniobras que nadie había visto; suponía en el general y suscolaboradores órdenes que nadie había dado; explicaba el presente conarreglo á mis lecturas pasadas, y siempre encontraba el medio deemparentar la batalla reciente con alguna de las de la juventud deBonaparte. No había miedo de que alguien protestase escandalizado.
—¡Este Maltrana!—oía decir á mis espaldas—. ¡Lo que sabe!... ¡Lo queha leído!...
Y, por el momento, no me daban cosas de más provecho que tales elogios yun amplio permiso para apropiarme lo ajeno. Pero esto último norepresentaba gran cosa, por ir yo acompañado de gentes listas, que, alser del país, siempre llegaban antes allí donde había algo que coger.
Cuando triunfamos, y los jefes del ejército revolucionario ocuparon lapresidencia de la República, los ministerios y demás sitios públicos, misuerte empezó á afirmarse. Escribí en los diarios del nuevo gobiernocuando había que insultar á los enemigos ó hacer al país brillantespromesas.
¡El dinero que gané en aquellos tiempos, no muy lejanos, pero que meparecen ya remotísimos!...
Tenía serios adversarios. La mayor parte de los generales eran hombresque no vacilaban ante ningún obstáculo. De «rancheros» ó bohemios de laciudad, se habían convertido en generales heroicos. ¿Por qué no podíanser igualmente escritores?...
Como Julio César después de sus campañas, cada uno de ellos quisoescribir sus Comentarios.
Pero César no escribía, dictaba, y sin dudapor esto, los más de ellos me tomaron como secretario, confiándome sushechos heroicos para que los realzase con la música de mi estilo.Además, cobraba todos los meses una subvención en cada uno de losdiversos ministerios, para tomar fuerzas y poder llevar adelante lamagna y voluminosa obra que estaba escribiendo sobre la revolucióntriunfante.
¡Lástima que la última revuelta militar haya matado este libro antes denacer! Ustedes saben que yo he cultivado la paradoja, como único pan queme nutre. Pues bien; esta obra iba á ser la mejor de todas las mías.
Comparaba en ella á Wáshington con nuestro presidente, é inútil es decirquién de ellos quedaba sobre el otro. Luego establecía un paralelocrítico entre el ataque de Cerro Pelado y la batalla de Arcole; lasorpresa del Barranco de los Santos y la batalla de Austerlitz; y asíseguía comparando otras acciones de guerra, hasta conseguir que el«corso de los cabellos lacios»
(¡siempre Napoleón!) quedase al nivel demis sabios caudillos de machete al cinto y lazo de cuerda formando rolloen el arzón de la silla.
El final del libro era lo mejor: una demostración clarísima de que lacivilización de los Estados Unidos resulta inferior á la civilizaciónmejicana, y debe ser vencida por ésta, para bien de los mismos yanquis.Así trabajarán menos, no necesitarán tanto dinero para vivir, conoceránmejor la alegría de la existencia.
Les aseguro á ustedes que es una lástima que hayan sido a