El Préstamo de la Difunta by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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El pobre Taboada estaría, sin duda, en aquellos momentos hablando á Olgade sus ilusiones y sus esperanzas, sin sospechar que la muerte leaguardaba en la calle.

—Debéis mirarlo como persona sagrada—oí que decía el general en vozbaja—. ¡Únicamente en caso de que escapase!...

Se trastornó todo el edificio de suposiciones elevado por mi inducción.Si Taboada debía ser sagrado para aquellos hombres, ¿qué podían hacercon él?

Miré repetidas veces hacia el lugar donde sabía que estaba la casa deOlga, pero no alcancé á verla, pues me la ocultaban los árboles.

El general abandonó el volante, cambiando de sitio con su chófer. Lahabilidad de éste le inspiraba, sin duda, más confianza que su propiahabilidad. Hablaron en voz baja, al mismo tiempo que el indioacariciaba las llaves y palancas de la máquina con gruñidos desatisfacción.

Yo no entiendo de automóviles; pero adivinaba en aquel carruaje unorganismo maravilloso que iba á obedecer fielmente al espíritu malignode sus conductores. Parecía muerto, sin el menor latido que denunciasesu vida interior; pero bastaba un ligero movimiento de mano para que seestremeciese instantáneamente todo él, como un caballo que desealanzarse á una carrera loca.

—Prepárese á conocer algo primoroso, Maltranita—dijo Castillejo en vozqueda, sin volver la cabeza—. Presenciará usted una caza nunca vista.

Pero ¿qué necesidad tenía este demonio de general de hacerme ver cosas«primorosas»?...

Pasaron cinco minutos, ó una hora, no lo sé bien. En tales casos noexiste el tiempo.

De pronto oí un ruido de voces broncas, una disputa de ebrios. Los doshombres del sombrerón se querellaban bajo los árboles.

Otro hombre pequeño surgió, un poco más allá, de la sombra proyectadapor los fresnos, como si pretendiese atravesar la avenida, pasando á laacera opuesta.

Mi agudeza adivinatoria volvió á romper el misterio con luminosascuchilladas. Vi (sin verla en la realidad) la puerta de la casa de Olgaabriéndose para dar salida al ingeniero. Éste titubeaba un poco alsentir que la puerta se había cerrado detrás de él, al mismo tiempo que,algunos pasos más allá, dos hombres, dos «pelados», empezaban á discutirde un modo amenazador, como si fueran á pelearse. ¡Mal encuentro!Taboada se llevaba una mano atrás, buscando el revólver, inseparablecompañero de toda vida mejicana. Luego, deseoso de evitar el peligro,en vez de seguir á lo largo de la acera, atravesaba la avenida paracontinuar su camino por el lado opuesto....

No pude pensar más. Me sentí sacudido violentamente de los pies á lacabeza por el brutal arranque del automóvil; me creí arrojado á lo alto,como si el carruaje, después de rodar sobre la tierra unos momentos, seelevase á través de la atmósfera.

Perdí desde este momento la normalidad de mis sentidos, para norecobrarla hasta el día siguiente. Todo me pareció indeterminado éirreal, lo mismo que los episodios de un ensueño.

Vi cómo el hombre intentaba retroceder, esquivando el automóvil salidorepentinamente de la sombra. Pero el vehículo se oblicuó para alcanzarleen su retirada. Entonces pretendió avanzar lo mismo que antes, y lamáquina perseguidora cambió otra vez de dirección, marchando rectamenteá su encuentro.

Todo esto fué rapidísimo, casi instantáneo, sucediéndose las imágenescon una velocidad que las fundía unas en otras. Sólo recuerdo el saltogrotesco y horrible, un salto de fusilado, que dió la víctima aldesaparecer bajo el automóvil con los brazos abiertos.

El vehículo se levantó como una lancha sobre una pequeña ola. Pero estaola era sólida, y su dureza pareció crujir.

Miré detrás de mí instintivamente. Una sombra negra, una especie delarva, quedaba tendida sobre el pavimento. Se retorcía con dolorosascontracciones, lo mismo que un reptil partido en dos. Salían gemidos éinsultos de este paquete humano que intentaba elevarse sobre sus brazos,arrastrando las piernas rotas.

—¡Brutos!... ¡Me han matado!

Pero instantáneamente dejé de verle. Apareció ante mis ojos el extremoopuesto de la avenida.

El automóvil acababa de virar, con tantafacilidad, que caí sobre uno de sus costados, vencido por la bruscarotación.

Se deslizaba de nuevo en busca del caído, y éste, al verle venir, ya nogritó. Tal vez el miedo le hizo callar; tal vez se imaginaba el infelizque los del vehículo regresaban para darle auxilio, y enmudecía,arrepentido de sus exclamaciones anteriores.

Ahora la ola fué más dura, más violenta. El automóvil se levantó como sifuera á volcarse, y hubo un chasquido de tonel que se rompe, estallandoá la vez duelas y aros. Todavía viró el vehículo varias veces, con lahorrible facilidad de su ágil mecanismo, pasando siempre por el mismolugar. ¿Cuántas fueron las vueltas?... No lo sé. El obstáculo queencontraban las ruedas era cada vez más blando, menos violento; ya nolanzaba crujidos de leña seca.

Al día siguiente todos los periódicos hablaron de la muerte casual delpobre Taboada cuando se dirigía á su domicilio. El suceso dió tema paradeclamaciones contra la barbarie de los automovilistas que marchan átoda velocidad por las calles, matando al pacífico transeúnte.

El periódico nuestro hasta hizo el elogio fúnebre del ingeniero,declarando que «había que reconocer noblemente en este enemigo políticoá un hombre de talento, á un gran patriota lamentablementedesorientado».

Y nada más.... A los pocos días nadie se acordó del infeliz.

Otros sucesos preocupaban á la nación. Se sublevaron los generalescandidatos, al convencerse de que no triunfarían legalmente. Muchoscreyeron necesario traicionar al gobierno, para seguir una vez más lascostumbres del país. El presidente fué asesinado, y yo, como primeraprovidencia, me escapé á los Estados Unidos. Tiempo tendría de volver,cuando se aclarase la tormenta, para servir á los nuevos amos.

Castillejo cayó prisionero, y aún está en la cárcel. Sus dignoscamaradas de generalato le siguen no sé cuántos procesos de carácterpolítico; pero lo peor es que, recientemente, han empezado a acusarlepor el asesinato del ingeniero.

Nadie cree ya en el accidente del automóvil. Parece que fueron muchoslos que presenciaron lo ocurrido desde sus ventanas prudentementeentornadas. Tal vez lo vió uno nada más, y los otros hablan por agradará los vencedores. ¡La soledad nocturna de las calles de Méjico!...Detrás de cada persiana hay ojos que sólo ven cuando les conviene; bocasmudas que sólo hablan cuando llega el momento oportuno.

Ustedes creen, tal vez, que yo podría volver allá, sin ningúnpeligro.... En realidad, nada malo hice en dicho asunto, y aún meestremezco al recordar el susto que me dió el maldito general.

Pero no volveré; pueden estar seguros de ello. Conozco á mis antiguosamigos. Castillejo es mejicano y sus acusadores también. Yo no soy masque un extranjero, un español, un gachupín, y todos acabarían porponerse de acuerdo para afirmar que fué Maltrana el que guiaba elautomóvil.

Noto también que les causa á ustedes cierta satisfacción el espíritu dejusticia que demuestran los nuevos gobernantes al perseguir á Castillejopor su delito.

Me asombro de su inocencia. ¡Pero si cualquiera de aquellos generales haordenado docenas de crímenes igualmente atroces!...

No es justicia, es venganza; y más aún que esto, es envidia, amarguraante la superioridad ajena.

Detestan á Castillejo porque les inspira admiración. Hablan de él comolos pintores de una nueva manera de expresar la luz, como los escritoresde las imágenes originales encontradas por un colega.

Lo que más les irrita es que ya no podrán emplear sin escándalo elprocedimiento del automóvil. Ha perdido toda novedad. ¡Y á cada uno deellos le hubiese gustado tanto ser el primero!...

UN BESO

Esto ocurrió á principios de Septiembre, días antes de la batalla delMarne, cuando la invasión alemana se extendía por Francia, llegandohasta las cercanías de París.

El alumbrado empezaba á ser escaso, por miedo á los «taubes», que habíanhecho sus primeras apariciones. Cafés y restoranes cerraban sus puertaspoco después de ponerse el sol, para evitar las tertulias del gentíoocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante nocturno noencontraba una silla en toda la ciudad; pero á pesar de esto, lamuchedumbre seguía en los bulevares hasta la madrugada, esperando sinsaber qué, yendo de un extremo á otro en busca de noticias, disputándoselos bancos, que en tiempo ordinario están vacíos.

Varias corrientes humanas venían á perderse en la masa estacionada entrela Magdalena y la plaza de la República. Eran los refugiados de losdepartamentos del Norte, que huían ante el avance del enemigo, buscandoamparo en la capital.

Llegaban los trenes desbordándose en racimos de personas. La gente sesostenía fuera de los vagones, se instalaba en las techumbres, escalabala locomotora, Días enteros invertían estos trenes en salvar un espaciorecorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecían inmóviles en losapartaderos de las estaciones, cediendo el paso á los convoyesmilitares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados porel calor y el amontonamiento, entraban los fugitivos en París, á medianoche ó al amanecer, no sabían adonde dirigirse, vagaban por las callesy acababan instalando su campamento en una acera, como si estuviesen enpleno desierto.

La una de la madrugada. Me apresuro á sentarme en el vacío todavíacaliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantándome á otrosrivales que también lo desean.

Llevo cuatro horas de paseo incesante en la noche caliginosa. Sobre lostejados pasan las mangas blancas de los reflectores, regleteando de luzel ébano del cielo. Contemplo, con la satisfacción de un privilegiado, ála muchedumbre desheredada que se desliza en la penumbra lanzandomiradas codiciosas al banco. El reposo me hace sentir todo el peso de lafatiga anterior.

Reconozco que si los hulanos apareciesen de prontotrotando por el centro de la calle, no me movería.

Una pierna me transmite su calor á través de una tenue faldamenta deverano. Me fijo en mi vecina, muchacha de las que siguen viniendo albulevar por costumbre, pero sin esperanza alguna, pues el tiempo no estápara bagatelas.

Tiene la nariz respingada, los ojos algo oblicuos, y un hociquitogracioso coronado por un sombrero de cuatro francos noventa. El cuerpopequeño, ágil y flaco, va envuelto en un vestido de los que fabrican ácentenares los grandes almacenes para uniformar con elegancia barata álas parisienses pobres. Por debajo de la falda asoman unas pezuñitas deterciopelo polvoriento.

Sonríe con un esfuerzo visible, frunciendo almismo tiempo las cejas. Se adivina que es una mujer ácida, de las que«hacen historias» á los amigos; una especie de calamar amoroso, queesparce en torno la amarga tinta de su mal carácter.

Conversa con una respetable matrona que vuelve llorosa de la estación dedespedir á su hijo, que es soldado. Junto á ella está una hija decatorce años, mirando á la vecina con ojos curiosos y admirativos. Losque ocupan el resto del banco dormitan con la cabeza baja ó sueñandespiertos contemplando el cielo.

La burguesa, al hablar, gratifica á la muchacha ácida con un solemne Madame. Hace un mes habría abandonado el asiento, á pesar de sucansancio, para evitarse tal vecindad. ¡Pero ahora!...

La inquietud nosha hecho á todos bien educados y tolerantes. París es un buque enpeligro, y sus pasajeros olvidan las preocupaciones y rencillas de losdías de calma, para buscarse fraternalmente.

Sigo su conversación fingiéndome distraído. La madre es pesimista.¡Maldita guerra! Parece que las cosas marchan mal. Le van á matar alhijo; casi está segura de ello; y sus ojos se humedecen con unadesesperación prematura. Los enemigos están cerca; van á entrar en París«como la otra vez».... Pero la joven malhumorada muestra un optimismoagresivo.

—No, no entrarán, Madame.... Y si entran, yo no quiero verlo, no meda la gana; no podría.

Me arrojaré antes al Sena.... Pero no; mejor seráque me quede en mi ventana, y al primero que entre en la calle leenviaré....

Y enumera todos los objetos de uso íntimo que piensa emplear comoproyectiles. Vibra en ella la resolución absurdamente heroica de losinsensatos gloriosos que protestan para hacerse fusilar.

Algo pasa por la acera que interrumpe estos propósitos desesperados.Avanza lentamente un matrimonio de viejos: dos seres pequeñitos,arrugados, trémulos, que se detienen un momento, respiran con avidez,gimen é intentan seguir adelante. Ella, vestida de negro, con una capotade plumajes roídos por la polilla, se muestra la más animosa. Es enjutay obscura; sus miembros, flacos y nudosos, parecen sarmientos trenzados.Se pasa de mano á mano una maleta que tira de ella con insufriblepesadez, encorvándola hacia el suelo.

A pesar de su cansancio, intenta auxiliar al hombre, que es una especiede momia. Su cabeza de pelos ralos aún parece más grande moviéndosesobre un cuello cartilaginoso, del que surgen los ligamentos con durorelieve. Los dos son de una vejez extremada; parecen escapados de unatumba. Les atormentan los paquetes que intentan arrastrar; caminantambaleándose, como la hormiga que empuja un grano superior á suestatura. En este cansancio aplastante se adivina un nuevo suplicio, elde ir vestidos con las ropas guardadas durante muchos años para lasgrandes ceremonias de la vida: ella con falda de seda dura y crujiente;él puesto de levita y paletó de invierno.

El viejo deja caer el fardo que lleva en los brazos, y luego se desplomasobre este asiento improvisado.

—No puedo más.... Voy á morir.

Gime como un pequeñuelo. Su pobre cabeza de ave desplumada se agita conel hipo que precede al llanto.

—Valor, mi hombre.... Tal vez no estamos lejos. ¡Un esfuerzo!

La viejecita quiere mostrarse enérgica y contiene sus lágrimas. Seadivina que en la casa que dejaron á sus espaldas era ella la dirección,la voluntad, la palabra vehemente. Su diestra escamosa, abandonando á laotra mano todo el peso de la maleta, acaricia las mejillas del viejo.

Esun gesto maternal para infundirle ánimo; tal vez es un halago amorosoque se repite después de un paréntesis de medio siglo. ¡Quién sabe! ¡Laguerra ha despertado tantas cosas que parecían dormidas para siempre!...

Yo me imagino el infortunio de esos dos seres que representan cientosetenta años. Son Filemón y Baucis, que acaban de ver su apergaminadoidilio roto por la invasión. Tienen el aspecto de antiguos habitantes dela ciudad que han ido á pasar el resto de su existencia en el campo,dejándose cubrir por las petrificaciones ásperas y saludables de la vidarústica. Tal vez fueron pequeños tenderos; tal vez ganó él su retiro enuna oficina. Cuando no existían aún los hombres maduros del presente, serefugiaron los dos en esta felicidad mediocre, en este aislamientoegoísta soñado durante largos años de trabajo: una casita rodeada deflores, con algunos árboles; un gallinero para ella, un pedazo de tierrapara él, aficionado al cultivo de legumbres.

Entraron en este nirvana burgués cuando los ferrocarriles eran menos aúnque las diligencias, cuando la humanidad soñaba á la luz del petróleo,cuando un despacho telegráfico representaba un suceso culminante en unavida.... Y de pronto, el miedo á la invasión alemana, que suprime unpueblo en unas cuantas horas, les ha impulsado á huir de una viviendaque era á modo de una secreción de sus organismos. Luego se han visto enParís, aturdidos por la muchedumbre y por la noche, desamparados, nosabiendo cómo seguir su camino.

—Valor, mi hombre—repite la esposa.

Pero tiene que olvidarse de su compañero para dar gracias, con unacortesía de otros tiempos, á alguien que le toma la maleta é intentalevantar al viejo.

Es la muchacha ácida, que da órdenes y empuja con irresistibleautoridad.

Ahora reconozco que no lo pasará bien el primer hulano que entre en sucalle. Con un simple ademán limpia de gente una parte del banco, paraque se instalen con amplitud los dos ancianos.

Queda espacio libre, pero yo me guardo bien de volver á sentarme. Noquiero recibir un bufido con acompañamiento de varios nombres depescados deshonrosos.

Sin duda la presencia de estos viejos ha resucitado en la memoria de lamuchacha la imagen de otros viejos largamente olvidados.

La trémula Baucis da explicaciones. Dos días en ferrocarril. Han huídocon todo lo que pudieron llevarse. Su última comida fué en la tarde deldía anterior; pero esto no les aflige: los viejos comen poco. Lo que lesaterra es el cansancio. Llegaron á las diez: ni un carruaje, ni unhombre en la estación que quisiera cargar con sus paquetes. Todos estánen la guerra. Llevan tres horas buscando su camino.

—Tenemos en París unos sobrinos—continúa la anciana.

Pero se interrumpe al ver que Filemón se ha desmayado, precisamenteahora que descansa. Los curiosos del bulevar, que esperan siempre unsuceso, se aglomeran en torno del banco. La protectora empuja é insulta,sin dejar de ocuparse de los viejos.

—¿Y viven cerca los parientes?

—Plaza de la Bastilla—contesta Baucis, que no sabe dónde está laplaza.

Un murmullo de tristeza; un gesto de lástima. Todos miran el extremodel bulevar, que se pierde en la noche. ¡Tan lejos!... ¡No llegaránnunca! Circulan pocos automóviles; sólo de vez en cuando pasa alguno.

Los brazos de la bienhechora trazan imperiosos manoteos; su voz intentadetener á los vehículos que se deslizan veloces. Carcajadas ó palabrasde menosprecio contestan á sus llamamientos, y ella, indignada contralos chófers insolentes, da suelta al léxico de su cólera, intercalandocon frecuencia la frase más célebre de Waterloo.

Cuando transcurren algunos minutos sin que pasen vehículos, vuelve allado de los viejos para animarlos con su energía. Ella los instalará enun carruaje; pueden descansar tranquilos.

De pronto salta en medio del bulevar. Viene mugiendo un automóvil delejército, desocupado y enorme, á toda fuerza de su motor. El soldado quelo guía cambia de dirección para no aplastar á esta desesperada quepermanece inmóvil, con los brazos en alto.

Su prudencia resulta inútil, pues la mujer, moviéndose en igual sentido,marcha á su encuentro.

La multitud grita de angustia. Con un violentotirón de frenos, el automóvil se detiene cuando su parte delanteraempuja ya á esta suicida. Debe haber recibido un fuerte golpe.

El chófer, un artillero de pelo rojo y aspecto campesino, que llevasobre el uniforme un chaquetón de caucho, increpa á la muchacha, lainsulta por el sobresalto que le ha hecho sufrir.

Ella, como si no leoyese, le dice con autoridad, tuteándole:

—Vas á llevar á estos dos viajeros. Es ahí cerca, á la Bastilla.

La sorpresa deja estupefacto al soldado. Luego ríe ante lo absurdo de laproposición. Va de prisa, tiene que entrar en el cuartel cuanto antes.Le grita que se aleje, que salga de entre las ruedas. Ella afirma que nose moverá, é intenta tenderse en el suelo para que el vehículo laaplaste al ponerse en marcha.

El artillero jura indignado, tomando por testigos á los curiosos. Estono es serio; le van á castigar; el cuartel...los oficiales.... Pero ellaestá ya en el pescante, inclinando hacia el conductor su rostro ceñudo,esforzándose por encontrar un gesto de graciosa seducción.

—Yo te recompensaré. Llévalos y te daré un beso.

Sonríe el soldado débilmente, mirándola á la cara para apreciar el valordel ofrecimiento. No es gran cosa, pero ¡qué diablo! un beso siempreresulta agradable.

La gente ríe y palmotea, y la muchacha, mientras tanto, se aprovecha deesta situación para instalar á los viejos en el vehículo con todos suspaquetes.

El chófer pone en movimiento su motor.

—Gracias, Madame—dice lloriqueando Baucis, mientras Filemón articulagemidos de gratitud.

Pero Madame no les oye, ocupada en depositar dos besos sonoros en lasmejillas del artillero, brillantes y ennegrecidas por la grasa de losengranajes. «Toma...toma.»

Se aleja el automóvil y se deshacen los grupos. Las pezuñitas deterciopelo vuelven hacia el banco. Una de ellas cojea dolorosamente.Siento la tentación de besar también, de besar á la muchacha ácida; perome inspira miedo.

Temo que interprete torcidamente mis intenciones.

LA LOCA DE LA CASA

I

Todos los viajeros, antes de abandonar la vieja ciudad de la Flandesfrancesa, oían la misma pregunta:

—¿Ha visto usted al señor Simoulin?...

No importaba que hubiesen invertido varias horas en la visita de lacatedral, cuyas sombrías capillas están llenas de cuadros antiguos.Tampoco era bastante para conocer la ciudad haber recorrido sus iglesiasy conventos de la época de la dominación española, así como las hermosasviviendas de los burgueses de otros siglos. El conocimiento quedabaincompleto si los curiosos prescindían de visitar el Museo-Biblioteca, yen él á su famoso director, que unos llamaban simplemente «el señorSimoulin», como si no fuese necesario añadir nada para que el mundoentero se inclinase respetuosamente, y otros designaban con mayorsimplicidad aún, diciendo «nuestro poeta».

De todas las curiosidades de la urbe flamenca, la más notable, la queindudablemente le envidiaban las demás ciudades de la tierra, eraSimoulin, «nuestro poeta». En esto se mostraban acordes todos losvecinos y los tres periódicos de la población, completamenteantagónicos é irreconciliables en las demás cuestiones referentes á lapolítica municipal.

Sin embargo, nadie podía enseñar la casa natalicia de esta gloria de lalocalidad. El gran Simoulin era del Sur de Francia, un meridional delpaís de los olivos y las cigarras, que había llegado siendo muy joven ála ciudad, para encargarse del Museo-Biblioteca en formación. Pero enella había contraído matrimonio, en ella habían nacido sus hijos y susnietos, y la gente acabó por olvidar su origen, viendo en él á uncompatriota que era motivo de orgullo para la provincia.

Un sentimiento de gratitud se unía á la general admiración. Gracias áSimoulin, el Museo se había llenado de objetos que acreditaban laspasadas glorias del país; gracias á «nuestro poeta», los fabricantes decerveza y de paños, gentes ricas y de pocas letras, que constituían laaristocracia de la ciudad, podían hablar, sin miedo á equivocarse, delos obispos, guerreros y burgomaestres de otros siglos queindudablemente eran sus ascendientes.

Además, el personaje imponía admiración con su aspecto. Los que lecontemplaban por primera vez sonreían satisfechos. «Así se habíanimaginado al grande hombre; no podía ser de otro modo.» Y parecíanvenerar con sus ojos las luengas barbas blancas, las dos crenchas de sucabellera, onduladas y brillantes como las vertientes de una montañacubierta de nieve. De pie, perdía gran parte de su majestad, por serpequeño de estatura y mostrarse agitado continuamente á causa de suinquietud nerviosa. Sentado en su Museo, recordaba al Padre Eterno, ápesar de las arrugas de su rostro y el mal color de su tez, impregnadadel polvo de los libros y de las piezas arqueológicas.

Cuando hablaba—y el gran Simoulin era incapaz de callar así que teníaun oyente—, su palabra parecía difundir en torno de él una aureola deprestigio histórico. Todas las celebridades de la segunda mitad delpasado siglo las había conocido el grande hombre. Recordaba como amigosde ayer á Víctor Hugo y á Gambetta. Con este último había tenido,indudablemente, cierto trato, cuando el futuro gobernante de laRepública andaba echando sus discursos de tribuno republicano por loscafés del Barrio Latino. Al grandioso poeta lo había visto una vez nadamás, confundido en una comisión de estudiantes que fué á saludarle á lavuelta de su destierro en Guernesey. Pero esto sólo representaba á losojos de los admiradores de Simoulin un detalle histórico insignificante,y todos repetían, con la firmeza del que dice la verdad:

—Víctor Hugo, que fué íntimo amigo de nuestro Simoulin.

De otras amistades hablaba el grande hombre con más exactitud. En elBarrio Latino había tenido por camaradas á Zola, á Daudet y á otrosescritores de su generación. Esto era indiscutible.

Podía enseñar cartasde todos ellos, cartas breves, de un afecto forzoso, pero en las quevibraba la nostalgia de la juventud, ya lejana; cartas que los hombrescélebres contestan por deber á los camaradas de los primeros pasos quecayeron rendidos en la mitad del camino. Y los admiradores del directordel Museo-Biblioteca repetían lo que tantas veces habían leído en losperiódicos locales:

—Hubiese sido el primer poeta del mundo, de querer seguir en París.Para él era la gloria que ahora disfrutan muchos con menos talento. Peroprefirió vivir entre nosotros....

¡Cómo no adorar á un hombre que había hecho tal sacrificio en honor dela antigua y adormecida ciudad!...

Todos en ella se esforzaban por corresponder á tal abnegación,haciéndole grata la existencia.

El Consejo municipal atendía susindicaciones con tanto respeto como el Colegio de cardenales escucha lavoz del Papa. Aunque la ciudad no tuviese dinero, lo encontraba siemprepara las mejoras de su Museo-Biblioteca. Los subprefectos enviados deParís visitaban inmediatamente al grande hombre. Un presidente de laRepública, al pronunciar su discurso durante una permanencia de breveshoras en la ciudad, había saludado á Simoulin como la más alta gloria dela región. Los industriales del país, que sólo aceptaban alianzas congente de dinero, habían admitido como yernos á los hijos del poeta.

Su gloria se extendía por toda la provincia como algo irresistible,reflejándose en las provincias limítrofes. En toda ceremonia oficial,los periódicos se cuidaban, ante todo, de anunciar: «Hablará el ilustreSimoulin.» Unas veces era un discurso patriótico; otras, una oda decircunstancias. Los organizadores de banquetes contaban con un medioseguro para evitar el fracaso: «A los postres, pronunciará un brindisnuestro poeta.» Y en pocas horas no quedaba un asiento disponible.

Todos los que en la ciudad se sentían tentados por el demonio de laliteratura acudían á la Biblioteca para pedir consejo al ilustremaestro. Los recibía como amigos antiguos, y, arrastrado por suvehemencia verbal, dejaba pronto de ocuparse de ellos para hablar de supropia persona.

—Un día, el abuelo Hugo me dijo que....

Por las tardes se reunían en su casa los admiradores de su cienciahistórica: varios señores retirados de la magistratura, del comercio óde las armas, que en vez de entretenerse coleccionando sellos, se habíandedicado á la arqueología provincial.

El discípulo preferido era el comandante Pierrefonds, un hombre corto deestatura, fornido, parco en palabras, de mal carácter, que gruñía á lamenor contradicción bajo su recio bigote rojo y blanco. Tenía el gestoreconcentrado y amenazante de un perro feroz y mudo. Sólo el maestroSimoulin se atrevía á bromear con él. Vivía solitario, en una casa delas afueras, con una vieja ama de llaves y una colección de monedasantiguas, á la que pensaba dedicar el resto de su existencia de célibe.

Se había retirado del ejército con verdadero placer al llegar á la edadreglamentaria, después de una serie de campañas coloniales penosas y singloria, que habían quebrantado su salud y agriado su carácter. Sólo leinteresaba actualmente la numismática, y no reconocía otra grandezahumana que la de su eminente amigo y maestro. Su ambición era ser elprimero de los «simoulinistas», y los que envidiaban su