—A ver si llegas a general—le dijo—. ¡Está una tan cansada de vergeneralas que empezaron siendo criadas!...
El miedo a la mujer, una buena suerte incansable y el afán de que sunombre apareciese en letras de imprenta y fuese cantado en verso conacompañamiento de guitarra, le empujaron en su ascensión gloriosa. A lostreinta años se vió general de brigada, sin haber tropezado con grandesobstáculos. Su astucia de campesino le hizo saltar oportunamente de ungrupo á otro en las contiendas civiles que surgieron al final de larevolución, adivinando quién iba á triunfar y quién iba á sumirse parasiempre en la desgracia y el olvido.
Su primer jefe y maestro fué Pancho Villa. A sus órdenes hizo la mayorparte de la guerra; pero al verlo en lucha con Carranza, presintió queeste antiguo «ranchero», de porte solemne y aseñorado, al que llamaban«el viejo barbón», tenía más aspecto de presidente que el antiguobandido, y se fué con él.
Por segunda vez Guadalupe reconoció que su esposo era á veces capaz deresoluciones acertadas.
El guerrillero, durante la presidencia de Carranza, conoció todas lasdulzuras del poder. De la capital de Méjico le llegaban grandes sobrescon el sello del gobierno llevando esta inscripción:
«Al ciudadanogeneral Doroteo Martínez, comandante de las tropas en operaciones.»
Su autoridad se extendía nominalmente sobre un territorio más grande quealgunas naciones de Europa, pero sólo era efectiva en la población dondehabía establecido su Estado Mayor y en otros grupos urbanos ocupados porsus tropas.
La importancia de estas tropas también era más ilusoria que real. Vistasdesde las oficinas ministeriales de Méjico, constaban de una docena demiles de hombres, con casi igual número de caballos. Sobre el terreno delas operaciones los regimientos se achicaban hasta convertirse enpartidas; los miles de combatientes bajaban á ser centenares; y loscaballos, que debían estar próximos á morir de un reventón, según lasmontañas de forraje que llevaban consumidas—a juzgar por las cuentaspagadas por el Ministerio de la Guerra—, eran escuálidos jamelgos quepastaban en los campos de los particulares, alimentándose á la venturacon lo que podían encontrar.
El general, siguiendo una respetable tradición, se guardabatranquilamente los sueldos de los combatientes que no existían y elvalor de los piensos que jamás habían olido sus caballos. De algún mododebía pagar la patria los servicios pretéritos de sus héroes y los quele seguirían prestando en el resto de sus días.
Continuaba en guerra el país. En vano el gobierno de la capital hacíadecir á los periódicos que sólo se mantenían en armas algunos bandidos,á los que pensaba exterminar de un momento á otro. Lo de que fuesenbandidos ó no lo fuesen quedaba reservado á la apreciación siempredivergente de los gobernantes y de sus enemigos; pero lo cierto era quelos que corrían montes y campos, haciendo saltar trenes con dinamita,quemando poblaciones, fusilando prisioneros y llevándose mujeres, habíanconvivido como camaradas de armas con los mismos que marchaban ahora ensu persecución.
Martínez se tuteaba con todos los insurrectos que tenía encargo defusilar así que cayesen en sus manos. Meses antes eran todavía tangenerales como él. Hasta le obligaban á marchar contra su antiguo ídoloel temible Villa, y procuraba hacerlo con la mayor discreción, como unesgrimista novel que se bate con su maestro.
Perseguidos y perseguidores parecían evitar los golpes decisivos. Losadversarios de Martínez propalaban en la capital que éste tenía másempeño en eternizar la guerra que los mismos insurrectos. La pazsignificaba para él, como para los otros jefes de operaciones, lasupresión de los regimientos fantasmas y de los piensos de la caballadano menos irreales.
Pero el valeroso Doroteo despreciaba estas invenciones de lamalevolencia. ¡Qué hombre ilustre carece de envidiosos!
Había perdido su timidez de los primeros tiempos de la revolución,cuando rondaba en torno de los caudillos principales como un oficial delealtad perruna, siempre dispuesto á encargarse de las misionespeligrosas. Empezaba a creer que había nacido para cumplir una misiónhistórica, según afirmaban sus aduladores. Al marcharse á la guerra,sólo sabía trazar su firma como un jeroglífico, y aun esto lo habíaaprendido durante unos meses que pasó en la cárcel á causa de ciertaspuñaladas recibidas por alguien que pretendía casarse con la que ahoraera su mujer.
Durante la guerra se familiarizó con la literaturadeclamatoria de las proclamas y los artículos revolucionarios, y pudollegar á leer de corrido estos impresos, siempre que fuesen de letragruesa.
Ahora tenía como secretario á un periodista traído de la capital, jovenpoeta, que redactaba todos los decretos que el comandante de operacionesdirigía á los pobladores de su territorio, tratando en ellos muchasveces sobre los destinos de la humanidad futura y la revoluciónuniversal, como si fuesen dedicados á los habitantes del planeta entero.
Al verse tan bien servido por la pluma del secretario, Martínez, cuandono estaba de operaciones, sentía la necesidad de convertir en leyestodas las ideas simples y nuevas para él que hervían en su cerebro.
—Sandoval, vamos á escribir media docena de decretos—decía después delas comidas, como si esto suavizase su digestión.
Y á un mismo tiempo legislaba sobre la limpieza de las calles de laciudad, sobre el amor libre, sobre la hora de empezar el espectáculo enlos cinematógrafos y sobre un nuevo reparto de la propiedad rural. Losdecretos siempre terminaban condenando á ser pasados por las armas átodos los que desobedeciesen las órdenes de su autor. La gente,familiarizada con el peligro y la muerte, no hacía gran caso de ellos.¡Eran tantos los decretos, y por otra parte tan poco numerosas laspersonas del distrito que sabían leer!
Pero si rara vez llegaban á ser una realidad positiva, estos documentosservían de un modo maravilloso al general cuando deseaba suprimir áalguien. Siempre ocurría que este importuno había desobedecido alguna desus leyes tan minuciosas y tan diversas, y el Consejo de guerra que sereunía en el foyer del teatro de la ciudad no necesitaba discutirmucho para enviar al acusado al cementerio, lugar donde se verificabanlos fusilamientos de rebeldes, evitándose de este modo las molestias deuna larga conducción de los cadáveres.
Estos castigos extremados apenas alteraban la popularidad de Martínez.¡Qué general no había hecho otro tanto! En el populacho, medio indio,persistía el alma de sus crueles ascendientes, los cuales veneraban ásus dioses cuanto más sedientos se mostraban de sangre y según el númerode víctimas á las que se extraía el corazón en sus altares.
Además, Martínez casi gozaba honores de gloria nacional. Su secretariorara vez lo designaba por su apellido. Era por antonomasia «el héroe deCerro Pardo», lugar donde había batido á los
«soldados de la tiranía»durante la revolución. Otros generales se veían venerados comosemidioses por haber perdido un brazo ó una pierna. Martínez habíaperdido una oreja en Cerro Pardo, y mostraba con orgullo su sien mochaen las ceremonias oficiales. Pero con una guedeja de su largo cabelloprocuraba ocultar la falta del pabellón auditivo, siempre que, abusandode la adormecida fiereza de la generala, se atrevía á visitar á ciertasseñoras admiradoras de su heroísmo.
Muchas de las comunicaciones que enviaba Sandoval al gobierno de Méjicoeran devueltas con una nota pidiendo un estilo más claro, por considerarel texto incomprensible. El héroe se indignaba.
—¿Para esto hemos hecho la revolución? En el Ministerio de la Guerra nohay mas que gente atrasada; reaccionarios que no pueden entender lo quees el simbolismo.
Como todos los simples que sólo han recibido una instrucción primaria ytardía, amaba con entusiasmo el estilo complicado y los neologismos queexigen largas explicaciones.
El libro más interesante de la época presente iba á ser la Historia delgeneral Doroteo Martines, obra voluminosa que estaba escribiendo susecretario. De ella, lo más apreciado por el autor y por el protagonistaera el «Capítulo ochenta y dos», titulado así: «De cómo el general, apesar de ser antimilitarista, comunista y ácrata, se vió obligado áfusilar á doscientos cincuenta compañeros de armas que se rebelaroncontra el gobierno, faltando á la disciplina.»
En la vida ordinaria era una buena persona, que hablaba con voz tímida,ceceando lo mismo que un niño, y si su interlocutor le miraba fijamente,apartaba los ojos como avergonzado. Los efectos de su bondad y susencillez se extendían hasta Europa. Como ejercía una autoridad deprocónsul sobre su comarca natal, una de sus primeras disposiciones fuéapoderarse de la gran propiedad en la que había trabajado como humildecapataz.
El propietario, residente en París, recibió de él una carta dulce yrespetuosa: «Venga usted por aquí, patroncito; tendré un verdadero gustoen verle. Arreglaremos cuentas sobre su hacienda. Le manifestaré miagradecimiento por sus bondades con este su antiguo servidor.»
Pero el propietario, que era mejicano y conocía á su gente, no pensó unmomento en volver á un país donde los capataces se convierten engenerales. Se sentía mejor cerca de los Campos Elíseos, aunque tuvieraque recurrir á préstamos y trampas para compensar las rentas que ya nollegaban del otro lado del Océano. Prefería ver el Arco de Triunfo conhambre, antes que la sonrisa melosa y los ojos terriblemente dulces delhéroe de Cerro Pardo.
Los comerciantes de la ciudad, extranjeros todos ellos que daban parte áMartínez en sus negocios y no se atrevían á acometer empresa alguna sintenerle por consocio, le habían regalado por suscripción una espada«artística» y un uniforme de general.
Este uniforme, mezcla de japonés y de alemán, quedó en una silla, bajola mirada pensativa del héroe. La gorra con entorchados deslumbrantes yun águila de oro enorme, los bordados de las mangas y las hombreras,parecían herir su vista.
—Yo soy un ciudadano—dijo á su secretario—. (No olvide usted,Sandoval, de repetirlo en el libro.) Yo soy un ciudadano, y estosuniformes son los que perdieron á muchos de mis camaradas que han muertofusilados por traidores.
Y como él prefería ser ciudadano, siguió usando sus trajes civiles, unaindumentaria soñada sin duda en sus tiempos de pobreza como algomagnífico y quimérico: trajes de paño azul celeste ó verde esmeralda,corbatas y pañuelos con las tintas del arco iris, productos de fábricasmisteriosas de Inglaterra ó los Estados Unidos, cuya existencia ignorael común de los mortales y que parecen trabajar únicamente para laelegancia masculina de los trópicos. Una placa de esmalte con un águila,fija en una de sus solapas, revelaba á los demás mortales su condiciónde general.
Pero un día se mostró en los salones del antiguo palacio del obispo,convertido en comandancia de armas, vistiendo el deslumbrante uniforme.
—Somos débiles, Sandoval—dijo melancólicamente—. Me lo he puesto paradar gusto á la generala.
Un viejo tendero español—el iniciador de la suscripción—se entusiasmóal verle.
—Estás más hermoso que el sol. Pareces Bismarck...pareces Hindenburg.Así deberías ir todos los días, Doroteíto.
Y le acariciaba el vientre con suaves palmadas. Era el único que podíatutearle, como un privilegio de la época en que el general frecuentabala tienda del gachupín como simple peón, llevándose al fiado de comery de beber. Además, este personaje opulento y respetable era el que seencargaba de figurar como único contratista en todos los servicios delas tropas.
Para darle gusto, así como á su Guadalupe, se sacrificó al fin elgeneral, vistiendo su uniforme de gala siempre que estaba en la ciudad.Al salir de operaciones volvía á cubrirse con el enorme sombreromejicano, poco menor que un paraguas, única prenda uniforme de sussoldados en tiempo ordinario.
Su gloria y su poder no encontraban obstáculo alguno en el rincón de laRepública sometido á su autoridad. Los jóvenes empleados en losministerios de la capital se agrupaban para reir, leyendo en voz altalas comunicaciones enviadas por el héroe de Cerro Pardo.
Los grandes periódicos comentaban con una ironía algo miedosa lassublimidades laberínticas de su estilo. Pero el presidente y losministros restablecían el prestigio del héroe:
«¿Martínez?... Algo tonto y vanidoso, pero un hombre leal, un soldadofiel, y además un héroe.»
Era tan común en la historia del país la traición, el sublevarse losgenerales contra el gobierno con las mismas tropas facilitadas por éste,que Doroteo resultaba un personaje excepcional.
Todo cuanto hiciese se lo tolerarían los gobernantes. Firmementeasegurado en su situación, no temía á Dios ni á los hombres.
Únicamente una persona le infundía miedo: su mujer.
II
Cuando el capataz Doroteo dejó de trabajar para irse con losrevolucionarios, Guadalupe no dudó un momento en seguirle.
Un mejicano debe ir á todas partes con su mujer, hasta á la guerra. Lomismo los defensores del gobierno que los revolucionarios, llevaban conellos á sus mujeres, apodadas «soldaderas», que eran las que remediabanla ausencia de administración militar, cuidando cada una del alimento desu hombre.
Durante las marchas iban á vanguardia, rodeadas de enjambres de niños ycon las ropas de la familia formando un lío sobre su cabeza. Lo robabantodo, arrasaban los campos, como una nube de langosta, y cuando lastropas hacían alto, encontraban ya la hoguera ardiendo y la comida en supunto. Los primeros contactos entre ambos bandos los realizaban casisiempre las dos vanguardias de «soldaderas». Olvidando momentáneamentesu antagonismo, se vendían unas á otras lo que consideraban superfluo.El defensor del gobierno, por mediación de su compañera, facilitabavíveres al rebelde. Otras veces ocurría lo contrario.
La moneda carecía casi siempre de valor en estas transacciones. El bandofalto de municiones sólo quería vender su pan á cambio de cartuchos, yel que los tenía los entregaba, ansioso de comer, sin fijarse en que,horas después, estos mismos proyectiles podían darle la muerte.
Alentablarse el combate, las «soldaderas» y sus enjambres de chiquillos seretiraban á retaguardia. Otras veces, si el momento era angustioso, lahembra se mezclaba en la pelea para sostener al compañero herido yseguir tirando con su fusil.
Guadalupe vivió así; hizo marchas interminables á pie ó á la grupa delcaballo de su hombre.
Pero como Doroteo obtuvo rápidamente sus primerosascensos, pronto se elevó sobre la muchedumbre de «soldaderas» de tezamarillenta, cabellera aceitosa y ojos ardientes, asombrosamente flacas.
Fué la capitana Martínez, luego la comandanta, y ya no tuvo que avanzaral trote junto á los jinetes, llevando sobre su cabeza el colchoncillo ylas ropas que constituían el ajuar andante del matrimonio. Doroteo,excelente esposo, había matado á un oficial del gobierno para regalarleá ella su caballo.
Al ser coronel, su generosidad marital deseó algo más.
—¡Si pudiese robar un automóvil para «la vieja»!...
«La vieja» era Guadalupe, que tenía entonces veintiséis años. Noresultaba difícil hacerse dueño de un automóvil. Abundaban mucho en unpaís vecino á los Estados Unidos y con la frontera libre. No habíarevolucionario de alguna graduación que no tuviese el suyo.
Laimportancia de los jefes se medía por los parques de automóviles quellevaban detrás de ellos.
Y la coronela hizo la guerra en un vehículo americano. Su adquisiciónsólo costó á Martínez dos palabras breves y el apoyar su revólver en elpecho del primitivo dueño.
El chófer era un mestizo de enorme sombrerón y descalzo, que llevaba elfusil entre las dos manos fijas en el volante. Dentro iba Guadalupe ytoda su casa: un lío de colchones, dos sacos para la ropa sucia, unacriadita mestiza que se sentaba á sus pies, tres gatos y un perro en labanqueta, junto á la señora, y un loro que se paseaba por la capotarecogida, sirviendo de remate trasero á este vehículo triunfal. Todoslos automóviles ignoraban la limpieza desde muchos meses. La lluvia y elbarro habían cubierto su exterior con una costra parda y agrietada.Parecían forrados de piel de elefante. Como la esposa de Martínez erarelativamente esbelta, su vehículo se limitaba á chillar por la falta deaceite y de aseo. Otros tenían un muelle roto y saltaban sobre susruedas, acostándose como una barca próxima á zozobrar. Siempre seinclinaban del lado donde acostumbraba á sentarse la generala ó laministra, con la abrumadora majestad de su centenar de kilos carnales.
Los revolucionarios marchaban como lo permitían las exigenciastopográficas: unas veces en fila, extendiéndose leguas y leguas; otrasen masa horizontal á través de las llanuras, llevando en torno unsegundo ejército de mujeres y chiquillos. Lo mismo habían avanzado enotros siglos las grandes invasiones históricas. Eran como las antiguasnaciones en marcha, que arrastraban detrás de ellas los seres y losmuebles que forman la familia.
Algunas veces llegaban á ser veinte mil, todos á caballo, sinmedicamentos, sin víveres, confiando al azar la vida del día siguiente.Cada uno hacía la misma recomendación al camarada:
«Si me hieren en elpecho ó en el estómago, dame un tiro en la cabeza. Prefiero esto áquedar vivo junto al camino.»
No podían ser considerados como caballería, á pesar de que todos ibanmontados. Carecían de armas blancas y no podían dar una carga. Eraninfantes que sólo echaban pie á tierra en el momento de empezar el fuegocontra el enemigo. Hasta los generales llevaban el rifle atravesadosobre el delantero de la silla.
La única infantería era la de los yaquis, indios montañeses que nohabían querido aprender de los conquistadores españoles el arte decabalgar y mostraban aún cierta repugnancia ante el caballo. Estos yaquis figuraban como enemigos de todos los gobiernos desde la épocade Porfirio Díaz, que cometió el sacrilegio de implantar en sus tierrasel telégrafo y el ferrocarril. Se dejaban convencer fácilmente por losrevolucionarios, con la esperanza de que éstos les librasen deinnovaciones vergonzosas. En los combates eran los únicos que se batíanavanzando.
La muchedumbre montada, al emprender su marcha todos los amaneceres,veía á los yaquis tranquilos en su campamento, como si pensasenquedarse allí. Cuando al llegar la noche, después de una larga jornada ácaballo, se detenían para descansar, encontraban instalados ya á losmismos indios en el lugar designado de antemano, como si hubiesenllegado volando y sin fatiga aparente. Puestos en cuclillas escuchabancon atención religiosa el repiqueteo de los tamborcillos pendientes delas muñecas de sus jefes, instrumentos que servían á la vez para susfiestas y para transmitir órdenes.
La imagen de su esposa Guadalupe iba unida siempre á estos recuerdos dela guerra. Al principio la mujer mostraba cierto pavor; el silbido delas balas parecía irritar sus nervios. Un día, para recoger á su hombreherido, tuvo que lanzarse en pleno combate, y desde entonces considerópoca cosa el intervenir en las operaciones de guerra.
Las «soldaderas» hablaban de ella como de una gloria de su sexo,colocándola al nivel de los jefes más célebres de la revolución. Loshombres, por galantería instintiva, admiraban su hazañas, exagerándolas,como si nadie pudiese igualarlas. Todo el ejército repitió lo mismo alhablar de los esposos Martínez. «Él es un buen soldado, unvaliente...pero como hay muchos.
Ella vale más. ¡Qué mujer!...»
Su conducta durante la vida azarosa de marchas y campamentos contribuyóá aumentar su fama. Guadalupe tenía mal carácter. Muchas veces, alrozarse su automóvil con el de alguna generala—igualmente cargado decolchones, sacos de ropa sucia, cuadrúpedos, aves y numerososchiquillos—, empezaban á insultarse ambas damas por si la una pretendíacortar el paso á la otra. La coronela, sin consideración á su gradoinferior, recordaba á la generala las aventuras amorosas de su señoramadre ó la época en que sus tías lavaban la ropa de los soldados.
Hastaque el heroico Martínez, avisado del incidente, acudía á todo galopepara meter su caballo entre ambas furias.
Los hombres, al recordar que esta mujer se batía lo mismo que ellos,encontraban lógico que se considerase superior á las otras, gordas avesdomésticas que se habían lanzado al campo para marchar detrás de loscombatientes, escarbando con el pico el terreno de la lucha, en busca delos residuos de la victoria.
Su fidelidad matrimonial era también muy admirada. Uno de los grandesjefes había recibido de ella varios latigazos cierto día que osó algunosatrevimientos con la amazona. El mismo personaje golpeado acabó porarrepentirse, y á impulsos de la admiración, fué en adelante unprotector de Martínez y de su esposa.
Cuando Doroteo llegó á general, sus envidiosos atribuyeron toda lacarrera del héroe á la influencia de Guadalupe. «No es que sea menosvaliente que los demás—decían—; pero á causa de su compañera, los dearriba se fijan en sus acciones, que, realizadas por otros, quedaríanignoradas.»
Al terminar la guerra, cuando Martínez pasó á ser defensor del gobiernorecién constituído, Guadalupe no quiso prolongar sus hazañas militares.Era ridículo que la esposa de un comandante de operaciones saliese alcampo á perseguir á los rebeldes, muchos de los cuales había conocidoella meses antes como amigos, teniéndolos por excelentes personas.
Renanció a las costumbres violentas de campaña, á los largos galopes, alautomóvil sucio y hasta á las palabrotas aprendidas en sus años deexistencia varonil. Fué en adelante la «señora generala» y quisorivalizar con Martínez en esplendores de lujo.
Las gentes de la ciudad casi se sintieron cegadas por el resplandor delas joyas que en ciertos días la cubrieron desde la garganta al vientre.Doroteo había trabajado bien, lo mismo que todos los padres de familiamezclados en la revolución. No tenía hijos, como los otros, pero teníaá Guadalupe; y siempre que en sus correrías veía algo vistoso y deprecio, sacaba el enorme revólver de su funda, diciendo: «Esto para mivieja...y esto otro también.»
Total: que la esposa del héroe de Cerro Pardo poseía una colecciónenorme de alhajas, y los maliciosos las encontraban iguales á las quehabían comprado en Londres y en Nueva York ciertas familias del Méjicoanterior que andaban ahora vagabundas, lejos del país.
Guadalupe huía de la ostentación en los días ordinarios y se limitaba állevar simplemente media docena de sortijas de brillantes, un reloj conpulsera de platino en una muñeca, otro igual en la muñeca opuesta y untercer reloj más grande colgando del cuello.
Así se mostraba por las tardes á la admiración pública, ocupando uno delos ocho automóviles que poseía el héroe como recuerdo de sus campañas.Su paseo favorito era la calle central de la ciudad, una alameda conárboles seculares, de cuyas ramas pendían á veces hombres ahorcados.Eran ladrones, mestizos incorregibles que hurtaban gallinas, hortalizasy otras cosas igualmente preciosas á pesar de los decretos del general.Y Martínez, que era enemigo inexorable del robo, les aplicaba sincompasión la pena decretada por su dictadura revolucionaria.
Guadalupe casi tenía una corte. Las damas del pasado régimen—laaristocracia del país—la visitaban y adulaban, para defender de estemodo su tranquilidad y sus bienes. Los subordinados de su esposo, cuandodeseaban algo, preferían pedírselo á la generala, como si creyesen másen su autoridad que en la de Martínez. Ella los tuteaba con una bondadsuperior. Volvía á ser la compañera de armas que se había encargadomuchas veces de guisar en el campo para su marido y todos los de suEstado Mayor.
Recordaba con cierta nostalgia los años de guerra, pero tenía por mejorel tiempo actual. ¡Ojalá no se acabasen nunca los insurrectos y sumarido fuese perpetuamente comandante de operaciones!...
Martínez se sentía menos contento en su interior. Empezaba á pesarle laautoridad de su esposa. ¿De qué le servía haber llegado á héroenacional, si Guadalupe le inspiraba un miedo superior á su voluntad? Novalía la pena haber hecho una revolución para verse privado de realizarsus gustos.
Luego de pensar esto, miraba á su mujer largamente, con una reflexivaatención que ella no llegaba á adivinar, acostumbrada á tener en pocotodo lo de su marido. Aún la encontraba hermosa á los treinta y tantosaños, lo mismo que cuando se casaron. Producto de varios cruzamientos deespañoles con indias, tal vez había además en sus venas cierta parte desangre africana. Unos ojos grandes, húmedos y ligeramente oblicuos; unadentadura fuerte y deslumbrante entre los labios gruesos de rosaobscuro; una carne pomposa y pálida, y una cabellera exuberante, negra ycon tendencia á rizarse apenas la abandonaba el peine, eran loscomponentes principales de su belleza.
Así la vió Doroteo durante diez años, como si fuese una criaturainsensible al tiempo, y así la hubiese visto siempre.
Pero un día se dió cuenta de que empezaba á disgregarse su armoníacorporal, como si las tres sangres que existían en ella se hubiesencansado de permanecer revueltas, aislándose, para asomar cada una porseparado á la superficie. Sobre la tez blanca empezó á esparcirse unaespecie de viruela subcutánea, formada de puntos negros pequeñísimos,como granos de pólvora. En una mejilla y en otras partes menos visiblesse marcaban ó desaparecían, según los días, grandes manchas violáceas.Era la madurez precoz de la criolla de diversos orígenes. Además,
¡suspalabras rudas y violentas, su ignorancia, su deseo de mantenerlosometido, tratándole despectivamente en presencia de las gentes!...
Martínez vió todo esto de pronto, pero fué porque acababa de encontrarun término de comparación en otra mujer.
III
Cuando Guadalupe deseaba dar broma al general en presencia de suscontertulios, se expresaba así:
—Este viejo, aquí donde ustedes lo ven, anda enamorado, loco, detrás dela Gringuita.
Cerrando una mano, le apuntaba con el dedo índice, y añadía, amenazante:
—¡Que te pille yo, y verás lo que es bueno!
Pero á continuación, considerando que la broma había durado bastante,decía con gravedad:
—La Gringuita es una joven muy apreciable, que gana su vida ymantiene á todos sus hermanos. Además, ¡lo que sabe! Yo me quedoasombrada escuchándola. Parece mentira que una mujer pueda estudiartanto.... Perderías el tiempo, viejo. Esa no te hace caso á ti.
Era hija de un maestro de escuela que había muerto el año anterior. Seeducaba en los Estados Unidos cuando esta desgracia la obligó á volveral país, dejando incompletos sus estudios. Quería servir de madre á sushermanos menores, que después de muerto el padre, quedaban completamentesolos en la casa. Seis años de vida en Nueva York habían desfigurado áesta joven mejicana, dándole otras costumbres y hasta un aspecto físicocompletamente diferente.
Los personajes de la ciudad la protegían, seducidos por sus finasmaneras y por la sencillez con que hablaba de unos estudios que sóloconocían ellos de oídas. La habían colocado como maestra en una de lasprincipales escuelas y prometían ayudarla en la realización de todas lasinnovaciones que proyectaba.
Algunas solteronas feas y de carácter agriado torcían el gesto ante elentusiasmo pedagógico de los hombres.
—¡Claro!... ¡La Gringuita es tan primorosa!...
Martínez figuraba entre los protectores de la