Por aquella época, lleno el pensamiento de su amor á Emma, escribía áMallarmé:
Et
les
yeux
mouillés,
j'admire
ce
cœur
humble
et
grand;
alors
á
pleins
poumons
je
respire;
je
suis
fort
parmi
les
forts.
Et
voulant
qu'elle
soit
fiere
du
moi,
plus
tard,
je
reprende
la
besogne
familiere:
j'arrete les vers errants.
Deseaba ser rico y famoso para ella; para que ella, « plus tard...»,cuando él no existiese, pudiera enorgullecerse de haberle querido.
Pero no pudo; no pudo resistir la luz de aquella gran felicidad queempezaba, y murió á los treinta y cuatro años, cuando iba á ser dichoso.
Tal es la triste historia del olvidado Alberto Glatigny, llamado áocupar algún día entre los poetas líricos franceses del siglo XIX
unpuesto de honor.
LA FARÁNDULA PASA...
VIRGINIA DÉJAZET
Alejandro Dumas hizo inútilmente cuanto pudo para obligar á VirginiaDéjazet, que entonces triunfaba sobre el escenario del
«Vaudeville», árepresentar «La dama de las camelias».
—Sería un nuevo triunfo para usted—decía el célebre autor adorado delas mujeres;—¿acaso no le gusta á usted el tipo de Margarita tanto ómás que el de Frétillon?
—¡No, señor, al contrario!
—¿Cómo? ¿por qué?
—Muy sencillo: porque Frétillon se da, y Margarita Gautier se vende...
Y esta breve contestación, llena de espiritualidad y de delicadeza,retrata toda el alma de la actriz famosa; alma rebelde, paradójica,elegante, irónica, cínica y sentimental á la vez, como la de Richelieu óla del duque de Lauzun, y que parece una síntesis ó evaporación delgran espíritu adorable de París.
«Mi vida—escribía la Déjazet á cierto adorador que la invitaba ápublicar sus «Memorias»,—es mucho más sencilla de lo que creen, y noofrecería nada de muy interesante, pues ni tengo bastantes vicios paraatraer la curiosidad, ni tampoco las virtudes necesarias para aspirar áser admirada».
Así fué, en efecto; aquella mujer indócil, que parecía ingrata porque loamaba todo, que se reía malévola de sus adoradores y luego en Lyónrompía su falda bordada para que envolviesen con ella á un obrero quesacaron moribundo de un pozo; voluntad amoral, sin más ley ni otro cauceque su alegre capricho; libertina sin sensualidad y liviana sin codicia,que llegó á ser citada como modelo de madres amantísimas, sin haberpodido sin embargo, recogerse jamás en la uniforme santidad delmatrimonio.
Nació Virginia Déjazet en París, el día 30 de Agosto de 1798, y á loscinco años, y bajo la dirección de su hermana Teresa, que pertenecía alcuerpo coreográfico de la Opera, debutó como bailarina. A los dieciséisaños, Virginia era una criatura llena de seducciones y de gentileza, conlas manos y los pies muy menudos y un cuerpo grácil, que comprendíatodos los ritmos y daba vida á todos los disfraces. El papel de Nabotte,que creó en
«La belle au bois dormant», popularizó el nombre deDéjazet, quien, después de una larga excursión por provincias, regresó áParís y entró en el teatro del Gimnasio, donde afirmó su popularidad conlos estrenos de «Carolina» y «La hermanita».
Por rivalidades con laVertpré, entonces omnipotente, trasladóse al teatro de Novedades, y mástarde al glorioso teatro del Palais-Royal, sobre cuyo escenario había demerecer aquel prestigio de travesura y de gracia genuinamente francesa,que había de consagrar su apellido y hacerle inmortal.
—Es la actriz universal—declara su biógrafo Mirecourt,—á cuyo geniose avienen todos los papeles, como á su cuerpo se acoplan todos lostrajes.
Este rasgo último constituye el mérito capital de su arte.
—Poseía—dicen
sus
contemporáneos,—una
habilidad
extraordinaria
paradisfrazarse;
los
trajes
varoniles,
especialmente, vestíalos á maravilla,y movíase dentro de ellos con tanto aplomo y desenvoltura, que el sexodesaparecía por completo en aquella mujer, tan mujer y tan linda. EraVirginia Déjazet algo más que una actriz; era también una escultora, unamodeladora prodigiosa de sí misma, y sus recursos para transformarse ydar á su rostro expresiones diversas y á sus ademanes ritmos distintosparecían inagotables.
Sobre su cuerpo proteico revivieron la silueta pensativa y delicada deRousseau, joven; el perfil epigramático de Voltaire, la graciaconquistadora de Richelieu, la hermosura arrogante de Enrique IV, lacabeza atormentada de Napoleón, y también la belleza infinitamenteespiritual de Sofía Arnould, la célebre intérprete de Gluck y de Rameau,y la frivolidad boulevardier de Frétillon, y la hermosura voluptuosade Ninon de Lenclos... Para todos estos «elegidos» del talento y de lagracia, tuvo el genio multiforme de Virginia Déjazet una inflexiónexacta de voz y un gesto feliz.
Además de actriz, fué la Déjazet mujer de fértil y amable conversación.Tenía el ingenio alerta; la réplica libre y pronta, y
«sus frases», áfuerza de graciosas, solían pecar de crueles.
Alguien, queriendo mortificarla, la dijo, en su cuarto del teatro, que áLeontina, una belleza pomposa y rosada que gozaba entonces de granpopularidad, la llamaban «la Déjazet del boulevard du Temple». A loque, picada Virginia, contestó: «No me extraña; el duque de Orleanstenía en sus caballerizas un jumento que llevaba su nombre.»
Cierta noche, la Déjazet tomó parte en una representación que la Empresadel teatro de la Opera había organizado á beneficio de las víctimas delas inundaciones del Loire. Iba á comenzar la función, y la célebreactriz atisbaba por una de las mirillas del telón el aspecto de la sala.En aquel instante, cierto caballero que por su riqueza y noble rangodisfrutaba en aquellos bastidores de gran predicamento y libertad,llegándose de puntillas á Virginia la cogió por el talle. Ella volvió lacabeza. «Se equivoca usted, caballero—exclamó,—no soy de la casa.»
Desesperado, uno de sus adoradores llegó á decirla: «Deme usted siquierala limosna de un beso». Pero ella, aludiendo con una sonrisa á lasveleidades que la murmuración la atribuía, repuso: «¿Una limosna así?...Imposible. Tengo mis pobres...»
En sus ratos escasos de soledad y melancolía, la hermana de Frétillon yde Lisette también era poetisa. Su lirismo tenía un dulzor femenino ypenetrante de poderosa emoción. Claretie cita estos versos que laDéjazet compuso á propósito del cumpleaños de un amado, que bien pudoser el cancionista Federico Bérat: Ami!
Depuis
un
an,
combien
de
jours
de
fête
ont
fleuri
sous
tes
pas!
Dans le sentier de l'art le bruit de tes conquêtes, et dans celui du cœur que de palmes discrètes t'ont salué tout bas!...
Y así continúa la composición, en una fusión delicadísima de triunfoscrepitantes y de intimidad silenciosa.
El éxito más noble de Virginia Déjazet, el más personal, aquel que porsí solo hubiese bastado á perfumar, con un suave aroma de rosas viejas,toda su vida, se lo proporcionó «La Lisette de Béranger», canción deamor, canción sagrada, que todas las bocas jóvenes de París repetían dememoria.
La compuso Federico Bérat en honor del anciano y glorioso Béranger, yaquellas notas sencillas, prendidas en no sé qué inexplicable hechizoromántico, tuvieron la virtud peregrina de hacer latir todas las almas yde agarrarse á todos los oídos; y Lisette fué un «tipo» que de unageneración á otra ha dejado un rastro de gracia liviana en lasobrerillas sentimentales y alegres de la Ciudad-Sol.
Una mañana, Virginia Déjazet fué á conocer á Béranger á su retiro dePassy. Allí, cuidando las flores de su jardín, estaba el buen viejo, áquien el público tornadizo casi había olvidado.
A su alrededor, los árboles, donde susurraba la suave brisa mañanera,esparcían sombra grata.
—Soy mademoiselle Déjazet—dijo la actriz,—y como usted no puede ir áverme al teatro, vengo á cantarle la canción de Bérat, esa canción queusted ha inspirado y que ya conoce todo París.
Acomodáronse los dos sobre un banco, y en el encanto verde y plata deljardín, la voz de la Déjazet vibró cristalina: Enfants,
c'est
moi
qui
suis
Lisette,
la Lisette du chansonnier...
Y mientras cantaba, muy cerca de allí, la señora Judit Frére, la ancianacompañera de Béranger, la verdadera Lisette, oyendo aquella canción queella inspiró y que era su juventud, lloraba en silencio.
Cuando la actriz calló, Béranger tenía los dulces ojos arrasados delágrimas.
—¡Hija mía!—balbució,—¡hija mía!...
No pudo hablar más, y la besó en la frente. Mucho después, refiriendoesta escena, la Déjazet llena de admiración, decía:
—¡Me dió un beso! Es la representación que he cobrado mejor.
Y al decir esto, no exageraba aquella mujer, todo corazón, que habíaganado millones...
DE LA FARÁNDULA
Creer que únicamente los españoles padecemos la dulce manía de escribirpara el teatro, es un error. No sé qué hechizo arcano tiene laliteratura teatral, que así atrae y emborracha á los hombres; pero es locierto que ninguno de ellos, amén de vivir el severo drama de su propiavida, ha dejado de llevar consigo la ilusión de componer un drama, ó porlo menos una comedia de costumbres. Todos, médicos, abogados, oficialesde peluquero...
conocieron la golosa tentación. Algunos realizaron supropósito, otros no; de todas maneras, esa obra constituye, en la aridezde sus almas vulgares, «un rincón verde», un oásis de poesía, y tambiénsu debilidad, su punto vulnerable.
Hace mucho tiempo, cerca de treinta años, que Alejandro Bissón, queahora acaba de triunfar en el teatro Vaudeville con su comedia «Mariaged'etoile», llevó una obra al empresario Mr.
Laridel. El celebrado autorde «Las sorpresas del divorcio», halló á Laridel en un café solitario ysumido en una desesperación sin gestos ni palabras, ante una copa de bitter.
—¡Estoy arruinado!—exclamó el empresario;—hoy ó mañana debo pagarcincuenta mil francos, y como no los tengo, me cerrarán el teatro.
—¡Y yo que le traía á usted, en este manuscrito, una mina deplata!—repuso Bissón.
Laridel se alzó de hombros, con la indiferencia de quien sabe que todoestá perdido: se debía la luz eléctrica; los tramoyistas no habíancobrado sus jornales; á los artistas se les adeudaba cerca de dosmeses...
—No importa—dijo Bissón,—yo me comprometo á conjurar esos obstáculosdurante dos ó tres semanas, lo suficiente paria que mi obra se ensaye yse estrene.
Al fin convinieron en que Laridel, so pretexto de ir á buscar áprovincias los cincuenta mil francos que necesitaba, desapareciera deParís, y que Alejandro Bissón asumiría la responsabilidad exclusiva decuanto malo ó bueno acaeciese en lo sucesivo de telón adentro.
Al día siguiente comenzaron los ensayos: los actores, entusiasmados conla nueva obra, trabajaban febrilmente; las actrices, ¡casoextraordinario! no opusieron el menor reparo al reparto de papeles; Mr.Bissón se multiplicaba, almorzaba y comía en el teatro, y con lo pocoque producía la taquilla pagaba á los más necesitados y exigentes.
Una tarde, á la hora del ensayo, penetraba en el escenario unhombrecillo sonrosado, redondo y alegre: era Mr. Chalonette, alguacildel juzgado.
—Vengo—dijo secamente,—á cerrar el teatro.
Bissón, que ya esperaba aquella visita, recibió á Mr.
Chalonette con unacordialidad envolvente.
—¿Ha visto usted alguna vez un ensayo?—preguntó.
—No, señor.
—Pues, siéntese usted; es muy curioso. Luego hablaremos.
En el segundo acto había un episodio picante, lleno de travesura, que lahermosa Mlle. Denise interpretaba con gran donaire. Mr. Chalonette lamiraba embobado, y el astuto Bissón, que espiaba á su enemigo, hizorepetir la escena hasta tres veces.
Después, Mr. Chalonette levantóse áfelicitar calurosamente á la gentil actriz, y ella, secundando losplanes taimados de su director, pareció encantada con la conversaciónespiritual del alguacil.
Todas las tardes Mr. Chalonette acudía á los ensayos, y tan grande erasu afición, que llegó á tomar parte en ellos, con lo que AlejandroBissón dejó de temerle; el terrible representante de la ley estabavencido.
Un día el dramaturgo almorzó en casa de monsieur Chalonette.
A lospostres, el alguacil, bajando los ojos y ruborizándose como un colegial,declaróse autor de una comedia que él creía representable. Bissón vibróde júbilo; acababa de coger á su rival por el cuello; á partir de aquelmomento le pertenecía; era su esclavo.
—¡Quiero conocerla en seguida!—exclamó,—y si me gusta, empezaremos áensayarla mañana mismo.
Rojo de contento, Mr. Chalonette sacó su manuscrito y comenzó á leer.Acabó la lectura de la última cuartilla entre los brazos engañadores deBissón.
—¡Eso es admirable!—repetía el dramaturgo.—¡Una obra maestra!...Pero, ¿quién iba á creerlo?
El alguacil balbuceaba:
—Y... diga usted... ¿se estrenará pronto?
—¿Cómo?... ¡Pues ya lo creo!... Antes de quince días.
La comedia de Alejandro Bissón fué un éxito, y Laridel pudo pagar sustrampas y vender su teatro en buenas condiciones. La deliciosa Mlle.Denise prosiguió su carrera triunfal. En cuanto á Mr. Chalonette, pagócon la cesantía su descomedida afición á la farándula, y ya convencidode que nunca será autor, trabaja en una copistería y gana tres francos.
Lector, quiero darte un consejo, y es éste: en tus combates por la vida,no temas nunca al hombre de quien sepas que tiene una comedia escrita.
CARTAS DE MUJERES
En las interesantes «Memorias de Sara Bernhardt», hay un episodiosencillísimo sobre el cual probablemente la atención de muchos lectoresresbalará distraída, pero que me impresionó fuertemente por ser un«momento interior» que retrata con admirable fidelidad esa agridulceemoción de orgullo y de coquetería que constituye cuanto las almasartistas encierran de más indeclinable y substancial.
Sara, la Unica, era muy niña todavía, y en el convento donde se hallaba,la comunidad se apercibía á celebrar la visita del anciano «monseñor» deSibour, arzobispo de París. Para mayor amenidad y brillo de la fiesta,la hermana Teresa había compuesto una obrita teatral, dividida en trescuadros, y titulada
«Tobías recobrando la vista», que debía serinterpretada por las alumnas mayores.
Pero á última hora la pequeña Sara intervino en la representación, ydeclamó su papel con tan sincera emoción y tan acabado arte, que«monseñor», maravillado, hubo de felicitarla.
La futura actriz, fuera desí, loca de alegría, vibrando de orgullo, rompió á llorar.
Transcurrieron muchos meses, y aquella emoción purísima perduraba en laniña, y bañaba en luz radiante su almita ambiciosa. Una mañana supo que«monseñor» de Sibour había muerto asesinado... ¿Qué sintió entoncesSara?
Ella lo declara, sin sospechar tal vez el alcance inmenso de suconfesión. Sentí—dice,—que el asesino me había herido á mí también ydespojado de algo precioso, pues «acababa de robarme mi pequeña gloria».
¿Comprendéis?... Hasta allí Sara vivió halagada secretamente por laadmiración que sus aptitudes de artista inspiraron á
«monseñor», ypensando: «El cree en mi talento y se acuerda de mí». Pero el bondadosoanciano ya había muerto: cerráronse sus ojos á la luz, tinieblasperdurables invadieron su memoria, y de su cerebro huyó con la vida elrecuerdo de Sara. Por eso la niña volvió á llorar, porque se reconocíamenos admirada que antes, porque acababa de ver desvanecerse «su pequeñagloria».
Traigo á colación esta anécdota, porque ella explica con limpidez ysobriedad aquel prurito á la vez desinteresado y egoísta, que todos losartistas tienen de eternizarse en la memoria de los demás.Despreciadores de lo circunstancial y adjetivo, no parecen dolerse nidel comer modesto ni del sobrio vestir, pero en cambio, aspiran á lo másalto, á la admiración y rendimiento de los espíritus, á que todos lesrecuerden, á que así el académico, como el burgués modesto, como elobrero, sepan sus nombres de memoria.
Así no es extraño que siempre me produzcan vivo y purísimo alborotoespiritual esas cartas de felicitación que, de cuando en cuando,recibimos los que escribimos para el público.
Generalmente son demujeres, y es lógico que sea así, pues las mujeres leen más que nosotrosy en sus almas ardientes y blandas, prontas al entusiasmo, no es difícilsuscitar el cosquilleo exquisito de la emoción.
Estas cartas, antes de romper la nema de sus sobrecitos perfumados, meproducen una inquietud semejante á la que en la adolescencia noscausaban los billetitos amorosos; pero más alquitarada, másrefinadamente egoísta. «Me admira—pienso—y como me admira, me quierealgo; que yo, en mis libros, desnudé mi alma, y «Ella» la encontróhermosa...»
Días atrás el correo me trajo una de estas dulces sorpresas. Era unatarjetita femenina, sin fecha y sin firma, que olía á violetas.
¿Cómo sellama su autora? ¿Dónde reside?... Lo ignoro, pues ni el cartoncito niel sobre lo decían. ¡Oh, el misterio, el poético misterio, á la vezlancinante y sabroso!... Lectora, cuya alma sensible adivino, leyendoastutamente entre líneas el dolor de mi alma: yo, para quererte, nonecesito conocer la blancura de tus manos, ni saber si son tus ojoshermosos, ni de qué color tienes los cabellos. Me basta con la seguridadde que hay lágrimas en ti para mis penas, y en tus labios jóvenessonrisas de hermana para mis alegrías; le basta á mi vanidad con tuscartas anónimas, que caen sobre mi mesa de trabajo como flores cogidasen el silencio de tu rincón provinciano, y á mi voluntad laboriosa conla convicción de que tú has de leerme.
Este platonismo, este refinamiento sentimental que atribuyo á losartistas, no es exagerado. Un artista, cuanto más grande, mayorimportancia otorga á la gloria. Ser admirado constituye
«la mitad» de suvida, acaso «toda su vida»; es una sed rara que, no habiendo de calmarsenunca, á ratos, sin embargo, parece satisfacerse con una gota: así lomás frívolo, una carta, un simple apretón de manos, nos embriaga. Elloexplica las lágrimas que arrancó á Sara Bernhardt el asesinato de«monseñor» de Sibour.
Todos los que viven del arte son egoístas, con egoísmo implacable yferoz. Yo mismo, viendo pasar un entierro, me he olvidado del muertopara pensar: «Ese que va ahí me conocía tal vez...»
Y, como Sara, he comprendido que la desaparición de aquella vida mermabaun poco mi pequeña popularidad.
LA CAMARGO
En los libros del amenísimo Arsenio Houssaye y en la interesante«Correspondencia» de Diderot con Grimm hallamos abundantes noticiasrelativas á María Ana Camargo, la bailarina más célebre de la GranOpera, de París, en el siglo XVIII.
Aunque nacida en Bruselas, por las venas de la Camargo corría sangreespañola, y la pequeñez de sus manos, la finura de sus torsos y labrevedad de sus pies, decían claramente la distinción de su raza,familia noble que había dado á la Iglesia arzobispos y cardenales. Enlos varios retratos que de ella hizo Nicolás Lancret, el único pintorque ha rivalizado con Watteau en frivolidad y elegancia, la Camargoaparece en la plenitud deslumbradora de su gracia.
En el óvalo nacarino, ligeramente carnoso, del rostro, los grandes ojositalianos llameaban tempestuosos y alegres; tenía la nariz respingueña ycorta, voluntarioso el mento, la boquirrita breve y roja, como la heridade un florete; alrededor de la nieve de su frente sajona, los cabelloslatinos, encrespados y negrísimos, tejían un marco de ébano. Y luego, sucuerpo, admirable escultura, trepidante y flexible, donde se unían á lasredondeces blanquísimas de Rubens, las impacientes nerviosidadesgoyescas.
Enamorada del apuesto conde de Melun, María Ana huyó de su casa, á losdieciocho años, una noche, llena de perfumes y de estrellas, del mes deMayo de 1728.
A partir de aquel momento, su vida fué un vértigo de oro y de glorias,una disipación sin freno, un perpetuo festín. Sus ruidosos éxitos debailarina restaban gravedad á sus extravíos; el reflexivo
«Mercurio deFrancia» elogió su arte muchas veces; los poetas más notables de suépoca festejaron su belleza, y si algunos satirizaron sus locuras, lohicieron suavemente; el mismo Voltaire, en el apogeo entonces de suautoridad de su gloria, compuso en honor de María Ana y de mademoiselleSallé estos versos famosos:
Ah!
Camargo
que
vous
êtes
brillante!
Mais que Sallé, grands dieux, estravissante!
Que vos pas sont lègers, que les siens sont dansants! Elle estinimitable, et vous êtes nouvelle!
Les
Nymphes
sautent
comme
vous,
et les Grâces dansent comme elle.
La Camargo, frívola, interesada, caprichosa, perversa, enamorada siemprede la belleza, de la distinción y del dinero, es, dentro de la sociedad,galante y artista, que formaron las fastuosidades del Rey-Sol y de LuisXV, su hijo, como un símbolo de carne rosa.
Fué aquel un período admirable de desafíos á primera sangre y demadrigales. Los lacayos gozaban de la confianza de sus señores, y en elgabinetes de las damas principales los abates componían versos; en losbailes palatinos, las marquesas, utilizando los trenzados ceremoniososdel minué, se dejaban oprimir los dedos. Había, para todos los errores,una inagotable tolerancia; el bizarro marqués de Fimarcon se escapabapor las noches, disfrazado de mujer, de la cárcel, adonde le llevó unsucio asunto de intereses, para ir á los bastidores de la Opera; otronoble remitía á la bailarina señorita de Pélissier 20.000
francos en unbilletito, donde le declaraba su amor, y el mismo venerable cardenal deFleury sonreía bonachón y se encogía de hombros ante las lamentacionesdel modesto burgués que iba á pedirle justicia contra el raptor de suhija....
María Ana Camargo usó largamente de aquella libertad de costumbres. A suamor estuvieron ligadas las figuras más ilustres: el conde de Clermont,rico como un príncipe oriental, el valiente Marteille, muerto en elcampo de batalla; el marqués de Lourdis, pendenciero y libertino; y vióá sus pies á Vitry, á quien llamaban «el hermoso pastor», y al caballerode Rieux, de belleza apolina, y al brillante duque de Richelieu,seductor irresistible, cuyos tacones colorados habían pasado por todoslos boudoirs nobles de la Corte, y conoció también al veterano Gruer yal músico Royer, ante quienes, una noche de locura, ella y otras doscélebres bellezas de la Opera representaron «El juicio de París»...
El tiempo, entretanto, continuaba su obra devastadora; pasaron los años,muchos, cerca de cuarenta, y una mañana la Camargo lloró ante el espejoviendo que sus mejillas habían perdido su frescura, que sus ojos notenían brillo y que eran grises sus cabellos. Entonces, majestuosa ytriste como una reina que abdica, pidió su retiro, que Luis XV la otorgócon una pensión vitalicia de 1,500 libras. Abandonada por susadoradores, y olvidada del público, María Ana se refugió en su hotel dela calle de San Honorato, donde vivió varios años entregada á suscacatúas, á sus perros y á sus gatos; aquellos serían sus últimosamantes, los más fieles.
Y ya la Camargo era muy viejecita, ya parecía que todo á su alrededorhabía concluído, cuando el buen dios Azar vino á consolarlapermitiéndola dar al mundo un adiós romántico, de inmensa ternura, quefué como violeta humilde entre el manojo de calientes claveles de suvida.
Cierta tarde, la antigua bailarina recibió la visita de un señor ancianoque dijo llamarse Mateo Breuil. Frisaba en los sesenta años, vestía denegro y era hombre enjuto de carnes y de ademanes
ceremoniosos
ypausados.
En
su
semblante,
cruelmente arrugado por las emociones, habíatristeza y dulzura.
Al ver á María Ana, que le observaba atenta, el desconocido se inclinórespetuoso.
—Ya sé, señorita—dijo,—que mi nombre no despierta en usted ningúnrecuerdo.
—En efecto...
—No me extraña: Yo nunca he sido presentado á usted; no me he atrevidoá tanto; sus ojos, sus grandes ojos, que un tiempo fueron alegría deFrancia, me hubiesen anonadado...
Muy sorprendida, la Camargo repuso:
—¿Y bien? No comprendo...
El señor Breuil continuó:
—Usted estaba muy lejos de mí, porque volaba muy alto; los hombres másricos, los más célebres, los más nobles, solicitaban su amor, y yo, quelloraba por usted desde mi plebeyo asiento de
«paraíso», era pobre yvulgar. ¿Cómo alcanzarla?... Pero los años han pasado, y con ellos losbrillantes cortejadores que usted tuvo se fueron; ahora se halla ustedsola, y por lo mismo, tal vez, un poco triste. Y yo, María Ana, que laquiero á usted con un amor inextinguible, que se impone á la fealdad y ála vejez, yo, que he conquistado una fortuna y permanezco soltero porquede todas las mujeres que he conocido me separaba la imagen de usted y laseguridad de que algún día seríamos el uno del otro, vengo á ofrecerla áusted mi libertad. Nos casaremos, si usted quiere. Mi mano es ésta...
Hablando así, el señor Breuil, los ojos arrasados en lágrimas, se habíahincado de rodillas. La escena era demasiado tierna para no interesar elcorazón artista de la Camargo, y sus manos trémulas estrecharoncordialmente las viejas manos de su adorador.
—No—dijo,—casados, no; ¿para qué? La edad de las pasiones está yalejos. Seremos amigos, nada más que amigos...