fugó
con
él
al
terminar
la
temporada,abandonando a su padre.
Este era el hecho más terrible de su vida. Ella, tan valerosa con elpasado, que no se arrepentía de nada, parpadeaba conteniendo laslágrimas al recordar tal locura.
Era mentira lo que contaba la gente sobre el fin de su padre. El pobredoctor Moreno no se había suicidado. Tenía demasiada altivez pararevelar, dándose la muerte, el inmenso dolor que le había causadoaquella ingratitud.
—No me hable usted de ella—dijo con fiereza a su patrona de Miláncuando intentó hablarle de Leonora.—Yo no tengo hija: fue unaequivocación.
Ocultándose de Salvatti, que al verse en decadencia era terriblementeavaro, Leonora envió a su padre algunos centenares de francos desdeLondres y desde Nápoles. El doctor devolvió los cheques a su procedenciasin añadir una palabra, a pesar de hallarse en la miseria. EntoncesLeonora envió todos los meses algún dinero a la vieja bailarina,encargándola que no abandonase a su padre.
Bien necesitaba el pobre de cuidados. La patrona y sus viejas amigaslamentaban el estado del povero signor espagnuolo. Pasaba los díascomo un maniático, encerrado en su cuarto, el violoncello entre lasrodillas, leyendo a Beethoven, su único pariente—
según él decía,—elque jamás le había engañado. Cuando la vieja Isabella, cansada de oírle,le empujaba a la calle con pretexto de velar por su salud, vagaba comoun espectro por la Galería, saludado de lejos por los antiguos amigosque huían del contagio de su negra tristeza, y temían las explosiones defuror con que acogía las noticias de su hija.
¡Qué modo de hacer carrera! Las viejas carroñas reunidas en el saloncitode la bailarina, comentaban con admiración los adelantos de la pequeña yhasta se indignaban un poco contra el padre, por no aceptar las cosastales como eran. Aquel Salvatti era el apoyo que necesitaba; un piloto,experto conocedor del mundo, que la dirigía sin tropezar en escollos niperder bordada.
Había organizado sabiamente una reclame universal en torno de su jovencompañera. La belleza de Leonora y su entusiasmo artístico conquistabanlos públicos. Tenía contratas en los primeros teatros de Europa, yaunque la crítica encontrara defectos, el respeto a la hermosura seencargaba de olvidarlos, exaltando a la joven artista. Salvatti,amparado de aquel prestigio que cuidaba religiosamente, se sostenía comoartista. Despedíase de la vida a la sombra de aquella mujer, la últimaque había creído en él y que toleraba su explotación.
Aplaudida por públicos famosos, cortejada en su camerino por grandesseñores, Leonora comenzaba a encontrar intolerable la tiranía deSalvatti. Lo veía tal como era; avaro, petulante, habituado a que leprestasen adoración; arrebatándole (para ocultarlo Dios sabe dónde)cuanto dinero llegaba a sus manos. Deseosa de vengarse y seducida almismo tiempo por el esplendor de aquel mundo elegante con el que serozaba sin penetrar en él, tuvo aventuras y engañó muchas veces aSalvatti, experimentando con ello un diabólico placer. Pero no; despuésde transcurridos los años, al examinar el pasado con la frialdad de laexperiencia, comprendía los hechos. La engañada era ella.
Recordaba lafacilidad con que se alejaba Salvatti, en el momento oportuno; la raracasualidad con que se combinaban los sucesos para facilitar susinfidelidades; comprendía que aquel hombre era un rufián quecautelosamente preparaba sus aventuras con hombres poderosos presentadospor él mismo, para sacar provechos que quedaban en el misterio. Despuésse mostraba cruel y susceptible durante muchos días; era su amor propiode antiguo buen mozo perseguido por las mujeres, que se sentíalastimado: la rabia de traicionarse a sí mismo para ahorrar una pequeñafortuna; y buscaba cualquier pretexto para armar querella a su amante,promoviendo escenas borrascosas en las que la abofeteaba, jurando comoen su juventud cuando descargaba las barcazas del Tíber.
A los tres años de esta vida, estando Leonora en todo el esplendor de subelleza, fue en Niza la mujer de moda una primavera completa. Losperiódicos de París, en sus crónicas del gran mundo, hablaron de lapasión de un anciano rey, un monarca democrático que abandonando suestado partía en villegiatura para la Costa Azul, como un fabricantede Londres o un bolsista de París. Leonora sentíase intimidada por aquelseñor alto, robusto, de barba patriarcal—el tipo de los reyesbondadosos de las leyendas,—que orgulloso de mostrar cierto verdor asus años, no temía presentarse en público con la hermosa artista.
Aquello pasó, dejando como rastro en Leonora una marca de distinción,algo de ese vago ambiente que tienen los objetos hermosos cuando se sabeque han sido usados por personajes históricos. Todo el rebaño masculinoque con la flor en el ojal y el monóculo hundido en la ceja bailaba yaventuraba luises en la ruleta, desde Niza a Monte Carlo, la miraba conavidez y respeto, como un caballo de raza que acabase de ganar el GranPremio en las carreras.
—¡Ah! ¡La Brunna!—decían con entusiasmo.
—La querida del rey Ernesto... una gran artista.
E intentaban abrirse paso hasta ella, entre el tropel de adoradores quecontinuamente la asediaban bajo la mirada inteligente y voraz deSalvatti.
Por entonces murió su padre en un hospital de Milán. Un finaltristísimo, según le explicaba en sus cartas la antigua bailarina. ¿Dequé había muerto?... Isabella no sabía explicarlo. Cada médico habíadicho una cosa; pero la bailarina resumía claramente su pensamiento: el povero signor espagnuolo había muerto porque estaba cansado de vivir.Un desplome general de aquel cuerpo fuerte y poderoso, en el queinfluían con ímpetu irresistible los afectos morales. Estaba casi ciegoal entrar en el hospital; parecía idiota, sumido en inquebrantablesilencio; Isabella no podía conservarle en su casa, por su estado deinconsciencia. Pero lo raro fue que al aproximarse la muerte, reaparecióde un golpe en su memoria todo el pasado, y los enfermeros le oyerongemir noches enteras, murmurando en español, con una tenacidad demaniático:—¡Leonora!
¡pequeña mía!, ¿dónde estás?...
Lloró la artista oculta en su hotel más de una semana, con gran enfadode Salvatti, que no gustaba de la desesperación dolorosa porque agostabala hermosura.
¡Sola!... Con su locura había causado la muerte de su padre; ya sólo lequedaba en el mundo aquella buena tía que vegetaba lejos como una plantasin más vida que la devoción. Miró a Salvatti con odio. El la habíainducido a abandonar a su padre, turbándola con una embriaguezvoluptuosa. Sintió el deseo de vengarse, de recobrar su libertad, yabandonando a Salvatti, huyó con el conde Selivestroff, un ruso devaronil belleza, rico y capitán de la Guardia Imperial.
Su suerte estaba echada; pasaría de brazo en brazo. Su vida era el cantoy dejarse adorar por los hombres. Sería en su lecho como en la escena:de todos y de ninguno.
Aquel Apolo rubio, de músculos duros y blancos como el mármol, de ojosgrises, bondadosos y acariciadores, la amaba de veras.
Leonora, recorriendo el pasado, confesaba que Selivestroff había sido sumejor amante. Se enroscaba a sus pies sumiso y adorador, como Hérculesante Ariadna, acariciándola las rodillas con su hermosa barba de oro. Seacercaba todos los días con timidez, cual si la viese por vez primera ytemiese ser rechazado; la besaba con adoración y recogimiento como unajoya frágil que pudiera romperse bajo sus caricias.
¡Pobre Selivestroff! Era el único amante cuyo recuerdo conmovía aLeonora. Habían vivido un año en su castillo, en plena campiña rusa conla fastuosidad del boyardo, paseando su amor fresco, insaciable y sincesar renovado, por entre los embrutecidos mujiks que contemplaban aaquella mujer hermosa, envuelta en pieles blancas y azules, con la mismadevoción que si fuese una virgen despegada del fondo dorado del icona.
Pero Leonora no podía vivir lejos de la escena; las grandes damas huíande ella en el campo, y Leonora quería que la aplaudiesen y festejasen.Decidió a Selivestroff a trasladarse a San Petersburgo y cantó en laópera todo un invierno, como una gran señora, convertida en artista porentusiasmo.
Volvió a ser la mujer de moda. La juventud rusa, todos aquellosaristócratas que tenían grados en la Guardia Imperial o altos puestos enla administración, hablaban con entusiasmo de la hermosa española yenvidiaban a Selivestroff. El conde recordaba con melancolía la soledadde su castillo, guardadora de tantos recuerdos amorosos. En el bulliciode la capital volvíase huraño, receloso y triste por la necesidad
dedefender
su
amor.
Adivinaba
el
asedio
oculto
de
los
innumerablesadoradores de Leonora.
Una mañana saltó la artista de su lecho para ver al conde tendido en undiván, pálido, con la camisa ensangrentada, rodeado de varios señoresvestidos de negro, que acababan de bajarle de un carruaje. Un duelo alamanecer y una bala en el pecho. La noche anterior, a la salida delteatro, el conde había subido un momento a su círculo.
Algunas palabrascogidas al vuelo sobre Leonora y él; rompimiento con un amigo; bofetadasy el encuentro concertado a toda prisa, esperando la primera luz del díapara cruzar las balas.
Selivestroff murió sonriendo entre los brazos de su amante, buscando porúltima vez con su boca sanguinolenta aquellas manos de nácar delicadas yfuertes. Leonora lloró como una viuda, le fue odiosa la tierra dondehabía sido feliz con el primer hombre amado, y abandonando gran parte delas riquezas que le había cedido el conde, se lanzó en el mundo,corriendo los principales teatros, en su fiebre de aventuras y viajes.
Tenía entonces veintitrés años y se consideraba vieja. ¡Cómo habíacambiado!...
¿Amores? Al recordar aquel período de su historia, Leonorasentía un estremecimiento de pudor, un remordimiento de vergüenza. Erauna loca que paseaba la tierra como una bandera de escándalo, prodigandosu hermosura, ebria de poder, haciendo el regio regalo de su cuerpo acuantos la interesaban un instante.
Daba el cuerpo, como sobre las tablas daba la voz, con el desprecio dequien está seguro de su fuerza indestructible. Era en su lecho como enla escena; de todos y de ninguno, y al quedarse a solas con suspensamientos, comprendía que algo se ocultaba en ella, todavía virgen:algo que se replegaba con vergüenza al sentir los estremecimientos yapetitos monstruosos de la envoltura, y tal vez estaba destinado a morirsin nacer, como esas flores que se secan dentro del capullo. No podíarecordar los nombres de los que la habían amado en aquella época delocura. ¡Eran tantos los arrastrados por su ruidoso revuelo al travésdel mundo! Volvió a Rusia y fue expulsada por el Czar en vista de susescándalos públicos con un Gran Duque, quien loco de rabia amorosa,quería casarse con ella, comprometiendo el prestigio de la familiaimperial. En Roma se desnudó ante un joven escultor de escaso renombre,al que había hecho el regalo de una noche, apiadada de su mudaadmiración. Le dio su cuerpo para modelo de una Venus y ella mismo lohizo público, buscando que el escándalo mundano diese celebridad a laobra y a su autor. Encontró a Salvatti en Génova, retirado de la escena,dedicado a comerciar con sus ahorros. Le recibió con amable sonrisa,almorzó con él, tratándole como a un camarada, y a los postres, cuandole vio ebrio, enarboló un látigo y vengó su antigua servidumbre, losgolpes recibidos en la época de timidez y encogimiento, con unaferocidad encarnizada que manchó de sangre su habitación y atrajo lapolicía al hotel. Un escándalo más y su nombre en los tribunales,mientras ella, fugitiva y orgullosa de su hazaña, cantaba en los EstadosUnidos, aclamada locamente por el público americano que admiraba a laamazona más aún que a la artista.
Allí conoció a Hans Keller, el famoso director de orquesta, el discípulode Wagner.
El maestro alemán fue su segundo amor. Con el cabello duro yrojizo, sus gruesas gafas y el enorme mostacho cayendo a ambos lados dela boca y encuadrando la mandíbula, no era ciertamente hermoso comoSelivestroff, pero tenía la magia irresistible del arte. Después deoprimir entre sus brazos los músculos del Apolo ruso, blancos y fuertes,necesitaba quemarse en la llama inmortal que tiembla sobre la frente delArte, y adoró al músico famoso. Ella, tan solicitada, descendió porprimera vez de su altura para buscar al hombre, y con sus insinuacionesamorosas turbó la plácida calma de aquel artista, embebido en el cultodel sublime maestro.
Hans Keller, al ver la sonrisa que caía como un rayo de sol sobre suspartituras, las cerró, dejándose arrastrar por el amor.
La vida de Leonora con el maestro fue un rompimiento absoluto con elpasado.
Quería amar y ser amada, que su vida se deslizase en el misterioy se avergonzaba de sus aventuras. Turbaba con su pasión al músico y sesentía a su vez conmovida y transfigurada por el ambiente de fervorartístico que rodeaba al ilustre discípulo de Wagner.
Las revelaciones de él, del Maestro, como decía con unción Hans Keller,fulguraban ante los ojos de la cantante, como el relámpago quetransformó a Pablo en el camino de Damasco. Ahora veía claro. La músicano era un medio para deleitar a las muchedumbres, luciendo la hermosuray llevando por todo el mundo una vida de cocotte célebre; era unareligión, la misteriosa fuerza que relaciona el infinito interior con lainmensidad que nos rodea. Sentía la misma unción que la pecadora quedespierta arrepentida y en su fervor religioso no duda en hundirse en elclaustro. Era Magdalena, tocada en medio de una vida de frivolidadesgalantes y de locos escándalos por la sublimidad mística del arte y searrojaba a los pies de El, del Maestro soberano, como el más victoriosode los hombres, señor del sublime misterio que turba las almas.
La imagen del gran muerto parecía presenciar todos los arrebatos deaquel amor, mezcla de pasión carnal y misticismo artístico: sus ojosazules, sumidos en la inmensidad, atravesaban los muros de la casita delos alrededores de Munich, donde se arrullaban pensando en él, eldiscípulo y la entusiasta devota.
—Háblame de El—decía Leonora frotando su cabeza en el duro pecho delmúsico alemán, con el dulce abandono de la pasión saciada.—¡Cuántodaría por haberle conocido como tú!... Todavía le vi en Venecia: eransus últimos días... estaba moribundo.
Y evocaba aquel encuentro, uno de sus recuerdos más firmes y biendelineados. La caída de la tarde animando con reflejos de ópalo lasaguas obscuras del Gran Canal, una góndola pasando junto a la suya endirección contraria, y en ella unos ojos azules, imperiosos, brillantes,unos ojos de esos que no pueden confundirse, que son ventanas tras cuyosvidrios fulgura el fuego divino del escogido, del semidiós y queparecieron envolverla en un relámpago de luz cerúlea. Era él, se sentíaenfermo, iba a morir. Su corazón estaba herido, traspasado tal vez pormisteriosas melodías, cómo esos corazones de virgen que sangran en losaltares erizados de espadas.
Leonora le vio más pequeño de lo que realmente era; encogido yquebrantado por el dolor, inclinando su enorme cabeza de genio sobre elpecho de su esposa Cósima. Le veía aún como si le tuviera delante. Sehabía quitado el negro fieltro para sentir mejor el fresco de la tarde,que agitaba sus lacios cabellos grises. De una mirada abarcó Leonora sufrente espaciosa y abombada, que parecía pesar sobre todo su cuerpo comoun cofre de marfil cargado de misteriosas riquezas; los ojos glaucos eimperiosos brillando con la frialdad azul del acero bajo el pabellón delas pobladas cejas, y la nariz arrogante, fuerte como el pico de un avede combate, buscando por encima de la hundida boca la mandíbula sensualy robusta encuadrada por una barba gris que corría por el cuelloarrugado y de tirantes tendones. Fue una rápida aparición, pero le vio,y su figura dolorida y pequeña, encorvada por la vejez y la enfermedad,quedó en su memoria como esos paisajes entrevistos a la luz de unrelámpago. Le vio cuando llegaba a Venecia para morir en el silencio delos canales, en aquella calma únicamente turbada por el golpe del remo,donde muchos años antes había creído perecer mientras escribía su Tristán, el himno a la muerte, pura y libertadora. Le vio casi tendidoen la negra barca, y el choque del agua contra el mármol de los palaciosresonó en su imaginación como las trompas plañideras y espeluznantes delentierro de Sigfrido, y le pareció contemplar al héroe de la Poesíamarchando al Walhalla de la inmortalidad y la gloria, sobre un escudo deébano, inerte como el joven héroe de la leyenda germánica: seguido porel lamento de la humanidad, pobre prisionera de la vida que buscaansiosa un agujero, un resquicio por donde penetre el rayo de bellezaque alegra y conforta.
Y la cantante, enternecida por el recuerdo, contemplaba con ojoslacrimosos la ancha boina de terciopelo negro, un mechón de cabellosgrises, dos plumas de acero gastadas y corroídas, todos los recuerdosdel maestro, guardados piadosamente en una vitrina por Hans Keller.
—Tú que le conociste, dime cómo vivía. Cuéntamelo todo: háblame delpoeta... del héroe.
Y el músico, no menos conmovido, evocaba sus recuerdos sobre Wagner.
Lodescribía tal como le había visto en su época de salud, pequeño,estrechamente envuelto en su paletó; de fuerte y pesada osamenta a pesarde su delgadez; inquieto como una mujer nerviosa, vibrante como unpaquete de resortes y con una sonrisa amarga, contrayendo sus labiossutiles y sin color. Después venían sus genialidades, sus caprichosque habían constituido una leyenda. Su traje de trabajo, de satín de orocon botones que eran flores de perlas; su apasionado amor por lossuntuosos colores, las telas que se extendían como olas de luz en sugabinete de trabajo, los terciopelos y las sedas con reflejos deincendio desparramados sobre los muebles y las mesas sin ningunautilidad, sin otro fin que su belleza, para animarle los ojos con elacicate de sus matices. Y las ropas del maestro, todas las brillantesestofas de esplendor oriental, impregnadas de esencia de rosa; frascosenteros derramados al azar, saturado el ambiente de un perfume de jardínfabuloso, capaz de marear al más fuerte y que excitaba al monstruo ensu lucha con lo desconocido.
Y Hans Keller describía después al hombre, siempre inquieto, estremecidopor misteriosas ráfagas, incapaz de sentarse como no fuese ante el pianoo la mesa de comer; recibiendo de pie a los visitantes, yendo y viniendopor su salón, con las manos agitadas por nerviosa incertidumbre,cambiando de sitio los sillones, desordenando las sillas, buscando unatabaquera o unos lentes que no encontraba nunca; removiendo susbolsillos y martirizando su boina de terciopelo, tan pronto caída sobreun ojo como empujada hacia el extremo opuesto y que acababa por arrojara lo alto con gritos de alegría o estrujaba entre sus dedos crispadospor el ardor de una discusión.
El músico cerraba los ojos, creyendo escuchar aún en el silencio la vozcascada e imperiosa del maestro. ¡Oh! ¿dónde estaba? ¿Desde qué estrellaseguía atentamente esa inmensa melodía de los astros, cuyos ecos sólopodía percibir su oído? Y Hans Keller, para ahogar su emoción, sesentaba al piano mientras Leonora, sugestionada, se aproximaba a él,rígida como una estatua, y con las manos perdidas en la áspera cabelleradel músico, cantaba un fragmento de la inmortal Tetralogía.
La adoración al gran muerto la convertía en una mujer nueva. Adoraba aKeller como un reflejo perdido de aquel astro apagado para siempre;sentía la necesidad de humillarse, la dulzura del sacrificio como eldevoto que se prosterna ante el sacerdote, no viendo en él al hombre,sino al elegido de la divinidad. Quería arrodillarse ante sus plantaspara que la pisara, para que hiciese alfombra de sus encantos: queríaservir como una esclava a aquel amante que era el depositario delpensamiento de El, y parecía agigantado por tal tesoro.
Cuidábale con exquisitas dulzuras de sierva enamorada; le seguía en susexcursiones a Leipzig, a Ginebra, a París, en primavera, época de losgrandes conciertos; y ella, la famosa artista, permanecía entrebastidores sin sentir la nostalgia de los aplausos, aguardando elmomento en que Hans, sudoroso y fatigado, abandonaba la batuta entre lasaclamaciones de la muchedumbre wagneriana, para enjugarle la frente conuna caricia casi filial.
Y así corrían media Europa, propagando la luz del maestro; ella,obscurecida voluntariamente, como una de aquellas patricias que,vestidas de esclavas, seguían a los apóstoles ansiosas por los progresosde la buena nueva.
El maestro alemán se dejaba adorar; recibía todas las caricias delentusiasmo y del amor con la distracción de un artista que, preocupadocon los sonidos, acaba por odiar las palabras. Enseñaba su idioma aLeonora para que algún día pudiese cantar en Bayreuth, realizando su másferviente deseo, y la infundía el pensamiento que había guiado almaestro al trazar sus principales protagonistas.
Por esto cuando Leonora se presentó sobre las tablas un invierno con elalado casco de walkiria, tremolando la lanza de virgen belicosa,prodújose aquella explosión de entusiasmo que había de seguirla en todasu carrera. El mismo Hans se estremeció en su sillón de director,admirando la facilidad con que su amante había sabido asimilarse elespíritu del maestro.
—¡Si El te oyese!—decía con convicción—tengo la certeza de que semostraría satisfecho. Y así corrieron el mundo los dos. En primaveracontemplándole ella desde lejos, con la batuta en la mano, haciendosurgir alada y victoriosa la gloria del maestro de las masas deinstrumentación que se ocultaban en la bávara colina de Bayreuth, en elfoso llamado el Abismo Místico. En invierno era él quien seentusiasmaba escuchando unas veces su ¡hojotoho! fiero de walkiria queteme al austero padre Wotan; viéndola otras despertar entre las llamas,ante el animoso Sigfrido, héroe que no teme nada en el mundo, y seestremece ante la primera mirada de amor.
Pero las pasiones de artista son iguales a las flores por su intensoperfume y su corta duración. El rudo maestro alemán era un ser infantil,voluble y tornadizo, pronto a palmotear ante un nuevo juguete. Leonora,consultando su pasado, se reconocía capaz de haber llegado hasta lavejez sumisa a él, obediente a todos sus caprichos y nerviosidades. Peroun día Keller la abandonó como ella había abandonado a otros; se fuearrastrado por el marchito encanto de una contralto tísica y lánguida,que tenía el enfermizo perfume, la malsana delicadeza de una flor deestufa. Leonora, loca de amor y de despecho, le persiguió, fue a llamara su puerta como una criada, sintió una amarga voluptuosidad viéndosepor primera vez despreciada y desconocida, hasta que una reacción decarácter hizo renacer en ella su antigua altivez.
Se acabó el amor. ¡Adiós a los artistas! Gente muy interesante, peronada quería ya con ellos. Eran preferibles los hombres vulgares quehabía conocido en otros tiempos; y cuanto más imbéciles, mejor. Novolvería a enamorarse.
Y cansada, perdidas las ilusiones, volvió a lanzarse en el mundo. Lamolestaba aquella leyenda galante de sus tiempos de locura; la furia conque corrían hacia ella los hombres, ofreciéndola riquezas a cambio deuna pasividad amorosa. La locura volvió a cogerla entre sus engranajes.Los hombres hablaban de matarse si ella resistía, como si su deber fueseentregarse al primero que apeteciese su cuerpo y la negativa resultaseuna traición. El melancólico Maquia se suicidó en Nápoles al verlainsensible a sus tristes sonetos; en Viena se batieron por ella y murióuno de sus admiradores; un inglés excéntrico la seguía a todas partes,proyectando sobre su cabeza una sombra de árbol fatal y jurando matar atodo el que ella prefiriese... ¡Ya había bastante! Estaba cansada deaquella vida; sentía náuseas ante la voracidad varonil que le salía alpaso en todas partes. Se veía quebrantada por la tempestad de pasión quedesencadenaba su nombre.
Quería sumergirse, desaparecer, descansar entregada a un sueño sinlímites, y pensó como en un blando y misterioso lecho, en aquella tierralejana de su infancia, donde estaba su único pariente, la tía devota ysimple que la escribía dos veces por año, recomendándola que pusiera sualma en regla con Dios, para lo cual ya ayudaba ella con sus devociones.
Creía también, sin saber por qué, que aquel regreso a la tierra natalamortiguaría el recuerdo doloroso de la ingratitud que había costado lavida a su padre. Cuidaría a la pobre vieja, alegraría con su presenciaaquella vida monótona y gris que se había deslizado sin la más leveondulación. Su voz y su cuerpo necesitaban reposo. Y
bruscamente unanoche, después de ser Isolda, por última vez ante el público deFlorencia, dio la orden de partida a Beppa, la fiel y silenciosacompañera de su vida errante.
A la tierra natal y ¡ojalá encontrara allí algo que la retuviera, nodejándola volver a un mundo tan agitado!
Era la princesa de los cuentos que desea convertirse en pastora; y allípermanecía adormecida, a la sombra de sus naranjos, sacudida algunasveces por el recuerdo; queriendo gozar eternamente aquella calma,repeliendo con fiereza a Rafael, que intentaba despertarla como Sigfridodespierta a Brunilda atravesando el fuego.
No: amigos nada más. No quería amor: ya sabía ella lo que era aquello.Además, llegaba tarde.
Y Rafael revolvíase insomne en su cama, repasando en la obscuridadaquella historia cortada a trozos, con lagunas que rellenaba suadivinación. Sentíase empequeñecido, anonadado por los hombres que lehabían precedido en la adoración a aquella mujer.
Un rey, grandes artistas, paladines hermosos y aristocráticos como elconde ruso, potentados que disponían de grandes riquezas. ¡Y él, pobreprovinciano, diputado obscuro, sometido como un chicuelo al despotismode su madre y sin dinero casi para sus gastos, pretendía sucederles!
Reía con amarga ironía de su propia audacia; comprendía el acento burlónde Leonora, la energía con que había repelido todos sus atrevimientos dezafio que intenta poseer una gran dama por la fuerza. Pero a pesar deldesprecio que a sí mismo se inspiraba, faltábanle fuerzas pararetirarse.
Estaba cogido en la estela de seducción, en aquel torbellino de amor queseguía a la artista por todas partes, aprisionando a los hombres,arrojándoles al suelo quebrantados y sin voluntad, como siervos de labelleza.
III
—Temprano nos vemos hoy: buenos días, Rafaelito... Madrugo por ver elmercado.
De niña era para mí un acontecimiento la llegada del miércoles.¡Cuánta gente!
Y Leonora, olvidada ya de las aglomeraciones de las grandes ciudades, seadmiraba ante la confusión de gente que se agita en la plaza llamada delPrado, donde todos los miércoles se verificaba el gran mercado deldistrito.
Llegaban los labradores, con la faja abultada por los cartuchos dedinero, a comprar lo que necesitaban para toda la semana allá en sudesierto, rodeado de naranjos; iban de un puesto a otro las hortelanas,elegantes y esbeltas cual campesinas de opereta, peinadas comoseñoritas, con faldas de batista clara que, al recogerse, dejaban aldescubierto las medias finas y los zapatos ajustados. El rostro tostadoy las manos duras era lo único que delataba la rusticidad de aquellasmuchachas a quienes un cultivo riquísimo hacía vivir en la abundancia.
A lo largo de las paredes cloqueaban las gallinas, atadas en racimos;amontonábanse las pirámides de huevos, de verduras y frutas y en lastiendas portátiles de los pañeros extendíanse las fajas de colores, laspiezas de percal e indiana y el negro paño, eterno traje de todoribereño. Fuera del Prado, los labriegos buscaban en Alborchí el mercadode los cerdos, o probaban caballerías en el Hostal Gran. Era la comprade todo lo necesario para la semana; el día destinado a los negocios; lallegada en masa de la población de los huertos, p