Comenzaba la primavera. Algunas tardes doña Bernarda llevaba los chicosa sus huertos o a las ricas fincas del padre de Remedios. Había que vercon qué aire de bondad vigilaba a la joven pareja, gritando alarmada sien sus correrías permanecían algunos minutos ocultos tras los naranjos.
—¡Este Rafael!—decía a su consejero con aquella confianza que le habíahecho relatar más de una vez las tristezas de la intimidad con suesposo.—¡Qué pillo es! ¡De seguro que la estará besando!
—Déjelos usted, doña Bernarda. Cuanto más se meta en harina, menospeligro de que vuelva a la otra.
¿Volver?... No había cuidado. Bastaba contemplar a Rafael cómo cogía lasflores y las colocaba riendo en la cabeza o el pecho de Remedios, que seresistía débilmente, con un rubor de colegiala, conmovida por taleshomenajes.
—Quieto, Rafaelito—murmuraba con una voz que parecía un balidosuplicante.—
No me toques; no seas atrevido.
Y su emoción la traicionaba de tal modo, que parecía estar pidiendo queel joven volviese a poner en su cuerpo aquellas manos que la trastornabadesde los pies a la raíz de los cabellos. Se replegaba por educación,huía de él porque este es el deber de una joven cristiana y bieneducada; escapaba como una cabrita con graciosos saltos por entre lasfilas de naranjos, y el señor diputado salía detrás a todo galope conlas narices palpitantes y los ojos ardorosos.
—¡Que te coge, Remedios!—gritaba la mamá, riendo.—¡Corre; que tecoge!
Don Andrés contraía su cara arrugada con una sonrisa de viejo fauno.Aquellos juegos le rejuvenecían.
—¡Hum, señora! Sí que va la cosa a todo vapor. Está que arde. Cáselosusted pronto; mire que si no, podemos dar mucho que reír a Alcira.
Y todos se engañaban. Ni la madre ni el amigo veían la expresión dedesaliento y tristeza de Rafael cuando quedaba solo, encerrado en uncuarto en cuyos obscuros rincones seguía viendo aquellos ojos verdes ymisteriosos de que había hablado a Leonora.
¿Volver a ella? Nunca. Duraba en él la vergüenza y el anonadamiento porlo de aquella mañana. Se veía en toda su trágica ridiculez, apelotonadoen el suelo, oprimido por el pie de la viril amazona, manchado detierra, humilde y confuso como un delincuente que no acierta adisculparse. Y después la palabra terrible como un latigazo: «¡Vete!»;como a un lacayo que osa atreverse a su señora, y la verja, cerrándose asus espaldas con estrépito cayendo como una losa de tumba entre él y laartista.
No volvería: le faltaba valor para arrostrar su mirada. La mañana en quela encontró casualmente cerca del mercado, creyó morir de vergüenza; letemblaron las piernas, vio que la calle se obscurecía como sirepentinamente llegase la noche. Había desaparecido ella, y todavía lezumbaban los oídos y buscaba apoyarse en algo, como si el suelo sebalanceara bajo sus pies.
Necesitaba olvidar su vergonzosa torpeza aquel recuerdo tenaz como unremordimiento, y, se aturdía cerca de la protegida de su madre. Era unamujer, y sus manos, que parecían desatadas desde aquella mañanadolorosa, iban a ella; su lengua libre, después de la vehementeconfesión de amor a la puerta del huerto, hablaba ahora con ligereza,expresando una adoración que parecía resbalar sin huella alguna por lacara inexpresiva de Remedios, yendo lejos, muy lejos, donde permanecíaoculta y ofendida la otra.
Se aturdía cerca de Remedios para caer en una estúpida tristeza apenasse veía sólo.
Era una embriaguez de espuma que se evaporaba en lasoledad. Remedios le parecía uno de esos frutos sin sazonar, sanos, conla película de la virginidad, limpios de picaduras y manchas, pero sinel sabor que deleita ni el perfume que embriaga.
En su extraña situación, viviendo durante el día de jugueteos infantilescon una muchacha que no despertaba en él más que el regocijo de lacamaradería fraternal y durante la noche de tristes recuerdos, lo únicoque le placía era la confianza de su madre, la tranquilidad de la casa,el poder ir y venir sin sentir fijos en él unos ojos irritados yescuchar palabras de indignación ahogadas entre dientes.
Don Andrés y los amigos del casino le preguntaban cuándo sería la boda;su madre hablaba en presencia de los chicos de las grandestrasformaciones que se tendrían que hacer en la casa. Ella, con lascriadas abajo, y todo el primer piso para el matrimonio, conhabitaciones nuevas que habían de ser asombro de la ciudad, y para cuyoadorno vendrían los mejores decoradores de Valencia. Don Matías letrataba familiarmente, como cuando se presentaba en el patio a recibirórdenes, y le veía niño, jugueteando en torno del imponente don Ramón.
—Todo cuanto tengo, para vosotros será. Remedios es un ángel, y el díaque yo muera tendrá más que el pillo de mi hijo. Sólo te ruego que no tela lleves a Madrid: ya que abandona mi casa, al menos que la pueda vertodos los días.
Y Rafael oía todas estas cosas como en sueños. Realmente él no habíamanifestado ningún deseo de casarse; pero allí estaba su madre que loarreglaba todo, que le imponía su voluntad, que aceleraba aquel afectotenue y ligero, empujándole hacia Remedios. Su boda era cosa decidida,un tema de conversación para toda la ciudad.
Sumido en su tristeza, agarrotado por la tranquilidad que ahora lerodeaba y que temía romper, débil y sin voluntad, encontraba un consuelopensando que la solución preparada por su madre era la mejor.
Su amistad con Leonora se había roto para siempre. Cualquier díalevantaría ella el vuelo; lo había dicho muchas veces, se marcharíapronto, cuando terminase la primavera. ¿Qué le quedaba a él?... Obedecera su madre; se casaría y tal vez esto le distrajese. Poco a poco iríacreciendo su afecto por Remedios y tal vez llegase a amarla con eltiempo.
Estas reflexiones le daban un poco de tranquilidad; le sumían en unainconsciencia agradable. Quería ser como de niño; que su madre seencargase de todo, él se dejaría llevar sin resistencia ni movimientopor la corriente de su destino.
Pero esta resignación se rasgaba a veces con arranques de protesta, conpalpitaciones violentas de pasión.
Comenzaban a florecer los naranjos. La primavera hacía densa laatmósfera. El azahar como olorosa nieve, cubría los huertos y esparcíasu perfume por los callejones de la ciudad. Al respirar se mascabanflores.
Rafael no podía dormir. Por las rendijas de las ventanas, por debajo delas puertas, al través de las paredes parecía filtrarse el perfumevirginal de los inmensos huertos; aquel olor que evocaba la visión decarnales desnudeces, acosaba con agudas punzadas su joven virilidad. Erael aliento embriagador que venía de allá abajo, después de haber pasadotal vez por los pulmones de ella agitando su mórbido pecho.
¡Ah, los terribles recuerdos! Rafael se revolvía en la cama, creyendosentir todavía en sus manos el contacto sedoso de las misteriosasinterioridades tanteadas ávidamente en la fiebre de la lucha; seimaginaba tener ante sus ojos aquella rápida visión de nieve sonrosada,entrevista como a la luz de un relámpago, mientras el iracundo pie leoprimía el pecho... y revolviéndose furioso entre las sábanas rugía depasión, mordiendo la almohada:
—¡Leonora! ¡Leonora!
Una noche, a fines de Abril, Rafael se detuvo en la puerta de su cuartocon el mismo temor que si fuese a entrar en un horno. Estremecíase alpensar en la noche que le esperaba. La ciudad entera parecía desfalleceren aquel ambiente cargado de perfume.
Era un latigazo de la Primavera,acelerando con su excitación la vida, dando mayor potencia a lossentidos.
No soplaba ni la más leve brisa; los huertos impregnaban con su olorosarespiración la atmósfera encalmada; dilatábanse los pulmones como si noencontrasen aire, queriendo aspirar de un golpe todo el espacio. Unestremecimiento voluptuoso agitaba la ciudad, adormecida bajo la luz dela luna.
Rafael, sin darse cuenta de lo que hacía, bajó a la calle y pocodespués, se vio en el puente, donde algunos noctámbulos, con el sombreroen la mano, respiraban con avidez, contemplando el haz de reflejossueltos, como fragmentos de espejo, que la luna proyectaba sobre lasaguas del río.
Siguió adelante Rafael por las calles del arrabal, solitarias,silenciosas, resonantes bajo sus pasos con una hilera de casas blancas ybrillantes bajo la luna, y la otra sumida en la sombra. Se sentíasubyugado por el misterioso silencio del campo.
Su madre dormía descuidada; él estaba libre hasta el amanecer y seguíaadelante, como atraído por aquellos caminos, serpenteantes entre loshuertos, donde tantas veces había soñado y esperado.
Para Rafael no era una novedad el espectáculo. Todos los añospresenciaba la germinación primaveral de aquella tierra, cubriéndose deflores, impregnando el espacio de perfume, y, sin embargo, aquellanoche, al ver sobre los campos el inmenso manto de nieve del azaharblanqueando a la luz de la luna, sintiose dominado por una dulceemoción.
Los naranjos, cubiertos desde el tronco a la cima de blancas florecillascon la nitidez del marfil, parecían árboles de cristal hilado:recordaban a Rafael esos fantásticos paisajes nevados que tiemblan en laesfera de los pisapapeles. Las ondas de perfume, sin
cesar
renovadas,extendíanse
por
el
infinito
con
misterioso
estremecimiento,transfigurando el paisaje, dándole una atmósfera sobrenatural, evocandola imagen de un mundo mejor, de un astro lejano donde los hombres sealimentasen con perfumes y vivieran en eterna poesía. Todo estotransfigurado por aquel ambiente de gabinete de amor iluminado por uninmenso fanal de nácar. Los crujidos secos de las ramas sonaban en elprofundo silencio como besos; el murmullo del río le parecía a Rafael eleco lejano de una de esas conversaciones sostenidas con vozdesfallecida, susurrando junto al oído palabras temblorosas de pasión.En los cañaverales cantaba un ruiseñor débilmente como anonadado por labelleza de la noche.
Se deseaba vivir más que nunca; la sangre parecía correr por el cuerpomás aprisa, los sentidos se afinaban y el paisaje imponía silencio consu belleza pálida, como esas intensas voluptuosidades que se paladeancon un recogimiento místico. Rafael seguía el camino de siempre, ibahacia la casa azul.
Aún duraba en él la vergüenza de su torpeza; si hubiese visto a Leonoraen medio del camino, habría retrocedido con infantil terror; pero laseguridad de que a aquella hora no podría encontrarla, le daba fuerzaspara seguir adelante. A sus espaldas, sobre los tejados de la ciudad,habían sonado las doce. Llegaría hasta las tapias de su huerto, entraríaen él si le era posible y permanecería algunos minutos recogido ysilencioso al pie de la casa, adorando las ventanas tras las cualesdormía la artista.
Era su despedida. Un capricho de romántico sentimentalismo que se lehabía ocurrido al salir de la ciudad y ver los primeros naranjoscubiertos de aquella flor cuyo perfume había retenido en paciente esperaa la artista durante muchos meses. Leonora no sabría que había estadocerca de ella, en el huerto silencioso inundado de luna, adorándola porúltima vez, despidiéndose con el dolor mudo con que se dice adiós a lailusión que se pierde en el horizonte.
Vio ante él la verja de verdes barrotes, aquella que se había cerrado asus espaldas con el estrépito de una injuriosa despedida. Buscó en lacerca de espinos una brecha que conocía de la época en que rondaba lacasa. La pasó, y sus pies se hundieron en la tierra fina y arenisca delas calles de naranjos. Sobre las copas de estos aparecía la casablanquecina bajo la luna, brillando como plata las canales del tejado ylos antepechos de las ventanas. Todas estaban cerradas: la casa dormía.
Al ir a avanzar, saltó de entre dos naranjos un bulto negro, cayendojunto a él con sordo rugido. Era el perro de la alquería, un animal feoy torvo que mordía antes de ladrar.
Rafael dio un paso atrás, sintiendo el vaho de aquella boca anhelante yrabiosa que buscaba hacer presa en sus piernas, pero se tranquilizó alver que el perro, tras una corta indecisión, movía bondadosamente lacola y se limitaba a husmear los pantalones para convencerse de laidentidad de la persona. Le había conocido: agradecía sus caricias;recordaba la mano pasada automáticamente por el lomo, mientrasconversaba con Leonora en el banco de la plazoleta.
Le pareció un buen presagio aquel encuentro, y siguió adelante mientrasque el perro volvía a agazaparse en la sombra.
Avanzaba tímidamente, al amparo de la ancha faja de obscuridad queproyectaban los naranjos, casi arrastrándose, como un ladrón que temecaer en una emboscada.
Salió a la avenida cerca de la plazoleta, y cuando entró en ellaexperimentó una impresión de sorpresa al ver la puerta entreabierta, almismo tiempo que cerca de él sonaba un grito.
Se volvió, y en el banco de azulejos, envuelta en la sombra de laspalmeras y los rosales, vio una figura blanca, una mujer que alincorporarse quedó con el rostro en plena luz: Leonora.
El joven hubiera querido desaparecer, que se lo tragara la tierra.
—¡Rafael! ¿Usted aquí?...
Y los dos quedaron silenciosos frente a frente; él avergonzado, mirandoal suelo; ella contemplándole con cierta indecisión.
—Me ha dado usted un susto que no se lo perdono—dijo por fin:—¿A quéviene usted aquí?...
Rafael no sabía qué contestar. Balbulceaba con una timidez, queimpresionó a Leonora, pero a pesar de su turbación, notó un brilloextraño en los ojos de la artista, una veladura misteriosa en la voz,que la transfiguraba.
—Vamos—dijo Leonora bondadosamente;—no busque usted esas excusas tanraras... ¿Que venía usted a despedirse sin querer verme? ¿Qué galimatíases ese?
Diga usted sencillamente que es una víctima de esta nochepeligrosa; yo también lo soy.
Y abarcaba con sus ojos de un brillo lacrimoso, la plazoleta blanca porla luna; los nevados naranjos y los rosales y palmeras que parecíannegros, destacándose sobre el espacio azul, en el que vibraban losastros como granos de luminosa arena. Su voz temblaba, tenía unaopacidad suave; acariciaba como terciopelo.
Rafael, animado por aquella tolerancia, quiso pedir perdón, habló de lalocura que le había expulsado de allí; pero la artista le atajó.
—No hablemos de aquella infamia, me hace daño recordarla. Queda ustedperdonado, y ya que cae aquí como llovido del cielo, quédese un momento.Pero... nada de audacias. Ya me conoce usted.
Y recobrando su viril apostura de amazona, segura de sí misma, volvió albanco, indicando a Rafael que se sentara al otro extremo.
—¡Qué noche!... Estoy ebria sin haber bebido. Los naranjos meemborrachan con su aliento. Hace una hora sentía que mi habitación dabavueltas, que la cabeza se me iba; la cama me parecía un barco en plenatempestad. He bajado como otras veces y aquí me tiene usted hasta que elsueño pueda más que la hermosura de la noche.
Hablaba con languidez, abandonándose, con temblores de voz yestremecimientos del pecho, como si la angustiase aquel perfume,comprimiendo su poderosa vitalidad.
Rafael la veía a corta distancia,blanca, escultural, envuelta en el jaique en que se cubría al pasar dela cama al baño; lo primero que había encontrado a mano al bajar alhuerto.
Y bajo la fina lana, delatábanse las tibias redondeces con un perfume decarne sana, fuerte y limpia que, atravesando la tela, se confundía conla virginal respiración del azahar.
—He tenido miedo al verle—continuó con voz lenta y apagada,—un pocode miedo nada más; la natural sorpresa, y, sin embargo, estaba pensandoen usted en aquel momento. Se lo confieso. Me decía: «¿Qué hará aquelloco a estas horas?»; y repentinamente se presenta usted aquí como unaparecido. No podría usted dormir excitado por ese ambiente, y ha venidoa tentar de nuevo la suerte con la misma esperanza que le guiaba otrasveces.
Hablaba sin su ironía habitual, quedamente, como si conversase con ellamisma.
Descansaba con abandono su busto en el respaldo del banco con unbrazo cruzado tras la cabeza.
Rafael quiso hablar otra vez de su arrepentimiento, de aquel deseo dearrodillarse ante la casa para pedir mudamente perdón a la que dormíaarriba, pero Leonora le atajó de nuevo.
—Cállese usted; habla muy fuerte y podrían oírle. Mi tía duerme al otrolado de la casa, tiene el sueño ligero... Además, no quiero oír nada deremordimiento y perdón.
Eso me trae a la memoria la vergüenza de aquellamañana. ¿No le dice a usted bastante que yo le permita estar aquí? Denada quiero acordarme... ¡A callar, Rafael!
En silencio se paladea mejorla belleza de la noche; parece que el campo habla con la luna y el ecode sus palabras son estas olas de perfume que nos envuelven.
Y quedó inmóvil y silenciosa con los ojos en lo alto, reflejándose ensus córneas la luz de la luna con una humedad lacrimosa. Rafael veía devez en cuando agitarse su cuerpo con misteriosos estremecimientos,extenderse sus brazos, cruzándose tras la dorada cabellera condesperezos que hacían crujir la blanca envoltura, poniendo en voluptuosatensión todos sus miembros. Parecía trastornada, enferma, su respiraciónanhelante tomaba a veces el estertor del sollozo; inclinaba la cabezasobre un hombro y desahogaba su pecho con suspiros interminables.
El joven callaba obediente, temiendo que el recuerdo de su torpe audaciasurgiera de nuevo en la conversación, sin ánimo para acortar ladistancia que les separaba en el banco. Ella, como si adivinase elpensamiento de Rafael, hablaba con lentitud del estado anormal en que sehallaba.
—No sé qué tengo esta noche. Quiero llorar sin saber por qué; siento enmí una inexplicable felicidad, y sin embargo prorrumpiría en sollozos.Es la primavera; ese maldito perfume que es un latigazo para misnervios. Creo que estoy loca... ¡La primavera! ¡Mi mejor amiga y no ledebo más que rencores! Si alguna locura he hecho en mi vida, ella hasido la consejera... Es la juventud que renace en nosotros; la locuraque nos hace la visita anual... ¡Y yo, fiel siempre a ella; adorándola;aguardando su llegada cerca de un año en este rincón para verla aparecercon su mejor traje, coronada de azahar como una virgen, una virgenmalvada que paga mi cariño con golpes!... Mire usted cómo me ha puesto.Estoy enferma no sé de qué: enferma de exceso de vida; me empuja no sédónde; seguramente donde no debo ir... Si no fuese por mi fuerza devoluntad, caería tendida en este banco. Estoy como los ebrios que hacenesfuerzos por mantenerse sobre las piernas y marchar rectos.
Era verdad, estaba enferma. Cada vez sus ojos aparecían más lacrimosos;su cuerpo, estremecido, parecía encojerse, desplomarse sobre si mismo,como si la vida, cual un fluido dilatado, buscase escape por todos losporos.
Calló de nuevo por mucho rato con la mirada vaga y perdida en elinfinito, y de pronto murmuró como contestando a sus recuerdos:
—Nadie como él conoció esto. Lo sabía todo, sentía como nadie elmisterio de las ocultas fuerzas de la Naturaleza, y cantó la primaveracomo un dios. Hans me lo dijo muchas veces y es verdad.
Y añadió sin volver la cabeza, con la voz vaga de una sonámbula.
—Rafael, usted no conoce La Walkyria, ¿verdad?; no ha oído el cantode la primavera.
No; el diputado no sabía lo que le preguntaban. Y Leonora, siempre conlos ojos en la luna, la nuca apoyada en sus brazos, que escapabannacarados, fuertes y redondos de las caídas mangas, hablaba lentamente,evocando sus recuerdos, viendo pasar ante su imaginación la escena deintensa poesía, la glorificación y el triunfo de la Naturaleza y elamor.
La cabaña de Hunding, bárbara, con salvajes trofeos y espantosas pieles,revelando la brutal existencia del hombre apenas posesionado del mundo,en lucha perpetua con los elementos y las fieras. El eterno fugitivo,olvidado de su padre; Sigmundo, que así mismo se da por nombre Desesperación, errante años y años a través de las selvas, acosado porlos animales feroces, que le creen una bestia al verle cubierto depieles, descansa por fin al pie del gigantesco fresno que sostiene lacabaña, y al beber el hidromiel en el cuerno que le ofrece la dulceSiglinda conoce por primera vez la existencia del Amor, mirándose en suscándidos ojos.
El marido, Hunding, el feroz cazador, se despide de él al terminar larústica cena
«Tu padre era el Lobo y yo soy de la raza de los cazadores.Hasta que apunte el día mi casa te protege, eres mi huésped; pero asíque el sol se remonte, serás mi enemigo y combatiremos... Mujer, preparala bebida de la noche y vámonos al lecho».
Y el desterrado queda solo junto al fuego, pensando en su inmensasoledad. Ni hogar, ni familia, ni la espada milagrosa que le prometió supadre el Lobo. Y cuando apunte el día, de la cabaña que le cobija,saldrá el enemigo que ha de darle muerte. El recuerdo de la mujer queapagó su sed, la chispa de aquellos ojos cándidos, envolviéndole en unamirada de piedad y amor, es lo único que le sostiene... Ella llega,después de dejar dormido al feroz compañero. Le enseña en el fresno laempuñadura de la espada que hundió el dios Wotan: nadie puedearrancarla; sólo obedecerá a la mano de aquel para quien la ha destinadoel dios.
Y mientras ella habla, el salvaje errante la contempla extasiado, comoblanca aparición que le revela la existencia en el mundo de algo más quela fuerza y la lucha.
Es el amor que le habla. Lentamente se aproxima;la abraza, la estrecha contra su pecho, y la puerta se abre a impulsosde la brisa, y aparece la selva verde y olorosa a la luz de la luna, laprimavera nocturna, radiante y gloriosa, envuelta en su atmósfera derumores y perfumes.
Siglinda se estremece, «¿Quién ha entrado?» Nadie, y sin embargo, unnuevo ser acaba de penetrar en la cabaña, abatiendo la puerta con suinvisible rodillazo. Y
Sigmundo, con la inspiración del amor, adivinaquién es el recién llegado. «Es la Primavera que ríe en el aire en tornode tus cabellos. Se acabaron las tempestades; terminó la obscurasoledad. El luminoso mes de Mayo, joven guerrero con armadura de flores,se presenta a dar caza al negro invierno, y en medio de la fiesta de laNaturaleza regocijada, busca a su amante: la Juventud. Esta noche, enque te veo por vez primera, es la noche de bodas infinita de laPrimavera y de la Juventud».
Y Leonora se estremecía, escuchando internamente el murmullo de laorquesta al acompañar el canto de ternura inspirado por la Primavera; lavibración de la selva agitando sus ramas entumecidas por el invierno, alrecibir la nueva savia como torrente de vida; y en medio de la iluminadaplazoleta, creía contemplar a Sigmundo y Siglinda, estrechándose eneterno abrazo, formando un solo cuerpo como cuando los veía desde losbastidores, vestida de walkyria, esperando la hora de despertar elentusiasmo del público con su alarido ¡Hojotoho!
Sentía la misma tristeza de Sigmundo en la cabaña de Hunding. Sinfamilia, sin hogar, errante, buscaba algo en que apoyarse, algo queestrechar cariñosamente, y sin darse cuenta de sus movimientos, era ellala que se aproximaba a Rafael, la que había puesto una mano entre lassuyas.
Estaba enferma. Sollozaba quedamente con una timidez suplicante de niña,como si la intensa poesía de aquel recuerdo artístico hubiesequebrantado el débil resto de voluntad que la había mantenido dueña desí.
—No sé qué tengo... Me siento morir... pero con una muerte ¡tan dulce!¡tan dulce!... ¡Qué locura Rafael! ¡qué imprudencia haberme visto estanoche!...
Y abarcaba con una mirada suplicante, como pidiendo gracia, la nochemajestuosa, en cuyo silencio parecía agitarse la vibración de una nuevavida.
Adivinaba que algo iba a morir en ella. La voluntad yacía inánime en elsuelo, sin fuerzas para defenderse.
Rafael también se sentía trastornado. La tenía apoyada en su pecho, unamano entre las suyas; floja, desmayada, sin voluntad, incapaz deresistencia, y, sin embargo, no sentía el ardor brutal de aquellamañana, no osaba moverse por el temor de parecer audaz y bárbaro. Leinvadía una inmensa ternura; sólo ambicionaba pasar horas y horas encontacto con aquel cuerpo, estrechándolo fuertemente, cual si quisieraabrirse y encerrar dentro de él a la mujer adorada, como el estucheguarda la joya.
La hablaba misteriosamente al oído, sin saber casi lo que decía;murmuraba en su sonrosada oreja palabras acariciadoras que le parecíandichas por otro y le estremecían al decirlas con escalofríos de pasión.
Sí, era verdad; aquella noche era la soñada por el gran artista: lanoche de bodas del arrogante Mayo con su armadura de flores y lasonriente Juventud. El campo se estremecía voluptuosamente bajo la luzde la luna; y ellos, jóvenes, sintiendo el revoloteo del amor en tornode sus cabellos estremecidos hasta la raíz, ¿qué hacían allí, ciegosante la hermosura de la noche, sordos al infinito beso que resonaba entorno de sus cabezas?
—¡Leonora! ¡Leonora!—gemía Rafael.
Se había deslizado del banco: estaba casi sin saberlo, arrodillado anteella, agarrado a sus manos y avanzaba el rostro, sin atreverse a llegarhasta su boca.
Y ella, echando atrás el busto con desmayo, murmuraba débilmente con unquejido de niña:
—No, no: me haría daño... me siento morir.
—Los dos en uno—continuaba el joven, con sorda exaltación,—unidospara siempre; mirándose en los ojos como en un espejo; repitiendo susnombres con la entonación de una estrofa; morir así si era preciso paralibrarse de la murmuración de la gente. ¿Qué les importaba a ellos elmundo y sus opiniones?
Y Leonora, cada vez más débil, seguía negándose.
—No, no;... tengo vergüenza. Un sentimiento que no puedo definir.
Y así era. El dulce estertor de la naturaleza bajo el beso primaveral,aquel intenso perfume de la flor emblema de la virginidad, latransfiguraba. La loca, la aventurera de accidentada historia, entradaen el placer por el empujón de la violencia, sentía por primera vezrubor en los brazos de un hombre; experimentaba la alarma de la virgenal contacto del macho, la misma agitación que impulsa a la doncella aentregarse entre estremecimientos de miedo a lo desconocido. Lanaturaleza, al embriagarla abatiendo su resistencia, parecía crear unavirginidad extraña en aquel cuerpo fatigado por el placer.
—¡Dios mío! ¿qué es esto?... ¿Qué me pasa? Debe ser el amor; un amornuevo que no conocía... Rafael... ¡Rafael mío!
Y llorando dulcemente, oprimía entre sus manos la cabeza del joven,apretaba su boca contra la suya, echándose después atrás, con los ojosextraviados, enloquecida por el contacto de los labios.
Estrechamente abrazados habían caído sobre el banco. El jardín rumorosoles servía de cámara nupcial: la luna les dejaba en la discreta sombra.
—¡Por fin!—murmuró ella—lograste tu deseo. Tuya... pero para siempre.Te quería antes, pero ahora te adoro... Por primera vez lo digo con todami alma.
Rafael, impulsado por la dicha, tuvo un arranque de generosidad.Necesitaba darlo todo.
—Sí; mía para siempre. No temas entregarte, hacerme feliz... Me casarécontigo.
En medio de su embriaguez vio cómo la artista abría con extrañeza susojos, cómo pasaba por su boca una sonrisa triste.
—¡Casarnos! ¿y para qué?... Eso es para otros. Quiéreme mucho, niñomío, ámame cuanto puedas... Yo sólo creo en el Amor.
V
—Pero bebé, ¿cuándo llegamos a la isla?... Me fatiga estar en estebanco, lejos de ti, viendo esos bracitos míos, cómo se cansan de tantodarle a los remos. ¡Un beso!...
¡aunque te enfades! Eso te refrescará.
Y poniéndose en p