Escenas Montañesas by José María de Pereda - HTML preview

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1868.

«UN MARINO»

Marino, como ustedes saben muy bien, significa genéricamente, hombre quese dedica á la navegación, que profesa la náutica, empleado en lamarina, etc., etc.

Pero «un marino» en Santander, hasta hace muy pocos años, hasta quellegó á la clásica tierra de los garbanzos ese airecillo que aclimató la

crinolina

en Bezana y la cerveza en San Román, significaba otra cosamás concreta y determinada. «Un marino»

significaba, precisamente, unjoven de veinte á treinta años, con patillas á la catalana, tostado derostro, cargado de espaldas, de andar tardo y oscilante, como buqueentre dos mares, con chaquetón pardo abotonado, gorra azul con galón deoro y botón de ancla, corbata de seda negra al desgaire, botas deagua

, mucha greña, y cada puño como una mandarria.

«Un marino» no era capitán, ni contramaestre, ni simplemente marinero;era, por precisión, tercero

, ó

examinado de segundo

, ó, á lo sumo,piloto en efectividad.

Cuando estudiaba en el Instituto, no se había embarcado jamás, y, sinembargo, ya era tostado de color y cargado de hombros, y se balanceabaal andar…; en fin, ya olía á brea y alquitrán. Cualquiera diría que,como destinado á la mar, estaba construído de

macho

de trinquete ó depiezas de cuaderna, y no de carne y hueso como nosotros.

Entonces se llamaba

náutico

, y se largaba cada

piña

que derrengaba.

La clase de filosofía que contaba con un par de estos alumnos que sacase la cara

por ella, ya se creía capaz de hacer frente á lapandilla de

Cuco

, el del muelle de las Naos, ó al rebaño de mozos másaguerridos de Monte.

Correrla

entre nosotros, equivalía á pasar las horas de la cátedrajugando á paso en el Prado de Viñas

, ó pescando

luciatos

en el

Paredón

, ó acometiendo alguna empresa inocente en el

Alta

.

Correrla en compañía de un par de náuticos, era provocar á todo bichoviviente, hundir á cales

cuanto sombrero alto se viese sobre cabeza dealdeano, llegar á regiones inexploradas, tocar todo lo prohibido, buscarpor entradas difíciles salidas imposibles, volver, en fin, á casadesgarrados y sucios, muertos de fatiga, cubiertos de cardenales ysangrando por las narices.

Pero por más que entre los filósofos y los náuticos hubiese algunasindividualidades unidas por vínculo amistoso, colectivamente las claseseran incompatibles; se repelían entre sí, se separaban como el agua y elaceite. Por supuesto, que allí el aceite eran los náuticos; es decir,los que siempre quedaban encima.

Para ellos no había conserje, cargos ni títulos dignos de suconsideración, y pasaban por en medio del mismísimo claustro deprofesores, sin ocurrírseles llevar la mano á la visera por vía desaludo. Sólo temían y respetaban, y hasta querían, á su propiocatedrático, el que ya no existe, don Fernando Montalvo.

Este inflexible, recto é ilustradísimo profesor, parecía nacido paradomar aquella raza especial de estudiantes. Su vastísima instrucción, sucarácter un tanto excéntrico, su proverbial voluntad de hierro, sucontinente severo é impasible, le investían en cátedra de ciertamajestad sui géneris

, contra la que rara vez osaba rebelarse el alumnomás díscolo. Sobre su mesa y bajo su mano, el reglamento disciplinariodel Instituto adquiría todo el color de las terribles Ordenanzas demar

. ¡Ay del que infringiera sus bases! Así se hacía respetar. Su mayordeleite era enseñar lo mucho que él sabía, estudiar para saber más, ydar un estrecho abrazo, á vuelta de viaje, á un discípulo suyo. Así sehacía querer.

Con este método, su pequeña república era una balsa de aceite; mascuando, por una rara casualidad, dejaba de serlo, yo no sé á quécomparar el aspecto que tomaba la cátedra, sino al de una jaula deleones en el momento en que el terrible y severo domador esgrime entreellos el sangriento látigo, y los humilla y arrincona amontonados ygruñendo. Temblaban los cristales, rompíanse los bancos, y el suelo seconmovía. No era de envidiar la situación del bedel á quien seencomendaba el peligroso encargo de encerrar en el

número once

á loscondenados á este castigo después de la refriega. Por eso, toda atencióncon ellos le parecía poca antes de dar vuelta á la llave que losaseguraba.

En cambio, se la echaba de autoridad inexorable con nosotros, quemarchábamos al calabozo como borregos al corral. ¡Así son las cosas deeste pícaro mundo!

Concluídos sus estudios preparatorios en el Instituto, y después dehacer su primer viaje en calidad de agregado

, era cuando dejaba elnáutico este nombre y tomaba el de

marino

, con todos los honoresinherentes á la categoría.

Á su retorno era la envidia de los humanistas, no por lo que habíanavegado, ni por lo que había visto, ni por lo que le habían engordadolos puños y crecido las barbas, ni por el ruido sordo que al andarproducía con las botas de agua, sino porque traía la

picadura

de laHabana á granel en los bolsillos del chaquetón, y para hacer un cigarroderramaba en el suelo tabaco para otros dos.

Recordarle en tales momentos antiguos títulos de amistad, era todonuestro afán, y hallar su memoria accesible á los evocados recuerdos, elmejor negocio para nosotros, condenados á fumar anís á pasto, y, lo queaún era peor, los pitillos de cinco al cuarto que vendía Godos

en lasubida de los Remedios; pitillos que transcendían á demonios desde medialegua, y lo mismo tumbaban chicos que cañas un vendaval recio.

Tras el puñado de tabaco y la caricia subsiguiente, que era un coquetazo

que nos hacía ver las estrellas, venía la convidada en elcafé de La Marina

, que ya no existe, ni tampoco la casa en que sehallaba en la calle del Arcillero.

El marino se atizaba, de dos sorbos, una copa de ron ó de Ginebra;nosotros libábamos otra de licor de rosa

, mojando en ella, con muchopulso, un canutillo de á dos cuartos.

Durante los tragos, los mordiscos al pastel y las chupadas á loscigarros, el convidante narraba sus primeras borrascas en la mar y susaventuras en los puertos.

Por de contado que la noche antes del día en que se hizo á la vela paraSantander, armó con otros camaradas de profesión la gran

culebra

, enla cual hubo todo aquello de echar los muebles á la calle, entrar lapolicía, apagar la luz, saltar por la ventana, cerrar la puerta porfuera, tirar la llave á la alcantarilla, etc., etc.

Y debía de ser verdad, porque las que armaba aquí se le parecían mucho.

Si al salir de casa encontraba usted un sereno con un ojo borrado, loscristales de un café hechos trizas, las puertas de una taberna fuera dequicio, cambiados los letreros de las tiendas de una calle, de modo quesobre una botica se leyese, por ejemplo:

Quincalla y clavazón

, y sobreuna ferretería

Almacén de comestibles

; si con algo de esto, ó con todoello junto, ó con mucho más, se encontraba usted, repito, al salir de sucasa, y preguntaba por los autores de las fechorías,

—«Los marinos»—le respondían al punto.

Quiénes, de los conocidos en el pueblo, no había para qué inquirir. ¿Quémás daba? Todos eran lo mismo….

Por aquel entonces se habló mucho en Santander de la

Berrona

, quesalía todas las noches, á las altas horas, no se sabía de dónde, yrecorría varias calles determinadas.

La Berrona era un animal, unfantasma ó un demonio muy grande, con dos ojos como dos hogueras, muchospies y dos cuernos muy largos y muy derechos. Al andar hacía un ruidocomo de cadenas y cacerolas de latón que chocasen entre sí, y lanzaba

berridos

tremebundos, muy roncos y muy lentos, como las notas delpiporro en las procesiones de la catedral.

Las comadres, al sentirla de lejos, trancaban las puertas; los chicossoñaban con ella, y los mismos serenos, que han sido aquí siemprehombres muy templados, al atisbarla en lontananza, hacían como que nohabían visto nada y se iban por otra calle opuesta.

Pues, señor, la cosa llegó á excitar vivamente la atención de laautoridad, y el miedo del barrio rayó en espanto; la Berrona seguía, sinembargo, haciendo todas las noches su horripilante procesión.—Que lavan á coger, que ya se sabe de dónde sale, que es de carne, que es unespíritu, que muerde, que cocea, que busca chiquillos para sacarles elsebo, que los serenos, que la policía, que cazarla á tiros … y nadiese atrevía á pedirle el pasaporte.

Al cabo, la delación de un pinche de billar

hizo luz

en el horriblecaos, y el misterio se aclaró. ¿Saben ustedes lo que era la Berrona? Unadocena de marinos que salían de un café muy popular en Santander, porlo antiguo y por lo especial de su parroquia (el cual café no nombroporque aún se conserva tan boyante como entonces, aunque más tabernizado

); una docena de marinos agrupados de cierta manera ytapados hasta la rodilla con el paño de cubrir la mesa de billar delsusodicho café. Los ojos del fantasma eran dos linternas, los cuernosdos tacos, y la causa del ruido metálico, una batería completa decocina, bien manejada debajo del paño. En cuanto á los berridos, unamigo mío, que por cierto no era marino, aunque formaba con ellos muchasveces, sabía darlos como el mejor piporro; los marinos de la Berrona nohacían más que acompañarle en el tono que podían.

Aunque el marino era con frecuencia perteneciente á las principalesfamilias de la población, no había que buscarle en la Alameda, ni en elsalón del Suizo, ni en los bailes de formalidad. Semejantes atmósferasle asfixiaban. Sus terrenos preferidos eran los cafés de segundo orden ytodas las calles de la población, siendo de noche. Como extraordinarios,las romerías cercanas y los jaleos de las sociedades Sin nombre, Uniónsoltera

y otras

ejusdem farinoe

.

En los cafés jugaba al billar ó al dominó, aunque prefería el papel deespectador, con el santo fin de divertirse á costa de algún jugadordistraído ó atrabiliario.

En las calles, ya conocemos el género de las diversiones á que sededicaba.

En las romerías, indispensablemente había de pegarse de cachetes con los zapateros

.—«Los zapateros» eran entonces otro gremio especialísimoque no comprendía, según la acepción popular del título, á todos cuantosmachacaban suela y tiraban del cabo, así en un portal como detrás de unavidriera. El tipo del individuo de ese gremio era un joven de pelos ybigotes erizados, pálido de cutis, hundido de vientre, con las manos muysucias, chaquetilla á media espalda, pantalón de campana, gorrita en lacabeza, sin chaleco y con la camisa muy sacada sobre la cintura. Loszapateros frecuentaban todos ó la mayor parte de los sitios de recreo delos marinos, por lo mismo que éstos, dondequiera que los hallaban, losabrasaban á epigramas y los acribillaban á burlas de todos géneros.

Deaquí la tirria que se profesaban y los bofetones que se sacudían.

En las sociedades á las que, como se ha dicho, concurría alguna vez elmarino, no bailaba ni enamoraba. Lo mismo que en los demás teatros enque le hemos visto, en aquéllas su único afán era armarla

… mejorcuanto más gorda. Si por epílogo había bofetadas, retemejor.Precisamente el esgrimir los puños era, como se habrá observado, su grandelicia.

De ordinario usaba un lenguaje especialísimo, un

caló

, digámoslo así,que en nada se parecía al de los demás marinos de la tierra, entrequienes es cosa corriente aplicar á todo el tecnicismo náutico. Nollamaba á nadie ni á nada por su nombre verdadero, y los que usaba ensustitución, tomados del lenguaje popular de Santander, eran en altogrado expresivos y adecuados.

—Vengo de casa del señor de

Viruta

—decía, por ejemplo, muy serio.

Y usted, que no conocía á semejante persona, se devanaba los sesosinútilmente por averiguar quién era, hasta que el otro, extrañándose detanta torpeza, le decía que el señor de Viruta era Fulano de Tal.

Yentonces tenía usted que soltar la carcajada, porque Fulano de Tal eraun carpintero, largo, seco y doblado, casi enroscado, como las cintas demadera ó virutas que sacaba con su garlopa.

Refiriendo una

rumantela

, y ponderando una bofetada que en ella habíadado, decía, verbigracia:

—Vamos, que

le casqué la sopera

.

Lo cual significaba que había abierto la cabeza á su contrario.

—Saca esa

cerraja

—decía aludiendo al reló que uno llevaba en elbolsillo, para que se mirase en él la hora.

Si se quejaba de la

caldera

, debía entenderse que le dolía elestómago.

Para los vocablos

finos

era aún más original. Los usaba de los másexquisitos, á juzgar por la eufonía, tanto, que para convencerse de quemuchos de ellos eran rematados desatinos, había que analizarlos muy alpor menor.

No tenía acopio hecho de estos términos; pero sí unafacilidad asombrosa, una especie de máquina para producirlos cuando losnecesitaba. Ejemplo al canto.

Salía yo una noche del teatro; y, como rapaz que á la sazón era,caminaba más que de prisa, casi asustado de verme fuera de mi casa áhoras tan avanzadas; como que quizás era aquélla la vez primera que yolas oía sonar hallándome al raso. Pisaba yo recio y menudito saboreando in mente

los episodios de la comedia que acababa de ver, cuando alentrar en la calle de la Blanca sacáronme de mis meditaciones fuertes ydescompasados gritos que daban dos hombres riñendo en uno de losextremos de la calle. Paréme á escuchar, no sé si por miedo ó porprudencia, y al punto conocí la voz de uno de ellos, marino deprofesión, aún no piloto, y que más de dos veces me había honrado en elInstituto con sus testimonios de cariño á su manera. Llegaba larefriega á su desenlance, cuando de ella me enteré yo. Y dijo la voz queme era desconocida, á vueltas de algunas interpelaciones cáusticas yviolentas de ambas partes:

—¡Á mí no me venga usted con

cacofonías

!

Y respondió en el acto la voz que yo conocía, en un tono que tantopicaba en burlón como en iracundo:

—¡Ni usted á mí con términos

fisimánicos

!

En seguida se oyó, retumbando en la calle solitaria, el ruido de unasublime bofetada, y el de un hombre que cae al suelo, rompiendo,

alpasar

, con la cabeza, el tablero de una tienda, ó cosa así.

Conociendo, como yo conocía, al

uno

, no era muy aventurado creer queel derribado por la bofetada tenía que ser el otro

, por recio quefuese. Sin embargo, para cerciorarme del todo, á pesar del miedo quetenía, acerquéme al lugar de la catástrofe, y encontré el cuadro como yome lo imaginaba; sólo que entonces conocí también al caído, gran pedantey muy trapisondista.

Ahora bien: ni ustedes, ni yo, ni el que lo dijo, sabemos lo quesignifica la palabra fisimánicos

. Pero á él le habían amenazado con

cacofonías

, y necesitaba responder con

algo

que sonase aún mejor ylargó

fisimánicos

, y por si aún era poco, la bofetada que, como éldecía, nunca estaba de más.

Con narrar ya algunos capítulos de la vida y milagros de este marino,que mucho ha es capitán y buen amigo mío, saldría muy á mi placer de latarea en que estoy empeñado, puesto que él ha sido el modelo másperfecto de la figura que voy garrapateando; pero me temo que no habíade agradarle la exhibición de esos detalles de su legítima pertenencia.Harto satisfecho me juzgaré si me perdona la frescura con que he sacadoá relucir, de golpe y porrazo, el que él sacudió en la calle de laBlanca sobre su cacofónico

adversario, que ya no existe, razón por lacual no solicito también su indulgencia.

Era cosa de caérsele á uno la baba el oir á dos marinos hablar entre síen el caló, cuyas muestras he presentado; y si la conversación versabasobre costumbres de lejanos países, como la costa de África, adonde ibanalgunos, ó Sierra-Leona, adonde

los llevaban

los cruceros ingleses,había para desternillarse de risa.

Diera yo aquí de buena gana un modelo de esos diálogos ó de esasrelaciones; pero me abstengo de hacerlo, porque no puedo copiar junto álas palabras los ademanes, las inflexiones de la voz, la expresión delos ojos

… y la de las manos; sí señor, la de aquellas manosrobustas, velludas, entreabiertas siempre y accionando de un modo tanpintoresco como elocuente. Tampoco me sería lícito, ni conveniente, lareproducción de ciertas interjecciones indispensables para el colorido,ni podrían pasar muchas comparaciones, llenas, por otra parte, de graciay de verdad.—Suplan, pues, esta omisión con su propia memoria aquellosde mis lectores que conocieron el tipo, y los que no, perdónenmela engracia del motivo que me obliga á incurrir en ella.

Deteniéndose un momento á considerar los gustos y las inclinaciones deun marino en los ejemplos que dejo citados y en otros del mismo género,que no consigno por muchas razones á cual más atendible, hay queconvenir en que había en su carácter mucho de pueril; era ni más nimenos que un muchacho con barbas y mucha fuerza; inquieto, enredador,caprichoso, alegre, indiferente á todos los sucesos del mundo, y apegadocon invencible pasión á las calles, á los tipos, á las costumbres de supueblo natal.

Por él suspiraba en Londres, y en Nueva York, y en lospuertos más concurridos y llenos de maravillas.

En el mismoConvent-Garden recordaba con envidia los tinglados de volatines delJuego de pelota, y daba todos los primores artísticos ó industriales quese le pusieran delante, por el sublime placer de pegar una soba á

Capa-rota

, ó un par de escobazos en la cara al pinche de la tabernadel Tío Pío

cuando la sacase por el ventanillo, á las altas horas dela noche, para responder á la voz traidora que desde la calle le habíapedido medio de anisete. Le llamaba más la atención las barracashediondas del muelle

Anaos

que los grandes docks del Támesis; yacordándose de la romería del Carmen, era capaz de echarse á llorar enmedio de Hyde-Park, si en él se encontraba el domingo siguiente al día15 de Julio.

Figúrense ustedes lo que sería este hombre cuando hallaba en extranjis

, como él decía, un paisano suyo. Para

correrla

con él, leparecía poco el mundo entonces, y aun se creía capaz de arremeter conéxito á una escuadra de polizontes.

Por eso prefería los viajes á la Habana. Allí tenía un amigo de lainfancia en cada esquina, y mientras estaba con ellos gozaba á susanchas, porque podía comer, hablar y armarlas

al estilo de Santander.

Así se conservaba este tipo, íntegro en todos sus detalles, hasta queascendía á capitán. Entonces, empezando por largar el chaquetón y porvestirse la levita de paño fino, y por echarse el gran reló y la nopequeña cadena de oro, y hasta el odiado sombrero de copa, como hombreá quien se encomendaban intereses cuantiosos con absoluta confianza,revestíase de formalidad y desaparecía casi por completo de la escena enque le hemos estudiado.

Decir al lector que hombres de semejante temple eran en la mar modelosde arrojo y valor, lo creo excusado.

Quizá sepa también por la fama, y si no lo sabrá ahora, que estacasualidad no era la única prenda que los adornaba como marinos;realzábanlos más y más su rara inteligencia en la profesión azarosa, yun corazón generoso que siempre los tenía dispuestos á sacrificar suvida por la del último grumete de á bordo.

Hacia el año 50, época en que empezaron á transformarse radicalmente lascostumbres populares de Santander, fué cuando el marino acabó de perdersus detalles típicos.

Desde entonces acá, á los que le han ido sucediendo en las diversasjerarquías de la carrera, confundidos en el porte y la conducta con lasdemás clases sociales de levita y sombrero de copa, apenas se lesdistingue en el paseo ó en los salones por lo atezado del rostro ó lapesadez de las manos.

Y la súbita metamorfosis ha sido tan profunda, que llega hoy hasta lasmismas raíces de la clase.

Más de dos veces he ido al Instituto, en estos últimos años, con elsolo intento de contemplar el tipo del antiguo náutico: no he podidohallarle. Los alumnos de esta escuela, ni en figura, ni en porte, ni encostumbres, se distinguen ya de los rapazuelos humanistas con quienes seasocian tan íntimamente como dos gotas de agua.

Como no es de mi incumbencia averiguar el porqué de las personas y delas cosas que expongo en mi pobre galería, dejo al filósofo lector latarea de explicar ese fenómeno de transformación, que consigno como unhecho notorio.

Sin embargo de lo dicho sobre semejante cambio, los marinos actuales queproceden de la partida de la Berrona y de otras sus coetáneas, aúnconservan, para un ojo práctico, ciertos resabios de aquella época;examinándolos con cuidado, aún se ve asomar bajo sus hábitos nuevos lahilaza del antiguo chaquetón de paño pardo; aún hablan como entonces sise les sabe tirar de la lengua, y es cosa probada que toman de mejorgana una cazuela de sardinas en la taberna de Regatillo, que un biftecen el restaurant

del

Occidente

. Seguro estoy de que no me desmentiráel aserto mi amigo el de la consabida nocturna bofetada fisimánica

.¡Cuántos ratos deliciosos suele éste proporcionarme sin percatarse deello, con sus narraciones de pura casta! ¡Con qué fruición, puerilquizá, pero disculpable, me digo después de oirle:—«Aún queda unmarino

!…» ¡Y qué tentaciones me acometen otra vez de publicar aquíalgunas de esas narraciones!

Para no incurrir en semejante pecado, cierro el registro con un puntofinal…, más no sin dejar consignada antes, y como un acto de justicia,la siguiente declaración:

Los marinos de Santander, al vestirse la levita de hoy, no se han dejadola abnegación, la pericia, ni el heroísmo, en el burdo chaquetón deayer.