Espasmo by Federico De Roberto - HTML preview

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—Es difícil. Porque yo tengo la costumbre de dar forma literaria alpensamiento, usted encuentra probablemente en mis palabras laexageración del artista. ¿No ha sospechado usted ya que he recurrido alos artificios del arte para expresarle mis sentimientos?

Era verdad. Por más que Ferpierre se inclinara a compadecersesinceramente del dolor de Vérod, desconfiaba de él. Aquel hombre parecíamejor que sus obras, pero su arte era demasiado amargo y desesperado.Del más noble y eficaz instrumento, de la palabra, se servía para unaobra disolvente.

¿Cómo creer en su bondad?

—No digo—contestó el juez, sorprendido, mal de su grado, por

elclarovidente

temor

del

joven,—no

digo

que,

deliberadamente, conestudio, se hubiera usted dedicado a seducirla. Pero todos loshombres...

—No crea usted que yo sea un hombre distinto de los demás—

interrumpióVérod.—La naturaleza de cada uno de nosotros es doble, y las fuerzasmorales están latentes hasta en los espíritus incultos: para que puedanobrar se necesita que sean educados y guiados por otros espíritusnaturalmente mejores y más fuertes.

Aquel ser me reveló cosas que yoignoraba. Si usted cree en la verdad, la verdad es ésta...

Y con voz trémula, fija la vista en el suelo, le refirió la historia desu amistad con la Condesa. El magistrado le escuchaba con atención másindulgente; pero todavía le quedaba el temor de que por vengar a lamuerta y perder al rival, el acusador callara alguna circunstancia y seexhibiera mejor de lo que era en realidad.

—Usted abrigaba, pues, una esperanza, por débil y remota que fuera.Pero ¿cómo no pensó usted que para ella era motivo de temor lo que parausted era motivo de esperanza? Un nuevo vínculo amoroso tenía queenvilecerla.

Roberto Vérod miró a su interrogador cara a cara.

—Yo quería hacerla mi mujer ante Dios y los hombres.

Ferpierre hizo un movimiento de cabeza con el que parecía indicar que ental caso retiraba su observación.

—Pero—repuso,—ella quería ser digna del respeto de usted y no podíaesperar conseguirlo sin la aprobación de su propia, conciencia. Noteusted que lo que atenuaba la ilegalidad de sus relaciones con elPríncipe, era precisamente la idea, la certidumbre de estar unida con élirrevocablemente. Y al dejarlo, aun cuando fuera para contraer unaunión legítima, ¿no había de ver que contrariaba esa idea y destruíaaquella certidumbre? El obstáculo, si usted cree en la rectitud del almade la Condesa, debió parecerle enorme. ¿No es cierto?

Vérod no contestó. Francisco Ferpierre vio que había acertado el golpe.

—Considere usted que el camino en que se había aventurado no teníasalida—continuó el juez al cabo de una pausa.—La única esperanzalícita para ella era que el Príncipe, reconociendo sus propias faltas yrepudiando la obra cruenta a que se había consagrado, correspondiese porfin al amor y a la confianza que ella había puesto en él. Entonces, esehabría sido el rescate de su pasión: aunque mala en su origen, habríadurado largo tiempo y producido un efecto bueno. Sin duda ya era tarde,pero aunque no pudiera seguir amándole, debemos creer que habría vividociertamente tranquila, si no serena. Fuera de eso, no existía el bienpara ella. Cuanto más débil era a los ojos del mundo la palabra que launía a aquel hombre, tanto más fuerte debía ser para su conciencia;puesto que faltaba a esa unión la sanción social y sagrada, más fuertetenía que ser la sanción moral. No obstante los desengaños, los dolores,los ultrajes sufridos por ella, debía permanecer fiel a aquel que habíaaceptado como compañero de su vida. ¿Acaso las faltas del marido, porextremadas que sean, autorizan a la esposa desgraciada a buscar lafelicidad con otros hombres? Si piensa usted en que el sentimiento deeste deber existía en ella reforzado por el empeño de demostrar a eseincrédulo el poder de los escrúpulos escarnecidos por él, reconocerá quela muerte debía presentársele de nuevo y fatalmente como el término desu desventura. Para creer que pudiera consentir en unirse con usted,debe usted admitir que sus escrúpulos no fueron muy sinceros... quefuesen, más bien dicho, muy débiles. Yo sé que la pasión razona dediferente manera; que, según el criterio común, nada debe resistir a lafuerza de amor; pero si esto puede ser cierto en algún caso, lo serátratándose de un amor primero, único: la continua renovación desemejantes triunfos no se efectúa sino a costa de la dignidad, delrespeto, del honor, de una cantidad de otras cosas que importanmuchísimo en sí mismas.

La amiga de usted había seguido ya su camino,extraviada con no prestar oídos más que a la voz del amor, y si en elfondo de su alma existía el laudable sentimiento del rescate que seproponía operar, no por eso dejaba de comprender que había errado.

Elamor de usted tenía que hacerla ver el abismo ya presentido por ella.Usted mismo con la confianza y la única esperanza de poderla hacer suyaun día, la empujaba hacia ese abismo. Quería usted hacerla su esposa;pero ¿era verosímil que, incitados ambos por la pasión y dadas lascondiciones en que ella se encontraba, hubieran sabido esperar? Queríausted entrar en la vía recta, pero, ¿no habría sucedido que,infaliblemente, se dirigieran los dos juntos por el camino extraviado?¿No había ella de prever que le iba a ser imposible resistir?... Ustedes poeta; usted conoce la vida, usted estudia el corazón de los hombres¿de qué le sirve su arte, si no le hizo ver anticipadamente todo esto?

El juez había hablado con mucha severidad. Roberto Vérod guardabasilencio, inclinada sobre el pecho la cabeza.

—Pero volvamos a lo que urge por el momento; ¿no me ha dicho usted quela vio la víspera de su muerte?

—Sí, por la tarde.

—¿En su casa?

—Sí.

—¿Qué le dijo usted?... ¿La habló usted de su amor?

Viendo que Vérod vacilaba en contestar, el magistrado insistió:

—Es necesario, repito, que usted sea sincero. El hecho que parezcamenos importante, una palabra, una nonada, pueden ponernos en el caminode la verdad. Si la pasión impulsa a usted a castigar a un asesino, laconciencia debe recordarle que la justicia no reconoce pasiones. ¿Lahabló usted de su amor?

—Sí.

Y Roberto Vérod temblaba.

El último coloquio con su amiga, el más apasionado, el más íntimo, aquelcoloquio después del cual había esperado con nuevo fervor, era para élla prueba de más peso contra los asesinos. ¿Podía pensar jamás en lamuerte de la mujer que lo había dejado hablar de un porvenir mejor? PeroVérod comprendía que, según las inducciones del magistrado, el valor deaquella prueba resultaba invertido; que la contemplación de una próximafelicidad, en la que creía, pero que sentía no poder alcanzar, erajustamente lo que la había determinado a dar el último paso. Y si elmagistrado tenía razón, la severidad de sus palabras estaba justificada;pero más aún que la severidad de aquel hombre, lo confundía de maneraindecible la íntima conciencia del mal causado al ser por quien él debíay había querido velar con todas sus fuerzas. Ya no gritaba de dolor,como la víspera; pero sentía una mano de hierro que le oprimía, leestrujaba y retorcía el corazón: se ahogaba, las palabras expiraban ensus labios, pues tenía que decir la verdad y comprendía que ésta se ibaa volver en su contra.

—Sí, la hablé de mi amor... Hablamos de la nueva estación, del frío quepronto nos ahuyentaría de aquí... Yo quería saber adonde pensaba ir,dónde y cuando podría verla otra vez. Ella me dijo: «No sé todavíaadonde iré: tal vez a Niza, tal vez a Biarritz.

¿No será mejorignorarlo, por usted y por mí?...»

—¿Ve usted?... ¿Y después?

—Yo la dije: «Sea como usted quiera. De lejos, de cerca, piense usteden que mi vida es suya...» Ella cerró los ojos. Yo continué: «Es laverdal. ¿Debería ocultarla? ¿No me ha enseñado usted a decir siempre laverdad? Por otra parte, ¿no la sabe usted ya?...» Ambos nos callamos. Elcielo se había obscurecido: ella miraba los vapores grises que subíanpor las cuestas de las montañas y envolvían la vegetación: miraba ellago gris y encrespado, que parecía de plomo; los árboles se doblegabanal impulso del viento, perdían sus primeras hojas. Yo la acompañabamentalmente en su pensamiento elegíaco delante de la visión otoñal. Ledije: «El color que parece del cielo está en nuestros ojos: el azul esnegro en la tristeza; en la alegría, el gris es celeste.» Una nubeazulina cruzaba por entre los vapores que rodeaban la montaña y parecíaun trozo de cielo. Ella contestó:

«Sí, pero ese es un engaño: el cieloestá cerrado.» Yo repliqué:

«Pronto se abrirá.» Poco a poco se fuecubriendo todo el paisaje, todos los colores habían desaparecido, no seveían otros tonos que el del blanco y el del negro: las montañas negras,el agua plomiza,

la

espuma

plateada;

las

nubes

cenicientas,

albasnubecillas, nubecillas pálidas, nubes de color de hierro.

Ella dijo:«¿No parece una acuarela?» Yo aprobé, y luego añadí:

«En esto hay tantabelleza como cuando el sol resplandece.»

Seguí hablando. Agregué que unaluz interior iluminaba mi vida entera, que mis ojos no veían ya portodas partes más que formas de la belleza. Su pálida hermosura era eneste momento maravillosa, parecía reflejar toda la palidez de laNaturaleza que nos rodeaba. La tomé de una mano. Un calor de vida setransmitía de esa mano a todo mi cuerpo. Ella la retiró, palideciendomás. Yo no dije nada, pero el llanto se me agolpó a los ojos. Ella medijo: «Comprenda usted que tenemos que separarnos.» Mi respuesta fue:«Su voluntad será cumplida siempre. Si usted quiere, mañana partiré.Esperaré desde lejos. Y

si usted quiere que no espere, que no alimentemás esperanzas, trataré de olvidarla. Difícil ha de ser destruir laesperanza que rige nuestra vida; y piense usted que mi placer, miorgullo, mi vanidad, consisten en ser tal como usted desea...» Todohabía desaparecido de nuestra vista: la blancura de las nubes, lanegrura de los montes se borraban y se confundían en un gris uniforme.La lluvia comenzaba a caer. Ella se estremeció. Yo volví a tornar sumano. Quería decirla que ese era el último saludo, que podía dejar sumano en la mía por última vez. No pude hablar. Ella no retiraba la mano,y yo seguía sin pronunciar una sílaba: un tumulto de ideas meconfundían...

—¿No notaba usted la terrible lucha que ella sentía en su interior?

Al oír esta interrupción, Vérod movió vivamente la cabeza.

—No sé, no sé... Demasiados pensamientos me asaltaban, y querían salira un tiempo, pero una idea me preocupaba sobre todas las demás: «Sihablo va a retirar su mano.» El velo de niebla se iba evaporando ya, ycuando el lago aparecía, las olas espumosas que se alzaban y sedeshacían en seguida, producían la misma impresión que dejan lasascensiones rápidas, aturdidoras. Un trozo de cielo se mostró, como unasonrisa. Yo la dije: «¿Ve usted el firmamento azul?...» Ella se levantó.

—¿Y después?—preguntó el juez al ver que el narrador se callaba.

Lo que el joven tenía que decir debía ser más grave, tenía que sercontrario a la acusación, para que lo hiciera interrumpir así su relato.

—¿Y después? ¡Diga usted todo; es preciso decirlo todo!

—Ella habló del otro. Yo sabía que ya no era el amor, sino el deber loque la ligaba a él. Al levantarse me dijo estas palabras:

«Yo no merezcoel amor de usted. La sinceridad que aplaudo y exijo a otros me hafaltado a mi. Usted sabe, y yo le he dicho, que no soy libre... Pero elhombre con quien estaba unida me había dejado, usted no le veía a milado, ambos podíamos creer que no volvería más. Ahora... está aquí. Siusted quiere que yo continúe estimándole, no me diga más nada...»

—¿Ve usted? ¿Ve usted?

—Yo la contesté: «Sea como usted quiera; pero ese hombre le va a dejara usted otra vez...»

—¿Ve usted? ¿Ve usted?—repitió el magistrado.—Si usted la dijo esaspalabras con el duro acento que usted me las refiere,

¿no pensó ustedque el odio que usted manifestaba tener a Zakunine debía inspirarlemiedo?... ¿No era natural que se dijese que, a pesar del respeto queusted la tenía, su afecto por ella disminuiría ante la idea de que en elhecho pertenecía al Príncipe? ¿Y qué contestó?...

Vérod había inclinado la frente. Bajando mucho la voz, dijo:

—Ocultó su rostro entre las manos.

—¿Y no se dijo usted en ese momento que ella tenía razón; que entreusted y ella el amor estaba condenado a una triste vida?

¿No comprendióusted que era necesario dejar a aquella mujer entregada a su destino, afin de evitar uno peor?

—¡No diga usted eso!—prorrumpió Vérod, fijando una mirada entrehumilde y ardiente en el rostro del magistrado.—¡No diga usted eso!...Yo no sé, no puedo decir a usted lo que sentí... Sí, tal vez, esa idea,y otras menos definibles, ocupaban mi mente: pero yo la amaba, veía queella pensaba en mí, que sufría por mí, y huir, dejarla sola, no decirlael ímpetu de mi gratitud, de mi ternura, de mi compasión; no decirla quetemblaba por ella, que quería morir por ella, no mezclar mis lágrimascon las suyas,

¡eso era imposible!

—¿Y la dijo usted eso?

—Debía decírselo. Ella me oyó. El temporal había terminado, el solresplandecía sobre la lozana verdura. La dije que la tempestad de suvida se tenía que calmar algún día, y que ese día yo sería aún suyo.Ella suspiró: «¡Si nos hubiéramos conocido antes!...» Yo seguí hablando.Nada la pedía, pero deseaba y debía decirla que en el mundo nada hayirreparable; que esta vida sería verdaderamente demasiado amarga si laesperanza no la hiciera soportable. Otra cosa más cierta la dije, unacosa muy triste: que hay más gozo en la expectación que en la obtención;que por eso la esperanza es el mayor bien. La pregunté: «¿No cree ustedque es así?» Y ella me contestó: «Sí.»

Esta palabra, la palabra delasentimiento, fue la última que me dijo.

Ferpierre dejó que el eco de aquella voz apasionada se perdiera. Ycruzando los brazos sobre el pecho, habló lentamente, después de unbreve silencio:

—Resumamos. Todavía no tenemos testimonios que nos iluminen con laverdad, pero quiero creer que de un momento a otro se podrá hallar laprueba irrecusable de la acusación formulada por usted. Quiero concederque cuando hayamos leído la carta dirigida a sor Ana Brighton, en esahoja escrita por la Condesa dos horas antes de su muerte, encontraremosque no solamente no hablaba de morir, sino que, por el contrario,expresaba su certidumbre de una felicidad inmediata.

Pero hoy por hoy,si la lógica ha de valer algo, tenemos que creer en el suicidio.

Como Vérod no contestara y siguiera mirándole tímidamente, el juezcontinuó:

—Ese último coloquio, cuya importancia no quiere usted reconocer, essuficiente para explicar la catástrofe. Yo presentía que entre ustedesdebía haber ocurrido algo que a los ojos de ella fuera un obstáculo quese cruzaba en su camino. Si la desgraciada se había forjado ilusionessobre la posibilidad de una amistad pura, las últimas palabras de usteddebieron desengañarla. Todos los argumentos que usted la adujo, sonsofismas consuetudinarios de la pasión. Usted nada la pedía: lo mismohabía dicho el hombre por quien ella se perdió. La lógica de la vidaera, en realidad, la que éste le había revelado con crudeza: «Quientiene hambre debe saciarla.» Si es verdad que la esperanza es el mayorbien, no gozamos de él sino mientras creemos seguir el objeto: nadie enel mundo se consuela imaginándose un bien que jamás obtendrá.Lógicamente, necesariamente, la Condesa debía caer en un nuevo error. Ydigo error, aunque también podría decir culpa. Yo no dudo de la honradezde las intenciones de usted; pero su debilidad y la de ella, habríanhecho que, llegado el momento, cayeran en el olvido. El ardor del deseoimpulsaba a usted a contraer un compromiso del que forzosamente sehabría arrepentido después.

Y aun sin la previsión del arrepentimientode usted, ella veía cerrado a su paso el camino que conducía al nuevogozo. Todas estas ideas que la desgraciada había examinadodetenidamente, debían presentársele con mayor urgencia, másimpertinentes, más funestas después de lo que usted la dijo. ¿Quémomento escogió usted para hablar? El más grave. El hombre con quienestaba ligada volvía a su lado, y se había reformado: tenemos ladeclaración de Julia Pico, de la que resulta que el Príncipe comenzaba aportarse mejor con ella. Si, pues, la Condesa había podido pensar antesque sus vínculos con el Príncipe se habían desatado con el abandono enque éste la había dejado, ya en ese momento no podía considerarse libre.El deber de continuar con el hombre a quien se había entregado parasiempre, y que demostraba por fin saber apreciar su amor, ese debertenía que surgir de nuevo más imperioso. Al dejar a un hombre que latraicionaba, podía haber encontrado alguna justificación, y, además,éste no había de echarle en cara la instabilidad de aquella fe a quehabía querido convertirle: por otra parte, en el caso de que hubieraquerido dirigirla algún reproche, ella habría sabido cómo contestarle,dadas las circunstancias. Pero abandonándole cuando él volvía en subusca, habría sido doblemente culpable. Y seguir con él era cosa que nopodía hacer, pues ya no le amaba; su amor era para usted. Y en los ojosde usted, en su voz, donde al principio, cuando estaba sola, había leídoúnicamente el amor y la compasión hacia ella, vio de improviso palpitarel odio contra el hombre que se presentaba a impedir la felicidadambicionada.

Entonces, no sólo pensó en que iba a perder en la estima deusted, sino que temió también ser causa de otros males al empujar a doshombres a odiarse, probablemente a matarse.

Pocas horas después desemejante tempestad moral, aquella mujer, que además se hallaincurablemente enferma, cuyo pecho está atacado de un mal sin remedio,que no tiene a nadie en el mundo, ni padre, ni hermano, aleja con unpretexto a la compañera que siempre ha velado por ella, y en seguida laencontramos muerta, con una arma al lado, el arma que la pertenecía,que ella misma guardaba el arma con que ya había pensado buscar elúltimo reposo: ¡yo tengo que decir, usted tiene que reconocer que esamujer se ha matado!

Ferpierre había hablado con mayor dureza aún, cual si el hombre que sehallaba en su presencia fuera el acusado, no el acusador. Y la actitudde Roberto Vérod era la de un culpable: inclinada la frente, una mano enel pecho, parecía doblegarse bajo el peso de la reprobación de losdemás, de su propio remordimiento.

—¿Nada dice usted? ¿No reconoce usted la justicia de mis razonamientos?

—¡No!—prorrumpió el joven, levantándose de un salto y casi en actitudde desafío.—¡No es así! ¡Yo no puedo creerlo, jamás lo creeré!... Esasfueron sus ideas, cierto; pero sobre sus ideas de muerte, más alto, máspotente, debía estar y estuvo, el pensamiento de la vida y del amor. Amí tampoco me habría costado nada darme la muerte antes de conocerla. Yotenía razones para odiar la existencia...

—¿Las mismas razones que se la hacían odiar a los veinte años?

Perpierre dijo estas palabras casi movido por un ímpetu inconsciente.Aunque la severidad de su cargo debía impedirle recordar sus antiguasrelaciones con el acusador, una instintiva curiosidad por saber si eljoven se acordaba todavía de él, lo hacía invocar lo pasado.

—Las mismas—contestó Vérod, mirándole en los ojos;—pero más urgentes,más desconsoladoras que las que usted recuerda.

Usted me conoce, ¿no escierto? Yo también lo he reconocido en el acto. Usted sabe que yo videmasiado temprano la miseria, el vacío, el horror de la vida.

—¿Por qué causas? ¿Es usted pobre? ¿Ha sufrido usted injusticias de loshombres o del destino? ¡Sí, me acuerdo de usted; pero no sé, ni cómo ibaa saber lo que le han hecho!

El magistrado experimentaba una especie de placer en hostigar alpesimista, en obligarle a reconocer su error.

—Nada me han hecho. Pero yo lloraba por todo. Estaba enfermo, sí, nocabe duda: pero enfermo del alma, no del cuerpo.

Ella fue mi salvación.Después de haberla visto me sentí renacer.

Tal es el poder del amor: lasola existencia de un ser amado es una razón, la más poderosa razón paravivir.

—¿Y eso es verdad, tratándose de cualquier amor?

—¡No me hable usted de los obstáculos! Sí; yo odio, yo execro, yoquerría, como ya he querido, matar al hombre que me la arrebató, y elodio transpira en mis palabras. Sí; ella me dijo lo que usted hapensado, todo lo que el razonamiento ha hecho a usted descubrir, ycomprendiendo que la existencia de ese hombre era un obstáculo paranuestra felicidad, la hablé de mi odio. El amor, el amor recíproco creceen presencia de los obstáculos, trata de apartarlos, no cede. El amoraguarda, mantiene esperanzas. Es verdad: ella tembló cuando me oyóhablar así, pero eso no le impidió reconocer que podía, que debíaesperar. Todavía no he dicho a usted todo lo que medió entre nosotros.Dos días antes de nuestra última entrevista, la acompañé al monteChesand; bebimos en una fuente; yo después que ella hubo bebido, apuréde su copa el agua que había dejado: me pareció que oprimía sus labioscon los míos. Ayer cuando me autorizó a esperar, la tomé una vez más lamano, y se la besé con avidez. Ella se estremeció, pero no la retiró. Yoconocí que ya era mía, que me habría sido fácil coger otro beso en laflor de sus labios. ¿Y al día siguiente, pocas horas después, se habríade dar la muerte?

—¡Pues sí! ¡Pues sí!—replicó prontamente el juez, viendo que en elcalor de la defensa Vérod se descubría.—¡Pues sí, pocas horas después!Porque ¿sabe usted cuál es el amor que sugería a usted esa moderaciónque usted cree inspirada por el amor respetuoso y obediente? ¡El amordominante, egoísta! ¡Porque, esos placeres, de que usted gozaba, que lehacían prever otros mayores, debían a ella aterrarla!... Ella eratambién de carne y hueso, y al verse junto a usted se sintió sin fuerzaspara resistir a la pasión exigente: ¡después, a solas con su propiaconciencia, oyó su voz imperiosa! Toda la última parte de su diario estállena de la idea de la muerte. ¿Se asombra usted de que, viéndose en uncamino sin salida, pusiera esa idea en práctica?

—Lo dijo, lo escribió; pero, en el momento de ejecutar el acto, la ideade Dios debió detener su mano.

—¡La idea de Dios le detuvo muchas veces la mano; pero llegó un momentode dolor intolerable, y se mató!

—¿Sin dejarme una palabra? Ella que sabía que me había devuelto a lavida, ¿habría destruido de un golpe el efecto de sus enseñanzas? Usteddice que, matándose, ha querido substraerse al mal; pero ¿cree usted queal hacerlo ha hecho bien?

El magistrado a su vez se quedó sin responder, y Vérod, comprendiendoque por fin había obtenido en aquella lucha una ventaja, continuó:

—Ella pensaba y escribió que en algunos casos se puede huir de la vidasin merecer reproche; pero podrá darse muerte el que está solo, no aquelde quien depende otro. ¿No acaba usted de leer sus palabras? «Hay en elamor algo grave: que cada amante no es solamente responsable de suspropias acciones, sino también de aquellas a que impulsa a su amado.» ¿Yella me habría dado el ejemplo de la muerte?... Yo creo en la hermosurade su alma; en otra cosa no creo. Y la certidumbre que tengo de que nose ha matado, aumenta mi culto por ella.

—¿De modo que el deber de no dejar a un hombre con quien se habíadesposado con el corazón, era un pretexto?

—No se había desposado realmente con él.

—¿Nada significaban entonces aquel vínculo, puesto que la ley no lohabía sancionado?

—¿Usted cree en la bondad de las leyes humanas, en su perfección? ¿Creeusted que la salvación consista en observarlas fielmente?

—¿Lo duda usted? ¿Y esos son los principios que usted propaga con suslibros? ¿Y profesando esos principios tiene usted tanta aversión alnihilista? ¿No sabe usted que ustedes los negadores, los pesimistas, sonlos maestros, los incitadores de todos esos espíritus audaces a quienesno bastan las especulaciones

abstractas,

sino

que

traducen

en

actos,lógicamente, los razonamientos que ustedes predican?

—Yo no niego las leyes: lo que digo es que éstas no resuelven lasdificultades dentro de las cuales estamos condenados a movernos; lasagitan y nada más. Y aunque hubiera estado legalmente unida a esehombre...

—¿Usted habría tenido el derecho de seducirla, de quitársela?

¿Podíaella haber faltado a su palabra?

—No se puede jurar un amor eterno...

—¿Y usted se lo juraba a ella?

—No se puede amar a quien no ama.

—¿Diría usted lo mismo si fuera usted el abandonado?

Y como ante esta sólida argumentación el joven permanecía mudo yconfuso, el juez repuso en tono diferente:

—¡Ah! ¡No estamos tan lejos como probablemente usted cree, del objetode nuestras indagaciones! Esas ideas, el contraste de la ilusión con larealidad, la lucha del deber con el placer hirieron de muerte a ladesgraciada, haciéndola ver y sentir cuán difícil es la vida. Que quisosalir de ella es demasiado evidente. Falta sólo demostrar que realmentepuso en práctica su propósito. No hay pruebas directas, pero todas laspresunciones están contra usted.

Considere usted fríamente, si se sientecapaz, la suma de circunstancias que tenemos por delante, y verá ustedque tengo razón de pensar así. Usted ha denunciado a las dos personasque estaban en la casa en el momento de la muerte; pero ¿contra cuál delas dos hay que dirigir las sospechas y las averiguaciones?

¡Ya seríahora de decidirse! ¿Es el Príncipe el culpable? ¿Y por qué habría muertoéste a la infeliz? ¿Por celos? Pero, ante todo, usted deberá acordarmeque ese hombre, al cual no concede usted otras facultades que las delodio y del mal, había vuelto a amar a la Condesa y sufría al saber quehabía perdido su afecto.

¿Pero la Condesa era ya de usted? Correspondíaa la pasión que usted tenía por ella. ¿Querría dejar al Príncipe e irsecon usted?

¡No, al contrario! Hasta el último momento se declaravinculada al otro, rehúsa escucharle a usted, le conjura a que la deje!A duras penas, después de insistir empeñosamente, le arranca a usted elpermiso de esperar: una esperanza ambigua, incierta, lejana; un permisoque puede usted hasta dar por no recibido, que ella no podía negarle,pero que a nada la compromete. Dado el carácter de la Condesa, laseriedad de sus escrúpulos, la sinceridad de sus remordimientos, debemoscreer que, apenas usted se marchó, ella comenzó otra vez a acusarse, aprohibirse el mantenimiento de la esperanza que acababa de conceder yaceptar. En tal situación, ¿qué motivo tenía el Príncipe para matarla?Todavía la amaba, o si a usted le place, estaba celoso, tenía celosbrutales, aquellos celos que significan la ofensa al sentimiento depropiedad y nada más.