—¿Cuándo partió él?
—En abril.
—¿Para hacer qué?
Como la joven siguiera callada, Ferpierre continuó lentamente:
—¿Tampoco ahora quiere usted contestar?... Comprendo esa reserva. Nopuede usted o no debe revelar los secretos de su asociación. Y con susilencio querría usted significar que el Príncipe vino a Zurichexpresamente para trabajar en la propaganda, para conspirar, por unarazón política en definitiva.
Pero advierto a usted que antes de creeren esto hay que aclarar algunos puntos obscuros. Durante el tiempo enque, según usted, estuvo el Príncipe en Zurich por motivos políticos, leescribían de Rusia, de Inglaterra, de todas partes, cartas en que lollamaban, le reprochaban que descuidara la causa, lo acusaban de tibiezay casi de infamia. Tenemos una porción de esas cartas que son muy clarasal respecto. ¿Cómo se explica usted esas contradicciones?
La joven movió la cabeza sin pronunciar una sílaba.
—¿Persiste usted en no querer contestar?... ¿Y cómo explica usted quecuando Zakunine sale de Zurich y viene aquí a Ouchy, usted, que antes nole había buscado, corre a verle, repetidas veces, en una casa que no erasuya, y con él la encontramos allí mismo el día de la catástrofe?¿Tampoco contesta usted ahora?
Pues entonces, voy a decirle algo más:entre estas cartas, en las cuales casi se le acusa de traición, hay unade un amigo que lo conjura a no caer nuevamente en una debilidad queparece serle habitual: la de dejarse seducir por las mujeres, dededicar una parte demasiado grande de su tiempo, a la galantería... Eseamigo que lo escribe como si ya supiera que en realidad una nuevaaventura con otra mujer lo distrae del cumplimiento de su deber para consus compañeros... ¿Por qué evita usted ahora mis miradas? Si yo lapreguntara quién es esa mujer, ¿qué me contestaría usted?
La rusa respondió con firmeza, fijando sus ojos en los del juez.
—Soy yo.
—¡Ah! ¿confiesa usted?—exclamó Ferpierre.—¡El otro día se ofendíausted de mis sospechas!... ¡Bien! Ahora dígame: ¿cuándo se efectuó esecambio de relaciones entre ustedes?
—Cuando él vino a Zurich.
—¿Vino expresamente por usted?
—No.
—¿Por qué entonces?
—Por motivos políticos.
—Explíqueme usted cómo se realizó ese cambio de relaciones.
En dosaños no se habían visto ustedes más que dos veces. ¿La dijo a usted enuna u otra alguna palabra de amor?
—Ninguna.
—¿Y usted?
—Yo le amé desde el primer día que acudió a socorrerme.
Por más que la joven trataba de dominarse, su voz revelaba una secretaturbación.
—Entonces, ¿fue usted la primera en hablar?
—No.
—¿Fue él quien se declaró, así, de improviso, después de no haberpensado en usted durante dos años?
—Permaneció varios meses en Zurich y nos veíamos todos los días.
—¿No supo usted que, después de haber abandonado a la Condesa, vinoprecisamente de Zurich a buscarla?
—No.
—¿Cómo es posible? Hace un momento me contestó usted también alpreguntarle si conocía las relaciones de Zakunine con la italiana, queusted no se ocupaba de esas cosas. Si le amaba usted realmente ¿cómo nosentía usted el deseo ardiente de verlo libre?
—Yo sabía que era libre.
—¿Quiere usted decir que su compromiso con la Condesa no era válidopara él?
—Quiero decir que ya no la amaba.
—¿Pero no sabía usted que ella sí le amaba?
—Últimamente tampoco lo amaba.
—Entonces ¿por qué volvió a su lado?
—Tenían intereses comunes.
—¿Llama usted intereses comunes a esos préstamos en que él es eldeudor?... ¡Pero si ella no la amaba ya, no podía estar celosa de usted!
—No.
—Entonces ¿por qué se habría dado la muerte?
—No sé. A causa de sus escrúpulos, probablemente.
—¿Porque quería a otro y no podía ser suya?
—No sé. Tal vez. El suicidio, aunque parezca largamente meditado, serealiza siempre por un impulso momentáneo o imprevisto. Basta con unmotivo de dolor. Ella tenía muchos.
—¡Razona usted muy bien!... ¿Sabía el Príncipe que la Condesa amaba aotro?
—No lo creo.
—¿Nunca habló con usted de eso?
—Nunca.
—Ahora vamos a interrogar al Príncipe.
La joven salió, y el juez ordenó que se introdujera en el despacho aZakunine.
La actitud de éste en la prisión había sido completamente distinta de laobservada por su presunta cómplice. Nada había pedido para sí, nialimentos, especiales, ni libros, ni papel; de nada se había quejado;casi no había hablado una palabra: los guardianes contaban que pasaba eltiempo acostado en su cama inmóvil, como si durmiese. En su aspectogeneral, en sus ojeras profundas, era visible el trabajo que seefectuaba en su interior; pero, ¿qué era lo que lo mortificaba? ¿Lainjusticia de la acusación, o el remordimiento del delito? CuandoFerpierre le preguntó si persistía en sus declaraciones, si nada teníaque añadir para justificarse, contestó con voz ahogada:
—No.
—El otro día reconoció usted sus faltas, confesó que no habíacorrespondido al afecto que le profesaba la Condesa. Si ya no la amabausted ¿por qué no la dejó que siguiera su destino?
—Ella quería que yo siguiera siendo suyo.
—¿Aun a sabiendas de que su persona era ya para usted indiferente?
—Creía haberse unido a mí para siempre.
—¿Y usted sentía a veces, entre una y otra correría, algo así como laobligación de volver por un tiempo a su lado? ¡Ese sentimiento lo honramucho a usted!
El Príncipe miró la cara de Ferpierre, casi en actitud de replicar laironía de la observación; pero luego inclinó la cabeza y en voz baja,con acento de amargura, dijo:
—¡Ese sentimiento fue en extremo fatal!... Efectivamente,
¡cuando yapodía creerse libre de mí y pensar en disponer de su vida en otra forma,yo vine a recordarle su antiguo compromiso, el error que debía pesarirreparablemente sobre ella!
¿Hablaba así porque esa era la verdad, o porque, culpable, comprendía laeficacia de la defensa en tal forma?
—¿Y también tenía usted que recurrir a ella por dinero?
Zakunine alzó la frente al oír esa pregunta, y fijó bruscamente lamirada en los ojos del magistrado; pero en seguida los bajó otra vez,confuso.
—¿Qué le ha retenido a usted en Zurich durante todo este verano?
—La propaganda.
—No es cierto. Las cartas dirigidas a usted por sus correligionarios deRusia y de Inglaterra lo acusan de haberlos traicionado.
Por tercera vez fijó el acusado su mirada en la cara del juez, y seestremeció.
—Tenía que ayudar a otros. ¿Cree usted que yo le voy a revelar secretosque no son míos? ¿Quiere usted aprovechar mi prisión para instruir unproceso político?
—¡No, no! Estoy dispuesto a admitir que usted dejaba sin respuesta lascartas de algunos de sus compañeros, no por falta de celo, sino porayudar a otros. Alejandra Natzichet, por ejemplo, le ocupaba a ustedmucho...
La mirada del Príncipe relampagueó.
—No hable usted así,—dijo sordamente.
—¿Y por qué no quiere usted que hable? De todas partes se le acusa austed de haber dejado enfriar su entusiasmo y hasta de tener miedo;usted deja a los jefes de su partido reunirse en Londres y no va averlos, y eso lo hace usted por no moverse de Zurich, donde vive lamujer que el día de la tragedia encontramos a su lado, en una casa queno es la de usted... ¿no quiere usted que atribuyamos ese cambio a lafrecuentación de esa mujer, a su amistad?
—No hubo cambio alguno. Repito que los planes que nosotros seguimos sonmúltiples, que son muy numerosos. Es cierto que no fui a Londres, perohice otras cosas, no menos útiles.
—Usted no quiere decir cuáles son esas cosas, y hace bien, porque asíinsinúa usted la idea del deber sectario. Pero otro deber, que con másfacilidad se comprende, le impide a usted confesar sus relaciones con laNatzichet. Mas le advierto que su delicadeza es superflua, porque ellamisma ha confesado.
—¿Qué?—exclamó el Príncipe, con acento de profundo estupor.
—Que usted es su amante.
—¿Ella ha dicho eso?—dijo con otra exclamación el acusado, expresandocon la voz y con la mirada la imposibilidad de creer en semejanterevelación.
Ferpierre guardó un momento silencio, ocupado en observarle.
El asombro de aquel hombre parecía sincero. ¿Había mentido, pues, lanihilista? ¿Y por qué? ¿Qué motivo podía haberla impulsado a confesaruna cosa que tenía que ser perjudicial para su reputación? Y aun en elcaso de que, rebelde a todas las preocupaciones, no le importara lo quese dijera de ella, era necesario, para que mintiera así, que persiguiesealgún propósito.
Pero, ¿no era más probable que hubiera dicho la verdady el Príncipe fingiera ese asombro porque conocía el daño que semejanteconfesión tenía que causar a ambos?
—¡Ella misma lo había dicho!—repitió el magistrado.—¿Se asombrausted?
—¡Eso es falso!—replicó el Príncipe.
—¿Cuánto tiempo hace que la conoce usted?
—Tres años.
—¿Cómo la conoció?
—Era amigo de sus hermanos.
—Cuando emigró a Suiza ¿vino usted a buscarla? ¿La socorrió usted?...¡Ya ve usted que estoy bien informado! Ella misma me lo ha referidotodo. Primero la veía usted raras veces; pero desde abril, desde que sequedó usted en Zurich, han estado juntos.
¿Quiere usted reconocer, sí ono, que es usted su amante?
La impaciente dureza de esta pregunta hizo que el acusado mirara al juezen los ojos: las venas de sus sienes se hincharon, sus dientes crujían,todo revelaba su ira.
—Hace usted mal en no contestar. Me obliga usted a carearle con ella.
Y Ferpierre ordenó que volvieran a llamar a la rusa.
A la sorda ira del Príncipe iba sucediendo una visible inquietud:parecía que el acusado se considerara en ese momento amenazado, quetuviera miedo, que no supiera por qué lado escapar. Cuando la jovenllegó, fijó en sus ojos una ardiente mirada.
—La he hecho llamar a usted otra vez—dijo el juez—para que repitausted en presencia de este señor, lo que me dijo antes a mí.
¿Es ustedsu querida?
El Príncipe se inclinaba hacia ella, como si estuviera ansioso por oírla respuesta, o por sugerírsela él mismo.
—Sí—contestó con firmeza la joven.
—¿Sabe usted—repuso Ferpierre señalando al Príncipe—que él aparentano creer que usted me lo haya dicho?
—Comprendo el motivo que puede aconsejarle ocultar la verdad. Pero estose llegaría a saber de todos modos, y, además, no me ofende.
La nihilista contestaba al juez sin mirar a su cómplice. Sólo cuando eljuez se dirigió a éste para preguntarle si todavía negaba, volvió lacabeza y clavó en él la vista.
—¿Es o no su querida?—repitió Ferpierre mientras los dos se mirabanfijamente, la mujer con serenidad dominadora, el Príncipe titubeante yturbado.
Por último, el joven inclinó la cabeza como si confesara.
—Entonces ¿usted volvió al lado de la Condesa y se mostró arrepentidode sus faltas para con ella, únicamente porque necesitaba usted dinero?
—¿Qué dice usted?—profirió Zakunine desdeñosamente.
—Y entonces ¿por qué?—insistió el juez.
—Yo le sugerí que volviera al lado de la Condesa—dijo la joven.
Y como el Príncipe hiciera un nuevo movimiento de protesta, agregó:
—No tema usted perjudicarme. Es preciso decir la verdad.
Confirmeusted, porque es así, que yo le sugerí que volviera al lado de laCondesa para proponer una separación franca y leal.
No me arrepiento dehaberle dado ese consejo. Todo es preferible al equívoco. No siendoposible ya que usted siguiera viviendo con ella, como se lo habíaprometido, debía usted devolverla su palabra para que no alimentaranuevas ilusiones. Si eso la dolió y la impulsó a matarse, tal resultadoes ciertamente desagradable; pero ni a mí ni a usted se nos puede hacerresponsable de él. En circunstancias parecidas haríamos otra vez lomismo, y cualquiera en nuestro lugar lo haría.
—Dejemos aparte—dijo Ferpierre,—el juicio sobre la supuesta conductade ustedes. Antes de juzgarla importa cerciorarse de ella. Ahora, siusted aconsejó a su amante que volviera al lado de la Condesa paradespués separarse lealmente de ella, lo probable es que él interpretaramal la insinuación, y que en vez de decir francamente a esa señora quetodo había concluido, se le mostrara más afectuoso que nunca, másarrepentido y sumiso. Me parece que reanudar un vínculo es un modo muyextraño de romperlo...
Ferpierre había hablado mirando al Príncipe. Este continuaba mudo yconfuso; pero la joven replicó:
—¿Se asombra usted de que en el momento de dejar para siempre unapersona antes amada, el recuerdo del tiempo que se ha vivido junto conella entristezca, conmueva, haga penoso el deber de la franqueza yretarde su cumplimiento?
—Yo había hablado con él y a él le tocaba contestarme...—
observóFerpierre con un ambiguo movimiento de cabeza, como si el celo de lajoven le inspirara sospechas.—Pero ya que usted está tan bien informadade lo que sucedió entre ellos, aunque primero negó usted que se ocuparade estas cosas, dígame ahora si el señor cumplió por fin ese deber de lafranqueza, pues yo sé por otras declaraciones, que hasta la víspera dela catástrofe no había devuelto su palabra a la Condesa, lo que hacíaque ésta se creyera más atada que nunca.
—Lo que pasó no sucedió entre ellos solos: yo estaba presente.
—¿Cuándo?
—El día de la muerte, la misma mañana. Puesto que es necesario decirlotodo, voy a explicar a usted por qué me encontraba en aquella casa. Yosabía que la última explicación debía venir y esperaba con impacienciaque el Príncipe me anunciase su resultado. Pero viendo que no iba aZurich, vine yo en su busca. Le encontré vacilante aún; temeroso decausarle daño. Entonces le indiqué que la escribiera, idea que leagradó.
Estábamos en el escritorio, creíamos que nadie nos oyera, cuandola Condesa se nos apareció. Se puso a decir frases amargas contra él,contra mí, hizo que perdiera la paciencia, que olvidara la compasión, laacusara de espiarlo, y le declarara que iba a partir para no volver. LaCondesa nos dejó, y nosotros nos pusimos a preparar las cosas para elviaje. Poco rato después oímos el tiro. Esta es la verdad.
—¿Confirma usted lo que dice esta joven?—preguntó Ferpierre aZakunine.
El interrogado contestó con una breve inclinación de cabeza.
—¿Cuáles fueron las palabras amargas que la Condesa profirió?
Todavía fue la mujer quien contestó:
—Dijo: «¿Y es usted quien habla de lealtad? ¿Es un escrúpulo defranqueza el que hace que ustedes se oculten aquí a conspirar en micontra? ¿He sido yo hasta ahora un obstáculo para los amores de ustedes?¿Era necesario que me dieran su espectáculo aquí mismo?»
El magistrado permaneció un instante callado, contemplando a lanarradora, y luego, sin dejar de mirarla, dijo lentamente:
—¿Y usted cree que, después de una explicación tempestuosa, con eldesdén que debía henchir el corazón de aquella mujer, la versión delsuicidio sea verosímil? ¿Cómo no se fija usted en que, con su poco felizinvención de una escena tan increíble se ha colocado usted en un falsoterreno?
La joven contestó con dureza arrugando el ceño:
—Dudar es el oficio de usted. Yo he dicho la verdad; tanto peor si sevuelve en mi contra. ¿Tiene usted algo más que preguntarme?
En vez de esperar que el juez la despidiera, ella era quien lodespedía.
VII
LA CONFESIÓN
La curiosidad despertada en el público por la tragedia de Ouchy habíaido creciendo de día en día. La calidad de los personajes, lo extrañodel caso que reunía a personas procedentes de tantas partes y tandistintas por su cuna y por su vida: un revolucionario conocido en todaEuropa por Zakunine; un escritor como Roberto Vérod; una dama de lanobleza, como la Condesa d'Arda; un ser misterioso como AlejandraNatzichet habrían excitado el interés general, si para ello no hubierabastado la trama judicial.
La noticia del suicidio y la acusación de asesinato se habían esparcidoal mismo tiempo y dividían la opinión en dos campos casi iguales. Sinduda los que admitían la existencia del delito eran más numerosos, perosólo la inclinación natural de los hombres a creer en el mal, y en partetambién la aversión por las ideas políticas del Príncipe y de laestudiante, inducían a la sospecha, puesto que, al tratarse de demostrarel fundamento de ésta, nadie sabía presentar razones válidas.
Pero no faltaba quien los defendiera, y con bastante vivacidad.
El hechode que los revolucionarios no retrocedieran ante el hierro y el fuegocuando tenían que trabajar en la consecución de su ideal, ¿había dehacer que se les creyera capaces de un delito común? ¿No había entre lasdos cosas una enorme distancia, y los más feroces sectarios no suelenser, en la vida privada, personas de escrupulosa honradez y buenos hastala ingenuidad?
Los datos relativos a la vida de Zakunine y de la Natzichetproporcionaban argumentos, tanto a los acusadores como a los defensores,para insistir en sus opiniones.
En aquellas complejas naturalezas de esclavos, impetuosos y fríos almismo tiempo, ya violentamente arrastrados por el ciego instinto, yarígidamente subordinados a la razón más férrea, los unos y los otroshallaban la capacidad y la incapacidad del delito.
¿Por qué había de asombrar, o mejor dicho, no era natural, que en unímpetu de celos, de odio, de rencor, esas personas, que se creíansuperiores a todas las leyes, destruyeran una vida después de habersededicado a la destrucción de tantas obras?
Y del lado contrario se objetaba que no era creíble que esas mismaspersonas, cuya actividad estaba por entero dirigida a obtener un fincondenado por los más, pero grande y casi sagrado por eso mismo, seperdieran en una aventura vulgar, cometiendo un inútil delito. ¿Cómo eraposible que dos personas que habían renegado de la patria, de lafamilia, de la amistad, de todos los sentimientos que vinculan entre sia los hombres, y eso con el solo objeto de trabajar más libremente enla destrucción del mundo, hubieran traicionado su causa por obedecer auna pasión mezquina?
Los otros replicaban que esos reivindicadores de las máximas idealeshumanas no eran inaccesibles a las pasiones, sino que por el contrario,lo eran y mucho—y lo probaban citando las numerosas aventuras delPríncipe,—y que la razón, que en la generalidad de los hombres cedebajo el imperio de la pasión, debía ceder en ellos tanto y más aún.
Largas y vivas eran las discusiones sobre la persona que debería enrealidad merecer la acusación. ¿Era el Príncipe el homicida? Y lanihilista ¿era inocente o cómplice? Las opiniones se dividían en estotambién: según algunos, el hombre había cometido el delito por celos deVérod, y, según otros, la mujer lo había cometido por espíritu derivalidad.
Los que creían en el suicidio se apoyaban precisamente en estaincertidumbre. ¿Cómo acordar crédito a una acusación que no podíaprecisarse? Sostener que los dos juntos habían muerto a la Condesa noparecía posible y sólo algunos acusadores encarnizados en su odio a losrevolucionarios, decían que los dos habían podido ponerse de acuerdo enel proyecto homicida. Si Alejo Zakunine quería castigar a la Condesa porel amor que profesaba a Vérod, y si la nihilista quería castigarla delamor que el Príncipe la profesaba, la complicidad perversa de los dosquedaba demostrada.
Otros iban más lejos, pues al saber que el Príncipe se encontraba endificultades de dinero, sostenían que los dos rusos habían muerto a laCondesa por robarla. Pero era tanta la maldad que había de admitir enambos para sostener esta hipótesis, que pocos creían en ella, y la mayorparte de los acusadores reconocían que había que dirigir los tiroscontra el uno o contra la otra, no contra ambos. Y como faltaban pruebaspara la acusación o la defensa, cada uno de los partidos no insistíatanto en demostrar su propia teoría como en combatir la contraria.
Losque culpaban, ya al Príncipe, ya a la nihilista, sostenían lainverosimilitud del suicidio, y para afirmar la existencia de éste, losotros aducían la inverosimilitud y la imposibilidad del delito.
El juez Ferpierre estaba atento a todas estas voces para tratar deorientarse hacia el descubrimiento de la verdad. El últimointerrogatorio lo había dejado aún más perplejo. ¿Por qué habíancontestado los acusados de diverso modo a las intimaciones de querevelaran la naturaleza de sus relaciones?
Nada obligaba ciertamente ala Natzichet a confesarse la querida del Príncipe y era extraña lainsistencia con que ella misma había casi forzado al Príncipe a nocontradecirla. Si hubiera querido negarlo, podía haberlo hecho como él.No era sólo amor de la verdad lo que la había impulsado a proceder así:su idea debía ser que esa confesión era provechosa para el Príncipe.Tampoco era solamente la delicadeza lo que había persuadido al Príncipea negar sus relaciones con la joven, sino el temor de que, al decir laverdad, empeoraría su causa. Mientras más pensaba el magistrado en susrespuestas, más reconocía que un interés secreto los había colocado aambos en direcciones opuestas. Pero todavía quedaba insoluble elproblema: ¿se trataba de dos cómplices que procuraban salvarse, o másbien de dos inocentes que temían defenderse mal?
Ferpierre volvía a sentirse atormentado por la duda: había momentos enque se preguntaba si no era su deber ponerlos en libertad; pero después,una sospecha que no había podido explicarse con claridad, algo deambiguo en la conducta de los acusados, y más que en su conducta en susexpresiones, le aconsejaba esperar y seguir buscando.
Con respecto a la peor de las sospechas, la de un homicidio por hurto,había recibido el juez noticias de Milán, muy desfavorables para losacusados. De las declaraciones del cajero de la casa d'Arda, resultabaque las sumas de dinero que debía tener la Condesa eran mucho mayoresque las encontradas en la villa. Pero Ferpierre tuvo por autos laspruebas de que el hurto no había sido cometido. Interrogada Julia Picoacerca de la honradez de los otros criados y de la posibilidad de quealguno de ellos se hubiera entendido con los rusos, sus respuestasdisiparon toda sospecha. Dijo que su patrona practicaba mucho lacaridad, que daba y enviaba mucho dinero a los pobres y a lasinstituciones caritativas de Lausana, de Niza y de Milán, lo queconfirmado por la Baronesa de Börne y por todos los extranjerosresidentes en el Beau Séjour: ¿no estaba allí la explicación de ladiferencia entre las sumas halladas en casa de la muerta y las quedebían haberle encontrado?
Un nuevo registro en la villa Cyclamens más minucioso que el anterior,excluyó la idea de que hubiera dinero oculto en la casa, y por último,el interrogatorio de los sirvientes fue igualmente contrario a lasospecha.
No quedaba, por lo tanto, más que la hipótesis de la intención delhurto, y Ferpierre no creía en ella. Su opinión era que, si en realidadexistía el delito, la pasión lo había determinado. Por eso importabacerciorarse de la naturaleza de las relaciones de los dos rusos; peroninguna luz arrojaron sobre ese punto las declaraciones tomadas enZurich entre las personas que conocían a Zakunine y a la Natzichet:nadie sabía si en realidad eran amante y querida; algunos losospechaban, otros rechazaban la idea, y hasta sobre si eran o nocapaces de haber cometido el delito, los pareceres eran también en esaciudad muy diversos.
La carta dirigida por la Condesa a sor Ana Brighton habría revelado elmisterio; pero no era posible encontrar a sor Ana. Ya no estaba en NuevaOrleans, donde había fechado sus últimas cartas halladas en casa de ladifunta, y nadie sabía a qué país se había marchado. Ferpierre esperaba,sin embargo, que un día u otro ella misma hiciera llegar a manos de lajusticia el deseado documento. Todos los diarios del mundo hablaban deldrama de Ouchy y decían que solamente la última carta de la Condesad'Arda podía aclararlo, confundiendo a los acusados si no anunciaba elinminente suicidio, o salvando a dos inocentes si contenía la confesiónde este propósito extremo. Parecía imposible que a la larga no tuvierasor Ana noticia de la ansiosa expectación con que se esperaba esa carta,y no comprendiera su deber de entregarla a la justicia.
Mientras tanto, Ferpierre no podía ocuparse más que en el drama deOuchy y de sus autores. Después de haber conocido la vida de los dosrusos, no negaba que las almas de uno y otro tuvieran sus lados buenos,bondad disminuida y ofuscada por la dureza, por la violencia, por laferocidad. ¿Acaso, tratados de otro modo, puestos en mejores condicionesde vida, habrían sido mejores? Pero el amor humilde, abnegado,suplicante, de la Condesa Florencia, no había servido para redimir aZakunine, y al pensar en el martirio de la infeliz, el magistrado senegaba a toda indulgencia, reconocía que así como aquel hombre violentohabía querido la mortificación de ese pobre ser delicado, también podíahaber querido su muerte.
En cuanto a la nihilista, su vida no estaba, como la de Zakunine, llenade atrocidad, y la dureza de la suerte que la había dejado sola a laedad de veinte años, la profundidad de sus estudios y la altura de suinteligencia, hablaban en su favor; pero el juez no perdonaba a unamujer, a una niña, el sangriento ideal de la destrucción, y si en algúnmomento se inclinaba a excusarlo, ese vínculo con el Príncipe le parecíasin excusa.
¿Cómo era posible que la joven se hubiera echado en brazos de un hombreque jamás había sido firme en sus afectos?
Desconocer las leyes, lasconvenciones, las preocupaciones sociales era demasiado natural, enciertas condiciones del espíritu, bajo la influencia de ciertosejemplos, por la eficacia de una prédica asidua. Ferpierre admitía,pues, que la joven fuera partidaria del amor libre, pero, sin embargo,este amor debía ser correspondido, debía fundarse sobre una sinceridad,sobre una fidelidad, siquiera temporal, de que Zakunine era incapaz,como lo demostraba su pasado. De allí deducía Ferpierre que esos dosseres se habían unido sin la menor delicadeza de sentimientos, por meroimpulso instintivo, solamente por el ansia del placer, y de tan indignaunión podía haber germinado el delito.
La confesión de sus relaciones hecha por la joven y confirmada por elPríncipe, ¿agravaba realmente, o mejoraba las condiciones de uno y otro?En el público las opiniones continuaban dividiéndose: Si la Condesa,perdido su amor por Zakunine, había esperado, sin embargo, permanecercon él, respetada y protegida, el tener que renunciar a esa últimailusión podía haber colmado la medida y deter