bajo la dominación de Ibarra.
López de Santa Fe extendía su influencia sobre Entre Ríos por medio deEchagüe, santafecino y criatura suya, y sobre Córdoba por los Reinafé.Ferré, hombre de espíritu independiente, provincialista, mantuvo aCorrientes fuera de la lucha hasta 1839; bajo el gobierno de Berón deAstrada volvió las armas de aquella provincia contra Rosas, que con suacrecentamiento de poder había hecho ilusorio el pacto de la Liga.
Esemismo Ferré, por ese espíritu de provincialismo estrecho, declaródesertor en 1840
a Lavalle, por haber pasado el Paraná con el ejércitocorrentino;{248} y después de la batalla de Caaguazú quitó al general Paz elejército victorioso, haciendo así malograr las ventajas decisivas quepudo producir aquel triunfo.
Ferré en estos procedimientos, como en la Liga Litoral que en años atráshabía promovido, estaba inspirado por el espíritu provincial deindependencia y aislamiento, que había despertado en todos los ánimos larevolución de la independencia. Así, pues, el mismo sentimiento quehabía echado a Corrientes en la oposición a la Constitución unitaria de1826, le hacía desde 1838 echarse en la oposición a Rosas quecentralizaba el poder. De aquí nacen los desaciertos de aquel caudillo ylos desastres que se siguieron a la batalla de Caaguazú, estéril no sólopara la República en general, sino para la provincia misma deCorrientes; pues centralizado el resto de la nación por Rosas, malpodría ella conservar su independencia feudal y federal.
Terminada la expedición al Sur, o, por mejor decir, desbaratada porqueno tenía verdadero plan ni fin real, Facundo se marchó a Buenos Airesacompañado de su escolta y de Barcala, y entra en la ciudad sin habersetomado la molestia de anunciar a nadie su llegada. Estos procedimientossubversivos de toda forma recibida, podrían dar lugar a muy largoscomentarios, si no fueran sistemáticos y característicos. ¿Qué objetollevaba a Quiroga esta vez a Buenos Aires? ¿Es otra invasión que, comola de Mendoza, hace sobre el centro del poder de su rival? Elespectáculo de la civilización,
¿ha dominado al fin su rudeza selvática,y quiere vivir en el seno del lujo y de las comodidades? Yo creo quetodas estas causas reunidas aconsejaron a Facundo su mal aconsejadoviaje a Buenos Aires. El poder educa, y Quiroga tenía todas las altasdotes de espíritu que permiten a un hombre corresponder siempre a{249} sunueva posición, por encumbrada que sea. Facundo se establece en BuenosAires, y bien pronto se ve rodeado de los hombres más notables; compraseiscientos mil pesos de fondos públicos; juega a la alta y baja; hablacon desprecio de Rosas; declárase unitario entre los unitarios, y lapalabra constitución no abandona sus labios. Su vida pasada, sus actosde barbarie, poco conocidos en Buenos Aires, son explicados entonces yjustificados por la necesidad de vencer, por la de su propiaconservación. Su conducta es mesurada, su aire noble e imponente, noobstante que lleva chaqueta, el poncho terciado, y la barba y el peloenormemente abultados.
Quiroga, durante su residencia en Buenos Aires, hace algunos ensayos desu poder personal. Un hombre con cuchillo en mano no quería entregarse aun sereno. Acierta a pasar Quiroga por el lugar de la escena, embozadoen su poncho como siempre; párase a ver, y súbitamente arroja el poncho,lo abraza e inmoviliza. Después de desarmarlo, él mismo lo conduce a laPolicía, sin haber querido dar a su nombre al sereno, como tampoco lodió en la Policía, donde fué, sin embargo, reconocido por un oficial;los diarios publicaron al día siguiente aquel acto de arrojo. Sabe unavez que cierto boticario ha hablado con desprecio de sus actos debarbarie en el interior. Facundo se dirije a su botica y lo interroga.El boticario se le impone y le dice que allí no está en las provinciaspara atropellar a nadie impunemente.
Este suceso llena de placer a toda la ciudad de Buenos Aires. ¡PobreBuenos Aires, tan candorosa, tan engreída con sus instituciones! ¡Un añomás y seréis tratada con más brutalidad que fué tratado el interior porQuiroga! La Policía hace entrar sus satélites a la habitación misma de{250}Quiroga en persecución del huésped de la casa, y Facundo, que se vetratado tan sin miramiento, extiende el brazo, coge el puñal, seendereza en la cama donde está recostado, y en seguida vuelve areclinarse y abandona lentamente el arma homicida. Siente que hay allíotro poder que el suyo, y que pueden meterlo en la cárcel si se hacejusticia a sí mismo.
Sus hijos están en los mejores colegios; jamás les permite vestir sinofrac o levita, y a uno de ellos que intenta dejar sus estudios paraabrazar la carrera de las armas, lo pone de tambor en un batallón hastaque se arrepienta de su locura. Cuando algún coronel le habla de enrolaren su cuerpo en clase de oficial a alguno de sus hijos: «si fuera en unregimiento mandado por Lavalle—contesta burlándose—, ya; ¡pero enestos cuerpos!...» Si se habla de escritores, ninguno hay que, en suconcepto, pueda rivalizar con los Varela, que tanto mal han dicho de él.Los únicos hombres honrados que tiene la República son Rivadavia y Paz:«ambos tenían las más sanas intenciones».
A los unitarios sólo exige unsecretario como el doctor Ocampo, un político que redacte unaConstitución, y con una imprenta se marchará a San Luis, y desde allí laenseñará a toda la República en la punta de una lanza.
Quiroga, pues, se presenta como el centro de una nueva tentativa dereorganizar la República; y pudiera decirse que conspira abiertamente,si todos estos propósitos, todas aquellas bravatas no careciesen dehechos que viniesen a darles cuerpo. La falta de hábitos de trabajo, lapereza de pastor, la costumbre de esperarlo todo del terror, acaso lanovedad del teatro de acción, paralizan su pensamiento, lo mantienen enuna expectativa funesta que lo compromete últimamente y lo entregamaniatado a su astuto rival. No{251} han quedado hechos ningunos queacrediten que Quiroga se proponía obrar inmediatamente, si no son susinteligencias con los gobernadores del interior, y sus indiscretaspalabras repetidas por unitarios y federales, sin que los primeros seresuelvan a fiar su suerte en manos como las suyas, ni los federales lorechacen como desertor de sus filas.
Y mientras tanto que se abandona así a una peligrosa indolencia, ve cadadía acercarse la boa que ha de sofocarlo en sus redobladas lazadas. Elaño 1833, Rosas se hallaba ocupado en su fantástica expedición, y teníasu ejército obrando al sur de Buenos Aires, desde donde observaba algobierno de Balcarce. La provincia de Buenos Aires presentó poco despuésuno de los espectáculos más singulares. Me imagino lo que sucedería enla tierra si un poderoso cometa se acercase a ella: al principio, elmalestar general; después, rumores sordos, vagos; en seguida, lasoscilaciones del globo atraído fuera de su órbita; hasta que al fin lossacudimientos convulsivos, el desplome de las montañas, el cataclismo,traerían el caos que precede a cada una de las creaciones sucesivas deque nuestro globo ha sido teatro.
Tal era la influencia que Rosas ejercía en 1834. El Gobierno de BuenosAires se sentía cada vez más circunscrito en su acción, más embarazadoen su marcha, más dependiente del Héroe del Desierto. Cada comunicaciónde éste era un reproche dirigido a su Gobierno, una cantidad exorbitanteexigida para el ejército, alguna demanda inusitada; luego la campaña noobedecía a la ciudad, y era preciso poner a Rosas la queja de estedesacato de sus edictos. Más tarde, la desobediencia entraba en laciudad misma; últimamente, hombres armados recorrían las calles acaballo{252}
disparando tiros, que daban muerte a algunos transeúntes. Estadesorganización de la sociedad iba de día en día aumentándose como uncáncer y avanzando hasta el corazón, si bien podía discernirse el caminoque traía desde la tienda de Rosas a la campaña, de la campaña a unbarrio de la ciudad, de allí a cierta clase de hombres, los carniceros,que eran los principales instigadores.
El gobierno de Balcarce había sucumbido en 1833, al empuje de estedesbordamiento de la campaña sobre la ciudad. El partido de Rosastrabajaba con ardor para abrir un largo y despejado camino al Héroe delDesierto, que se aproximaba a recibir la ovación merecida: el Gobierno;pero el partido federal de la ciudad burla todavía sus esfuerzos siquiere hacer frente. La Junta de Representantes se reúne en medio delconflicto que trae la acefalia del Gobierno, y el general Viamont, a sullamado, se presenta con la prisa en traje de casa y se atreve aún ahacerse cargo del Gobierno. Por un momento parece que el orden serestablece y la pobre ciudad respira; pero luego principia la mismaagitación, los mismos manejos, los grupos de hombres que recorren lascalles, que distribuyen latigazos a los pasantes.
Es indecible el estado de alarma en que vivió un pueblo entero durantedos años, con este extraño y sistemático desquiciamiento. De repente seveían las gentes disparando por las calles, y el ruido de las puertasque se cerraban iba repitiéndose de manzana en manzana, de calle encalle. ¿De qué huían? ¿Por qué se encerraban a la mitad del día?
¡Quiénsabe! Alguno había dicho que venían..., que se divisaba un grupo..., quese había oído el tropel lejano de caballos.
Una de estas veces marchaba Facundo Quiroga por una{253} calle seguido de unayudante, y al ver a estos hombres con frac que corren por las veredas,a las señoras que huyen sin saber de qué, Quiroga se detiene, pasea unamirada de desdén sobre aquellos grupos, y dice a su edecán: «Este pueblose ha enloquecido.» Facundo había llegado a Buenos Aires poco después dela caída de Balcarce. «Otra cosa hubiera sucedido—decía—si yo hubieseestado aquí.—¿Y qué habría hecho, general?—le replicaba uno de los queescuchándole había; S. E. no tiene influencia sobre esta plebe de BuenosAires.» Entonces Quiroga, levantando la cabeza, sacudiendo su negramelena, y despidiendo rayos de sus ojos, le dice con voz breve y seca:«¡Mire usted!, habría salido a la calle, y al primer hombre que hubieraencontrado, le habría dicho: ¡sígame!; ¡y ese hombre me habría seguido!»Tal era la avasalladora energía de las palabras de Quiroga, tanimponente su fisonomía, que el incrédulo bajó la vista aterrado, y porlargo tiempo nadie se atrevió a desplegar los labios.
El general Viamont renuncia al fin, porque ve que no se puede gobernar,que hay una mano poderosa que detiene las ruedas de la administración.Búscase alguien que quiera reemplazarlo; se pide por favor a los másanimosos que se hagan cargo del bastón, y nadie quiere; todos se encogende hombros y ganan sus casas amedrentados.
Al fin se coloca a la cabezadel Gobierno al doctor Maza, el maestro, el mentor y amigo de Rosas, ycreen haber puesto remedio al mal que los aqueja. ¡Vana esperanza!
Elmalestar crece, lejos de disminuir.
Anchorena se presenta al Gobierno pidiendo que reprima los desórdenes, ysabe que no hay medio alguno a su alcance; que la fuerza de la Policíano obedece; que hay órdenes de afuera. El general Guido, el doctorAlcorta,{254} dejan oír todavía en la Junta de Representantes algunasprotestas enérgicas contra aquella agitación convulsiva en que se tienea la ciudad; pero el mal sigue, y para agravarlo, Rosas reprocha alGobierno, desde su campamento, los desórdenes que él mismo fomenta.
¿Quées lo que quiere este hombre? ¿Gobernar? Una comisión de la Sala va aofrecerle el Gobierno; le dice que sólo él puede poner término a aquellaangustia, a aquella agonía de dos años. Pero Rosas no quiere gobernar, ynuevas comisiones, nuevos ruegos. Al fin halla medio de conciliarlotodo. Les hará el favor de gobernar, si los tres años que abraza elperíodo legal se prolongan a cinco, y se le entrega la suma del Poderpúblico, palabra nueva cuyo alcance sólo él comprende.
En estas transacciones se hallaba la ciudad de Buenos Aires y Rosas,cuando llega la noticia de un desavenimiento entre los gobiernos deSalta, Tucumán y Santiago del Estero, que podía hacer estallar laguerra. Cinco años van corridos desde que los unitarios han desaparecidode la escena política, y dos desde que los federales de la ciudad, los lomos negros, han perdido toda influencia en el Gobierno, cuando mástiene valor para exigir algunas condiciones que hagan tolerable lacapitulación. Rosas, entretanto que la ciudad se rinde a discreción,con sus constituciones, sus garantías individuales, con susresponsabilidades impuestas al Gobierno, agita fuera de Buenos Airesotra máquina no menos complicada.
Sus relaciones con López de Santa Fe son activas, y tiene además unaentrevista en que conferencian ambos caudillos; el Gobierno de Córdobaestá bajo la influencia de López, que ha puesto a su cabeza a losReinafé. Invítase a Facundo a ir a interponer su influencia para apagar{255}las chispas que se han levantado en el Norte de la República; nadie sinoél está llamado para desempeñar esta misión de paz. Facundo resiste,vacila; pero se decide al fin. El 18 de diciembre de 1835 sale de BuenosAires, y al subir a la galera, dirige en presencia de varios amigos susadioses a la ciudad. «Si salgo bien—dice, agitando la mano—, tevolveré a ver; si no, ¡adiós para siempre!»
¿Qué siniestrospresentimientos vienen a asomar en aquel momento su faz lívida, en elánimo de este hombre impávido? ¿No recuerda el lector que algo parecidomanifestaba Napoleón al partir de las Tullerías para la campaña quedebía terminar en Waterlóo?
Apenas ha andado media jornada, encuentra un arroyo fangoso que detienela galera.
El vecino maestro de posta acude solícito a pasarla; se ponennuevos caballos, se apuran todos los esfuerzos, y la galera no avanza.Quiroga se enfurece, y hace uncir a las varas al mismo maestro de posta.La brutalidad y el terror vuelven a aparecer desde que se halla en elcampo, en medio de aquella naturaleza y de aquella sociedad semibárbara.
Vencido aquel primer obstáculo, la galera sigue cruzando la Pampa comouna exhalación; camina todos los días hasta las dos de la mañana, y sepone en marcha de nuevo a las cuatro. Acompáñale el doctor Ortiz, susecretario, y un joven conocido, a quien a su salida encontróinhabilitado de ir adelante por la fractura de las ruedas de suvehículo. En cada posta a que llega hace preguntar inmediatamente: «¿Aqué hora ha pasado un chasque de Buenos Aires?—Hace una hora—¡Caballossin pérdida de momento!»—grita Quiroga. Y la marcha continúa. Parahacer más penosa la situación, parecía que las cataratas del cielo sehabían abierto; durante tres días la lluvia no cesa un{256} momento, y elcamino se ha convertido en un torrente.
Al entrar en la jurisdicción de Santa Fe la inquietud de Quiroga seaumenta, y se torna en visible angustia cuando en la posta de Pavón sabeque no hay caballos y que el maestro de posta está ausente. El tiempoque pasa antes de procurarse nuevos tiros es una agonía mortal paraFacundo, que grita a cada momento: «¡Caballos!
¡Caballos!» Suscompañeros de viaje nada comprenden de este extraño sobresalto,asombrados de ver a este hombre, el terror de los pueblos, asustadizoahora y lleno de temores, al parecer quiméricos. Cuando la galera lograponerse en marcha, murmura en voz baja, como si hablara consigo mismo:«Si salgo del territorio de Santa Fe, no hay cuidado por lo demás.» Enel paso del Río Tercero acuden los gauchos de la vecindad a ver alfamoso Quiroga, y pasan la galera punto menos que a hombros.
Ultimamente llega a la ciudad de Córdoba a las nueve y media de lanoche, y una hora después del arribo del chasque de Buenos Aires, aquien ha venido pisando desde su salida. Uno de los Reinafé acude a laposta, donde Facundo está aún en la galera pidiendo caballos, que no hayen aquel momento. Salúdalo con respeto y efusión; suplícale que pase lanoche en la ciudad, donde el Gobierno se prepara a hospedarlodignamente. «¡Caballos necesito!», es la breve respuesta que da Quiroga.«¡Caballos!», replica a cada nueva manifestación de interés o solicitudde parte de Reinafé, que se retira al fin humillado, y Facundo partepara su destino a las doce de la noche.
La ciudad de Córdoba, entretanto, estaba agitada por los más extrañosrumores; los amigos del joven que ha venido por casualidad en compañíade Quiroga, y que se queda en Córdoba, su patria, van en tropel avisitarlo. Se{257} admiran de verlo vivo y le hablan del peligro inminentede que se ha salvado. Quiroga debía ser asesinado en tal punto; losasesinos son N. y N.; las pistolas han sido compradas en tal almacén;han sido vistos N. y N. para encargarse de la ejecución, y se hannegado. Quiroga los ha sorprendido con la asombrosa rapidez de sumarcha, pues no bien llega el chasque que anuncia su próximo arribo,cuando se presenta él mismo y hace abortar todos los preparativos. Jamásse ha premeditado un atentado con más descaro; toda Córdoba estáinstruída de los más mínimos detalles del crimen que el Gobiernointenta, y la muerte de Quiroga es el asunto de todas lasconversaciones.
Quiroga, en tanto, llega a su destino, arregla las diferencias entre losgobernantes hostiles y regresa por Córdoba, a despecho de las reiteradasinstancias de los gobernadores de Santiago y Tucumán, que le ofrecen unagruesa escolta para su custodia, aconsejándole tomar el camino de Cuyopara regresar. ¿Qué genio vengativo cierra su corazón y sus oídos y lehace obstinarse en volver a desafiar a sus enemigos, sin escolta, sinmedios adecuados de defensa? ¿Por qué no toma el camino de Cuyo,desentierra sus inmensos depósitos de armas a su paso por La Rioja yarma las ocho provincias que están bajo su influencia? Quiroga lo sabetodo; aviso tras de aviso ha recibido en Santiago del Estero; sabe elpeligro de que su diligencia lo ha salvado; sabe el nuevo y másinminente que le aguarda, porque no han desistido sus enemigos delconcebido designio. «¡A Córdoba!», grita a los postillones al ponerse enmarcha, como si Córdoba fuese el término de su viaje[35]. {258}
Antes de llegar a la posta del Ojo de Agua, un joven sale del bosque yse dirige hacia la galera, requiriendo al postillón que se detenga.Quiroga asoma la cabeza por la portezuela y le pregunta lo que se leofrece. «Quiero hablar al doctor Ortiz.»
Desciende éste y sabe losiguiente: «En las inmediaciones del lugar llamado Barranca-Yaco estáapostado Santos Pérez con una partida; al arribo de la galera debenhacerle fuego de ambos lados y matar en seguida de postillón arriba;nadie debe escapar; ésta es la orden.» El joven, que ha sido en otrotiempo favorecido por el doctor Ortiz, ha venido a salvarlo; tiénelecaballo allí mismo para que monte y se escape con él; su hacienda estáinmediata. El secretario, asustado, pone en conocimiento{259} de Facundo loque acaba de saber y le insta para que se ponga en seguridad.
Facundointerroga de nuevo al joven Sandivaras, le da las gracias por su buenaacción, pero lo tranquiliza sobre los temores que abriga. «No ha nacidotodavía—le dice con voz enérgica—el hombre que ha de matar a FacundoQuiroga. A un grito mío esa partida mañana se pondrá a mis órdenes y meservirá de escolta hasta Córdoba. Vaya usted, amigo, sin cuidado.»
Estas palabras de Quiroga, de que yo no he tenido noticia hasta estemomento, explican la causa de su extraña obstinación en ir a desafiar lamuerte. El orgullo y el terrorismo, los dos grandes móviles de suelevación, lo llevan maniatado a la sangrienta catástrofe que debeterminar su vida. Tiene a menos evitar el peligro y cuenta con el terrorde su nombre para hacer caer las cuchillas levantadas sobre su cabeza.Esta explicación me la daba a mí mismo antes de saber que sus propiaspalabras la habían hecho inútil.
La noche que pasaron los viajeros de la posta del Ojo de Agua es de talmanera angustiosa para el infeliz secretario, que va a una muerte ciertae inevitable, y que carece del valor y de la temeridad que anima aQuiroga, que creo no deber omitir ninguno de sus detalles, tanto máscuanto que, siendo, por fortuna, sus pormenores tan auténticos, seríacriminal descuido no conservarlos, porque si alguna vez un hombre haapurado todas las heces de la agonía; si alguna vez la muerte ha debidoparecer horrible, es aquélla en que un triste deber, el de acompañar aun amigo temerario, nos la impone, cuando no hay infamia ni deshonor enevitarla[36]. {260}
El doctor Ortiz llama aparte al maestro de posta y le interrogaencarecidamente sobre lo que sabe acerca de los extraños avisos que hanrecibido, asegurándole no abusar de su confianza. ¡Qué pormenores va aoír! Santos Pérez ha estado allí, con una partida de treinta hombres,una hora antes de su arribo; van todos armados de tercerola y sable;están ya apostados en el lugar designado; deben morir todos los queacompañan a Quiroga; así lo ha dicho Santos Pérez al mismo maestro deposta.
Esta confirmación de la noticia recibida de antemano no altera ennada la determinación de Quiroga, que después de tomar una taza dechocolate, según su costumbre, se duerme profundamente.
El doctor Ortiz gana también la cama, no para dormir, sino paraacordarse de su esposa, de sus hijos, a quienes no volverá a ver más. Ytodo, ¿por qué? Por no arrostrar el enojo de un temible amigo; por noincurrir en la tacha de desleal. A media noche la inquietud de la agoníale hace insoportable la cama; levántase y va a buscar a su confidente:«¿Duermes, amigo?—le pregunta en voz baja.—¡Quién ha de dormir, señor,con esta cosa tan horrible!—¿Con que no hay duda? ¡Qué suplicio elmío!—
Imagínese, señor, cómo estaré yo, que tengo que mandar dospostillones, que deben ser muertos también. Esto me mata. Aquí hay unniño que es sobrino del sargento de la partida, y pienso mandarlo; peroel otro... ¿a quién mandaré? ¡A hacerlo morir inocentemente!»
El doctor Ortiz hace un último esfuerzo para salvar su{261} vida y la delcompañero; despierta a Quiroga, y le instruye de los pavorosos detallesque acaba de adquirir, significándole que él no le acompaña si seobstina en hacerse matar inútilmente.
Facundo, con gesto airado ypalabras groseramente enérgicas, le hace entender que hay mayor peligroen contrariarlo allí que el que le aguarda en Barranca-Yaco, y fuerza essometerse sin más réplica. Quiroga manda a su asistente, que es unvaliente negro, a que limpie algunas armas de fuego que vienen en lagalera y las cargue; a esto se reducen todas sus precauciones.
Llega el día, por fin, y la galera se pone en camino. Acompáñale, a másdel postillón que va en el tiro, el niño aquel, dos correos que se hanreunido por casualidad y el negro que va a caballo. Llega al puntofatal, y dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sinherir a nadie; los soldados se echan sobre ella con los sables desnudos,y en un momento inutilizan los caballos y descuartizan al postillón,correos y asistente. Quiroga entonces asoma la cabeza, y hace por unmomento vacilar a aquella turba. Pregunta por el comandante de lapartida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga «¿qué significaesto?», recibe por toda contestación un balazo en un ojo, que le dejamuerto.
Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas veces con su espada almalaventurado secretario, y manda, concluída la ejecución, tirar haciael bosque la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos pedazosy el postillón, que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo.«¿Qué muchacho es éste?—pregunta viendo al niño de la posta, único quequeda vivo.—Este es un sobrino mío—contesta el sargento de lapartida—; yo respondo de él con mi vida.» Santos Pérez se acerca alsargento, le atraviesa el corazón{262} de un balazo, y en seguida,desmontándose, toma de un brazo al niño, lo tiende en el suelo y lodegüella, a pesar de sus gemidos de niño que se ve amenazado de unpeligro.
Este último gemido del niño es, sin embargo, el único suplicio quemartiriza a Santos Pérez. Después, huyendo de las partidas que lopersiguen, oculto entre las breñas de las rocas o en los bosquesenmarañados, el viento le trae al oído el gemido lastimero del niño. Sia la vacilante claridad de las estrellas se aventura a salir de suguarida sus miradas inquietas se hunden en la obscuridad de los árbolessombríos para cerciorarse de que no se divisa en ninguna parte elbultito blanquecino del niño, y cuando llega al lugar donde hacenencrucijada dos caminos, le arredra ver venir por el que él deja al niñoanimando su caballo. Facundo decía también que un solo remordimiento laaquejaba: ¡la muerte de los 26 oficiales fusilados en Mendoza!
¿Quién es, mientras tanto, este Santos Pérez? Es el gaucho malo de lacampaña de Córdoba, célebre en la sierra y en la ciudad por susnumerosas muertes, por su arrojo extraordinario, por sus aventurasinauditas. Mientras permaneció el general Paz en Córdoba, acaudilló lasmontoneras más obstinadas e intangibles de la Sierra, y por largo tiempoel pago de Santa Catalina fué una republiqueta adonde los veteranos delejército no pudieron penetrar. Con miras más elevadas habría sido eldigno rival de Quiroga; con sus vicios sólo alcanzó a ser su asesino.Era alto de talle, hermoso de cara, de color pálido y barba negra yrizada. Largo tiempo fué después perseguido por la justicia, y nadamenos que 400 hombres andaban en su busca. Al principio los Reinafé lollamaron, y en la casa del Gobierno{263} fué recibido amigablemente.
Alsalir de la entrevista empezó a sentir una extraña descompostura deestómago, que le sugirió la idea de consultar a un médico amigo suyo,quien, informado por él de haber tomado una copa de licor que se lebrindó, le dió un elixir que le hizo arrojar oportunamente el arsénicoque el licor disimulaba. Más tarde, y en lo más recio de la persecución,el comandante Casanovas, su antiguo amigo, le hizo significar que teníaalgo de importancia que comunicarle. Una tarde, mientras que elescuadrón de que el comandante Casanovas era jefe hacía el ejercicio alfrente de su casa, Santos Pérez se desmonta y le dice: «Aquí estoy; ¿quéquería decirme?—¡Hombre! Santos Pérez, pase por acá; siéntese.—¡No!¿Para qué me ha hecho llamar?» El comandante, sorprendido así, vacila yno sabe qué decir en el momento. Su astuto y osado interlocutor locomprende, y arrojándole una mirada de desdén y volviéndole la espalda,le dice: «¡Estaba seguro de que quería agarrarme por traición! He venidopara convencerme no más.» Cuando se dió orden al escuadrón deperseguirlo, Santos había desaparecido. Al fin, una noche lo cogierondentro de la ciudad de Córdoba, por una venganza femenil.
Había
dado
de
golpes
a
la
querida
con
quien
dormía;
ésta,
sintiéndoloprofundamente dormido, se levanta con precaución, le toma las pistolas yel sable, sale a la calle y lo denuncia a una patrulla. Cuandodespierta, rodeado de fusiles apuntados a su pecho, echa mano a laspistolas, y no encontrándolas: «Estoy rendido—dice con serenidad.—¡Mehan quitado las pistolas!» El día que lo entraron en Buenos Aires, unamuchedumbre inmensa se había reunido en la puerta de la casa delGobierno.
A su vista gritaba el populacho: ¡Muera Santos Pérez! {264}, y él, meneandodesdeñosamente la cabeza y paseando sus miradas por aquella multitud,murmuraba tan sólo estas palabras: «¡Tuviera aquí mi cuchillo!» Al bajardel carro que lo conducía a la cárcel, gritó repetidas veces: «¡Muera eltirano!»; y al encaminarse al patíbulo, su talla gigantesca, como la deDanton, dominaba la muchedumbre, y sus miradas se fijaban de vez encuando en el cadalso como en un andamio de arquitectos.
El Gobierno de Buenos Aires dió un aparato solemne a la ejecución de losasesinos de Juan Facundo Quiroga; la galera ensangrentada y acribilladade balazos estuvo largo tiempo expuesta a examen del pueblo, y elretrato de Quiroga, como la vista del patíbulo y de los ajusticiados,fueron litografiados y distribuídos por millares, como también extractosdel proceso, que se dió a luz en un volumen en folio. La Historiaimparcial espera todavía datos y revelaciones para señalar con su dedoal instigador de los asesinos.{265}
PARTE TERCERA
CAPÍTULO PRIMERO
GOBIERNO UNITARIO
No se sabe bien por qué es que quiere gobernar. Una sola cosa hapodido ave