Ya tengo en frente la más horripilante
cruel especie de muerte,
vuestra perversidad así será colmada
como mis desventuras.
122.
¡Infeliz de mí! Con que, ¡oh, Laura!
¿habré de morir sin ser ya amado por tí?
Amargura de amarguras;
¿de mí quién hará memoria?
123.
Con que, para mi infortunio,
¿no tendrás miaja de lágrima?
Cuando descanse en la nada,
¿no me consagrarás recuerdo alguno?
124.
Estos pensamientos me asesinan;
corred ya, lágrimas mías; y, corazón mío, derrítete;
abre, alma mía, y de los ojos salga;
caed, gotas de mi sangre, a porfía.
125.
Hecha paz con el dolor
por este olvido de mi adorado tormento;
llórese, no por mi vida,
sino por el amor harto malogrado.
126.
Por estas angustias que consternan,
no pudo reprimir el guerrero su compasión;
corrió tras las voces y las buscó,
abriéndose camino por medio del acero.
127.
La tupida maraña crugía
a los golpes del afiladísimo acero,
no dándose tregua el moro hasta dar
por donde los quejidos venían.
128.
Como a la altura de los ojos estaba el sol
en su carrera al Poniente,
cuando halló el paradero
del amarrado, tan sin ventura.
129.
Cuando llegó cerca y alcanzó con la vista
Página 18 al que en sus ataduras cercaron las penas,
perdió el conocimiento y lágrimas deslizó,
presos cuerpo y corazón de lástima.
130.
Ratos estuvo quedo y sin habla,
contuvo el aliento que se le escapaba,
e iba a adormecérsele, de compasión, la sangre,
no fuera por los bravos leones que amenazaban de pie.
131.
Hostigados por el hambre y la maña devoradora,
cobraron saña, inmisericordia,
prestos los dientes y las garras recién afiladas,
para, a una, dar al maniatado el zarpazo.
132.
El pelo erizaron,
irguieron la cola que infundía terror
por la braveza y saña de su catadura,
cual Furia crugiendo los dientes.
133.
Empinados y preparadas
contra el atado cuerpo las uñas carniceras,
iban a echar ya la zarpa cuando se atravesó
el nuevo Marte de la tierra.
134.
Acosó de tajos a los dos leones,
como Apolo a la serpiente Pitón;[17]
no hubo tajo que no hiciera carne
del cortante y probadísimo acero.
135.
Cuando esgrimía la diestra mortífera,
y con la izquierda paraba los golpes,
los briosos leones perdían el tino,
que, instantes después, yacían cadáveres.
136.
Cuando triunfó el buen guerrero
de sus enemigos, las bestias feroces,
con lágrimas en los ojos desató las ligaduras
del infelicísimo que tenía perdido el conocimiento.
137.
Poseído de conmiseración el ánimo
cuando vio la sangre brotar de los estigmas,
perdió la paciencia al querer desatar rápidamente
las enmarañadas espiras de la cuerda.
138.
Colocóse, pues, al lado
del fofo cuerpo, cual fresco cadáver,
y de un tajo cortó con la espada
la cuerda impía de probada resistencia.
139.
Se sentó y puso en su regazo, desesperándose,
el cuerpo, que de agobio se le fue el aliento;
pasó las manos por el rostro y pulsó el pecho,
Página 19 que su deseo fue que recobrase el conocimiento.
140.
Por mirar a hito el desfallecimiento
del que tenía en su regazo tan soliviantado,
escudriñaba, causándole asombro
así la hermosura del porte como su fin.
141.
También asombraba al del bello continente
su parecido y semejanza con el valiente guerrero;
y sintieran encanto los contempladores
ojos, si profunda lástima no se lo impidiese.
142.
Conturbadísimo estaba su ánimo,
pero se serenó cuando pareció moverse
el que tenía en su regazo, tan alicaído,
despertándosele la vida en letargo.
143.
La cabeza abatida, abrió los ojos,
un suspiro fue su primer saludo a la claridad,
seguido de un gemido que ponía lástima:
¿dónde estás, Laura, en este trance?
144.
Vente, querida mía, y mi prisión deshaga,
si muero, acuérdate de mí;
y volvió a cerrar los ojos, desvaneciéndose sus quejidos.
El que le tenía en los brazos temía contestarle.
145.
Para evitar que recayese,
y acabara por apagarse el ya escaso aliento.
Esperó que verdaderamente sosegase
el ánimo del que tenía en su regazo, compendio del pesar.
146.
Cuando volvió a abrir los ojos llenóse de pavor,
¿cómo? ¡suerte impía! ¡en manos del moro!
Quiso hurtar el cuerpo blandujo,
y, cuando no lo consiguió, rechinó sólo los dientes.
147.
Contestó el guerrero que no cobrase miedo:
Serénate y divierte el ánimo;
hoy libre estás de todo daño,
te ampara quien te sostiene en sus brazos.
148.
Si te da bascas mi solicitud,
y ponzoña a tu corazón el no ser cristiano,
me avergüenza no acorrerte
en trance tan apurado que la suerte te deparó.
149.
Tu traje te revela
Albanés, y Persa el mío;
enemigo eres de mi patria y de mi secta,[18]
mas tu infortunio de hoy nos vuelve camaradas.
150.
Moro soy, pero pío,
sujeto a los mandatos del cielo,
y en mi corazón viene grabada
la ley natural de compartir la desgracia del prójimo.
Página 20 151.
¿Qué podría hacer yo, que oí
tus quejidos que conturban,
amarrado, y a punto de recibir zarpazos
de dos fieros leones llenos de saña?
152.
Suspiró el que iba en el regazo,
y al solícito moro contestó:
Si no me hubieras desamarrado del tronco del árbol,
sepultado estaría ya en el vientre del león.
153.
Aliviado ya este pecho,
y no obstante mostrarte mortal enemigo,
no permitiste que trizas hicieran
de mi cuerpo, vida y padecimientos.
154.
Tu misericordia no imploro,
que me quites la vida es la misericordia que deseo;
no sabes los tormentos que sufro,
que la muerte es la vida que pido.
155.
Aquí se le escapó un grito de conmiseración
al moro piadoso y lágrimas descuajó
en respuesta a las palabras oídas,
reclinándose extenuado.
156.
Al cabo, ambos quedaron mudos,
sin lograr sobreponerse a los asaltos del dolor,
enajenados de ánimo, hasta que se escondió
y acostó Febo en su lecho de oro.
157.
Cuando notó el piadoso moro
que la débil claridad en el bosque se disipaba
rastreó las huellas por donde anduvo,
y llevó al que tenía en los brazos donde procedió.
158.
Allá donde primeramente recaló,
cuando penetró en el bosque el aguerrido moro,
y, en una ancha y limpia roca,
amorosamente recompuso al que con él trujo.
159.
Sacó de sus provisiones algo que comer,
invitó cariñosamente al apenado a que probase bocado;
aunque se negaba, se dejó persuadir
por blandas y halagadoras palabras.
160.
Algún ánimo cobró,
porque el hambre ya no acosaba,
y, sin querer, quedó dormido
en el regazo del bizarro guerrero.
161.
Este no cerró los ojos en toda la noche,
y por cuidarle pasóla en vigilia,
temiendo que le acometiesen
sañudas fieras que por el bosque rampaban.
Página 21 162.
A cada despertar suyo del ligero sueño,
el atribulado prorrumpía en quejas,
que cual dardos se clavaban
en el pecho del moro piadoso y bienhechor.
163.
A la madrugada quedó profundamente dormido,
y descansó un poco de sus fatigas,
hasta que Aurora impelió a las sombras,[19]
no soltó gemido, ni queja.
164.
Fue la causa que concilió
cinco pesares que se revolvían
y tranquilizó al corazón doliente,
cobrando fuerzas nuevas el cuerpo maltrecho.
165.
Por donde, al esparcir por el orbe
su dorada cabellera el alegre sol,
se incorporó despacioso y agradeció
al cielo las recobradas fuerzas del cuerpo.
166.
Cuál no sería el gozo del ínclito guerrero,
que abrazó repentinamente al cuitado,
y si antes, de piedad, le brotaron las lágrimas,
hoy, de alegría, le corrían, a chorros.
167.
Mis palabras no bastan a narrar cuán grande
fue el agradecimiento del maltraído,
y, no fuera el pesar por su amor sin ventura,
la alegría todo lo hubiera disipado.
168.
Que la pena de amor nacida,
por más que huya del pecho,
presto volverá,
y todavía con mayor saña.
169.
Así que, apenas logró tocar
la alegría la membrana del corazón afligido,
la angustia la arrojó,
y su dardo, luego, hincó.
170.
Apesaramientos estrecharon nuevamente su pecho;
(yugo es el amor tan recio de sobrellevar),
y, si el moro de Persia no le consolase,
de fijo el aliento se le habría ido.
171.
Te consta mi aprecio,
(dijo el persiano al escuchimizado duque);
deseo conocer el origen de tu desventura,
por si existe el remedio, aplicarlo.
172.
Contestó el cuitado que: no sólo el origen
de mi sufrimiento he de contar,
sino toda la vida desde que nací,
para cumplir con tus deseos y ruego.
173.
Página 22 Se sentaron, uno al lado del otro, al pie del árbol, el pío moro y el apesarado,
después narró, saltándole las lágrimas,
toda su vida hasta caer en sin igual cautiverio.
174.
En un ducado del reino de Albania,
allí vi la luz primera;
mi ser deuda es que recibí
del duque Briseo, ¡ay! mi padre amado.
175.
Ahora estás en esa tranquila patria,
en presencia de mi madre idolatrada,
la princesa Floresca, tu dilecta esposa;
recibe las lágrimas que escaldan mi rostro.
176.
¿Por qué vi la luz en Albania,
patria de mi padre, y no en Crotona,[20]
bulliciosa ciudad y tierra de mi madre?
Así mi vida no fuera tan trabajada.
177.
El duque mi padre era privado y consultor
de rey Linceo en todos los negocios,[21]
segundo jerarca del reino entero,
e imán del amor del pueblo.
178.
En la prudencia, era modelo de todos,
y en el valor, la cabeza de la ciudad,
incomparable en saber amar a sus hijos,
guiarles y enseñarles sus deberes.
179.
Me alucina, aún ahora,
el comodín cariñoso de mi señor padre,
cuando criatura y de brazos llevar era:
"Florante, mi singular flor."
180.
Este es mi nombre desde niño,
y con que padre y madre me criaron,
apodo que dice bien a "sollozante"
y a "estrechado por el infortunio."
181.
Toda mi infancia ya no relataré
nada de valer ha sucedido,
sino cuando niño a punto iba de ser cogido por las garras
de un buitre, ave de rapiña.[22]
182.
Mi madre, dice, que dormía
en la quinta que daba al monte,
entró el ave cuyo olfato alcanzaba,
de animales muertos, hasta tres leguas.
183.
A los gritos de mi madre idolatrada,
entró el primo mío, de Epiro procedente,
Página 23 por nombre Menalipo, que portaba flecha;
disparó, y el ave murió instantáneamente.
184.
Un día que comenzaba a andar,
jugaba en medio de la sala,
entró un halcón y pilló rápidamente con las garras[23]
el cupidillo de diamante que adornaba mi pecho.[24]
185.
Cuando arribé a los nueve años,
mi diversión favorita era el collado,
las saetas en el carcaj y el arco en el regazo,
para matar animales y flechar pájaros.
186.
Las mañanas, cuando comenzaba a tender
el hijo del sol sus bulliciosos rayos,[25]
me entretenía cerca del bosque
con una junta de camaradas.
187.
Hasta ponerse en el cénit
el rostro de Febo, imposible de mirar a hito,
recogía la alegría,
ofrenda de la generosa solanera.
188.
Recibía lo que esparcía
el perfume alegrante de las flores,
jugaba con mi propia sombra,
la tímida brisa y las avecillas volanderas.
189.
Cuando divisaba alguna pieza
en el cercano, talludo monte,
rápidamente armaba la flecha en el arco
y de un flechazo, al punto, quedaba atravesada.
190.
Cada uno de la comitiva pujaba por ser
el primero en agavillar lo que mataba,
y las espinas del zarzal no se sentían,
porque la alegría les inmunizaba.
191.
Ciertamente era de ver
los caracoleos de los de la reata,
y, si conseguían atrapar el cadáver del animal,
¡qué de tararira resonante dentro del calvero!
192.
Si del arco-juguete me cansaba,
me sentaba al lado del manantial corriente,
y me miraba en el cristal de sus aguas,
aspirando la frescura que regalaba.
193.
Me eran aquí embeleso las cantigas suaves
de las náyades que holgaban en el arroyo,[26]
los sonidos de la lira que acompañaban las canciones[27]
eficaz sedante eran de la melancolía.
Página 24
194.
Por la dulzura inefable de los timbres
de las alegres ninfas que recitaban,[28]
quedaban atraídas las voladoras
aves de toda especie, a cuál más hermosa.
195.
Así que en la rama del árbol que extendía sus brazos
sobre el delicioso arroyo venerado[29]
por el pagano ciego, rebrincaban,
oyendo los cármenes dialogados.
196.
¿Para qué he de narrar las alegrías
de mi infancia, harto prolijas?
El amor de mi padre fue la causa
de que dejase yo aquel bosque de paz.
197.
Tengo para mí que, respecto al amor,
al niño no debe criarse en la holgura,
que el que a la alegría se acostumbra,
cuando crezca no ha de esperar dicha.
198.
Y porque el mundo valle es de lágrimas,
los hombres han menester de fortaleza del corazón;
si la alegría dice mal con la adversidad,
¿con qué entonces se hará frente a la crueza del dolor?
199.
El hombre dado a entretenimientos y placeres,
flaco es de corazón y harto susceptible,
aprehensión no más del desasosiego
que avecina, ya no sabrá cómo arreglárselas.
200.
Cual planta criada en el agua,
que las hojas se ajan al menor desriego,
y la agosta un momento de calor;
así es el corazón que en la alegría se imbuya.
201.
La más pequeña contrariedad se trueca en grande,
por la inexperiencia del corazón en sobrellevarla,
cuando, en el mundo, no hay abrir y cerrar de ojos,
en que el hombre no tropiece.
202.
Los que en las comodidades se crían, desnudos
de discurso y bondad andan, y de consejo horros;
acre fruto es del falso aprecio,
el desmedido amor de los padres a los hijos.
203.
De la muletilla "benjamín" y del insensato cariño, lo que pervierte al niño, nace,
tal vez, algo de la negligencia
de los que deben enseñar perezosos padres.
204.
Página 25
Todo esto sabíalo mi padre,
así que las lágrimas de mi madre desatendió,
y me envió a Atenas[30]
para que mi ciega inteligencia allí se abriera.
205.
Mi educación la encomendó
a un prudente y sabio maestro,
de la raza de Pitaco, por nombre Antenor;[31]
mi tristeza no era para decir, cuando allí arribé.
206.
Un mes largo de talle que no probé bocado,
que las lágrimas no restañaban,
pero tuve paz, merced a la buena voluntad
del ilustre maestro que me educó.
207.
De entre los estudiantes que allí alcancé,
de mi edad y juventud,
uno era Adolfo, mi paisano,
hijo del conde Sileno, de alta fama.
208.
Sus años excedían en dos
a los que llevaba de once,
era el de más prestigio en la escuela,
y el más hábil de los compañeros.
209.
Pulcro y nada díscolo,
solía andar con los ojos bajos,
mesurado en el hablar y poco amigo de querellas,
aun con la injuria, no salía de quicio.
210.
En fin, en prudencia era modelo
de la estudiantil compañía;
ni en obra ni en dichos podría cogérsele
nimiedad en desdoro del buen comedimiento.
211.
Como que ni la sagacidad de nuestro maestro,
ni su experiencia de las cosas del mundo,
pudieron calar la profundidad y las tendencias
secretísimas del taimado corazón de Adolfo.
212.
Yo, que desde la infancia aprendí
de mi padre aquella rectitud ajena al qué dirán;
(aquella que frutos da de bendición,
que inclinan al corazón al amor y al respeto).
213.
De la que era admiración de la escuela,
rectitud de Adolfo mostrada,
no cataba aquella dulzura que
de los caracteres de mi padre y de mi madre eran sabroso fruto.
214.
Mi corazón inclinábase a amarle,
Página 26 no sé qué repugnancia mutua
nos tuvimos Adolfo y yo;
percibíalo, aunque no daba con la causa.
215.
Corrieron los días, y la infancia
de mi aprendizaje fue,
mi pru