Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

¡pataplum!, le zambulló dentro, sujetándole brazos y piernas.¡Cristo! Los chillidos del Pituso se oían desde la Plaza Mayor.Enjabonáronle y restregáronle sin miramiento alguno, haciendo tanto casode sus berridos como si fueran expresiones de alegría. Sólo Jacinta, máspiadosa, agitaba el agua queriendo hacerle creer que aquello era muydivertido. Sacado al fin de aquel suplicio y bien envuelto en una sábanade baño, Jacinta le estrechó contra su seno diciéndole que ahora sí queestaba guapo. El calorcillo calmaba la irritación de sus chillidos,cambiándolos en sollozos, y la reacción, junto con la limpieza, le animóla cara, tiñéndosela de ese rosicler puro y celestial que tiene lainfancia al salir del agua. Le frotaban para secarle y sus brazostorneados, su fina tez y hermosísimo cuerpo producían a cada instanteexclamaciones de admiración. «¡Es un niño Jesús... es una divinidad estemuñeco!».

Después empezaron a vestirle. Una le ponía las medias, otra le entrabauna camisa finísima. Al sentir la molestia del vestir volviole el malhumor, y trajéronle un espejo para que se mirara, a ver si el amorpropio y la presunción acallaban su displicencia.

«Ahora, a cenar... ¿Tienes ganita?».

El Pituso abría una boca descomunal y daba unos bostezos que eran lamedida aproximada de su gana de comer.

«Ay, ¡qué ganitas tiene el niño! Verás... Vas a comer cosas ricas...».

—¡Patata!—gritó con ardor famélico.

—¿Qué patatas, hombre? Mazapán, sopa de almendra...

—¡Patata, hostia! —repitió él pataleando.

—Bueno, patatitas, todo lo que tú quieras.

Ya estaba vestido. La buena ropa le caía tan bien que parecía haberlausado toda su vida. No fue algazara la que armaron los niños deVilluendas cuando le vieron entrar en el cuarto donde tenían sunacimiento. Primero se sorprendieron en masa, después parecía que sealegraban; por fin determináronse los sentimientos de recelo ysuspicacia. La familia menuda de aquella casa se componía de cincocabezas, dos niñas grandecitas, hijas de la primera mujer de Ramón, ylos tres hijos de Benigna, dos de los cuales eran varones.

Juanín se quedó pasmado y lelo delante del nacimiento. La primeramanifestación que hizo de sus ideas acerca de la libertad humana y de lapropiedad colectiva consistió en meter mano a las velas de colores. Unade las niñas llevó tan a mal aquella falta de respeto, y dio unoschillidos tan fuertes que por poco se arma allí la de San Quintín.

«¡Ay Dios mío! —exclamó Benigna—. Vamos a tener un disgusto con estesalvajito...».

—Yo le compraré a él muchas velas—afirmó Jacinta—. ¿Verdad, hijo, quetú quieres velas?

Lo que él quería principalmente era que le llenaran la barriga, porquevolvió a dar aquellos bostezos que partían el alma. «A comer, a comer»dijo Benigna, convocando a toda la tropa menuda. Y los llevó por delantecomo un hato de pavos. La comida estaba dispuesta para los niños, porquelos papás cenarían aquella noche en casa del tío Cayetano.

Jacinta se había olvidado de todo, hasta de marcharse a su casa, y nosupo apreciar el tiempo mientras duró la operación de lavar y vestir al Pituso. Al caer en la cuenta de lo tarde que era, púsoseprecipitadamente el manto, y se despidió del Pituso, a quien diomuchos besos. «¡Qué fuerte te da, hija!» le dijo su hermana sonriendo.Y razón tenía hasta cierto punto, porque a Jacinta le faltaba poco paraecharse a llorar.

Y Barbarita, ¿qué había hecho en la mañana de aquel día 24? Veámoslo.Desde que entró en San Ginés, corrió hacia ella Estupiñá como perro depresa que embiste, y le dijo frotándose las manos: «Llegaron las ostrasgallegas. ¡Buen susto me ha dado el salmón! Anoche no he dormido.

Perocon seguridad le tenemos. Viene en el tren de hoy».

Por más que el gran Rossini sostenga que aquel día oyó la misa condevoción, yo no lo creo.

Es más; se puede asegurar que ni cuando elsacerdote alzaba en sus dedos al Dios sacramentado, estuvo Plácido tanedificante como otras veces, ni los golpes de pecho que se dioretumbaban tanto como otros días en la caja del tórax. El pensamiento sele escapaba hacia la liviandad de las compras, y la misa le pareciólarga, tan larga, que se hubiera atrevido a decir al cura, en confianza,que se menease más. Por fin salieron la señora y su amigo. Él seesforzaba en dar a lo que era gusto las apariencias del cumplimiento deun deber penoso. Se afanaba por todo, exagerando las dificultades. «Seme figura—dijo con el mismo tono que debe emplear Bismarck para deciral emperador Guillermo que desconfía de la Rusia—, que los pavos de la escalerilla no están todo lo bien cebados que debíamos suponer. Alsalir hoy de casa les he tomado el peso uno por uno, y francamente, miparecer es que se los compremos a González. Los capones de este son muyricos... También les tomé el peso. En fin, usted lo verá».

Dos horas se llevaron en la calle de Cuchilleros, cogiendo y soltandoanimales, acosados por los vendedores, a quienes Plácido trataba a labaqueta. Echábaselas él de tener un pulso tan fino para apreciar elpeso, que ni un adarme se le escapaba. Después de dejarse allí bastantedinero, tiraron para otro lado. Fueron a casa de Ranero para elegiralgunas culebras del legítimo mazapán de Labrador, y aún tuvieron telapara una hora más. «Lo que la señora debía haber hecho hoy—

dijoEstupiñá sofocado, y fingiéndose más sofocado de lo que estaba—, estraerse una lista de cosas, y así no se nos olvidaba nada».

Volvieron a la casa a las diez y media, porque Barbarita queríaenterarse de cómo había pasado su hijo la noche, y entonces fue cuandoJacinta reveló lo del Pituso a su mamá política, quedándose esta tansorprendida como poco entusiasmada, según antes se ha dicho. Sin cuidadoya con respecto a Juan, que estaba aquel día mucho mejor, doña Bárbaravolvió a echarse a la calle con su escudero y canciller. Aún faltabanalgunas cosillas, la mayor parte de ellas para regalar a deudos y amigosde la familia. Del pensamiento de la gran señora no se apartaba lo quesu nuera le había dicho. ¿Qué casta de nieto era aquel? Porque la cosaera grave... ¡Un hijo del Delfín! ¿Sería verdad? Virgen Santísima, ¡quénovedad tan estupenda! ¡Un nietecito por detrás de la Iglesia! ¡Ah!,las resultas de los devaneos de marras... Ella se lo temía... Pero ¿y sitodo era hechura de la imaginación exaltada de Jacinta y de su angelicalcorazón? Nada, nada, aquella misma noche al acostarse, le había decontar todo a Baldomero.

Nuevas compras fueron realizadas en aquella segunda parte de la mañana,y cuando regresaban, cargados ambos de paquetes, Barbarita se detuvo enla plazuela de Santa Cruz, mirando con atención de compradora losnacimientos. Estupiñá se echaba a discurrir, y no comprendía por qué laseñora examinaba con tanto interés los puestos, estando ya todos loschicos de la parentela de Santa Cruz surtidos de aquel artículo.Creció el asombro de Plácido cuando vio que la señora, después de tratarcomo en broma un portal de los más bonitos, lo compró. El respeto sellólos labios del amigo, cuando ya se desplegaban para decir: «¿Y paraquién es este Belén, señora?».

La confusión y curiosidad del anciano llegaron al colmo cuandoBarbarita, al subir la escalera de la casa, le dijo con cierto misterio:«Dame esos paquetes, y métete este armatoste debajo de la capa. Que nolo vea nadie cuando entremos». ¿Qué significaban estos tapujos?¡Introducir un Belén cual si fuera matute! Y como expertísimocontrabandista, hizo Plácido su alijo con admirable limpieza. La señoralo tomó de sus manos, y llevándolo a su alcoba con minuciosasprecauciones para que de nadie fuera visto, lo escondió, bien cubiertocon un pañuelo, en la tabla superior de su armario de luna.

Todo el resto del día estuvo la insigne dama muy atareada, y Estupiñásaliendo y entrando, pues cuando se creía que no faltaba nada, salíamoscon que se había olvidado lo más importante.

Llegada la noche, inquietóa Barbarita la tardanza de Jacinta, y cuando la vio entrar fatigadísima,el vestido mojado y toda hecha una lástima, se encerró un instante conella, mientras se mudaba, y le dijo con severidad:

«Hija, pareces loca... Vaya por dónde te ha dado... por traerme nietos acasa... Esta tarde tuve la palabra en la boca para contarle a Baldomerotu calaverada; pero no me atreví... Ya debes suponer si la cosa meparece grave...».

Era crueldad expresarse así, y debía mi señora doña Bárbara considerarque allá se iban compras con compras y manías con manías. Y no paró aquíel réspice, pues a renglón seguido vino esta observación, que dejóhelada a la infeliz Jacinta: «Doy de barato que ese muñeco sea mi nieto.Pues bien: ¿no se te ocurre que el trasto de su madre puede reclamarloy metemos en un pleitazo que nos vuelva locos?».

—¿Cómo lo ha de reclamar si lo abandonó?—contestó la otra sofocada,queriendo aparentar un gran desprecio de las dificultades.

—Sí, fíate de eso... Eres una inocente.

—Pues si lo reclama, no se lo daré—manifestó Jacinta con unaresolución que tenía algo de fiereza—. Diré que es hijo mío, que le heparido yo, y que prueben lo contrario... a ver, que me lo prueben.

Exaltada y fuera de sí, Jacinta, que se estaba vistiendo a toda prisa,soltó la ropa para darse golpes en el pecho y en el vientre. Barbaritaquiso ponerse seria; pero no pudo.

«No, tú eres la que tienes que probar que lo has parido... Pero nopienses locuras, y tranquilízate ahora, que mañana hablaremos».

—¡Ay, mamá!—dijo la nuera enterneciéndose—. ¡Si usted le viera...!

Barbarita, que ya tenía la mano en el llamador de la puerta paramarcharse, volvió junto a su nuera para decirle: «¿Pero se parece?...¿Estás segura de que se parece?...».

—¿Quiere usted verlo?, sí o no.

—Bueno, hija, le echaremos un vistazo... No es que yo crea... Necesitopruebas; pero pruebas muy claritas... No me fío yo de un parecido quepuede ser ilusorio, y mientras Juan no me saque de dudas seguirécreyendo que a donde debe ir tu Pituso es a la Inclusa.

-V-

¡Excelente y alegre cena la de aquella noche en casa de los opulentosseñores de Santa Cruz!

Realmente no era cena sino comida retrasada, puesno gustaba la familia de trasnochar, y por tanto, caía dentro de lajurisdicción de la vigilia más rigurosa. Los pavos y capones eran paralos días siguientes, y aquella noche cuanto se sirvió en la mesapertenecía a los reinos de Neptuno.

Sólo se sirvió carne a Juan, queestaba ya mejor y pudo ir a la mesa. Fue verdadero festín de cardenales,con desmedida abundancia de peces, mariscos y de cuanto cría la mar,todo tan por lo fino y tan bien aderezado y servido que era una gloria.Veinticinco personas había en la mesa, siendo de notar que el conjuntode los convidados ofrecía perfecto muestrario de todas las clasessociales. La enredadera de que antes hablé había llevado allí susvástagos más diversos.

Estaba el marqués de Casa-Muñoz, de laaristocracia monetaria, y un Álvarez de Toledo, hermano del duque deGravelinas, de la aristocracia antigua, casado con un Trujillo.Resultaba no sé qué irónica armonía de la conjunción aquella de los dosnobles, oriundo el uno del gran Alba, y el otro sucesor de D. PascualMuñoz, dignísimo ferretero de la calle de Tintoreros. Por otro lado nosencontramos con Samaniego, que era casi un hortera, muy cerca deRuiz-Ochoa, o sea la alta banca. Villalonga representaba el Parlamento,Aparisi el Municipio, Joaquín Pez el Foro, y Federico Ruiz representabamuchas cosas a la vez: la Prensa, las Letras, la Filosofía, la Críticamusical, el Cuerpo de Bomberos, las Sociedades Económicas, laArqueología y los Abonos químicos. Y Estupiñá, con su levita nueva depaño fino, ¿qué representaba? El comercio antiguo, sin duda, lastradiciones de la calle de Postas, el contrabando, quizás la religiónde nuestros mayores, por ser hombre tan sinceramente piadoso. D. ManuelMoreno Isla no fue aquella noche; pero sí Arnaiz el gordo, y GumersindoArnaiz, con sus tres pollas, Barbarita II, Andrea e Isabel; mas a sustres hermanas eclipsaba Jacinta, que estaba guapísima, con un vestidomuy sencillo de rayas negras y blancas sobre fondo encarnado. TambiénBarbarita tenía buen ver. Desde su asiento al extremo de la mesa,Estupiñá la flechaba con sus miradas, siempre que corrían de boca enboca elogios de aquellos platos tan ricos y de la variedad inaudita depescados. El gran Rossini, cuando no miraba a su ídolo, charlaba sintregua y en voz baja con sus vecinos, volviendo inquietamente a un ladoy otro su perfil de cotorra.

Nada ocurrió en la cena digno de contarse. Todo fue alegría sin nubes, ybuen apetito sin ninguna desazón. El pícaro del Delfín hacía beber aAparisi y a Ruiz para que se alegraran, porque uno y otro tenían un vinomuy divertido, y al fin consiguió con el Champagne lo que con elJerez no había conseguido. Aparisi, siempre que se ponía peneque,mostraba un entusiasmo exaltado por las glorias nacionales. Sus jumeras eran siempre una fuerte emersión de lágrimas patrióticas,porque todo lo decía llorando. Allí brindó por los héroes deTrafalgar, por los héroes del Callao y por otros muchos héroesmarítimos; pero tan conmovido el hombre y con los músculos olfatoriostan respingados, que se creería que Churruca y Méndez Núñez eran suspapás y que olían muy mal. A Ruiz también le daba por el patriotismo ypor los héroes; pero inclinándose a lo terrestre y empleando un ciertotono de fiereza. Allí sacó a Tetuán y a Zaragoza poniendo al extranjerocomo chupa de dómine, diciendo, en fin, que nuestro porvenir está enÁfrica, y que el Estrecho es un arroyo español. De repente levantoseEstupiñá el grande, copa en mano, y no puede formarse idea de laexpectación y solemnísimo silencio que precedieron a su breve discurso.Conmovido y casi llorando, aunque no estaba ajumao, brindó por lanoble compañía, por los nobles señores de la casa y por... aquí unapausa de emoción y una cariñosa mirada a Jacinta... y porque la noblefamilia tuviera pronto sucesión, como él esperaba... y sospechaba... ycreía.

Jacinta se puso muy colorada, y todos, todos los presentes, incluso elDelfín, celebraron mucho la gracia. Después hubo gran tertulia en elsalón; pero poco después de las doce se habían retirado todos. DurmióJacinta sin sosiego, y a la mañana siguiente, cuando su marido no habíadespertado aún, salió para ir a misa. Oyola en San Ginés, y después fuea casa de Benigna, donde encontró escenas de desolación. Todos lossobrinitos estaban alborotados, inconsolables, y en cuanto la vieronentrar corrieron hacia ella pidiendo justicia. ¡Vaya con lo que habíahecho Juanín!... ¡Ahí era nada en gracia de Dios! Empezó por arrancarlesla cabeza a las figuras del nacimiento... y lo peor era que se reía alhacerlo, como si fuera una gracia. ¡Vaya una gracia! Era unsinvergüenza, un desalmado, un asesino. Así lo atestiguaban Isabel,Paquito y los demás, hablando confusa y atropelladamente, porque laindignación no les permitía expresarse con claridad. Disputábanse lapalabra y se cogían a la tiita, empinándose sobre las puntas de lospies. Pero ¿dónde estaba el muy bribón? Jacinta vio aparecer su carainteligente y socarrona. Cuando él la vio, quedose algo turbado, y searrimó a la pared. Acercósele Jacinta, mostrándole severidad yconteniendo la risa...

pidiole cuentas de sus horribles crímenes.¡Arrancar la cabeza a las figuras!... Escondía el Pituso la cara muy avergonzado, y se metía el dedo en la nariz... Lamamá adoptiva no había podido obtener de él una respuesta, y lasacusaciones rayaban en frenesí. Se le echaban en cara los delitos másexecrables, y se hacía burla de él y de sus hábitos groseros.

«Tiita, ¿no sabes? —decía Ramona riendo—. Se come las cáscaras denaranja...».

—¡Cochino! Otra voz infantil atestiguó con la mayor solemnidad quehabía visto más. Aquella mañana, Juanín estaba en la cocina royendocáscaras de patata. Esto sí que era marranada.

Jacinta besó al delincuente, con gran estupefacción de los otros chicos.

«Pues tienes bonito el delantal». Juanín tenía el delantal como sihubiera estado fregando los suelos con él. Toda la ropa estabaigualmente sucia.

—Tiita—le dijo Isabelita haciéndose la ofendida—.

Si vieras... No hace más que arrastrarse por los suelos y dar cocescomo los burros. Se va a la basura y coge los puñados de ceniza paraechárnosla por la cara...

Entró Benigna, que venía de misa, y corroboró todas aquellas denuncias,aunque con tono indulgente.

«Hija, no he visto un salvaje igual. El pobrecito... bien se ve entrequé gentes se ha criado».

—Mejor... Así le domesticaremos.

—¡Qué palabrotas dice!... ¡Ramón se ha reído más...! No sabes la graciaque le hace su lengua de arriero. Anoche nos dio malos ratos, porquellamaba a su Pae Pepe y se acordaba de la pocilga en que ha vivido...¡Pobrecito! Esta mañana se me orinó en la sala. Llegué yo y me loencontré con las enaguas levantadas... Gracias que no se le antojóhacerlo sobre el puff... lo hizo en la coquera... He tenido que cerrarla sala, porque me destrozaba todo. ¿Has visto cómo ha puesto elnacimiento? A Ramón le hizo muchísima gracia... y salió a comprar másfiguras; porque si no,

¿quién aguanta a esta patulea? No puedesfigurarte la que se armó aquí anoche. Todos llorando en coro, y el otrocogiendo figuras y estrellándolas contra el suelo.

—¡Pobrecillo!—exclamó Jacinta prodigando caricias a su hijo adoptivo ya todos los demás, para evitar una tempestad de celos—. ¿Pero no veisque él se ha criado de otra manera que vosotros? Ya irá aprendiendo aser fino. ¿Verdad, hijo mío? (Juan decía que sí con la cabeza yexaminaba un pendiente de Jacinta)... Sí; pero no me arranques laoreja... Es preciso que todos seáis buenos amiguitos, y que os llevéiscomo hermanos. ¿Verdad, Juan, que tú no vuelves a romper las figuras?...¿Verdad que no? Vaya, él es formal. Ramoncita, tú que eres la mayor,enséñale en vez de reñirle.

—Es muy fresco: también se quería comer una vela—dijo Ramoncitaimplacable.

—Las velas no se comen, no. Son para encenderlas... Veréis qué prontoaprende él todas las cosas... Si creeréis que no tiene talento.

—No hay medio de hacerle comer más que con las manos—apuntó Benignariendo.

—Pero mujer, ¿cómo quieres que sepa...? Si en su vida ha visto él untenedor... Pero ya aprenderá... ¿No observas lo listo que es?

Villuendas entró con las figuras.

«Vaya, a ver si estas se salvan de la guillotina».

Mirábalas el Pituso sonriendo con malicia, y los demás niños seapoderaron de ellas, tomando todo género de precauciones para librarlasde las manos destructoras del salvaje, que no se apartaba de su madreadoptiva. El instinto, fuerte y precoz en las criaturas como en losanimalitos, le impulsaba a pegarse a Jacinta y a no apartarse de ellamientras en la casa estaba...

Era como un perrillo que prontamente distingue a su amo entre todas laspersonas que le rodean, y se adhiere a él y le mima y acaricia.

Creíase Jacinta madre, y sintiendo un placer indecible en sus entrañas,estaba dispuesta a amar a aquel pobre niño con toda su alma. Verdad queera hijo de otra. Pero esta idea, que se interponía entre su dicha yJuanín, iba perdiendo gradualmente su valor. ¿Qué le importaba que fuerahijo de otra? Esa otra quizá había muerto, y si vivía lo mismo daba,porque le había abandonado. Bastábale a Jacinta que fuera hijo de sumarido para quererle ciegamente. ¿No quería Benigna a los hijos de laprimera mujer de su marido como si fueran hijos suyos? Pues ella queríaa Juanín como si le hubiera llevado en sus entrañas. ¡Y no había más quehablar! Olvido de todo, y nada de celos retrospectivos. En la excitaciónde su cariño, la dama acariciaba en su mente un plan algo atrevido. «Conayuda de Guillermina—pensaba—, voy a hacer la pamema de que he sacadoeste niño de la Inclusa, para que en ningún tiempo me lo puedan quitar.Ella lo arreglará, y se hará un documento en toda regla... Seremosfalsarias y Dios bendecirá nuestro fraude».

Le dio muchos besos, recomendándole que fuera bueno, y no hicieseporquerías. Apenas se vio Juanín en el suelo, agarró el bastón deVilluendas y se fue derecho hacia el nacimiento en la actitud másalarmante. Villuendas se reía sin atajarle, gritando: «¡Adiós, midinero!, ¡eh!...

¡socorro!, ¡guardias...!».

Chillido unánime de espanto y desolación llenó la casa. Ramoncitapensaba seriamente en que debía llamarse a la Guardia Civil.

«Pillo, ven acá; eso no se hace» gritó Jacinta corriendo a sujetarle.

Una cosa agradaba mucho a la joven. Juanín no obedecía a nadie más que aella. Pero la obedecía a medias, mirándola con malicia, y suspendiendosu movimiento de ataque.

«Ya me conoce—pensaba ella—. Ya sabe que soy su mamá, que lo seré deveras... Ya, ya le educaré yo como es debido».

Lo más particular fue que cuando se despidió, el Pituso quería irsecon ella. «Volveré, hijo de mi alma, volveré... ¿Veis cómo me quiere?,¿lo veis?... Con que portarse bien todos, y no regañar.

Al que sea malo,no le quiero yo...».

-VI-

No se le cocía el pan a Barbarita hasta no aplacar su curiosidad viendoaquella alhaja que su hija le había comprado, un nieto. Fuera esteapócrifo o verdadero, la señora quería conocerle y examinarle; y encuanto tuvo Juan compañía, buscaron suegra y nuera un pretexto parasalir, y se encaminaron a la morada de Benigna. Por el camino, Jacintaexploró otra vez el ánimo de su tía, esperando que se hubieran disipadosus prevenciones; pero vio con mucho disgusto que Barbarita continuabatan severa y suspicaz como el día precedente. «A Baldomero le ha sabidoesto muy mal. Dice que es preciso garantías... y, francamente, yo creoque has obrado muy de ligero...».

Cuando entró en la casa y vio al Pituso, la severidad, lejos dedisminuir, parecía más acentuada. Contempló Barbarita sin decir palabraal que le presentaban como nieto, y después miró a su nuera, que estabaen ascuas, con un nudo muy fuerte en la garganta. Mas de repente, ycuando Jacinta se disponía a oír denegaciones categóricas, la abuelalanzó una fuerte exclamación de alegría, diciendo así:

«¡Hijo de mi alma!... ¡amor mío!, ven, ven a mis brazos».

Y lo apretó contra sí tan enérgicamente, que el Pituso no pudo menosde protestar con un chillido.

«¡Hijo mío!... corazón... gloria, ¡qué guapo eres!... Rico, tesoro; unbeso a tu abuelita».

—¿Se parece?—preguntó Jacinta no pudiendo expresarse bien, porque sele caía la baba, como vulgarmente se dice.

—¡Que si se parece! —observó Barbarita tragándole con los ojos—.Clavado, hija, clavado...

¿Pero qué duda tiene? Me parece que estoy mirando a Juan cuando teníacuatro años.

Jacinta se echó a llorar. «Y por lo que hace a esa fantasmona...—agrególa señora examinando más las facciones del chico—, bien se le conoce eneste espejo que es guapa... Es una perfección este niño».

Y vuelta a abrazarle y a darle besos.

«Pues nada, hija —añadió después con resolución—, a casa con él».

Jacinta no deseaba otra cosa. Pero Barbarita corrigió al instante supropia espontaneidad, diciendo: «No... no nos precipitemos. Hay quehablar antes a tu marido. Esta noche sin falta se lo dices tú, y yo meencargo de volver a tantear a Baldomero... Si es clavado, peroclavado...».

—¡Y usted que dudaba! —Qué quieres... Era preciso dudar, porque estascosas son muy delicadas. Pero la procesión me andaba por dentro.¿Creerás que anoche he soñado con este muñeco? Ayer, sin saber lo quehacía compré un nacimiento. Lo compré maquinalmente, por efecto de un nosé qué... mi resabio de compras movido del pensamiento que me dominaba.

—Bien sabía yo que usted cuando le viera...

—¡Dios mío! ¡Y las tiendas cerradas hoy!—exclamó Barbarita en tono deconsternación—. Si estuvieran abiertas, ahora mismo le compraba unvestidito de marinero con su gorra en que diga: Numancia. ¡Qué bien leestará! Hijo de mi corazón, ven acá... No te me escapes; si te quieromucho, ¡si soy tu abuelita...! Me dicen estos tontainas que has roto elcamello del Rey negro. Bien, vida mía, bien roto está. Ya le compraré yoa mi niño una gruesa de camellos y de reyes negros, blancos y de todoslos colores.

Jacinta tenía ya celos. Pero consolábase de ellos viendo que Juanín noquería estar en el regazo de su abuela y se deslizaba de los brazos deesta para buscar los de su mamá verdadera. En aquel punto de la escenaque se describe, empezaron de nuevo las acusaciones y una serie deinformes sobre los distintos actos de barbarie consumados por Juanín.Los cinco fiscales se enracimaban en torno a las dos damas, formulandocada cual su queja en los términos más difamatorios.

¡Válganos Dios loque había hecho! Había cogido una bota de Isabelita y tirádola dentro dela jofaina llena de agua para que nadase como un pato. «¡Ay, qué rico!»clamaba Barbarita comiéndosele a besos. Después se había quitado supropio calzado, porque era un marrano que gustaba de andar descalzo conlas patas sobre el suelo. «¡Ay, qué rico!...». Quitose también lasmedias y echó a correr detrás del gato, cogiéndolo por el rabo y dándolemuchas vueltas... Por eso estaba tan mal humorado el pobre animalito...Luego se había subido a la mesa del comedor para pegarle un palo a lalámpara... «¡Ay, qué rico!».

«¡Cuidado que es desgracia!—repitió la señora de Santa Cruz dando ungran suspiro—, ¡las tiendas cerradas hoy!... Porque es precisocomprarle ropita, mucha ropita... Hay en casa de Sobrino unas medidas decolores y unos trajecitos de punto que son una preciosidad... Ángel,ven, ven con tu abuelita... ¡Ah!, ya conoce el muy pillo lo que hashecho por él, y no quiere estar con nadie más que contigo».

—Ya lo creo...—indicó Jacinta con orgullo—. Pero no; él es bueno¿sí?, y quiere también a su abuelita, ¿verdad?

Al retirarse, iban por la calle tan desatinadas la una como la otra. Lodicho dicho: aquella misma noche hablarían las dos a sus respectivosmaridos.

Aquel día, que fue el 25, hubo gran comida, y Juanito se retiró tempranode la mesa muy fatigado y con dolor de cabeza. Su mujer no se atrevió adecirle nada, reservándose para el día siguiente. Tenía bien preparadotodo el discurso, que confiaba en pronunciarlo entero sin el menortropiezo y sin turbarse. El 26 por la mañana entró D. Baldomero en elcuarto de su hijo cuando este se acababa de levantar, y ambos estuvieronallí encerrados como una media hora. Las dos damas esperaban ansiosas enel gabinete el resultado de la conferencia, y las impresiones deBarbarita no tenían nada de lisonjeras: «Hija, Baldomero no se nospresenta muy favorable.

Dice que es necesario probarlo... ya ves tú,probarlo; y que eso del parecido será ilusión nuestra...

Veremos lo quedice Juan».

Tan anhelantes estaban las dos, que se acercaron a la puerta de laalcoba por ver si pescaban alguna sílaba de lo que el padre y el hijohablaban. Pero no se percibía nada. La conversación era sosegada, y aveces parecía que Juan se reía. Pero estaba de Dios que no pudieransalir de aquella cruel duda tan pronto como deseaban. Pareció que elmismo demonio lo hizo, porque en el momento de salir D. Baldomero delcuarto de su hijo, he aquí que se presentan en el despacho Villalonga yFederico Ruiz. El primero cayó sobre Santa Cruz para hablarle de lospréstamos al Tesoro que hacía con dinero suyo y ajeno, ganándose elciento por ciento en pocos meses, y el segundo se