Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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«Por consiguiente —prosiguió el respetable señor tomándole a su nueralas dos manos—, ese caballerito que compraste será puesto en el asilode Guillermina... No hay que fruncir las cejas.

Allí estará como en lagloria. Ya he hablado con la santa. Yo le pensiono, para que se le déeducación y una crianza conveniente. Aprenderá un oficio, y quién sabe,quién sabe si una carrera. Todo está en que saque disposición. Parécemeque no te entusiasmas con mi idea. Pero reflexiona un poquito y verásque no hay otro camino... Allí estará tan ricamente, bien comido, bienabrigado... Ayer le di a Guillermina cuatro piezas de paño del Reinopara que les haga chaquetas. Verás que guapines les va a poner. ¡Y queno les llenan bien la barriga en gracia de Dios! Observa, si no, loscachetes que tienen, y aquellos colores de manzana. Ya quisieran muchosniños, cuyos papás gastan levita y cuyas mamás se zarandean por ahí,estar tan lucidos y bien apañados como están los de Guillermina».

Jacinta se iba convenciendo, y cada vez sentía menos fuerza paraoponerse a las razones de aquel excelente hombre.

«Sí; aquí donde me ves—agregó Santa Cruz con jovialidad—, yo tambiénle tengo cariño a ese muñeco... quiero decir que no me libré delcontagio de vuestra manía de meter chicos en esta casa. Cuando Bárbarame lo dijo, estaba ella tan creída de que era mi nieto, que yo tambiénme lo tragué. Verdad que exigí pruebas... pero mientras venían talespruebas, perdí la chaveta... ¡cosas de viejo!, y estuve todo aquel díahaciendo catálogos. Yo procuraba no darle mucha cuerda a Bárbara, nidejarme arrastrar por ella, y me decía: «Tengamos serenidad y nochocheemos hasta ver...». Pero pensando en ello, te lo digo ahora enconfianza, salí a la calle, me reía solo, y sin saber lo que me hacía,me metí en el Bazar de la Unión y...».

Don Baldomero, acentuando más su sonrisa paternal, abrió una gaveta desu mesa y sacó un objeto envuelto en papeles.

«Y le compré esto... Es un acordeón. Pensaba dárselo cuando lo trajeraisa casa... Verás qué instrumento tan bonito y qué buenas voces...veinticuatro reales».

Cogiendo el acordeón por las dos tapas, empezó a estirarlo y aencogerlo, haciendo flin flan repetidas veces. Jacinta se reía y alpropio tiempo se le escaparon dos lágrimas. Entró entonces de improvisoBarbarita, diciendo: «¿Qué música es esta?... A ver, a ver».

—Nada, querida—declaró el buen señor acusándose francamente—. Que amí también se me fue el santo al Cielo. No lo quería decir. Cuando tú mesaliste con que lo del nieto era una novela, flin flan, me dio la ideade tirar esta música a la calle, sin que nadie la viera; pero ya que secompró para él, flin flan, que la disfrute... ¿no os parece?

—A ver, dame acá—indicó Barbarita contentísima, ansiosa de tañer elpueril instrumento—.

¡Ah!, calavera, así me gastas el dinero en vicios.Dámelo... lo tocaré yo... flin flan... ¡Ay!, no sé qué tiene esto...¡da un gusto oírlo! Parece que alegra toda la casa.

Y salió tocando por los pasillos y diciendo a Jacinta: «Bonitojuguete... ¿verdad? Ponte la mantilla, que ahora mismo vamos allevárselo, flin flan...».

-XI-

Final, que viene a ser principio

-I-

Quien manda, manda. Resolviose la cuestión del Pituso conforme a lodispuesto por don Baldomero, y la propia Guillermina se lo llenó unamañanita a su asilo, donde quedó instalado.

Iba Jacinta a verle muy amenudo, y su suegra la acompañaba casi siempre. El niño estaban tanmimado, que la fundadora del establecimiento tuvo que tomar cartas en elasunto, amonestando severamente a sus amigas y cerrándoles la puerta nopocas veces. En los últimos días de aquel infausto año, entráronle aJacinta melancolías, y no era para menos, pues el desairado y risibledesenlace de la novela Pitusiana hubiera abatido al más pintado.Vinieron luego otras cosillas, menudencias si se quiere, pero como caíansobre un espíritu ya quebrantado, resultaban con mayor pesadumbre de laque por sí tenían. Porque Juan, desde que se puso bueno y tomó calle,dejó de estar tan expansivo, sobón y dengoso como en los días delencierro, y se acabaron aquellas escenas nocturnas en que la confianzaimitaba el lenguaje de la inocencia. El Delfín afectaba una gravedad yun seso propios de su talento y reputación; pero acentuaba tanto lapostura, que parecía querer olvidar con una conducta sensata laschiquilladas del periodo catarral. Con su mujer mostrábase siempreafable y atento, pero frío, y a veces un tanto desdeñoso. Jacinta setragaba este acíbar sin decir nada a nadie. Sus temores de marrasempezaban a condensarse, y atando cabos y observando pormenores, tratabade personalizar las distracciones de su marido. Pensaba primero en lainstitutriz de las niñas de Casa-Muñoz, por ciertas cosillas que habíavisto casualmente, y dos o tres frases, cazadas al vuelo, de unaconversación de Juan con su confidente Villalonga. Después tuvo esto porun disparate y se fijó en una amiga suya, casada con Moreno Vallejo,tendero de novedades de muy reducido capital. Dicha señora gastaba unlujo estrepitoso, dando mucho que hablar. Había, pues, un amante. AJacinta se le puso en la cabeza que este era el Delfín, y andabadesalada tras una palabra, un acento, un detalle cualquiera que se loconfirmase. Más de una vez sintió las cosquillas de aquella rabietinainfantil que le entraba de sopetón, y daba patadillas en el suelo ytenía que refrenarse mucho para no irse hacia él y tirarle del pelodiciéndole: pillo... farsante, con todo lo demás que en su grescamatrimonial se acostumbra. Lo que más la atormentaba era que le queríamás cuando él se ponía tan juicioso haciendo el bonitísimo papel de unapersona que está en la sociedad para dar ejemplo de moderación y buencriterio. Y nunca estaba Jacinta más celosa que cuando su marido se dabaaquellos aires de formalidad, porque la experiencia le había enseñado aconocerle, y ya se sabía, cuando el Delfín se mostraba muy decidor defrases sensatas, envolviendo a la familia en el incienso de suargumentación paradójica, picos pardos seguros.

Vinieron días marcados en la historia patria por sucesos resonantes, yaquella familia feliz discutía estos sucesos como los discutíamos todos.¡El 3 de Enero de 1874!... ¡El golpe de Estado de Pavía! No se hablabade otra cosa, ni había nada mejor de qué hablar. Era grato altemperamento español un cambio teatral de instituciones, y volcar unasituación como se vuelca un puchero electoral. Había estadoadmirablemente hecho, según D. Baldomero, y el ejército había salvado una vez más a la desgraciada nación española. El consolidado habíallegado a 11 y las acciones del Banco a 138. El crédito estaba hundido.La guerra y la anarquía no se acababan; habíamos llegado al períodoálgido del incendio, como decía Aparisi, y pronto, muy pronto, el quetuviera una peseta la enseñaría como cosa rara.

Deseaban todos que fuese Villalonga a la casa para que les contara lamemorable sesión de la noche del 2 al 3, porque la había presenciado enlos escaños rojos. Pero el representante del país no aportaba por allá.Por fin se apareció el día de Reyes por la mañana. Pasaba Jacinta por elrecibimiento, cuando el amigo de la casa entró.

«Tocaya, buenos días... ¿cómo están por aquí? ¿Y el monstruo, se halevantado ya?».

Jacinta no podía ver al dichoso tocayo. Fundábase esta antipatía en lacreencia de que Villalonga era el corruptor de su marido y el que learrastraba a la infidelidad.

«Papá ha salido —díjole no muy risueña—. ¡Cuánto sentirá no verle austed para que le cuente eso!... ¿Tuvo usted mucho miedo? Dice Juan quese metió usted debajo de un banco».

—¡Ay, qué gracia! ¿Ha salido también Juan?

—No, se está vistiendo. Pase usted.

Y fue detrás de él, porque siempre que los dos amigos se encerraban,hacía ella los imposibles por oír lo que decían, poniendo su orejitarosada en el resquicio de la mal cerrada puerta. Jacinto esperó en elgabinete, y su tocaya entró a anunciarle.

«Pero qué, ¿ha venido ya ese pelagatos?».

—Sí... resalao... aquí estoy.

—Pasa, danzante... ¡Dichosos los ojos...

El amigote entró. Jacinta notaba en los ojos de este algo de intenciónpicaresca. De buena gana se escondería detrás de una cortina paraestafarles sus secretos a aquel par de tunantes.

Desgraciadamente teníaque ir al comedor a cumplir ciertas órdenes que Barbarita le habíadado...

Pero daría una vueltecita, y trataría de pescar algo...

«Cuenta, chico, cuenta. Estábamos rabiando por verte».

Y Villalonga dio principio a su relato delante de Jacinta; pero encuanto esta se marchó, el semblante del narrador inundose de malicia.Miraron ambos a la puerta; cerciorose el compinche de que la esposa sehabía retirado, y volviéndose hacia el Delfín, le dijo con la voztemerosa que emplean los conspiradores domésticos:

«¿Chico, no sabes... la noticia que te traigo...? ¡Si supieras a quiénhe visto! ¿Nos oirá tu mujer?».

—No, hombre, pierde cuidado —replicó Juan poniéndose los botones de lapechera—.

Claréate pronto.

—Pues he visto a quien menos puedes figurarte... Está aquí.

—¿Quién? —Fortunata... Pero no tienes idea de su transformación. ¡Vayaun cambiazo! Está guapísima, elegantísima. Chico, me quedé turulatocuando la vi.

Oyéronse los pasos de Jacinta. Cuando apareció levantando la cortina,Villalonga dio una brusca retorcedura a su discurso: «No, hombre, no mehas entendido; la sesión empezó por la tarde y se suspendió a las ocho.Durante la suspensión se trató de llegar a una inteligencia. Yo meacercaba a todos los grupos a oler aquel guisado... ¡jum!, malo, malo;el ministerio Palanca se iba cociendo, se iba cociendo... A todasesas... ¡figúrate si estarían ciegos aquellos hombres!... a todas estas,fuera de las Cortes se estaba preparando la máquina para echarles lazancadilla.

Zalamero y yo salíamos y entrábamos a turno para llevarnoticias a una casa de la calle de la Greda, donde estaban Serrano,Topete y otros. 'Mi general, no se entienden. Aquello es una balsa deaceite... hirviendo. Tumban a Castelar. En fin, se ha de ver ahora'.'Vuelva usted allá. ¿Habrá votación?'.—'Creo que sí'. —'Tráiganosusted el resultado'».

—El resultado de la votación —indicó Santa Cruz—, fue contrario aCastelar. Di una cosa, ¿y si hubiera sido favorable?

—No se habría hecho nada. Tenlo por cierto. Pues como te decía, hablóCastelar...

Jacinta ponía mucha atención a esto; pero entró Rafaela a llamarla ytuvo que retirarse.

«Gracias a Dios que estamos solos otra vez—dijo el compinche despuésque la vio salir—.

¿Nos oirá?».

—¿Qué ha de oír?... ¡Qué medroso te has vuelto! Cuenta, pronto. ¿Dóndela viste?

—Pues anoche... estuve en el Suizo hasta las diez. Después me fui unrato al Real, y al salir ocurriome pasar por Praga a ver si estabaallí Joaquín Pez, a quien tenía que decir una cosa.

Entro y lo primeroque me veo es una pareja... en las mesas de la derecha... Quedememirando como un bobo... Eran un señor y una mujer vestida con unaelegancia... ¿cómo te diré?, con una elegancia improvisada. «Yo conozcoesa cara», fue lo primero que se me ocurrió. Y al instante caí... «¡Perosi es esa condenada de Fortunata!». Por mucho que yo te diga, no puedesformarte idea de la metamorfosis... Tendrías que verla por tus propiosojos. Está de rechupete. De fijo que ha estado en París, porque sinpasar por allí no se hacen ciertas transformaciones. Púseme todo locerca posible, esperando oírla hablar. «¿Cómo hablará?» me decía yo.Porque el talle y el corsé, cuando hay dentro calidad, los arreglan losmodistos fácilmente; pero lo que es el lenguaje...

Chico, habías deverla y te quedarías lelo, como yo. Dirías que su elegancia es de lancey que no tiene aire de señora... Convenido; no tiene aire de señora; nifalta... pero eso no quita que tenga un aire seductor, capaz de...Vamos, que si la ves, tiras piedras. Te acordarás de aquel cuerpo sinigual, de aquel busto estatuario, de esos que se dan en el pueblo ymueren en la oscuridad cuando la civilización no los busca y los presenta. Cuántas veces lo dijimos: «¡Si este busto supieraexplotarse...!». Pues ¡hala!, ya lo tienes en perfecta explotación. ¿Teacuerdas de lo que sostenías?... «El pueblo es la cantera. De él salenlas grandes ideas y las grandes bellezas. Viene luego la inteligencia,el arte, la mano de obra, saca el bloque, lo talla»... Pues chico, ahíla tienes bien labrada... ¡Qué líneas tan primorosas!... Por supuesto,hablando, de fijo que mete la pata. Yo me acercaba con disimulo.Comprendí que me había conocido y que mis miradas la cohibían...¡Pobrecilla! Lo elegante no le quitaba lo ordinario, aquel no sé qué depueblo, cierta timidez que se combina no sé cómo con el descaro, laconciencia de valer muy poco, pero muy poco, moral e intelectualmente,unida a la seguridad de esclavizar... ¡ah, bribonas!, a los que valemosmás que ellas... digo, no me atrevo a afirmar que valgamos más, como nosea por la forma... En resumidas cuentas, chico, está que ahuma. Yopensaba en la cantidad de agua que había precedido a la transformación.Pero ¡ah!, las mujeres aprenden esto muy pronto. Son el mismo demoniopara asimilarse todo lo que es del reino de la toilette. En cambio, yoapostaría que no ha aprendido a leer... Son así; luego dicen que si laspervertimos. Pues volviendo a lo mismo, la metamorfosis es completa.Agua, figurines, la fácil costumbre de emperejilarse; después seda,terciopelo, el sombrerito...

—¡Sombrero!—exclamó Juan en el colmo de la estupefacción.

—Sí; y no puedes figurarte lo bien que le cae. Parece que lo ha llevadotoda la vida... ¿Te acuerdas del pañolito por la cabeza con el picoarriba y la lazada?... ¡Quién lo diría! ¡Qué transiciones!... Lo que tedigo... Las que tienen genio, aprenden en un abrir y cerrar de ojos.

Laraza española es tremenda, chico, para la asimilación de todo lo quepertenece a la forma...

¡Pero si habías de verla tú...! Yo, te loconfieso, estaba pasmado, absorto, embebe...

¡Ay Dios mío!, entró Jacinta, y Villalonga tuvo que dar un quiebroviolentísimo...

«Te digo que estaba embebecido. El discurso de Salmerón fue admirable...pero de lo más admirable... Aún me parece que estoy viendo aquella carade hijo del desierto, y aquel movimiento horizontal de los ojos y lagallardía de los gestos. Gran hombre; pero yo pensaba:

'No te valen tusfilosofías; en buena te has metido, y ya verás la que te tenemosarmada'. Habló después Castelar. ¡Qué discursazo!, ¡qué valor dehombre!, ¡cómo se crecía! Parecíame que tocaba al techo. Cuandoconcluyó: 'A votar, a votar...'».

Jacinta volvió a salir sin decir nada. Sospechaba quizás que en suausencia los tunantes hablaban de otro asunto, y se alejó con ánimo devolver y aproximarse cautelosa.

«Y aquel hombre... ¿quién era?» preguntó el Delfín que sentía el ardorde una curiosidad febril.

-II-

Te diré... desde que le vi, me dije: «Yo conozco esa cara». Pero no pudecaer en quién era.

Entró Pez y hablamos... Él también queríareconocerle. Nos devanábamos los sesos. Por fin caímos en la cuenta deque habíamos visto a aquel sujeto días antes en el despacho del directordel Tesoro. Creo que hablaba con este del pago de unos fusilesencargados a Inglaterra. Tiene acento catalán, gasta bigote y perilla...cincuenta años... bastante antipático. Pues verás; como Joaquín y yo lamirábamos tanto, el tío aquel se escamaba. Ella no se timaba...parecía como vergonzosa...

¡y qué mona estaba con su vergüenza! ¿Teacuerdas de aquel palmito descolorido con cabos negros? Pues ha mejoradomucho, porque está más gruesa, más llena de cara y de cuerpo.

Santa Cruz estaba algo aturdido. Oyose la voz de Barbarita, que entrabacon su nuera.

«Salí de estampía...—siguió Villalonga—a anunciar a los amigos quehabía empezado la votación... A los pies de usted, Barbarita... Yo bien,¿y usted? Aquí estaba contando... Pues decía que eché a correr...».

—Hacia la calle de la Greda. —No... los amigos se habían trasladado auna casa de la calle de Alcalá, la de Casa-Irujo, que tiene ventanas alparque del ministerio de la Guerra... Subo y me les encuentro muydesanimados. Me asomé con ellos a las ventanas que dan a Buenavista, yno vi nada... «¿Pero a cuándo esperan? ¿En qué están pensando?...».Francamente, yo creí que el golpe se había chafado y que Pavía no seatrevía a echar las tropas a la calle. Serrano, impaciente, limpiaba loscristales empañados, para mirar, y abajo no se veía nada. «Mi general—le dije—, yo veo una faja negra, que así de pronto, en la oscuridadde la noche, parece un zócalo... Mire usted bien, ¿no será una fila dehombres?».—«¿Y qué hacen ahí pegados a la pared?».—«Vea usted, veausted, el zócalo se mueve. Parece una culebra que rodea todo el edificioy que ahora se desenrosca... ¿Ve usted?... la punta se extiende hacialas rampas».—«Soldados son—dijo en voz baja el general, y en el mismoinstante entró Zalamero con medio palmo de lengua fuera, diciendo: «Lavotación sigue: la ventaja que llevaba al principio Salmerón, la llevaahora Castelar... nueve votos... Pero aún falta por votar la mitad delCongreso...». Ansiedad en todas las caras... A mí me tocaba entonces irallá, para traer el resultado final de la votación... Tras, tras...

cojomi calle del Turco, y entrando en el Congreso, me encontré a unperiodista que salía: «La proposición lleva diez votos de ventaja.Tendremos ministerio Palanca». ¡Pobre Emilio!... Entré.

En el salónestaban votando ya las filas de arriba. Eché un vistazo y salí. Di lavuelta por la curva, pensando lo que acababa de ver en Buenavista, lacinta negra enroscada en el edificio... Figueras salió por laescalerilla del reloj, y me dijo: «Usted qué cree, ¿habrá trifulca estanoche?». Y le respondí: «Váyase usted tranquilo, maestro, que no habránada...». «Me parece—dijo con socarronería—que esto se lo llevaPateta». Yo me reí. Y a poco pasa un portero, y me dice con la mayortranquilidad del mundo, que por la calle del Florín había tropa. «¿Deveras? Visiones de usted. ¡Qué tropa ni qué niño muerto!». Yo me hacíade nuevas. Asomé la jeta por la puerta del reloj. «No me muevo deaquí—pensé, mirando la mesa—. Ahora veréis lo que es canela...».Estaban leyendo el resultado de la votación. Leían los nombres de todoslos votantes sin omitir uno. De repente aparecen por la puerta delrincón de Fernando el Católico varios quintos mandados por un oficial, yse plantan junto a la escalera de la mesa. Parecían comparsas de teatro.Por la otra puerta entró un coronel viejo de la Guardia Civil.

«El coronel Iglesias—dijo Barbarita, que deseaba terminase el relato—.De buena escapó el país... Bien, Jacinto, supongo que almorzará ustedcon nosotros».

—Pues ya lo creo—dijo el Delfín—. Hoy no le suelto; y pronto mamá,que es tarde.

Barbarita y Jacinta salieron. «¿Y Salmerón qué hizo?».

—Yo puse toda mi atención en Castelar, y le vi llevarse la mano a losojos y decir: ¡qué ignominia! En la mesa se armó un barullo espantoso...gritos, protestas. Desde el reloj vi una masa de gente, todos en pie...No distinguía al presidente. Los quintos inmóviles... De repente

¡pum!,sonó un tiro en el pasillo...

—Y empezó la desbandada... Pero dime otra cosa, chico. No puedo apartarde mi pensamiento... ¿Decías que llevaba sombrero?

—¿Quién?... ¡Ah, aquella!

—Sí, sombrero, y de muchísimo gusto—dijo el compinche con tantoénfasis como si continuara narrando el suceso histórico—, y vestidoazul elegantísimo y abrigo de terciopelo...

—¿Tú estás de guasa? Abrigo de terciopelo.

—Vaya... y con pieles, un abrigo soberbio. Le caía tan bien... que...

Entró Jacinta sin anunciarse ni con ruido de pasos ni de ninguna otramanera. Villalonga giró sobre el último concepto como una veletaimpulsada por fuerte racha de viento.

«El abrigo que yo llevaba... mi gabán de pieles... quiero decir, que enaquella marimorena me arrancaron una solapa... la piel de una solapaquiero decir...».

—Cuando se metió usted debajo del banco.

—Yo no me metí debajo de ningún banco, tocaya. Lo que hice fue ponermeen salvo como los demás por lo que pudiera tronar.

—Mira, mira, querida esposa—dijo Santa Cruz, mostrando a su mujer elchaleco, que se quitó apenas puesto—. Mira cómo cuelga ese último botónde abajo. Hazme el favor de pegárselo o decirle a Rafaela que se lopegue, o en último caso llamar al coronel Iglesias.

—Venga acá—dijo Jacinta con mal humor, saliendo otra vez.

—En buen apuro me vi, camaraíta —dijo Villalonga conteniendo larisa—. ¿Se enteraría? Pues verás; otro detalle. Llevaba unos pendientesde turquesas, que eran la gracia divina sobre aquel cutis moreno pálido.¡Ay, qué orejitas de Dios y qué turquesas! Te las hubieras comido.Cuando les vimos levantarse, nos propusimos seguir a la pareja paraaveriguar dónde vivía. Toda la gente que había en Praga la miraba, yella más parecía corrida que orgullosa. Salimos... tras, tras...

callede Alcalá, Peligros, Caballero de Gracia, ellos delante, nosotrosdetrás. Por fin dieron fondo en la calle del Colmillo. Llamaron alsereno, les abrió, entraron.

En una casa que está en la acera del Norte entre la tienda de figuras deyeso y el establecimiento de burras de leche... allí.

Entró Jacinta con el chaleco.

—Vamos... a ver... ¿Manda usía otra cosa?

—Nada más, hijita; muchas gracias. Dice este monstruo que no tuvo miedoy que se salió tan tranquilo... yo no lo creo.

—¿Pero miedo a qué?... Si yo estaba en el ajo... Os diré el últimodetalle para que os asombréis. Los cañones que puso Pavía en lasboca-calles estaban descargados. Y ya veis los que pasó dentro. Dostiros al aire, y lo mismo que se desbandan los pájaros posados en unárbol cuando dais debajo de él dos palmadas, así se desbandó la asambleade la República.

—El almuerzo está en la mesa. Ya pueden ustedes venir—dijo la esposa,que salió delante de ellos muy preocupada.

—¡Estómagos, a defenderse!

Algunas palabras había cogido la Delfina al vuelo que no tenían, a suparecer, ninguna relación con aquello de las Cortes, el coronel Iglesiasy el ministerio Palanca. Indudablemente había moros por la costa. Erapreciso descubrir, perseguir y aniquilar al corsario a todo trance. Enla mesa versó la conversación sobre el mismo asunto, y Villalonga,después de volver a contar el caso con todos sus pelos y señales paraque lo oyera D. Baldomero, añadió diferentes pormenores que daban colora la historia.

—¡Ah! Castelar tuvo golpes admirables. «¿Y la Constituciónfederal?...». —«La quemasteis en Cartagena».

—¡Qué bien dicho! —El único que se resistía a dejar el local fue DíazQuintero, que empezó a pegar gritos y a forcejear con los guardiasciviles... Los diputados y el presidente abandonaron el salón por lapuerta del reloj y aguardaron en la biblioteca a que les dejaran salir.Castelar se fue con dos amigos por la calle del Florín, y retirose a sucasa, donde tuvo un fuerte ataque de bilis.

Estas referencias o noticias sueltas eran en aquella triste historiacomo las uvas desgranadas que quedan en el fondo del cesto después desacar los racimos. Eran las más maduras, y quizás por esto las mássabrosas.

-III-

En los siguientes días, la observadora y suspicaz Jacinta notó que sumarido entraba en casa fatigado, como hombre que ha andado mucho. Era laperfecta imagen del corredor que va y viene y sube escaleras y recorrecalles sin encontrar el negocio que busca. Estaba cabizbajo como los quepierden dinero, como el cazador impaciente que se desperna de monte enmonte sin ver pasar alimaña cazable; como el artista desmemoriado aquien se le escapa del filo del entendimiento la idea feliz o la imagenque vale para él un mundo. Su mujer trataba de reconocerle, echando enél la sonda de la curiosidad cuyo plomo eran los celos; pero el Delfínguardaba sus pensamientos muy al fondo y cuando advertía conatos desondaje, íbase más abajo todavía.

Estaba el pobre Juanito Santa Cruz sometido al horroroso suplicio de laidea fija. Salió, investigó, rebuscó, y la mujer aquella, visióninverosímil que había trastornado a Villalonga, no parecía por ningunaparte. ¿Sería sueño, o ficción vana de los sentidos de su amigo? Laportera de la casa indicada por Jacinto se prestó a dar cuantas noticiasse le exigían, mas lo único de provecho que Juan obtuvo de suindiscreción complaciente fue que en la casa de huéspedes del segundohabían vivido un señor y una señora, «guapetona ella» durante dos díasnada más.

Después habían desaparecido... La portera declaraba connotoria agudeza que, a su parecer, el señor se había largado por eltren, y la individua, señora... o lo que fuera... andaba por Madrid.¿Pero dónde demonios andaba? Esto era lo que había que averiguar. Contodo su talento no podía Juan darse explicación satisfactoria delinterés, de la curiosidad o afán amoroso que despertaba en él unapersona a quien dos años antes había visto con indiferencia y hasta conrepulsión. La forma, la pícara forma, alma del mundo, tenía la culpa.Había bastado que la infeliz joven abandonada, miserable y quizás maloliente se trocase en la aventurera elegante, limpia y seductora, paraque los desdenes del hombre del siglo, que rinde culto al arte personal,se trocaran en un afán ardiente de apreciar por sí mismo aquellatransformación admirable, prodigio de esta nuestra edad de seda. «Siesto no es más que curiosidad, pura curiosidad...—se decía Santa Cruz,caldeando su alma turbada—. Seguramente, cuando la vea me quedaré comosi tal cosa; pero quiero verla, quiero verla a todo trance... ymientras no la vea, no creeré en la metamorfosis». Y esta idea ledominaba de tal modo, que lo infructuoso de sus pesquisas producíale undolor indecible, y se fue exaltando, y por último figurábase que teníasobre sí una grande, irreparable desgracia. Para acabar de aburrirle ytrastornarle, un día fue Villalonga con nuevos cuentos. «He averiguadoque el hombre aquel es un trapisondista... Ya no está en Madrid.

Lo delos fusiles era un timo... letras falsificadas».

—Pero ella... —A ella la ha visto ayer Joaquín Pez... Sosiégate,hombre, no te vaya a dar algo.

¿Dónde dices? Pues por no sé qué calle.La calle no importa. Iba vestida con la mayor humildad...

Tú dirás comoyo, ¿y el abrigo de terciopelo?... ¿y el sombrerito?... ¿y lasturquesas?... Paréceme que me dijo Joaquín que aún llevaba lasturquesas... No, no, no dijo esto, porque si las hubiera llevado, no lashabría visto. Iba de pañuelo a la cabeza, bien anudado debajo de labarba, y con un mantón negro de mucho uso, y un gran lío de ropa en lamano... ¿Te explicas esto? ¿No? Pues yo sí... En el lío iba el abrigo, yquizás otras prendas de ropa...

—Como si lo viera—apuntó Juanito con rápido discernimiento—. Joaquínla vio entrar en una casa de préstamos.

—Hombre, ¡qué talentazo tienes!... Verde y con asa...

—¿Pero no la vio salir; no la siguió después para ver dónde vive?

—Eso te tocaba a ti... También él lo habría hecho. Pero considera, almacristiana, que Joaquinito es de la Junta de Aranceles y Valoraciones, yprecisamente había junta aquella tarde,