Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Rubín se fue corriendo a su casa.

¡Qué chico! Si parecía otro. Él mismo notaba que algo se había abiertodentro de sí, como arca sellada que se rompe, soltando un mundo decosas, antes comprimidas y ahogadas. Era la crisis, que en otros eslarga o poco acentuada, y allí fue violenta y explosiva. ¡Si hasta leparecía que tenía talento...! Como que aquella tarde se le ocurrieronpensamientos magníficos y juicios de una originalidad sorprendente.Había formado de sí mismo un concepto poco favorable como hombre deinteligencia; pero ya, por efecto del súbito amor, creíase capaz de darquince y raya a más de cuatro. La modestia cedió el puesto a un ciertoorgullo que tomaba posesión de su alma...

«Pero ¿y si no mequiere?—pensaba desanimándose y cayendo a tierra con las alas rotas—.Es que me tendrá que querer... No es el primer caso... Cuando meconozca...».

Al mismo tiempo la apatía y la pereza quedaban vencidas... Andábanle pordentro comezones y pruritos nuevos, un deseo de hacer algo, y de probarsu voluntad en actos grandes y difíciles...

Iba por la calle sin ver anadie, tropezando con los transeúntes, y a poco se estrella contra unárbol del paseo de Luchana. Al entrar en la calle de Raimundo Lulio vioa su tía en el balcón tomando el sol. Verla y sentir un miedo muygrande, pero muy grande, fue todo uno. «¡Si mi tía lo sabe...!». Perodel miedo salió al instante la reacción de valor, y apretó los puñosdebajo de la capa, los apretó tanto que le dolieron los dedos. «Si mitía se opone, que se oponga y que se vaya a los demonios». Nunca, ni auncon el pensamiento, había hablado Maximiliano de doña Lupe con tan pocorespeto. Pero los antiguos moldes estaban rotos. Todo el mundo y toda laexistencia anteriores a aquel estado novísimo se hundían o se disipabancomo las tinieblas al salir el sol. Ya no había tía, ni hermanos, nifamilia, ni nada, y quien quiera que se le atravesase en su camino eradeclarado enemigo. Maximiliano tuvo tal acceso de coraje, que hasta seofreció a su mente con caracteres odiosos la imagen de doña Lupe, de susegunda madre. Al subir las escaleras de la casa se serenó, pensando quesu tía no sabía nada, y si lo sabía, que lo supiera, ¡ea!...

«¡Quécarácter estoy echando!» se dijo al meterse en su cuarto.

Cerró cuidadosamente la puerta y cogió la hucha. Su primer impulso fueestrellarla contra el suelo y romperla para sacar el dinero; y ya latenía en la mano para consumar tan antieconómico propósito, cuando leasaltaron temores de que su tía oyera el ruido y entrase y le armara uncisco.

Acordose de lo orgullosa que estaba doña Lupe de la hucha de susobrino. Cuando iban visitas a la casa la enseñaba como una cosa rara,sonándola y dando a probar el peso, para que todos se pasmaran de loarregladito y previsor que era el niño. «Esto se llama formalidad. Haypocos chicos que sean así...».

Maximiliano discurrió que para realizar su deseo, necesitaba comprarotra hucha de barro exactamente igual a aquella y llenarla de cuartospara que sonara y pesara... Se estuvo riendo a solas un rato, pensandoen el chasco que le iba a dar a su tía... ¡él, que no había cometidonunca una travesura...!, lo único que había hecho, años atrás, erarobarle a su tía botones para coleccionarlos. ¡Instintos decoleccionista, que son variantes de la avaricia! Alguna vez llegó hastacortarle los botones de los vestidos; pero con un solfeo que le dieronno le quedaron ganas de repetirlo. Fuera de esto, nada; siempre habíasido la misma mansedumbre, y tan económico que su tía le amaba más quizápor la virtud del ahorro que por las otras.

«Pues señor; manos a la obra. En la cacharrería del paseo de SantaEngracia hay huchas exactamente iguales. Compraré una; miraré bien estapara tomarle bien las medidas».

Estaba Maximiliano con la hucha en la mano mirándola por arriba y porabajo, como si la fuera a retratar, cuando se abrió la puerta y entróuna chiquilla como de doce años, delgada y espigadita, los brazosarremangados, muy atusada de flequillo y sortijillas, con un delantalque le llegaba a los pies. Lo mismo fue verla Maximiliano, que se turbócual si le hubieran sorprendido en un acto vergonzoso.

«¿Qué buscas tú aquí, chiquilla sin vergüenza?».

Por toda contestación, la rapaza le enseñó medio palmo de lengua,plegando los ojos y haciendo unas muecas de careta fea de lo másestrafalario y grotesco que se puede imaginar.

—Sí, bonita te pones... Lárgate de aquí, o verás...

Era la criada de la casa. Doña Lupe odiaba a las mujeronas, y siempretomaba a su servicio niñas para educarlas y amoldarlas a su gusto ycostumbres. Llamábanla Papitos no sé por qué.

Era más viva que lapólvora, activa y trabajadora cuando quería, holgazana y mañosa algunosdías. Tenía el cuerpo esbelto, las manos ásperas del trabajo y el aguafría, la cara diablesca, con unos ojos reventones de que sacaba muchopartido para hacer reír a la gente, la boca hocicuda y graciosa, con unjuego de labios y unos dientes blanquísimos que eran como de encargopara producir las muecas más extravagantes. Los dos dientes centralessuperiores eran enormes, y se le veían siempre, porque ni cuando estabade morros cerraba completamente la boca.

Oída la conminación que le hizo Maximiliano, Papitos se desvergonzó más.Ella las gastaba así. Cuanto más la amenazaban más pesadita se ponía.Volvió a echar fuera una cantidad increíble de lengua, y luego se puso adecir en voz baja: «Feo, feo...» hasta treinta o cuarenta veces. Estaapreciación, que no era contraria a la verdad ni mucho menos, nuncahabía inspirado a Rubín más que desprecio; pero en aquella ocasión leindignó tanto, vamos... que de buena gana le hubiera cortado a Papitostoda aquella lenguaza que sacaba.

«¡Si no te largas, de la patada que te doy...!».

Fue tras ella; pero Papitos se puso a salvo. Parecía que volaba. Desdeel fondo del pasillo, en la puerta de la cocina, repetía sus burlas,haciendo con las manos gestos de mico. Volvió él a su cuarto muyincomodado y a poco entró ella otra vez.

«¿Qué buscas aquí?».

—Vengo a por la lámpara para aviarla...

El motivo de haber dicho esto la chiquilla con relativo juicio yserenidad, fue que se oyeron los pasos de doña Lupe, y su voz temerosa:«Mira, Papitos, que voy allá...».

—Tía, venga usted... Está de jarana...

—¡Acusón!—le dijo por lo bajo la chicuela al coger la lámpara—, feón.

—La culpa la tienes tú—añadió severamente doña Lupe, en la puerta—,porque te pones a jugar con ella, le ríes las gracias, y ya ves. Cuandoquieres que te respete, no puede ser. Es muy mal criada.

La tía y el sobrino hablaron un instante.

«¿También vendrás tarde esta noche? Mira que las noches están muy frías.Estas heladas son crueles. Tú no estás para valentías».

—No, si no siento nada. Nunca he estado mejor—dijo Rubín, sintiendoque la timidez le ganaba otra vez.

—No hagamos simplezas... Hace un frío horrible. ¡Qué año tan malo!¿Creerás que anoche no pude entrar en calor hasta la madrugada? Y esoque me eché encima cuatro mantas. ¡Qué atrocidad! Como que estamos entrelas Cátedras de Roma y Antioquía, que es, según decía mi Jáuregui, elpeor tiempo de Madrid.

-V-

¿Va usted esta noche a casa de doña Silvia?—preguntole Rubín.

—Eso pienso. Si tú sales me dejarás allá, y luego irás a buscarme a lasonce en punto.

Esto contrariaba a Maximiliano, porque le tasaba el tiempo; pero no dijonada.

—Y esta tarde, ¿sale usted?—preguntó luego deseando que su tía salieseantes de comer, para verificar, mientras ella estuviese fuera, lasustitución de las huchas.

—Puede que me llegue un ratito a casa de Paca Morejón.

«Yo la acompañaré a usted... Tengo que ir a ver a Narciso para que mepreste unos apuntes. La dejaré a usted en la calle de la Habana».

Doña Lupe fue a la cocina y le armó una gran chillería a Papitos porquehabía dejado quemar el principio. Pero la chica estaba muy acostumbradaa todo, y se quedaba tan fresca. Como que acabadita de oírse llamar conlas denominaciones más injuriosas y de recibir un pellizco que leatenazaba la carne, poníase detrás de su ama a hacer visajes y a sacarla lengua, mientras se rascaba el brazo dolorido.

«Si creerás tú que no te estoy viendo, bribona» decía doña Lupe sinvolverse, entre risueña y enojada. Y no se podía pasar sin ella.Necesitaba tener una criatura a quien reprender y enseñar por losprocedimientos suyos.

Púsose la mantilla doña Lupe, y tía y sobrino salieron. La primera sequedó en la calle de Arango, y el segundo se fue a comprar la hucha ytornó a su casa. Había llegado la ocasión de consumar el atentado, y elque durante la premeditación se mostraba tan valeroso, cuando seaproximaba el instante crítico sentía vivísima inquietud. Empezó porasegurarse de la curiosidad de Papitos, echando la llave a la puertadespués de encender la luz; pero ¿cómo asegurarse de su propiaconciencia que se le alborotaba, pintándole la falta proyectada comonefando delito? Comparó las dos huchas, observando con satisfacción queeran exactamente iguales en volumen y en el color del barro. No eraposible que nadie adviniese la sustitución.

Manos a la obra. Lo primeroera romper la primitiva para coger el oro y la plata, pasando a la nuevala calderilla, con más de dos pesetas en perros que al objeto habíacambiado en la tienda de comestibles. Romper la olla sin hacer ruido eracosa imposible. Permaneció un rato sentado en una silla junto a la cama,con las dos huchas sobre esta, acariciando suavemente la que iba a servíctima. Su mirada vagaba alrededor de la luz, cazando una idea. La luziluminaba la mesilla cubierta de hule negro, sobre el cual estaban loslibros de estudio, forrados con periódicos y muy bien ordenados por doñaLupe; dos o tres frascos de sustancias medicinales, el tintero y variosnúmeros de La Correspondencia. La mirada del joven revoloteó por laestrecha cavidad del cuarto, como si siguiera las curvas del vuelo deuna mosca, y fue de la mesa a la percha en que pendían aquellos moldesde sí mismo, su ropa, el chaqué que reproducía su cuerpo y lospantalones que eran sus propias piernas colgadas como para que seestiraran. Miró después la cómoda, el baúl y las botas que sobre élestaban, sus propios pies cortados, pero dispuestos a andar. Unmovimiento de alegría y la animación de la cara indicaron queMaximiliano había atrapado la idea. Bien lo decía él: con aquellas cosasse había vuelto de repente hombre de talento. Levantose, y cogiendo unabota salió y fue a la cocina, donde estaba Papitos cantando.

«Chiquilla, ¿me das la mano del almirez? Esta bota tiene un clavotremendo, pero tremendo, que me ha dejado cojo».

Papitos cogió la mano del almirez, haciendo el ademán de machacar alseñorito la cabeza.

«Vamos, niña, estate quieta. Mira que le cuento todo a la tía. Meencargó que tuviera cuidado contigo, y que si te movías de la cocina, tediera dos coscorrones».

Papitos se puso a picar la escarola, sin dejar de hacer visajes.

«Y yo le diré—replicó—, yo le diré lo que hace... el muytrapisondista...».

Maximiliano se estremeció. «Tonta, ¿qué es lo que yo hago?...» dijosorteando su turbación.

—Encerrarse en su cuarto, ¡ay olé! ¡ay olé! ... para que nadie levea; pero yo le he visto por el agujero de la llave... ¡ay olé! ¡ayolé! ...

—¿Qué?—Escribiéndole cartas a la novia.

—Mentira... ¿yo...? Quita allá, enredadora...

Volvió a su cuarto, llevando la mano del almirez, y echada otra vez lallave, tapó el agujero con un pañuelo.

«Ella no mirará; pero por si se le ocurre...».

El tiempo apremiaba y doña Lupe podía venir. Cuando cogió la huchallena, el corazón le palpitaba y su respiración era difícil. Dábalecompasión de la víctima, y para evitar su enternecimiento, que podríafrustrar el acto, hizo lo que los criminales que se arrojan frenéticos adar el primer golpe para perder el miedo y acallar la conciencia,impidiéndose el volver atrás.

Cogió la hucha y con febril mano le atizóun porrazo. La víctima exhaló un gemido seco. Se había cascado, pero noestaba rota aún. Como este primer golpe fue dado sobre el suelo, lepareció a Maximiliano que había retumbado mucho, y entonces puso sobrela cama el cacharro herido. Su azoramiento era tal que casi le pega a lahucha vacía en vez de hacerlo a la llena; pero se serenó, diciendo:«¡Qué tonto soy! Si esto es mío, ¿por qué no he de disponer de ellocuando me dé la gana?». Y leña, más leña... La infeliz víctima, aquelantiguo y leal amigo, modelo de honradez y fidelidad, gimió a losfieros golpes, abriéndose al fin en tres o cuatro pedazos. Sobre la camase esparcieron las tripas de oro, plata y cobre. Entre la plata, que eralo que más abundaba, brillaban los centenes como las pepitas amarillasde un melón entre la pulpa blanca. Con mano trémula, el asesino lorecogió todo menos la calderilla, y se lo guardó en el bolsillo delpantalón. Los cascos esparcidos semejaban pedazos de un cráneo, y elpolvillo rojo del barro cocido que ensuciaba la colcha blanca parecioleal criminal manchas de sangre. Antes de pensar en borrar las huellas delestropicio, pensó en poner los cuartos en la hucha nueva, operaciónverificada con tanta precipitación que las piezas se atragantaban en laboca y algunas no querían pasar. Como que la boca era un poquitín másestrecha que la de la muerta. Después metió el cobre de las dos pesetasque había cambiado.

No había tiempo que perder. Sentía pasos. ¿Subiría ya doña Lupe? No, noera ella; pero pronto vendría y era forzoso despachar. Aquellos cascos,¿dónde los echaría? He aquí un problema que le puso los pelos de puntaal asesino. Lo mejor era envolver aquellos despojos sangrientos en unpañuelo y tirarlos en medio de la calle cuando saliera. ¿Y la sangre?Limpió la colcha como pudo, soplando el polvo. Después advirtió que sumano derecha y el puño de la camisa conservaban algunas señales, y seocupó en borrarlas cuidadosamente. También la mano del almirez necesitóde un buen limpión. ¿Tendría algo en la ropa? Se miró bien de pies acabeza. No había nada, absolutamente nada. Como todos los matadores enigual caso, fue escrupuloso en el examen; pero a estos desgraciados seles olvida siempre algo, y donde menos lo piensan se conserva el datoacusador que ilumina a la justicia.

Lo que desconcertó a Rubín cuando creyó concluida su faena, fue laaprensión de advertir que la hucha nueva no se parecía nada a lasacrificada. ¿Cómo antes del crimen las vio tan iguales que parecían unamisma? Error de los sentidos. También podía ser error la diferencia quedespués del crimen notaba. ¿Se equivocó antes o se equivocaba después?En la enorme turbación de su ánimo no podía decidir nada. «Pero si,basta tener ojos—decía—, para conocer que esta hucha no es aquella...En esta el barro es más recocho, de color más oscuro, y tiene por aquíuna mancha negra... A la simple vista se ve que no es la misma... Diosnos asista. ¿A ver el peso?... Pues el peso me parece que es menor enesta... No, más bien mayor, mucho mayor... ¡Fatalidad!».

Quedose parado un largo rato mirando a la luz y viendo en ella a doñaLupe en el acto de coger la hucha falsa y decir: «Pero esta hucha... nosé... me parece... no es la misma». Dando un gran suspiro, envolviórápidamente en un pañuelo los destrozados restos de la víctima, y losguardó en la cómoda hasta el momento de salir. Puso la nueva hucha en elsitio de costumbre, que era el cajón alto de la cómoda, abrió la puerta,quitando el pañuelo que tapaba el agujero de la llave, y después dellevar a la cocina el instrumento alevoso, volvió a su cuarto con ideade contar el dinero... Pero si era suyo, ¿a qué tanto miedo y zozobra?Él no había robado nada a nadie, y sin embargo, estaba como losladrones. Más derecho era referir a su tía lo que le pasaba, que noandar con tapujos. ¡Sí, pues buena se pondría doña Lupe si él le contarasu aventura y el empleo que daba a sus ahorros! Valía más callar, yadelante.

No pudo entretenerse en contar su tesoro, porque entró doña Lupe,dirigiéndose inmediatamente a la cocina. Maximiliano se paseaba en sucuarto esperando que le llamasen a comer, y hacía cálculos mentalessobre aquella desconocida suma que tanto le pesaba. «Mucho debe de ser,pero mucho—calculaba—; porque en tal tiempo eché un dobloncito decuatro, y en cual tiempo otro. Y cuando tomé la medicina aquella quesabía tan mal, me dio mi tía dos duritos, y cada vez que había que tomarpurga un durito o medio durito. Lo que es en monedas de a cinco, puedeque pasen de quince».

Sintió que le renacía el valor. Pero cuando le llamaron a comer, y fueal comedor y se encaró con su tía, pensó que esta le iba a conocer en lacara lo que había hecho. Mirábale ella lo mismo que el día infausto enque le robara los botones arrancándolos de la ropa... Y al sobrinito sele alborotó la conciencia, haciéndole ver peligros donde no los había.«Me parece—cavilaba, tragando la sopa—, que la colcha no ha quedadomuy limpia... Caspitina, se me olvidó una cosa; pero una cosa muyimportante... ver si habían caído pedacitos de barro en alguna parte.Ahora recuerdo que oí el tin, como si un casquillo saltara en elmomento del golpe y fuera a chocar disparado con el frasco de ioduro. Enel suelo quizás... ¡y mi tía barre todos los días!... ¡Cómo me mira! Sisospechará algo... Lo que ahora me faltaba era que mi tía hubiese pasadopor la tienda al volver de casa de las de Morejón, y le hubiera dicho eltendero: «Aquí estuvo su sobrino a cambiar dos pesetas en calderilla».

El mirar escrutador de doña Lupe no tenía nada de particular.Acostumbrada ella a estudiarle la cara, para ver cómo andaba de salud, yel tal semblante era un libro en que la buena señora había aprendido másMedicina que Farmacia su sobrino en los textos impresos.

«Me parece que tú no andas bien...—le dijo—. Cuando entré te sentítoser... Estas heladas...

Por Dios, ten mucho cuidado; no tengamos aquí otra como la del añopasado, que empalmaste cuatro catarros y por poco pierdes el curso. Noolvides de liarte un pañuelo de seda en la cabeza, de noche, cuando teacuestes; y yo que tú empezaría a tomar el agua de brea... No hagasascos. Es bueno curarse en salud. Por sí o por no, mañana te traigo laspastillas de Tolú».

Con esto se tranquilizó el joven comprendiendo que las miradas no eranmás que la inspección médica de todos los días. Comieron y se prepararonpara salir. El criminal se embozó bien en la capa y apagó la luz de sucuarto para coger los restos de la víctima y sacarlos ocultamente.

Comolas monedas que en el bolsillo del pantalón llevaba no eran paja, sedenunciaban sonando una contra otra. Por evitar este ruido inoportuno,Maximiliano se metió un pañuelo en aquel bolsillo, atarugándolo bienpara que las piezas de plata y oro no chistasen, y así fue en efecto,pues en todo el trayecto desde Chamberí hasta la casa de Torquemada eloído de doña Lupe, que siempre se afinaba con el rumor de dinero como eloído de los gatos con los pasos del ratón, y hasta parecía que entiesabalas orejas, no percibió nada, absolutamente nada. El sobrinito, cuandocreía que las monedas se movían, atarugaba el bolsillo como quien atacaun arma. ¡Creeríase que le había salido un tumor en la pierna!...

-II-

Afanes y contratiempos de un redentor

-I-

Grande fue el asombro de Fortunata aquella noche cuando vio queMaximiliano sacaba puñados de monedas diferentes, y contaba con rapidezla suma, apartando el oro de la plata. A la sorpresa un tanto alegre dela joven, siguió pronto sospecha de que su improvisado amigo hubieseadquirido aquel caudal por medios no muy limpios. Creyó ver en él unhijo de familia que, arrastrado de la pasión y cegado por la tontería,se había incautado de la caja paterna. Esta idea la mortificó mucho,haciéndole ver la cruel insistencia con que su destino la maltrataba.Desde que fue lanzada a los azares de aquella vida, se había vistosiempre unida a hombres groseros, perversos o tramposos, lo peor decada casa.

No dejó entrever a Maximiliano sus sospechas sobre la procedencia deldinero, que, viniera de donde viniese, no podía ser mal recibido, y pocoa poco se fue tranquilizando al ver que el apreciable muchacho hacíaalarde de poseer ideas económicas enteramente contrarias a las de suspredecesores. «Esto—dijo mostrándole un grupito de monedas de oro—, espara que desempeñes la ropa que te sea más necesaria... Los trajes delujo, el abrigo de terciopelo, el sombrero y las alhajas se sacarán másadelante, y se renovará el préstamo para que no se pierdan.

Olvídate porahora de todo lo que es pura ostentación. Acabose el barullo. Se gastaránada más que lo que se tenga, para no hacer ni una trampa, pero ni unasola trampa. Fíjate bien». Esta sensatez era cosa nueva para Fortunata,y empezó a corregir algo sus primeras ideas acerca de su amante y aconsiderarle mejor que los demás. En los días siguientes Olmedo confirmóesta buena opinión, hablándole con vivos encarecimientos de laformalidad de aquel chico y de lo muy arregladito que era.

Quedó convenido entre Fortunata y su protector tomar un cuarto queestaba desalquilado en la misma casa. Rubín insistió mucho en lamodestia y baratura de los muebles que se habían de poner, porque...(para que se vea si era juicioso) «conviene empezar por poco». Despuésse vería, y el humilde hogar iría creciendo y embelleciéndosegradualmente. Aceptaba ella todo sin entusiasmo ni ilusión alguna, másbien por probar. Maximiliano le era poco simpático; pero en suspalabras y en sus acciones había visto desde el primer momento lapersona decente, novedad grande para ella. Vivir con una personadecente despertaba un poco su curiosidad. Dos días estuvo ocupada eninstalarse. Los muebles se los alquiló una vecina que había levantadocasa, y Rubín atendió a todo con tal tino, que Fortunata se pasmaba desus admirables dotes administrativas, pues no tenía ni idea remota deaquel ingenioso modo de defender una peseta, ni sabía cómo se recorta ungasto para reducirlo de seis a cinco, con otras artes financieras que elexcelente chico había aprendido de doña Lupe.

Tratando de medir el cariño que sentía por su amiga, Maximiliano hallabapálida e inexpresiva la palabra querer, teniendo que recurrir a lasnovelas y a la poesía en busca del verbo amar, tan usado en losejercicios gramaticales como olvidado en el lenguaje corriente. Y aunaquel verbo le parecía desabrido para expresar la dulzura y ardor de sucariño. Adorar, idolatrar y otros cumplían mejor su oficio de dar aconocer la pasión exaltada de un joven enclenque de cuerpo y robusto deespíritu.

Cuando el enamorado se iba a su casa, llevaba en sí la impresión deFortunata transfigurada.

Porque no ha habido princesa de cuento orientalni dama del teatro romántico que se ofreciera a la mente de un caballerocon atributos más ideales ni con rasgos más puros y nobles.

DosFortunatas existían entonces, una la de carne y hueso, otra la queMaximiliano llevaba estampada en su mente. De tal modo se sutilizaronlos sentimientos del joven Rubín con aquel extraordinario amor, que estele inspiraba no sólo las buenas acciones, el entusiasmo y la abnegación,sino también la delicadeza llevada hasta la castidad. Su naturalezapobre no tenía exigencias; su espíritu las tenía grandes, y estas eranlas que más le apremiaban. Todo lo que en el alma humana puede existirde noble y hermoso brotó en la suya, como los chorros de lava en elvolcán activo. Soñaba con redenciones y regeneraciones, con lavaduras demanchas y con sacar del pasado negro de su amada una vida de méritos. Elgeneroso galán veía los más sublimes problemas morales en la frente deaquella infeliz mujer, y resolverlos en sentido del bien parecíale lamás grande empresa de la voluntad humana. Porque su loco entusiasmo leimpulsaba a la salvación social y moral de su ídolo, y a poner en estaobra grandiosa todas las energías que alborotaban su alma. Lasperipecias vergonzosas de la vida de ella no le desalentaban, y hastamedía con gozo la hondura del abismo del cual iba a sacar a su amiga; yla había de sacar pura o purificada. En aquellas confidencias que ambostenían, creía Maximiliano advertir en la pecadora un cierto fondo derectitud y menos corrupción de lo que a primera vista parecía.

¿Se equivocaría en esto? A veces lo sospechaba; pero su buena fetriunfaba al instante de esta sospecha. Lo que sí podía sostener sinmiedo a equivocarse era que Fortunata tenía vivos deseos de mejorar supersonalidad, es decir, de adecentarse y pulirse. Su ignorancia era,como puede suponerse, completa. Leía muy mal y a trompicones, y no sabíaescribir.

Lo esencial del saber, lo que saben los niños y los paletos, ella loignoraba, como lo ignoran otras mujeres de su clase y aun de clasesuperior. Maximiliano se reía de aquella incultura rasa, tomando enserio la tarea de irla corrigiendo poco a poco. Y ella no disimulaba subarbarie; por el contrario, manifestaba con graciosa sinceridad susardientes deseos de adquirir ciertas ideas y de aprender palabras finasy decentes. Cada instante estaba preguntando el significado de tal ocual palabra, e informándose de mil cosas comunes. No sabía lo que es elNorte y el Sur. Esto le sonaba a cosa de viento; pero nada más. Creíaque un senador es algo del Ayuntamiento. Tenía sobre la imprenta ideasmuy extrañas, creyendo que los autores mismos ponían en las páginasaquellas letras tan iguales. No había leído jamás libro ninguno, nisiquiera novela.

Pensaba que Europa es un pueblo y que Inglaterra es unpaís de acreedores. Respecto del sol, la luna y todo lo demás delfirmamento, sus nociones pertenecían al orden de los pueblosprimitivos.

Confesó un día que no sabía quién fue Colón. Creía que eraun general, así como O'Donnell o Prim. En lo religioso no estaba másaventajada que en lo histórico. La poca doctrina cristiana que aprendióse le había olvidado. Comprendía a la Virgen, a Jesucristo y a SanPedro; les tenía por muy buenas personas, pero nada más. Respecto a lainmortalidad y a la redención, sus primeras ideas eran muy confusas.Sabía que arrepintiéndose uno, bien arrepentido, se salva; eso no teníaduda, y por más que dijeran, nada que se relacionase con el amor erapecado.

Sus defectos de pronunciación eran atroces. No había fuerza humana quele hiciera decir fragmento, magnífico, enigma y otras palabrasusuales. Se esforzaba en vencer esta dificultad, riendo y machacando enella; pero no lo conseguía. Las eses finales se le convertían en jotas, sin que ella misma lo notase ni evitarlo pudiera, y se comíamuchas sílabas. Si supiera ella qué bonita boca se le ponía alcomérselas, no intentara enmendar su graciosa incorrección. PeroMaximiliano se había erigido en maestro, con rigores de dómine e ínfulasde académico. No la dejaba vivir, y estaba en acecho de los solecismospara caer sobre ellos como el gato sobre el ratón. «No se dice diferiencia, sino diferencia. No se dice Jacometrenzo, ni EspirituiSanto, ni indilugencias.

Además escamón y escamarse son palabrasmuy feas, y llamar tiologías a todo lo que no se entiende es unabarbaridad. Repetir a cada instante pa chasco es costumbre ordinaria»,etc...

Lo mejorcito que aquella mujer tenía era su ingenuidad. Repetidas vecessacó Maximiliano a relucir el caso de la deshonra de ella, por ser muyimportante este punto en el plan de regeneración. El inspirado yentusiasta mancebo hacía hincapié en lo malos que son los señoritos y enla necesidad de una ley a la inglesa que proteja a las muchachasinocentes contra los seductores. Fortunata no entendía palotada de estasleyes. Lo único que sostenía era que el tal Juanito Santa Cruz era elúnico hombre a quien había querido de verdad, y que le amaba siempre.¿Por qué decir otra cosa? Reconociendo el otro con caballeresca lealtadque esta consecuencia era laudable, sentía en su alma punza