Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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«Nada de hociquitos, hija de mi alma; eso es muy feo—le decía elprofesor acariciándole la cabeza—. No agarrotes los dedos... Si es cosasencillísima, y lo más fácil...».

Ya se ve, para él era fácil; pero ella, que en su vida las había vistomás gordas, hallaba en la escritura una dificultad invencible. Decía contristeza que no aprendería jamás, y se lamentaba de que en su niñez nola hubieran puesto a la escuela. La lectura la cansaba también y laaburría soberanamente, porque después de estarse un mediano rato sacandolas sílabas como quien saca el agua de un pozo, resultaba que noentendía ni jota de lo que el texto decía. Arrojaba con desprecio ellibro o periódico, diciendo que ya no estaba la Magdalena paratafetanes.

Si en el orden literario no mostraba ninguna aplicación, en lo tocanteal arte social no sólo era aplicadísima, sino que revelaba aptitudesnotables. Las lecciones que Maximiliano le daba referentes a cosas deurbanidad y a conocimientos rudimentarios de los que exige la buenaeducación eran tan provechosas, que le bastaban a veces indicacionesleves para asimilarse una idea o un conjunto de ideas. «Aunque teestorbe lo negro—le decía él—, me parece que tú tienes talento». Enpoco tiempo le enseñó todas las fórmulas que se usan en una visita decumplido, cómo se saluda al entrar y al despedirse, cómo se ofrece lacasa y otras muchas particularidades del trato fino. Y también aprendiócosas tan importantes como la sucesión de los meses del año, que nosabía, y cuál tiene treinta y cuál treinta y un días. Aunque parezcamentira, este es uno de los rasgos característicos de la ignoranciaespañola, más en las ciudades que en las aldeas, y más en las mujeresque en los hombres. Gustaba mucho de los trabajos domésticos, y no secansaba nunca. Sus músculos eran de acero, y su sangre fogosa se aveníamal con la quietud.

Como pudiera, más se cuidaba de prolongar lostrabajos que de abreviarlos. Planchar y lavar le agradaba en extremo, yentregábase a estas faenas con delicia y ardor, desarrollando sincansarse la fuerza de sus puños. Tenía las carnes duras y apretadas, yla robustez se combinaba en ella con la agilidad, la gracia con larudeza para componer la más hermosa figura de salvaje que se pudieraimaginar. Su cuerpo no necesitaba corsé para ser esbeltísimo. Vestidoenorgullecía a las modistas; desnudo o a medio vestir, cuando andaba poraquella casa tendiendo ropa en el balcón, limpiando los muebles ocargando los colchones cual si fueran cojines, para sacarlos al aire,parecía una figura de otros tiempos; al menos, así lo pensaba Rubín, quesólo había visto belleza semejante en pinturas de amazonas o cosa tal.Otras veces le parecía mujer de la Biblia, la Betsabée aquella del baño,la Rebeca o la Samaritana, señoras que había visto en una obrailustrada, y que, con ser tan barbianas, todavía se quedaban dos dedosmás abajo de la sana hermosura y de la gallardía de su amiga.

En los comienzos de aquella vida, Maximiliano abandonó mucho susestudios; pero cuando fue metodizando su amor, la conciencia de lamisión moral que se proponía cumplir le estimuló al estudio, parahacerse pronto hombre de carrera. Y era muy particular lo que leocurría. Se notaba más despierto, más perspicaz para comprender, máscurioso de los secretos de la ciencia, y le interesaba ya lo que antesle aburriera. En sus meditaciones, solía decir que le había entradotalento, como si dijese que le había entrado calentura. Indudablementeno era ya el mismo. En media hora se aprendía una lección que antes lellevaba dos horas y al fin no la sabía.

Creció su admiración alobservarse en clase contestando con relativa facilidad a las preguntasdel profesor y al notar que se le ocurrían apreciaciones muy juiciosas;y el profesor y los alumnos se pasmaban de que Rubinius vulgaris sehubiera despabilado como por ensalmo. Al propio tiempo hallaba vivoplacer en ciertas lecturas extrañas a la Farmacia, y que antes lecautivaban poco.

Algunos de sus compañeros solían llevar al aula, paraleer a escondidas, obras literarias de las más famosas. Rubín no fuenunca aficionado a introducir de contrabando en clase, entre las páginasde la Farmacia químico-orgánica, el Werther de Goëthe o los dramasde Shakespeare.

Pero después de aquella sacudida que el amor le dio,entrole tal gusto por las grandes creaciones literarias, que seembebecía leyéndolas. Devoró el Fausto y los poemas de Heine, con laparticularidad de que la lengua francesa, que antes le estorbaba, se lehizo pronto fácil. En fin, que mi hombre había pasado una gran crisis.El cataclismo amoroso varió su configuración interna. Considerábase comosi hubiera estado durmiendo hasta el momento en que su destino le pusodelante la mujer aquella y el problema de la redención.

«Cuando yo era tonto—decía sin ocultarse a sí mismo el desprecio conque se miraba en aquella época que bien podría llamarse antediluviana—,cuando yo era tonto, éralo por carecer de un objeto en la vida. Porqueeso son los tontos, personas que no tienen misión alguna».

Fortunata no tenía criada. Decía que ella se bastaba y se sobraba paratodos los quehaceres de casa tan reducida. Muchas tardes, mientrasestaba en la cocina, Maximiliano estudiaba sus lecciones, tendido en elsofá de la sala. Si no fuera porque el espectro de la hucha se le solíaaparecer de vez en cuando anunciándole el acabamiento del dineroextraído de ella, ¡cuán feliz habría sido el pobre chico! A pesar deesto, la dicha le embargaba. Entrábale una embriaguez de amor que lehacía ver todas las cosas teñidas de optimismo. No había dificultades,no había peligros ni tropiezos. El dinero ya vendría de alguna parte.Fortunata era buena, y bien claros estaban ya sus propósitos dedecencia. Todo iba a pedir de boca, y lo que faltaba era concluir lacarrera y... Al llegar aquí, un pensamiento que desde el principio deaquellos amores tenía muy guardadito, porque no quería manifestarlo sinoen sazón oportuna, se le vino a los labios. No pudo retener más tiempoaquel secreto que se le salía con empuje, y si no lo decía reventaba,sí, reventaba; porque aquel pensamiento era todo su amor, todo suespíritu, la expresión de todo lo nuevo y sublime que en él había, y nose puede encerrar cosa tan grande en la estrechez de la discreción.Entró la pecadora en la sala, que hacía también las veces de comedor, aponer la mesa, operación en extremo sencilla y que quedaba hecha encinco minutos.

Maximiliano se abalanzó a su querida con aquella especiede vértigo de respeto que le entraba en ocasiones, y besándolecastamente un brazo que medio desnudo traía, cogiéndole después la manobasta y estrechándola contra su corazón, le dijo:

«Fortunata, yo me caso contigo».

Ella se echó a reír con incredulidad; pero Rubín repitió el me casocontigo tan solemnemente, que Fortunata lo empezó a creer. «Hacetiempo—añadió él—, que lo había pensado... Lo pensé cuando te conocí,hace un mes... Pero me pareció bien no decirte nada hasta no tratarte unpoco...

O me caso contigo o me muero. Este es el dilema».

Tie gracia... ¿Y qué quiere decir dilema?

—Pues esto: que o me caso o me muero. Has de ser mía ante Dios y loshombres. ¿No quieres ser honrada? Pues con el deseo de serlo y unnombre, ya está hecha la honradez. Me he propuesto hacer de ti unapersona decente y lo serás, lo serás si tú quieres...

Inclinose para coger los libros que se habían caído al suelo. Fortunatasalió para traer lo que en la mesa faltaba, y al entrar le dijo:

—Esas cosas se calculan bien... no por mí, sino por ti.

—¡Ah!, ya lo tengo pensado; pero muy bien pensado... ¿Y a ti, te habíaocurrido esto?

—No... no me pasaba por la imaginación. Tu familia ha de hacer lacontra.

—Pronto seré mayor de edad—afirmó Rubín con brío—. Opóngase o no, lomismo me da...

Fortunata se sentó a su lado, dejando la mesa a medio poner y la comidaa punto de quemarse.

Maximiliano le dio muchos abrazos y besos, y ellaestaba como aturdida... poco risueña en verdad, esparciendo miradas deun lado para otro. La generosidad de su amigo no le era indiferente, ycontestó a los apretones de manos con otros no tan fuertes, y a lascaricias de amor con otras de amistad. Levantose para volver a lacocina, y en ella su pensamiento se balanceó en aquella idea delcasorio, mientras maquinalmente echaba la sopa en la sopera... «¡Casarmeyo!...

¡pa chasco...! , ¡y con este encanijado...! ¡Vivir siempre,siempre con él, todos los días... de día y de noche!... ¡Pero calculatú, mujer... ser honrada, ser casada, señora de Tal... personadecente...!».

-V-

Maximiliano solía contar algunos particulares de la familia de Rubín,por lo cual tenía ella noticias de doña Lupe, de Juan Pablo y del cura.Con los detalles que el joven iba dando de sus parientes, ya Fortunatales conocía como si les hubiera tratado. Aquella noche, excitado por elentusiasmo que le produjo la resolución de casamiento, se dejó decir,tocante a su tía, algo que era quizá indiscreto. Doña Lupe prestabadinero, por mediación de un tal Torquemada, a militares, empleados y atodo el que cayese. Hablando con completa sinceridad, Maximiliano no era partidario de aquella manera de constituirse una renta; pero él¿qué tenía que ver con los actos de su señora tía? Esta le amaba mucho yprobablemente le haría su heredero. Tenía una papelera antigua, negra ymuy grande, de hierro, frente a su cama, donde guardaba el dinero y lospagarés de los préstamos. Gastaba lo preciso y de mes en mes su fortunaaumentaba, sabe Dios cuánto. Debía de ser muy rica, pero muy rica,porque él veía que Torquemada le llevaba resmas de billetes. En cuantoa su hermano Juan Pablo, ya se sabía a ciencia cierta que estaba con loscarlistas, y si estos triunfaban, ocuparía una posición muy alta. Suhermano Nicolás había de parar en canónigo, y quién sabe, quién sabe sien obispo... En fin, que por todos lados se ofrecía a la joven parejahorizontes sonrosados. En estas y otras conversaciones se pasaron laprimera noche, hasta que se retiró Maximiliano a su casa, quedándoseFortunata tan pensativa y preocupada que se durmió muy tarde y pasó lanoche intranquila.

El amante también estaba poco dispuesto al sueño; mas era porque elentusiasmo le hacía cosquillas en el epigastrio, atravesándole un bultoen el vértice de los pulmones, con lo que le pesaba el respirar, yademás poníale candelas encendidas en el cerebro. Por más que él soplabapara apagarlas y poder dormirse, no lo podía conseguir. Su tía estabacon él un poco seria.

Sin duda sospechaba algo, y como persona de muchopesquis, no se tragaba ya aquellas bolas del estudiar fuera de casa y delos amigos enfermos a quienes era preciso velar. A los dos días de aquelen que el exaltado mozo se arrancó a prometer su mano, doña Lupe tuvocon él una grave conferencia. El semblante de la señora no revelaba tansólo recelo, sino profunda pena, y cuando llamó a su sobrino paraencerrarse con él en el gabinete, este sintió desvanecerse su valor.Quitose la señora el manto y lo puso sobre la cómoda bien doblado.Después de clavar en él los alfileres, mirando a su sobrino de un modoque le hizo estremecer, le dijo: «Tengo que hablarte detenidamente».Siempre que su tía empleaba el detenidamente, era para echarle unréspice.

«¿Tienes hoy jaqueca?» le preguntó después doña Lupe.

Maximiliano estaba muy bien de la cabeza; pero para colocarse en buenasituación, dijo que sentía principios de jaqueca. Así doña Lupe tendríacompasión de él. Dejose caer en un sillón y se comprimió la frente.

«Pues se trata de una mala noticia—aseveró la viuda de Jáuregui—,quiero decir, mala, precisamente mala no... aunque tampoco es buena».

Rubín, sin comprender a qué podía referirse su tía, barruntó que nadatenía que ver aquello con sus amores clandestinos, y respiró. Laopresión del epigastrio se le hizo más ligera, y se acabó detranquilizar al oír esto:

«La noticia no ha de afectarte mucho. ¿Para qué tanto rodeo? Tu tía doñaMelitona Llorente ha pasado a mejor vida. Mira la carta en que me lodice el señor cura de Molina de Aragón. Murió como una santa, recibiótodos los Sacramentos y dejó treinta mil reales para misas».

Maximiliano conocía muy poco a su tía materna. La había visto sólo dos otres veces siendo muy niño, y no vivía en su imaginación sino por lasrosquillas y el arrope que mandaba de regalo todos los años en vida deD. Nicolás Rubín. La noticia del fallecimiento de esta buena señora leafectó poco.

«Todo sea por Dios» murmuró por decir algo.

Doña Lupe se volvió de espaldas para abrir el cajón de la cómoda y enesta postura le dijo:

«Tú y tus hermanos heredáis a Melitona, que por mis cuentas debía tenerun capitalito sano de veinte o veinticinco mil duros».

Maximiliano no oyó bien por estar su tía de espaldas, y aquello leinteresaba tanto que se levantó, puso un codo sobre la cómoda y allí sehizo repetir el concepto para enterarse bien.

«Esas son mis cuentas—agregó doña Lupe—; pero ya ves que en lospueblos no se sabe lo que se tiene y lo que no se tiene. Probablementela difunta emplearía algún dinero en préstamos, que es como tirarlo alviento. Se cobra tarde y mal, cuando se cobra. De modo que no os hagáismuchas ilusiones. Cuando Juan Pablo venga a Madrid irá a Molina deAragón a enterarse del testamento y recoger lo que es vuestro».

—Pues que vaya inmediatamente—dijo Maximiliano dando una palmada sobrela cómoda—; pero aquello de llegar y en la misma estación coger elbillete y zas... al tren otra vez.

—Hombre, no tanto. Tu hermano está en Bayona. Lo mejor es que se pasepor Molina antes de venir a Madrid. Le escribiré hoy mismo. Sosiégate;tú eres así, o la apatía andando o la pura pólvora... Eso es ahora, queantes, para mover un pie le pedías licencia al otro. Te has vuelto muyatropellado.

Le miró de un modo tan indagador, que al pobre chico se le volvieron aabatir los ánimos. Era hombre de carácter siempre que su tía no leclavase la flecha de sus ojuelos pardos y sagaces, y viose tan perdidoque se apresuró a variar la conversación, preguntando a su tía cuántosaños tenía doña Melitona. Estuvo la señora de Jáuregui un ratitohaciendo cuentas, estirado el labio inferior, la cabeza oscilando comoun péndulo y los ojos vueltos al techo, hasta que salió una cifra, de lacual Maximiliano no se hizo cargo. Volvió después doña Lupe a tomar enboca la metamorfosis de su sobrino, deslizando algunas bromitas, que aeste le supieron a cuerno quemado. «Ya se ve, con esos estudios quehaces ahora en casa de los amigos, te habrás vuelto un pozo deciencia... A mí no me vengas con fábulas. Tú te pasas el día y la mitadde la noche en alguna conspiración...

porque por el lado de las mujeresno temo nada, francamente. Ni a ti te gusta eso, ni puedes aunque tegustara...».

Aquel ni puedes incomodaba tanto al joven y le parecía tan humillante,que a punto estuvo de dar a su tía un mentís como una casa. Pero no pasóde aquí, pues doña Lupe tuvo que ocuparse de cosas más graves queaveriguar si su sobrino podía o no podía. Papitos fue quien le salvóaquel día, atrayendo a sí toda la atención del ama de la casa. Porque lamona aquella tenía días.

Algunos lo hacía todo tan bien y con tantadiligencia y aseo, que doña Lupe decía que era una perla. Pero otros nose la podía aguantar. Aquel día empezó de los buenos y concluyó siendode los peores. Por la mañana había cumplido admirablemente; estuvo muysuelta de lengua y de manos, haciendo garatusas y dando brincos encuanto la señora le quitaba la vista de encima.

Semejante fiebre eraseñal de próximos trastornos. En efecto, por la tarde dividió en dos latapa de una sopera, y desde entonces todo fue un puro desastre. Cuandose enfurruñaba creeríase que hacía las cosas mal adrede. Le mandabanesto y se salía con lo otro. No se pueden contar las faltas que cometióen una hora. Bien decía doña Lupe que tenía los demonios metidos en elcuerpo y que era mala, pero mala de veras, una sinvergüenza, una malcriada y una calamidad...

en toda la extensión de la palabra. Ymientras más repelones le daban, peor que peor. Pasó tanta agua delpuchero del agua caliente al puchero de la verdura, que esta quedóencharcada. Los garbanzos se quemaron, y cuando fueron a comerlosamargaban como demonios. La sopa no había cristiano que la pasara detanta sal como le echó aquella condenada. Luego era una insolente,porque en vez de reconocer sus torpezas decía que la señora tenía laculpa, y que ella, la muy piojosa, no estaría allí ni un día más porque misté... en cualsiquiera parte la tratarían mejor.

Doña Lupe discutía con ella violentamente, argumentando con cruelespellizcos, y añadiendo que estaba autorizada por la madre paradescuartizarla si preciso era. A lo que Papitos contestaba echandolumbre por los ojos: «¡Ay, hija, no me descuartice usted tanto!». Estesolía ser el periodo culminante de la disputa, que concluía dándole laseñora a su sirviente una gran bofetada y rompiendo la otra a llorar...Los disparates seguían, y al servir la mesa ponía los platos sobre ellasin considerar que no eran de hierro. Doña Lupe la amenazaba conmandarla a la galera o con llamar una pareja, con escabecharla yponerla en salmuera, y poco a poco se iba aplacando la fierecilla hastaque se quedaba como un guante.

-VI-

Maximiliano, gozoso de ver que su tía con aquel gran alboroto, no seocupaba de él, poníase de parte de la autoridad y en contra de Papitos.Sí, sí; era muy mala, muy descarada, y había que atarla corto. Azuzabala cólera de doña Lupe para que esta no se revolviese contra élhablándole de su cambio de costumbres y de lo que hacía fuera de casa.

Doña Lupe fue aquella noche a casa de las de la Caña, y se estuvo allálas horas muertas.

Maximiliano entró a las once. Había dejado aFortunata acostada y casi dormida, y se retiró decidido a afrontar laschafalditas de su tía y a explicarse con ella. Porque después del casode la herencia, ya no podía dudar de que la Providencia le favorecía,abriéndole camino. Nunca había sido él muy religioso; pero aquella nocheparecíale desacato y aun ingratitud no consagrar a la divinidad unpensamiento, ya que no una oración. Estaba como un demente. Por elcamino miraba a las estrellas y las encontraba más hermosas que nunca, ymuy mironas y habladoras. A Fortunata, sin mentarle la herencia porrespeto a la difunta, le dijo algo de sus fincas de Molina de Aragón, yde que si el dinero en hipotecas era el mejor dinero del mundo. A vecessu imaginación agrandaba las cifras de la herencia, añadiéndole ceros,«porque esa gente de los pueblos no gasta un cuarto, y no hace más queacumular, acumular...».

Los faroles de la calle le parecían astros, los transeúntes excelentespersonas, movidas de los mejores deseos y de sentimientos nobilísimos.Entró en su casa resuelto a espontanearse con su tía... «¿Meatreveré?—pensaba—. Si me atreviera... ¿Y qué hay de malo en esto? Enúltimo caso,

¿qué puede hacer mi tía? ¿Acaso me va a comer? Si me niegael derecho de casarme con quien me dé la gana, ya le diré yo cuántas soncinco. No se conoce el genio de las personas hasta que no llega laocasión de mostrarlo». A pesar de estas disposiciones belicosas, cuandoPapitos le dijo que la señora no había vuelto todavía, quitósele deencima un gran peso, porque en verdad la revelación del secreto y elcisco que había de seguirle eran para acoquinar al más pintado. No learredraba el miedo de ser vencido, porque su amor y su misión le daríanseguramente coraje; pero convenía proceder con tacto y diplomacia,pensar bien lo que iba a decir para no ofender a su tía, y, si eraposible, ponerla de su parte en aquel tremendo pleito.

Se fue a la cocina detrás de Papitos, siguiendo una costumbre antigua dehacer tertulia y de entretenerse en pláticas sabrosas cuando seencontraban solos. Un año antes, la criadita y el estudiante

se

pasabanlas

horas

muertas

en

la

cocina,

contándose

cuentos

o

proponiéndoseacertijos. En estos era fuerte la chiquilla. Sus carcajadas se oíandesde la calle cuando repetía la adivinanza, sin que el otro la pudieraacertar. Maximiliano se rascaba la cabeza, aguzando su entendimiento;pero la solución no salía. Papitos le llamaba zote, bruto y otras cosaspeores sin que él se ofendiera. Tomaba su revancha en los cuentos, puessabía muchos, y ella los escuchaba con embeleso, abierta la boca de paren par y los ojos clavados en el narrador.

Aquella noche estaba Papitosde muy mal temple por la soba que se había llevado, y le tenía muchatirria al señorito porque no se puso de su parte en la contienda, comootras veces. «Feo, tonto—le dijo aguzando la jeta cuando le viosentarse en la mesilla de pino de la cocina—.

Acusón, patoso... memo enpolvo».

Maximiliano buscaba una fórmula para pedirle perdón sin menoscabo de sudignidad de señorito. Sentíase con impulsos de protección hacia ella.Verdad que habían jugado juntos; que el año anterior, a pesar de ladiferencia de edades, eran tan niños el uno como el otro, y seentretenían en enredos inocentes. Pero ya las cosas habían cambiado. Élera hombre, ¡y qué hombre!, y Papitos una chiquilla retozona sin pizcade juicio. Pero tenía buena índole, y cuando sentara la cabeza y dieraun estirón sería una criada inapreciable. La chiquilla, después que ledijo todas aquellas injurias, se puso a repasar una media, en la cualtenía metida la mano izquierda como en un guante. Sobre la mesa estabasu estuche de costura, que era una caja de tabacos.

Dentro de ella habíacarretes, cintajos, un canuto de agujas muy roñoso, un pedazo de cerablanca, botones y otras cosas pertinentes al arte de la costura. Lacartilla en que Papitos aprendía a leer estaba también allí, con lashojas sucias y reviradas. El quinqué de la cocina con el tubo ahumado ysin pantalla, iluminaba la cara gitanesca de la criada, dándole un tonode bronce rojizo, y la cara pálida y serosa del señorito con sus ojerasvioladas y sus granulaciones alrededor de los labios.

«¿Quieres que te tome la lección?» dijo Rubín cogiendo la cartilla.

—Ni falta... canijo, espátula, paice un garabito... No quiero que metome lición—replicó la chica remedándole la voz y el tono.

—No seas salvaje... Es preciso que aprendas a leer, para que seas mujercompleta—dijo Rubín esforzándose en parecer juicioso—. Hoy has estadoun poco salida de madre, pero ya eso pasó.

Teniendo juicio, se te mirarásiempre como de la familia.

¡Mia este! ... Me zampo yo a la familia...—chilló la otraremedándole y haciendo las morisquetas diabólicas de siempre.

—No te abandonaremos nunca—manifestó el joven henchido de deseos deprotección—.

¿Sabes lo que te digo?... Para que lo sepas, chica, paraque lo sepas, ten entendido que cuando yo me case... cuando yo me case,te llevaré conmigo para que seas la doncella de mi señora.

Al soltar la carcajada se tendió Papitos para atrás con tanta fuerza,que el respaldo de la silla crujió como si se rompiera.

—¡Casarse él, vusté!... memo, más que memo, ¡casarse!—exclamó—. Sila señorita dice que vusté no se puede casar... Sí, se lo decía adoña Silvia la otra noche.

La indignación que sintió Maximiliano al oír este concepto fue tan viva,que de manifestarse en hechos habría ocurrido una catástrofe. Porque talultraje no podía contestarse sino agarrando a Papitos por el pescuezo yestrangulándola. El inconveniente de esto consistía en que Papitos teníamucha más fuerza que él.

—Eres lo más animal y lo más grosero...—balbució Rubín—, que he vistoen mi vida. Si no te curas de esas tonterías, nunca serás nada.

Papitos alargó el brazo izquierdo en que tenía la media, y asomando susdedos por los agujeros, le cogió la nariz al señorito y le tiró de ella.

—¡Que te estés quieta!... ¡vaya!... Tú no te has llevado nunca unasolfa buena, y soy yo quien te la va a dar... ¿Y por qué son esas risasestúpidas?... ¿Porque he dicho que me caso? Pues sí señor, me casoporque me da la gana.

Tiempo hacía que Maximiliano deseaba hablar de aquella manera conalguien, y manifestar su pensamiento libre y sin turbación. Laconfidencia que tan difícil era con otra persona, resultaba fácil con lacocinerita, y el hombre se creció después de dichas las primeraspalabras.

«Tú eres una inocente—le dijo poniéndole la mano en el hombro—, tú noconoces el mundo, ni sabes lo que es una pasión verdadera».

Al llegar a este punto, Papitos no entendió ni jota de lo que suseñorito le decía... Era un lenguaje nuevo, como eran nuevas laexpresión de él y la cara seria que puso. No ponía aquella cara cuandocontaba los cuentos.

«Porque verás tú—continuó Rubín, expresándose con alma—; el amor es laley de las leyes, el amor gobierna el mundo. Si yo encuentro la mujerque me gusta, que es la mitad, si no la totalidad de mi vida, una mujerque me transforme, inspirándome acciones nobles y dándome cualidades queantes no tenía, ¿por qué no me he de casar con ella? A ver, que me lodigan; que me den una razón, media razón siquiera... Porque tú no me hasde salir con argumentos tontos; tú no has de participar de esaspreocupaciones por las cuales...».

Al llegar aquí, el orador se embarulló algo, y no ciertamente por miedoa la dialéctica de su contrario. Papitos, después de asombrarse mucho dela solemnidad con que el señorito hablaba y de las cosas incomprensiblesque le decía, empezó a aburrirse. Siguió Maximiliano descargando sucorazón, que otra coyuntura de desahogo como aquella no se le volvería apresentar, y por fin la niña estiró el brazo izquierdo sobre la mesa, ycomo estaba tan fatigada del ajetreo de aquel día y de los coscorrones,hizo del brazo almohada y reclinó su cabeza en ella. En aquel momento,Maximiliano, exaltado por su propia elocuencia, se dejó decir: «La únicarazón que me dan es que si ha sido o no ha sido esto o lo otro. Respondoque es falso, falsísimo. Si hay en su existencia días vergonzosos, y nodiré tanto como vergonzosos, días borrascosos, días desventurados, hasido por ley de la necesidad y de la pobreza, no por vicio... Loshombres, los señoritos, esa raza de Caín, corrompida y miserable, tienenla culpa... Lo digo y lo repito. La responsabilidad de que tanta mujerse pierda recae sobre el hombre. Si se castigara a los seductores y alos petimetres... la sociedad...».

Papitos dormía como un ángel, apoyada la mejilla sobre el brazo tieso, yconservando en la mano de él la media, por cuyos agujeros asomaban losdedos. Dormía con plácido reposo, la cara seria, como si aprobaseinconscientemente las perrerías que el otro decía de los seductores, yaprovechara la lección para cuando le tocara. El propio calor de suspalabras llevó a Maximiliano a una exaltación que parecía insana. Nopodía estar quieto ni callado. Levantose y fue por los pasillosadelante, hablando solo en baja voz o haciendo gestos. El pasillo estabaoscuro; pero él conocía tan bien todos los rincones, que andaba porellos sin vacilación ni tropiezo. Entró en la sala que también estaba aoscuras, penetró en el gabinete de su tía, que a la misma boca de lobose igualara en lo tenebroso, y allí se le redobló la facundia, y laenergía de sus declamaciones rayaba en frenesí. Apoyando las cláusulascon enfático gesto, se le ocurrían frases de admirable efectocontundente, frases capaces de tirar de espaldas a todos los individuosde la familia si las oyeran. ¡Qué lástima que no estuviera allí sutía...! Como si la estuviera viendo, le soltó estas atrevidasexpresiones: «Y para que lo sepa usted de una vez, yo no cedo ni puedoceder, porque sigo en esto el impulso de mi conciencia, y contra laconciencia no valen pamplinas, ni ese cúmulo, ese cúmulo,