Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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-VIII-

Aquella noche fue también mala para Fortunata, pues se la pasó casi todacavilando, discurriendo sobre si el otro se acordaría o no de ella.Era muy particular que no le hubiese encontrado nunca en la calle. Y porfalta de mirar bien a todos lados no era ciertamente. ¿Estaría malo,estaría fuera de Madrid? Más adelante, cuando supo que en Febrero yMarzo había estado Juanito Santa Cruz enfermo de pulmonía, acordose deque aquella noche lo había soñado ella. Y

fue verdad que lo soñó a lamadrugada, cuando su caldeado cerebro se adormeció, cediendo a una comoborrachera de cavilaciones. Al despertar ya de día, el reposo profundoaunque breve había vuelto del revés las imágenes y los pensamientos ensu mente. «A mi boticarito me atengo—dijo después que echó el PadreNuestro por las ánimas, de que no se olvidaba nunca—. Viviremos tanapañaditos». Levantose, encendió su lumbre, bajó a la compra, y detienda en tienda pensaba que Maximiliano podía dar un estirón, echar máspecho y más carnes, ser más hombre, en una palabra, y curarse de aquelmaldito romadizo crónico que le obligaba a estarse sonandoconstantemente. De la bondad de su corazón no había nada que decir,porque era un santo, y como se casara de verdad, su mujer había dehacer de él lo que quisiera. Con cuatro palabritas de miel, ya estaba élcontento y achantado. Lo que importaba era no llevarle la contraria entodo aquello de la conciencia y de las misiones... aquí un adjetivo queFortunata no recordaba. Era sublimes; pero lo mismo daba; ya se sabíaque era una cosa muy buena.

Aquel día la compra duró algo más, pues habiéndole anunciado Maximilianoque almorzaría con ella, pensaba hacerle un plato que a entrambos lesgustaba mucho, y que era la especialidad culinaria de Fortunata, elarroz con menudillos. Lo hacía tan ricamente, que era para chuparse losdedos. Lástima que no fuera tiempo de alcachofas, porque las hubieratraído para el arroz.

Pero trajo un poco de cordero que le daba muchoaquel. Compró chuletas de ternera, dos reales de menudillos y unassardinas escabechadas para segundo plato.

De vuelta a su casa armó los tres pucheros con el minucioso cuidado quela cocina española exige, y empezó a hacer su arroz en la cacerola.Aquel día no hubo en la cocina cacharro que no funcionara. Después defreír la cebolla y de machacar el ajo y de picar el menudillo, cuandoninguna cosa importante quedaba olvidada, lavose la pecadora las manos yse fue a peinar, poniendo más cuidado en ello que otros días. Pasó eltiempo; la cocina despedía múltiples y confundidos olores. ¡Dios, conla faena que en ella había! Cuando llegó Rubín, a las doce, salió aabrirle su amiga con semblante risueño. Ya estaba la mesa puesta, porquela mujer aquella multiplicaba el tiempo, y como quisiera, todo lo haciacon facilidad y prontitud. Dijo el enamorado que tenía mucha hambre, yella le recomendó una chispita de paciencia. Se le había olvidado unacosa muy importante, el vino, y bajaría a buscarlo. Pero Maximiliano seprestó a desempeñar aquel servicio doméstico, y bajó más pronto que lavista.

Media hora después estaban sentados a la mesa en amor y compaña; pero enaquel instante se vio Fortunata acometida bruscamente de unospensamientos tan extraños, que no sabía lo que le pasaba. Ella mismacomparó su alma en aquellos días a una veleta. Tan pronto marcaba paraun lado como para otro. De improviso, como si se levantara un fuerteviento, la veleta daba la vuelta grande y ponía la punta donde antestenía la cola. De estos cambiazos había sentido ella muchos; peroninguno como el de aquel momento, el momento en que metió la cucharadentro del arroz para servir a su futuro esposo. No sabría ella decircómo fue ni cómo vino aquel sentimiento a su alma, ocupándola toda; nosupo más sino que le miró y sintió una antipatía tan horrible hacia elpobre muchacho, que hubo de violentarse para disimularla.

Sin advertir nada, Maximiliano elogiaba el perfecto condimento delarroz; pero ella se calló, echando para adentro, con las primerascucharadas, aquel fárrago amargo que se le quería salir del corazón. Muy para entre sí, dijo: «Primero me hacen a mí en pedacitos como estos,que casarme con semejante hombre... ¿Pero no le ven, no le ven que nisiquiera parece un hombre?...

Hasta huele mal... Yo no quiero decir loque me da cuando calculo que toda la vida voy a estar mirando delante demí esa nariz de rabadilla».

«Parece que estás triste, moñuca» le dijo Rubín, que solía darle estecariñoso mote.

Contestó ella que el arroz no había quedado tan bien como deseara.Cuando comían las chuletas, Maximiliano le dijo con cierta pedantería dedómine: «Una de las cosas que tengo que enseñarte es a comer con tenedory cuchillo, no con tenedor sólo. Pero tiempo tengo de instruirte en esay en otras cosas más».

También le cargaba a ella tanta corrección. Deseaba hablar bien y serpersona fina y decente; pero ¡cuánto más aprovechadas las lecciones siel maestro fuera otro, sin aquella destiladera de nariz, sin aquellacara deslucida y muerta, sin aquel cuerpo que no parecía de carne, sinode cordilla!

Esta antipatía de Fortunata no estorbaba en ella la estimación, y con laestimación mezclábase una lástima profunda de aquel desgraciado,caballero del honor y de la virtud, tan superior moralmente a ella. Elaprecio que le tenía, la gratitud, y aquella conmiseración inexplicable,porque no se compadece a los superiores, eran causa de que refrenase surepugnancia. No era ella muy fuerte en disimular, y otro menos alucinadoque Rubín habría conocido que el lindísimo entrecejo ocultaba algo. Peroveía las cosas por el lente de sus ideas propias, y para él todo eracomo debía ser y no como era. Alegrose mucho Fortunata de que elalmuerzo concluyese, porque eso de estar sosteniendo una conversaciónseria y oyendo advertencias y correcciones no la divertía mucho.Gustábale más el trajín de recoger la loza y levantar la mesa, operaciónen que puso la mano no bien tomaron el café. Y para estar más tiempo enla cocina que en la sala, revisó los pucheros, y se puso a picar laensalada cuando aún no hacía falta. De rato en rato daba una vuelta porla sala, donde Maximiliano se había puesto a estudiar. No le era fácilaquel día fijar su atención en los libros. Estaba muy distraído, y cadavez que su amiga entraba, toda la ciencia farmacéutica se desvanecía desu mente. A pesar de esto quería que estuviese allí, y aun se enojó algopor lo mucho que prolongaba los ratos de cocina.

«Chica, no trabajestanto, que te vas a cansar. Trae tu labor y siéntate aquí».

«Es que si me pongo aquí no estudias, y lo que te conviene es estudiarpara que no pierdas el año—replicó ella—. ¡Pues si lo pierdes y tienesque volverlo a estudiar...!».

Esta razón hizo efecto grande en el ánimo de Rubín. «No importa queestés aquí. Con tal que no me hables, estudiaré. Viéndote, parece quecomprendo mejor las cosas, y que se me abren las compuertas delentendimiento. Te pones aquí, tú a tu costura, yo a mis libros. Cuandome siento muy torpe, ¡pim!, te miro y al momento me despabilo».

Fortunata se rió un poco, y ausentándose un instante, trajo la costura.

«¿Sabes?—le dijo Rubín, apenas ella se sentó—. Mi hermano Juan Pablose fue a Molina a arreglar eso de la herencia de la tía Melitona. Mi tíaLupe le escribió y antes de venir a Madrid se plantó allá. Escribediciendo que no habrá grandes dificultades».

—¿De veras?, ¡vamos!... Más vale así.

—Como lo oyes. Aún no puedo decir lo que nos tocará a cada hermano. Loque sí te aseguro es que me alegro de esto por ti, exclusivamente porti. Luego te quejarás de la Providencia.

Porque cuanto más aseguradasestán las materialidades de la vida, más segura es la conservación delhonor. La mitad de las deshonras que hay en la vida no son más quepobreza, chica, pobreza.

Créete que ha venido Dios a vernos, y si ahorano nos portamos bien, merecemos que nos arrastren.

Fortunata hubiera dicho para sí: «¡Vaya un moralista que me ha salido!»pero no tenía noticia de esta palabra, y lo que dijo fue: «Ya estoy de misionero hasta aquí», usando la palabra misionero con un sentidodoble, a saber: el de predicador y el de agente de aquello que Rubínllamaba su misión.

-IX-

Maximiliano comunicó a Olmedo sus planes de casamiento encargándole elmayor sigilo, porque no convenía que se divulgasen antes de tiempo, paraevitar maledicencias tontas. Creyó el gran perdis que su amigo estabaloco, y en el fondo de su alma le compadecía, aunque admiraba elatrevimiento de Rubín para hacer la más grande y escandalosa calaveradaque se podía imaginar. ¡Casarse con una...! Esto era un colmo, el colmodel buen fin, y en semejante acto había una mezcla horrenda deignominia y de abnegación sublime, un no sé qué de osadía y al mismotiempo de bajeza, que levantó al bueno de Rubín, a sus ojos, de aquelfondo de vulgaridad en que estaba. Porque Rubín podía ser un tonto; perono era un tonto vulgar, era uno de esos tontos que tocan lo sublime conla punta de los dedos. Verdad que no llegan a agarrarlo; pero ello esque lo tocan. Olmedo, al mismo tiempo que sondeaba la inmensa gravedaddel propósito de su amigo, no pudo menos de reconocer que a él, Olmedo,al perdulario de oficio, no se le había pasado nunca por la cabeza unamajadería de aquel calibre.

«Descuida, chico, lo que es por mí no lo sabrá nadie, ¡qué narices! Soytu amigo ¿sí o no?, pues basta ¡narices! Te doy mi palabra de honor;estate tranquilo».

La palabra de Ulmus sylvestris, cuando se trataba de algo comprendidoen la jurisdicción de la picardía, era sagrada. Pero en aquella ocasiónpudo más el prurito chismográfico que el fuero del honor picaresco, y elgran secreto fue revelado a Narciso Puerta (Pseudo—Narcisusodoripherus) con la mayor reserva, y previo juramento de notransmitirlo a nadie. «Te lo digo en confianza, porque sé que ha dequedar de ti para mí».

«Descuida, chico, no faltaba más... Ya tú me conoces».

En efecto, Narciso no lo dijo a nadie, con una sola excepción. Porque,verdaderamente, ¿qué importaba confiar el secretillo a una sola persona,a una sola, que de fijo no lo había de propalar?

«Te lo digo a ti sólo, porque sé que eres muy discreto—murmuró Narcisoal oído de su amigo Encinas (Quercus gigantea)—. Cuidado con lo quete encargo... pero mucho cuidado. Sólo tú lo sabes. No tengamos undisgusto».

—Hombre, no seas tonto... Parece que me conoces de ayer. Ya sabes quesoy un sepulcro.

Y el sepulcro se abrió en casa de las de la Caña, con la mayor reservase entiende, y después de hacer jurar a todos de la manera más solemneque guardarían aquel profundo arcano. «¡Pero qué cosas tiene usted,Encinas! No nos haga usted tan poco favor. Ni que fuéramos chiquillas,para ir con el cuento y comprometerle a usted...».

Pero una de aquellas señoras creía que era pecado mortal no indicar algoa doña Lupe, porque esta al fin lo tenía que saber, y más valíaprepararla para tan tremendo golpe. ¡Pobre señora! Era un dolor verlacon aquella tranquilidad, tan ajena a la deshonra que la amenazaba.Total, que la noticia llegó a la sutil oreja de doña Lupe a los tresdías de haber salido del labio tímido de Rubinius vulgaris.

Cuentan que doña Lupe se quedó un buen rato como quien ve visiones.Después dio a entender que algo barruntaba ella, por la conducta anómalade su sobrino. ¡Casarse con una que ha tenido que ver con muchoshombres! ¡Bah!, no sería cierto quizás. Y si lo era, pronto se había desaber; porque, eso sí, a doña Lupe no se le apagaría en el cuerpo labomba, y aquella misma noche o al día siguiente por la mañana,Maximiliano y ella se verían las caras... Que la señora viuda deJáuregui estaba volada, lo probó la inseguridad de su paso al recorrerla distancia entre el domicilio de las de la Caña y el suyo. Hablabasola, y se le cayó el paraguas dos veces, y cuando se bajó a recogerlo,se le cayó el pañuelo, y por fin, en vez de entrar en el portal de sucasa, entró en el próximo. ¡Como estuviera en casa el muy hipocritón, sutía le iba a poner verde! Pero no estaría seguramente, porque eran lasonce de la noche, y el señoritingo no entraba ya nunca antes de las doceo la una... ¡Quién lo había de decir; pero quién lo había de decir...!,aquel cuitado, aquella calamidad de chico, aquella inutilidad, tanfulastre y para poco que no tenía aliento para apagar una vela, y que alos dieciocho años, sí, bien lo podía asegurar doña Lupe, no sabía loque son mujeres y creía que los niños que nacen vienen de París; aquelhombre fallido enamorarse así, ¡y de quién!, ¡de una mujer perdida...!,pero perdida... en toda la extensión de la palabra.

«¿Ha venido el señorito?» preguntó a su criada, y como esta lecontestara que no, frunció los labios en señal de impaciencia.

El desasosiego y la ira habrían llegado qué sé yo a dónde, si no sedesahogaran un poco sobre la inocente cabeza de Papitos, y se dice lacabeza, porque esta fue lo que más padeció en aquel achuchón. Ha desaberse que Papitos era un tanto presumida, y que siendo su principalbelleza el cabello negro y abundante, en él ponía sus cinco sentidos. Sepeinaba con arte precoz, haciéndose sortijillas y patillas, y pararizarse el fleco, no teniendo tenazas, empleaba un pedazo de alambregrueso, calentándolo hasta el rojo. Hubiera querido hacer estas cosaspor la mañana; pero como su ama se levantaba antes que ella, no podíaser. La noche, cuando estaba sola, era el mejor tiempo para dedicarsecon entera libertad a la peluquería elegante. Un pedazo de espejo, unbatidor desdentado, un poco de tragacanto y el alambre gordo lebastaban. Por mal de sus pecados, aquella noche se había trabajado elpelo con tanta perfección, que... «¡hija, ni que fueras a un baile!» sehabía dicho ella a sí misma, con risa convulsiva, al mirarse en elespejo por secciones de cara, porque de una vez no se la podía mirartoda.

«Puerca, fantasmona, mamarracho—gritó doña Lupe destruyendo conmanotada furibunda todos aquellos perfiles que la chiquilla había hechoen su cabeza—. En esto pasas el tiempo...

¿No te da vergüenza de andarcon la ropa llena de agujeros, y en vez de ponerte a coser te da poratusarte las crines? ¡Presumida, sinvergüenza! ¿Y la cartilla? Nisiquiera la habrás mirado...

Ya, ya te daré yo pelitos. Voy a llevartea la barbería y a raparte la cabeza, dejándotela como un huevo».

Si le hubieran dicho que le cortaban la cabeza, no hubiera sentido lachica más terror.

«Eso, ahora el moquito y la lagrimita, después me envenenas la sangrecon tus peinados indecentes. Pareces la mona del Retiro... Estásbonita... sí... Pero qué, ¿también te has echado pomada?».

Doña Lupe se olió la mano con que había estropeado impíamente elcriminal flequillo. Al acercar la mano a su nariz, hízolo con ademán tanmajestuoso, que es lástima no lo reprodujera un buen maestro deescultura.

«Gorrina... me has pringado la mano... ¡Uy, qué pestilencia!... ¿Dedónde has sacado esta porquería?».

—Me la dio el sito Maxi—respondió Papitos con humildad...

Esto llevó bruscamente las ideas de doña Lupe a la verdadera causa de suira. Ocurriósele hacer un reconocimiento en el cuarto de su sobrino, loque agradeció mucho Papitos, porque de este modo tenía fin de inmediatoel sofoco que estaba pasando. «Vete a la cocina» le dijo la señora; y nonecesitó repetírselo, porque se escabulló como un ratoncillo que sienteruido. Doña Lupe encendió luz en el cuarto de Maximiliano, y empezó aobservar. «¡Si encontrara alguna carta!—pensó—. ¡Pero quia! Ahorarecuerdo que me han dicho que esa tarasca no sabe escribir.

Es unanimal en toda la extensión de la palabra».

Registra por aquí, registra por allá, nada encontraba que sirviera decomprobación a la horrible noticia. Abrió la cómoda, valiéndose de lasllaves de la suya, y allí tampoco había nada. La hucha estaba en susitio y llena, quizás más pesada que antes. Retratos, no los vio porninguna parte.

Hallábase doña Lupe engolfada en su investigaciónpolicíaca, sin descubrir rastro del crimen, cuando entró Maximiliano.Papitos le abrió la puerta; dirigiose a su cuarto sorprendido de ver luzen él, y al encarar con su tía, que estaba revolviendo el tercer cajónde la cómoda, comprendió que su secreto había sido descubierto, y lecorrieron escalofríos de muerte por todo el cuerpo.

Doña Lupe supocontenerse. Era persona de buen juicio y muy oportunista, quiero decirque no gustaba de hacer cosa ninguna fuera de sazón, y para calentarlelas orejas a su sobrino no era buena hora la media noche. Porqueseguramente ella había de alzar la voz y no convenía el escándalo.También era probable que al chico le diera una jaqueca muy fuerte si lesofocaban tan a deshora, y doña Lupe no quería martirizarle. Lelo y mudoestaba el estudiante en la puerta de su cuarto, cuando su tía se volvióhacia él, y echándole una mirada muy significativa, le dijo:

«Pasa; yo me voy. Duerme tranquilo, y mañana te ajustaré lascuentas...». Se fue hacia su alcoba; pero no había dado diez pasos,cuando volvió airada amenazándole con la mano y con un grito:«¡Grandísimo pillo!... Pero tente boca. Quédese esto para mañana... Adormir se ha dicho».

No durmió Maximiliano pensando en la escena que iba a tener con su tía.Su imaginación agrandaba a veces el conflicto haciéndolo tanhermosamente terrible como una escena de Shakespeare; otras lo reducía aproporciones menudas. «¿Y qué, señora tía, y qué?—decía alzando loshombros dentro de la cama, como si estuviera en pie—. He conocido unamujer, me gusta y me quiero casar con ella. No veo el motivo de tanta...Pues estamos frescos... ¿Soy yo alguna máquina?... ¿no tengo mi librealbedrío?... ¿Qué se ha figurado usted de mí?». A ratos se sentía tanfuerte en su derecho, que le daban ganas de levantarse, correr a laalcoba de su tía, tirarle de un pie, despertarla y soltarle estejicarazo: «Sepa usted que al son que me tocan bailo. Si mi familia seempeña en tratarme como a un chiquillo, yo le probaré a mi familia quesoy hombre». Pero se quedó helado al suponer la contestación de su tía,que seguramente sería esta:

«¿Qué habías tú de ser hombre, qué habías deser...?».

Cuando el buen chico se levantó al día siguiente, que era domingo, yadoña Lupe había vuelto de misa. Entrole Papitos el chocolate, y, laverdad, no pudo pasarlo, porque se le había puesto en el epigastrio latirantez angustiosa, síntoma infalible de todas las situacionesapuradas, lo mismo por causa de exámenes que por otro temor o sobresaltocualquiera. Estaba lívido, y la señora debió de sentir lástima cuando levio entrar en su gabinete, como el criminal que entra en la sala dejuicio. La ventana estaba abierta, y doña Lupe la cerró para que elpobrecillo no se constipase, pues una cosa es la salud y otra lajusticia. Venía el delincuente con las manos en los bolsillos y unagorrita escocesa en la cabeza, las botas nuevas y la ropa de dentro decasa, tan mustio y abatido que era preciso ser de bronce para nocompadecerle. Doña Lupe tenía una falda de diario con muchos y grandesremiendos admirablemente puestos, delantal azul de cuadros, toquillaoscura envolviendo el arrogante busto, pañuelo negro en la cabeza,mitones colorados y borceguíes de fieltro gruesos y blandos, tan blandosque sus pasos eran como los de un gato. El gabinetito era una pieza muylimpia. Una cómoda y el armario de luna de forma vulgar eran losprincipales muebles. El sofá y sillería tenían forro de crochet aestilo de casa de huéspedes, todo hecho por la señora de la casa.

Pero lo que daba cierto aspecto grandioso al gabinete era el retratodel difunto esposo de doña Lupe, colgado en el sitio presidencial, uncuadrángano al óleo, perverso, que representaba a D.

Pedro Manuel deJáuregui, alias el de los Pavos, vestido de comandante de la MiliciaNacional, con su morrión en una mano y en otra el bastón de mando.Pintura más chabacana no era posible imaginarla. El autor debía de seruna especialidad en las muestras de casas de vacas y de burras de leche.Sostenía, no obstante, doña Lupe que el retrato de Jáuregui era una obramaestra, y a cuantos lo contemplaban les hacía notar dos cosassobresalientes en aquella pintura, a saber: que donde quiera que sepusiese el espectador los ojos del retrato miraban al que le miraba, yque la cadena del reloj, la gola, los botones, la carrillera y placa delmorrión, en una palabra, toda la parte metálica estaba pintada de lamanera más extraordinaria y magistral.

Las fotografías que daban guardia de honor al lienzo eran muchas, perocolgadas con tan poco sentimiento de la simetría, que se las creeríaseres animados que andaban a su arbitrio por la pared.

«Muy bien, Sr. D. Maximiliano, muy bien—dijo doña Lupe mirandoseverísimamente a su sobrino—. Siéntate que hay para rato».

-III-

Doña Lupe la de los Pavos

-I-

Maximiliano no se sentó, doña Lupe sí, y en el centro del sofá debajodel retrato, como para dar más austeridad al juicio. Repitió el «muybien, Sr. D. Maximiliano» con retintín sarcástico.

Por lo general,siempre que su tía le daba tratamiento, llamándole señor don, el pobrechico veía la nube del pedrisco sobre su cabeza.

«¡Estarse una matando toda la vida—prosiguió ella—, para sacaradelante al dichoso sobrinito, sortearle las enfermedades a fuerza demimos y cuidados, darle una carrera quitándome yo el pan de la boca,hacer por él lo que no todas las madres hacen por sus hijos para que alfin!... ¡Buen pago, bueno!... No, no me expliques nada, si estoyperfectamente informada. Sé quién es esa...

dama ilustre con quien tequieres casar. Vamos, que buena doncella te canta... ¿Y creerás quevamos a consentir tal deshonra en la familia? Dime que todo es unachiquillada y no se hable más del asunto».

Maximiliano no podía decir tal cosa; pero tampoco podía decir otra,porque si en el fondo de su ánimo empezaban a levantarse olas deentereza, esas olas reventaban y se descomponían antes de llegar a laorilla, o sea a los labios. Estaba tan cortado, que sintiendo dentro desí la energía no la podía mostrar por aquella pícara emoción nerviosaque le embargaba. Dejó esparcir sus miradas por la pared testera, comobuscando por allí un apoyo. En ciertas situaciones apuradas y en losgrandes estupores del alma, las miradas suelen fijarse en algoinsignificante y que nada tiene que ver con la situación. Maximilianocontempló un rato el grupo fotográfico de las chicas de Samaniego,Aurora y Olimpia, con mantilla blanca, enlazados los brazos, la una muyadusta, la otra sentimental. ¿Por qué miraba aquello? Su turbación lellevaba a colgar las miradas aquí y allí, prendiendo el espíritu encualquier objeto, aunque fueran las cabezas de los clavos que sosteníanlos retratos.

«Explícate, hombre—añadió doña Lupe, que era viva de genio—. ¿Es unaniñería?».

—No, señora—respondió el acusado, y esta negación, que era afirmación,empezó a darle ánimos, aligerándole un poco la angustia aquella de laboca del estómago.

—¿Estás seguro de que no es chiquillada? ¡Valiente idea tienes tú delmundo y de las mujeres, inocente!... Yo no puedo consentir que unapindonga de esas te coja y te engañé para timarte tu nombre honrado,como otros timan el reloj. A ti hay que tratarte siempre como a losniños atrasaditos que están a medio desarrollar. Hay que recordar quehace cinco años todavía iba yo por la mañana a abrocharte los calzones,y que tenías miedo de dormir solo en tu cuarto.

Idea tan desfavorable de su personalidad exasperaba al joven. Sentíacrecer dentro la bravura; pero le faltaban palabras. ¿Dónde demoniosestaban aquellas condenadas palabras que no se le ocurrían en trancesemejante? El maldito hábito de la timidez era la causa de aquelsilencio estúpido. Porque la mirada de doña Lupe ejercía sobre élfascinación singularísima, y teniendo mucho que decir, no lograbadecirlo. «¿Pero qué diría yo?... ¿Cómo empezaría yo?» pensaba fijando lavista en el retrato de Torquemada y su esposa, de bracete.

—Todo se arreglará—indicó doña Lupe en tono conciliador—, si consigoquitarte de la cabeza esas humaredas. Porque tú tienes sentimientoshonrados, tienes buen juicio... Pero siéntate. Me da fatiga de verte enpie.

—Es menester que usted se entere bien—dijo Maximiliano al sentarse enel sillón, creyendo haber encontrado un buen cabo de discurso paraempezar—; se entere bien de las cosas... Yo...

pensaba hablar austed...

—¿Y por qué no lo hiciste? ¡Qué tal sería ello!... ¡Vaya, que un chicodelicadito como tú, meterse con esas viciosonas...! Y no te quepaduda... Así, pronto entregarás la pelleja. Si caes enfermo, no vengas aque te cuide tu tía, que para eso sí sirvo yo, ¿eh?, para eso sí sirvo,ingrato, tunante... ¿Y te parece bien que cuando me miro en ti, cuandote saco adelante con tanto trabajo y soy para ti más que una madre; teparece bien que me des este pago, infame, y que te me cases con unamujer de mala vida?

Rubín se puso verde y le salió un amargor intensísimo del corazón a loslabios.

«No es eso, tía, no es eso—sostuvo, entrando en posesión de sí mismo—.No es mujer de mala vida. La han engañado a usted».

—El que me ha engañado eres tú con tus encogimientos y tus timideces...Pero ahora lo veremos. No creas que vas a jugar conmigo; no creas que tevoy a dejar hacer tu gusto. ¿Por quién me tomas, bobalicón?... ¡Ah, siyo no hubiera tenido tanta confianza...! ¡Pero si he sido una tonta; sime creí que tú no eras capaz de mirar a una mujer! Buena me la has dado,buena. Eres un apunte... en toda la extensión de la palabra.

Maximiliano, al oír esto, estaba profundamente embebecido, mirando elretrato de Rufinita Torquemada. La veía y no la veía, y sóloconfusamente y con vaguedades de pesadilla, se hacía cargo de laactitud de la señorita aquella, retratada sobre un fondo marino yfigurando que estaba en una barca. Vuelto en sí, pensó en defenderse;pero no podía encontrar las armas, es decir, las palabras. Con todo, nipor un instante se le ocurría ceder. Flaqueaba su máquina nerviosa; perola voluntad permanecía firme.

«A usted la han informado mal—insinuó con torpeza—, respecto a lapersona... que... Ni hay tal vida airada ni ese es el camino... Yopensaba decirle a usted: 'Tía, pues yo... quiero a esta persona, y... miconciencia...'».

—Cállate, cállate y no me saques la cólera, que al oírte decir quequieres a una tiota chubasca, me dan ganas de ahogarte, más por tontoque por malo... y al oírte hablar de conciencia en este tratado, me danganas de... Dios me perdone... ¿Sabes lo que te digo?—añadió alzando lavoz—,

¿sabes lo que te digo? Que desde este momento vuelvo a tratartecomo cuando tenías doce años.

Hoy no me sales de casa. Ea, ya estoy yoen funciones con mis disciplinas... Y desde mañana me vuelves a tomar elaceite de hígado de bacalao. Vete a tu cuarto y quítate las botas. Hoyno me pisas la calle.

Dios sabe lo que iba a contestar el acusado. Quedó suelta en el aire laprimera palabra, porque llegó una visita. Era el Sr. de Torquemada,persona de confianza en la casa, que al entrar iba derecho al gabinete,a la cocina, al comedor o a donde quiera que la señora estuviese.

Lafisonomía de aquel hombre era difícil de entender. Sólo doña Lupe, envirtud de una larga práctica, sabía encontrar algunos jeroglíficos enaquella cara ordinaria y enjuta, que tenía ciertos rasgos de tipomilitar con visos clericales. Torquemada había sido alabardero en sumocedad, y conservando el bigote y perilla, que eran ya entrecanos,tenía un no sé qué de eclesiástico, debido sin duda a la mansedumbreafectada y dulzona, y a un cierto subir y bajar de párpados con queadulteraba su grosería innata. La cabeza se le inclinaba siempre al ladoderecho. Su estatura era alta, mas no arrogante; su cabeza calva, crasay escamosa, con un enrejado de pelos mal extendidos para cubrirla. Porser aquel día domingo, llevaba casi limpio el c