Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

«Ya sabes lo que te he dicho. Hoy no me sales a la calle... Y desdemañana empezarás a tomarme el aceite de hígado de bacalao, porque todoeso que te da no es más que debilidad del cerebro... Luego seguiremoscon el fosfato, otra vez con el fosfato. No debiste dejar detomarlo...».

Maximiliano, como no tenía delante a su tía, se permitió una sonrisaburlona. Miraba en aquel momento a su tío el Sr. de Jáuregui, que lemiraba también a él, como es consiguiente. No pudo menos de observar queel digno esposo de su tía era horrendo; ni comprendía cómo doña Lupe nose moría de miedo cuando se quedaba sola, de noche, en compañía desemejante espantajo.

«Con que ya sabes—dijo al aparecer en la puerta, abrochándose su cuerpode merino negro, pues se estaba disponiendo para salir—. Ya puedes ir aquitarte las botas. Estás preso».

Fuese el joven a su cuarto sin decir nada, y doña Lupe se quedó pensandoen lo dócil que era.

El rigor de su autoridad, que el muchacho acatabasiempre con veneración, sería remedio eficaz y pronto del desorden deaquella cabeza. Bien lo decía ella. «En cuanto yo le doy cuatro gritos,le pongo como una liebre. Trabajo les mando a esas lobas que me lequieran trastornar».

«¡Papitos...!» gritó la señora, y al punto se oyeron las patadas de lachica en el pasillo como las de un caballo en el Hipódromo. Presentosecon una patata en la mano y el cuchillo en la otra.

«Mira—le dijo su ama con voz queda—. Ten cuidado de ver lo que hace elseñorito Maxi mientras yo estoy fuera. A ver si escribe alguna carta oqué hace».

La mona se dio por enterada, y volvió a la cocina dando brincos.

«A ver—dijo la señora hablando consigo misma—, ¿se me olvidará algo?..¡Ah!, el portamonedas. ¿Qué hay que traer?... Fideos, azúcar... y nadamás. ¡Ah!, el aceite de hígado de bacalao: lo que es eso no se loperdono. A cucharetazos es como se cura esto. Y ahora no habrá elrealito de vellón por cada toma. Ya es un hombre, quiero decir, ya no esun chiquillo».

Figúrese el lector cuál sería el asombro de doña Lupe la de los Pavos,cuando vio entrar en la sala a su sobrino, no con zapatillas ni en trende andar por casa, sino empaquetado para salir, con su capa de vueltasencarnadas, su chaqué azul y su honguito de color de café. Tanestupefacta y colérica estaba por la desobediencia del mancebo, queapenas pudo balbucir una protesta: «Pe...

pero...».

«Tía—dijo Maximiliano con voz alterada y temblorosa—, no pue... nopuedo obedecer a usted... Soy mayor de edad. He cumplido veinticincoaños... Yo la respeto a usted; respéteme usted a mí».

Y sin esperar respuesta, dio media vuelta y salió de la casa a todaprisa, temiendo sin duda que su tía le agarrase por los faldones.

Bien claro explicaba él su conducta, chismorreando consigo mismo: «Yo nosé defenderme con palabras; yo no puedo hablar, y me aturullo y me turbosólo de que mi tía me mire; pero me defenderé con hechos. Mis nervios mevenden; pero mi voluntad podrá más que mis nervios, y lo que es lavoluntad, bien firme la tengo ahora. Que se metan conmigo; que vengatodo el género humano a impedirme esta resolución; yo no discutiré, yono diré una palabra; pero a donde voy, voy, y al que se me ponga pordelante, sea quien sea, le piso y sigo mi camino».

-III-

Doña Lupe se quedó que no sabía lo que le pasaba.

«¡Papitos, Papitos!... No, no te llamo... vete... ¿Pero has visto quéinsolente? Si no es él, no es él... Es que me le han vuelto del revés,me le han embrujado. ¿Habrá tunante? Si estoy por seguirle y avisar auna pareja de Orden Público para que me le trinquen... Pero a la nochenos veremos las caras. Porque tú has de volver, tú tienes que volver,sietemesino hipócrita... Papitos, toma, toma; bájate por los fideos y elazúcar. Yo no salgo, no puedo salir. Creo que me va a dar algo... Mira,te pasas por la botica y pides un frasco de aceite de hígado de bacalao,del que yo traía. Ya saben ellos. Dices que yo iré a pagarlo... Oye,oye, no traigas eso. ¡Si no lo va a querer tomar...! Tráete una vara.No, no traigas tampoco vara... Te pasas por la droguería y pides diezcéntimos de sanguinaria. A mí me va a dar algo...».

Estaba en efecto amenazada de un arrebato de sangre, y la cosa no erapara menos. Nunca había visto en su sobrino un rasgo de independenciacomo el que acababa de ver. Había sido siempre tan poquita cosa, quedonde le ponían allí se estaba. Voluntad propia, no la tuvo jamás.

Enningún tiempo fue preciso ponerle la mano encima, porque un fruncimientode cejas bastaba para traerle a la obediencia. ¿Qué había pasado enaquel cordero para convertirle en algo así como un leoncillo? La mentede doña Lupe no podía descifrar misterio tan grande. Tras de la cólera yla confusión vino el abatimiento, y se sentía tan rendida físicamentecomo si hubiera estado toda la mañana ocupada en alguna faena penosa.

Quitose con pausa los trapitos domingueros que se había empezado aponer, y volvió a llamar a la mona para decirle: «No hagas más que unassopas de ajo. El señoritingo no vendrá a almorzar, y si viene le acusarélas cuarenta».

Tomando la sillita baja, que usaba cuando cosía, la colocó junto albalcón. Le dolía la cintura y al sentarse exhaló un ¡ay! Para coserusaba siempre gafas. Se las puso, y sacando obra de su cesta de costura,empezó a repasar unas sábanas. No le repugnaba a doña Lupe trabajar losdomingos, porque sus escrúpulos religiosos se los había quitado Jáureguien tantos años de propaganda matrimonial progresista. Púsose, pues, azurcir en su sitio de costumbre, que era junto a la vidriera. En elbalcón tenía dos o tres tiestos, y por entre las secas ramas veía lacalle. Como el cuarto era principal, desde aquel sitio se vería muy bienpasar gente en caso de que la gente quisiese pasar por allí. Pero lacalle de Raimundo Lulio y la de Don Juan de Austria, que hace ángulo conella, son de muy poco tránsito. Parece aquello un pueblo. La únicadistracción de doña Lupe en sus horas solitarias era ver quién entrabaen el taller de coches inmediato o en la imprenta de enfrente, y sipasaba o no doña Guillermina Pacheco en dirección del asilo de la callede Alburquerque. Lugar y ocasión admirables eran aquellos parareflexionar, con los trapos sobre la falda, la aguja en la mano, losespejuelos calados, la cesta de la ropa al lado, el gato hecho unapelota de sueño a los pies de su ama. Aquel día doña Lupe tenía, más quenunca, materia larga de meditaciones.

«¡Que se esté una sacrificada toda la vida para esto!... Él no lo sabe,¿qué ha de saber, si es un tontín? Le ponen el plato delante, ¿y quésabe las agonías que ha costado ponérselo?... Pues si le dijera yo quecada garbanzo, algunos días, tiempo ha, tenía el valor de una perla...según lo que costaba traerlo a casa...! No sé qué habría sido de mí sinel Sr. de Torquemada, ni qué hubiera sido de Maxi sin mí. ¡Lucidaexistencia sería la suya si no hubiera tenido más arrimo que el de sushermanos! Dime, bobo de Coria, ¿si yo no hubiera trabajado como unanegra para defender el panecillo y poner esta casa en el pie que tiene;si no discurriera tanto como discurro, calentándome los sesos a todashoras y empleando en mil menudencias estas entendederas que Dios me hadado, ¿qué habría sido de ti, ingratuelo?... ¡Ah! ¡Si viviera miJáuregui!».

El recuerdo de su difunto, que siempre se avivaba en la mente de doñaLupe cuando se veía en algún conflicto, la enterneció. En todas susaflicciones se consolaba con la dulce memoria de su felicidadmatrimonial, pues Jáuregui había sido el mejor de los hombres y elnúmero uno de los maridos. «¡Ay, mi Jáuregui!» exclamaba echando todael alma en un suspiro.

Don Pedro Manuel de Jáuregui había servido en el Real Cuerpo deAlabarderos. Después se dedicó a negocios, y era tan honrado, pero tansosamente honrado, que no dejó al morir más que cinco mil reales.Oriundo de la provincia de León, recibía partidas de huevos y otrosartículos de recoba. Todos los paveros leoneses, zamoranos y segovianosdepositaban en sus manos el dinero que ganaban, para que lo girase a lospueblos productores del artículo, y de aquí vino el apodo que le dieronen Puerta Cerrada y que heredó doña Lupe. También recibía Jáuregui, porNavidad, remesas de mantecadas de Astorga, y a su casa iban a cobrar y adejar fondos todos los ordinarios de la maragatería. En política hizogran papel D. Pedro por ser uno de los corifeos de la Milicia Nacional,y era tan sensato, que la única vez que se sublevó lo hizo al gritomágico de ¡Viva Isabel II! Falleció aquel bendito, y doña Lupe sehubiera muerto también si el dolor matara. Y no se vaya a creer que lefaltaron pretendientes a la viudita, pues había, entre otros, un D.Evaristo Feijoo, coronel de ejército, que le rondaba la calle y no ladejaba vivir. Pero la fidelidad a la memoria de su feo y honradoJáuregui se sobreponía en doña Lupe a todos los intereses de la tierra.Después vino la crianza y cuidado de su sobrinito, que le dieron esadistracción tan saludable para las desazones del alma. Torquemada y losnegocios ayudáronla también a entretener su existencia y a conllevar sudolor... Pasó tiempo, ganó dinero, y lentamente vino la situación en quela he descrito. Frisaba ya doña Lupe en los cincuenta años, mas estabatan bien conservada, que no parecía tener más de cuarenta. Había sido ensu mocedad frescachona de cuerpo y enjuta de rostro, y tenía ciertoparecido remoto con Juan Pablo. Sus ojos pardos conservaban la viveza dela juventud; pero tenía cierta adustez jurídica en la cara, acentuada delíneas y seca de color. Sobre el labio superior, fino y violado cual losbordes de una reciente herida, le corría un bozo tenue, muy tenue, comoel de los chicos precoces, vello finísimo que no la afeaba ciertamente;por el contrario, era quizás la única pincelada feliz de aquel rostrosemejante a las pinturas de la Edad Media, y hacía la gracia el tal bozode ir a terminarse sobre el pico derecho de la boca con una verruguitamuy mona, de la cual salían dos o tres pelos bermejos que a la luzbrillaban retorcidos como hilillos de cobre. El busto era hermoso,aunque, como se verá más adelante, había en él algo y aun algos defalseamiento de la verdad.

Descollaba doña Lupe por la inteligencia y por el prurito de mostrarla acada instante.

Así como a otras el amor propio les inspira la presunción, a la viuda deJáuregui le infundía convicciones de superioridad intelectual y el deseode dirigir la conducta ajena, resplandeciendo en el consejo y en todo loque es práctico y gubernativo. Era una de esas personas que, no habiendorecibido educación, parece que la han tenido cumplidísima, por lo bienque se expresan, por la firmeza con que se imponen un carácter y losostienen, y por lo bien que disfrazan con las retóricas sociales lasbrutalidades del egoísmo humano.

De la memoria de su Jáuregui llevó el pensamiento a su sobrino. Eran susdos amores.

Subiéndose las gafas que se le habían deslizado hasta lapunta de la nariz, prosiguió así: «Pues conmigo no juega. Le pongo en lacalle como tres y dos son cinco. Tendré que hacer un esfuerzo, porque lequiero como debe de quererse a los hijos... ¡Yo que tenía la ilusión decasarle con Rufina o al menos con Olimpia!... No, me gusta mucho másRufina Torquemada. Cuidado que soy tonta. Al verle tan huraño, y que seescondía cuando entraba doña Silvia con su hija, creía que hablarle aeste chico de mujeres era como mentarle al diablo la cruz. Fíese ustedde apariencias. Y ahora resulta que hace meses sostiene a una mujer, yse pasa el día entero con ella y... Vamos, yo tengo que ver esto paracreerlo... Y otra cosa: ¿cómo se las arreglará para mantenerla?... Lahucha está allí con su peso de siempre...».

Doña Lupe, al llegar aquí, se engolfó en cavilaciones tan abstrusas queno es posible seguirla.

Su mente se sumergía y salía a flote, como unmadero arrojado en medio de las bravas olas. La buena señora estuvo asítoda la tarde. Llegada la noche, deseaba ardientemente que el sobrinoentrase de la calle para descargar sobre él todo el material de lavasque el volcán de su pecho no podía contener. Entró el sietemesino muytarde, cuando su tía estaba ya comiendo y se había servido el cocido.Maximiliano se sentó a la mesa sin decir nada, muy grave y algo azorado.Empezó a comer con apetito la sopa fría, echando miradas indagatorias einquietas a su señora tía, que evitaba el mirarle... por no romper...«Debo contenerme—pensaba ella—, hasta que coma... Y parece que tieneganitas...». A ratos el joven daba hondos suspiros mirando a su tía,cual si deseara tener una explicación con ella. Más de una vez quisodoña Lupe romper en denuestos; pero el silencio y la compostura de susobrino la contenían, haciéndole temer que se repitiera el rasgo varonilde aquella mañana. Por fin, apenas cató el joven unas pasas que depostre había, se levantó para ir a su cuarto; y apenas le vio doña Lupede espalda, se le encendieron bruscamente los ánimos y corrió tras él,conteniendo las palabras que a la boca se le salían.

Estaba el pobrechico encendiendo el quinqué de su cuarto, cuando la señora apareció enla puerta, gritando con toda la fuerza de sus pulmones: «Zascandil».

No se inmutó Maximiliano ni aun cuando doña Lupe, repitiendo suapóstrofe, llegó al cuarto o al quinto zascandil. Y como si estapalabra fuera el tapón de su ira, tras ella corrieron en vena abundantelas quejas por lo que el chico había hecho aquella mañana. «Y no quierohablar ahora del motivo—añadió ella—; de esa moza que te has echado...y que sin duda empieza por pegarte su mala educación. Voy a la patochadade esta mañana. ¿Crees que tu tía es algún trapo viejo?».

El muchacho se sentó en la silla que junto a la cama estaba, y apoyandoel codo en esta, aguantó el achuchón, sin mirar a su juez. Tenía unpalillo entre los dientes, y lo llevaba de un lado para otro de la bocacon nerviosa presteza. Ya se le había quitado el gran temor que lahermana de su padre le infundía. Como ciertos cobardes se vuelvenvalientes desde que disparan el primer tiro, Maximiliano, una vez querompió el fuego con la hombrada de aquella mañana, sentía su voluntadlibre del freno que le pusiera la timidez. Dicha timidez era un fenómenopuramente nervioso, y en ella tenían no poca parte también susrutinarios hábitos de subordinación y apocamiento. Mientras no hubo ensu alma una fuerza poderosa, aquellos hábitos y la diátesis nerviosaformaron la costra o apariencia de su carácter; pero surgió dentro laenergía, que estuvo luchando durante algún tiempo por mostrarse,rompiendo la corteza. La timidez o falsa humildad endurecía esta, y comola energía interior no encontraba un auxilio en la palabra, porque lasumisión consuetudinaria y la cortedad no le habían permitido educarlapara discutir, pasaba tiempo sin que la costra se rompiera. Por fin, loque no pudieron hacer las palabras, lo hizo un acto. Roto el cascarón,Maximiliano se encontró más valiente y dispuesto a medirse con la fiera.Lo que antes era como levantar una montaña, parecíale ya como alzar delsuelo un pañuelo.

Oyó en calma los desahogos de su tía. ¡Cuántos argumentos se podíanoponer a los que la buena señora disparaba con más ardor que lógica!Pero lo que es en argumentar con palabras ¡qué diablo!, todavía noestaba él fuerte. Argumentaba con hechos. En esto sí que se pintabasolo.

Cuando su tía tomó respiro dejándose caer sofocada en la sillapróxima a la mesa, Maximiliano rompió a hablar a su vez; pero no eraaquello razonar, era como si cogiera su corazón y lo volcara sobre lacama, lo mismo que había volcado la hucha después de cascarla.

«La quiero tanto—dijo sin mirar a su tía, y encontrando palabrasrelativamente fáciles para expresar sus sentimientos—, la quiero tanto,que toda mi vida está en ella, y ni ley ni familia ni el mundo entero mepueden apartar de ella... Si me ponen en esta mano la muerte y en estaotra dejar de quererla y me obligan a escoger, preferiré mil vecesmorirme, matarme o que me maten... La quise desde el momento en que lavi, y no puedo dejar de quererla, sino dejando de vivir... de modo quees tontería oponerse a lo que tengo pensado, porque salto por encima detodo y si me ponen delante una pared la paso... ¿Ve usted cómo rompenlos jinetes del Circo de Price los papeles que les ponen delante cuandosaltan sobre los caballos? Pues así rompo yo una pared si me la ponenentre ella y yo».

-IV-

Este símil hubo de impresionar vivamente a la gran doña Lupe, quecontempló un rato a su sobrino con más lástima que ira.

«Yo me he llevado chascos en mi vida—dijo meneando la cabeza como losmuñecos que tienen un alambre en el pescuezo—; pero un chasco como esteno me lo he llevado nunca. Me la has dado completa, a fondo, demaestro... Cierto que no tengo poder sobre ti... Si te pierdes, bienperdido estás. No me vengas a mí después con arrumacos. Te crié, teeduqué, he sido para ti una madre. ¿No te parece que debías habermedicho: 'pues tía, esto hay'?».

—Cierto que sí—replicó vivamente Maximiliano—, pero me daba reparo,tía. Ahora que me he soltado paréceme la cosa más fácil del mundo. Deesta falta le pido a usted perdón, porque reconozco que me porté mal.Pero se me trababa la lengua cuando quería decir algo, y me entrabansudores... Me acostumbré a no hablar a usted más que de si me dolía o nola cabeza, de que se me había caído un botón, de si llovía o estaba secoy otras tonterías así... Oiga usted ahora, que después de callar tantome parece que reviento si no le cuento a usted todo. La conocí hace tresmeses. Estaba pobre, había sido muy desgraciada...

—Sí, sí, me han dicho que es muy corrida. Tienes buenastragaderas—afirmó doña Lupe con crueldad.

—No haga usted caso... los hombres son muy malos. ¿No conviene ustedconmigo en que los hombres son muy malos? Y dígame usted ahora. ¿No esacción noble traer al buen camino a una alma buena que se hadescarriado?

—¡Y tú, tú—chilló la de Jáuregui con espanto, persignándose—, te hasmetido a pastor!

—Pero aguárdese usted, tía. No juzgue usted las cosas tan deligero—insistió Maximiliano, apurado por no saber expresarse bien—.¡Si ella está arrepentida! Ni ha sido tampoco tan mala como a usted lehan dicho. Si es un ángel...

—¡De cornisa! Buen provecho.

—Créame usted, y cuando la conozca...

—¡Yo... conocerla yo! De eso está libre... Repito que buen provecho tehaga tu oveja, mejor dicho, tu cabra descarriada.

—Pero si no es eso... es que yo no me expreso bien. Dígame una cosa,¿el querer ser honrada no es lo mismo que serlo? ¿Dice usted que no?Pues yo no lo veo así, yo no lo veo así.

—¿Cómo ha de ser lo mismo querer ser una cosa que serlo?

—En el terreno moral sí... Si conmigo es honrada y sin mí podría noserlo, ¿cómo quiere usted que yo le diga, anda y vete a los demonios?¿No es más natural y humano que la acoja y la salve?

Pues qué, las obrasgrandes y ¿cómo diré?... cristianas, ¿se han de mirar por el lado delegoísmo?

Creyó el pobre muchacho que había puesto una pica en Flandes con esteargumento, y observó el efecto que en su tía había hecho. La verdad esque doña Lupe se quedó un instante algo confusa sin saber qué responder.Al fin le contestó con desdén:

«Estás loco. Esas cosas no se le ocurren a nadie que tenga sesos. Mevoy, te dejo, porque si estoy aquí, te pego, no tengo más remedio queromperte encima el palo de una escoba, y la verdad, si eres poco hombrepara ese amor tan sublime, aún lo eres menos para recibir una paliza».

Maximiliano la sujetó por el vestido y la obligó a sentarse otra vez.

«Óigame usted... tía. Yo la quiero a usted mucho; yo le debo a usted lavida, y aunque usted se empeñe en reñir conmigo, no lo ha deconseguir... Vamos a ver. Lo que yo hago ahora, lo que la tiene a ustedtan enojada es, según voy viendo, una acción noble, y mi conciencia mela aprueba, y estoy satisfecho de ella como si tuviera a Dios dentro demí diciéndome: bien, bien... Porque usted no me puede hacer creer queestamos en el mundo sólo para comer, dormir, digerir la comida ypasearnos. No; estamos para otra cosa. Y si yo siento dentro de mí unafuerza muy grande, pero muy grande, que me impulsa a la salvación deotra alma lo he de realizar, aunque se hunda el mundo».

—Lo que tú tienes—afirmó doña Lupe queriendo sostener su papel—, esla tontería que te rebosa por todo el cuerpo... y nada más. No meengatusarás con palabritas. Vaya que de la noche a la mañana hasaprendido unos términos y unos floreos de frases que me tienenpasmada... Estás hecho un poeta... en toda la extensión de la palabra;yo siempre he tenido a los poetas por unos grandes embusteros... tontosde atar... Tú no eres ya el sobrinito que yo crié. ¡Cómo me hasengañado!... ¡Una mujer, una manceba, un belén...!, y ahora viene la deme caso, y a Roma por todo. Anda, ya no te quiero; ya no soy tu tiitaLupe... No te echo de mi casa por lástima, porque espero que todavía hasde arrepentirte y me has de pedir perdón.

Maximiliano, ya completamente sereno, movió la cabeza expresando duda.

«El perdón ya lo pedí por haber callado, y ya no tengo que pedir másperdones. Todavía hay algo que usted no sabe y que le quiero decir.¿Cómo la he mantenido durante tres meses? ¡Ay, tía! Rompí la hucha;tenía tres mil y pico de reales, lo bastante para que viva con modestia,porque es muy económica, sumamente económica, tía, y no gasta más que lopreciso».

Esta revelación hizo vacilar un momento la ira de doña Lupe. ¡Eraeconómica!... El joven sacó la hucha, y mostrándola a su tía, reveló elsuceso como la cosa más natural del mundo, reproduciéndolo a lo vivo.«Mire usted, cogí la hucha vieja, después de traer esta, que esenteramente igual. Machaqué la llena; cogí el oro y la plata y pasé aesta el cobre, añadiendo dos pesetas en cuartos para que pesara lomismo... ¿Quiere usted verlo?».

Antes que doña Lupe respondiera, Maximiliano estrelló la hucha contra elsuelo, y las piezas de cobre inundaron la habitación.

«Ya veo, ya veo que no tienes desperdicio—observó doña Lupe recogiendola calderilla—. ¿Y

cuando se te acabe el dinero? ¿Vendrás a que yo tedé? ¡Ay, qué equivocado estás!».

—Cuando se me acabe, Dios me socorrerá por algún lado—dijo Maximilianocon fe.

Estaba excitadísimo y tenía el rostro encendido. Doña Lupe no habíavisto nunca tanto brillo en aquellos ojos ni animación semejante enaquella cara. Cuando entre los dos hubieron recogido las piezas, la tíalas envolvió en un número de La Correspondencia, y arrojando elpaquete sobre la cómoda, dijo con soberano menosprecio:

«Ahí tienes para el regalo de boda».

Maximiliano guardó en la cómoda el pesado paquete, y después se puso lacapa. Doña Lupe no se atrevió a retenerle, pues aunque su corazón sellenó de sentimientos de soberbia y autoridad, nada de esto pudotraducirse al exterior, porque en el momento de intentarlo, un frenoinexplicable la contuvo. Sentía desvanecida su autoridad sobre elenamorado joven; veía una fuerza efectiva y revolucionaria delante de sufuerza histórica, y si no le tenía miedo, era innegable que aquelrepentino tesón la infundía algún respeto.

Aquella mujer que dormía a pierna suelta después de haber estrangulado,en connivencia con Torquemada, a un infeliz deudor, estaba intranquilaante los problemas de conciencia que le había planteado su sobrino tancandorosamente. Si quería tanto a esa mujer, ¿con qué derecho oponerse aque se casara con ella? Y si tenía la tal inclinaciones honradas, y buensíntoma de honradez era el ser tan económica, ¿quién cargaba con laresponsabilidad de atajarla en el camino de la reforma? Doña Lupe empezóa llenarse de escrúpulos. Su corazón no era depravado sino en lo tocantea préstamos; era como los que tienen un vicio, que fuera de él, y cuandono están atacados de fiebre, son razonables, prudentes y discretos.

Al día siguiente, después de otro altercado con su sobrino, apuntaronvagamente en su alma las ideas de transacción. Ya no cabía duda de quela pasión de Maximiliano era tenaz y profunda, y de que le prestabaenergías incontrastables. Ponerse frente a ella era como ponerse delantede una ola muy hinchada en el momento de reventar. Doña Lupe reflexionómucho todo aquel día, y como tenía un gran sentido de la realidad,empezó a reconocer el poder que ejercen sobre nuestras acciones loshechos consumados, y el escaso valor de las ideas contra ellos. Lo deMaxi sería un disparate, ella seguía creyendo que era una burrada atroz;mas era un hecho, y no había otro remedio que admitirlo como tal. Pensóentonces con admirable tino que cuando en el orden privado, lo mismoque en el público, se inicia un poderoso impulso revolucionario, lógico,motivado, que arranca de la naturaleza misma de las cosas y se fortificaen las circunstancias, es locura plantársele delante; lo práctico essortearlo y con él dejarse ir aspirando a dirigirlo y encauzarlo. Pues asortear y dirigir aquella revolución doméstica; que atajarla eraimposible, y el que se le pusiera delante, arrollado sería sinremedio... De esta idea provino la relativa tolerancia con que habló asu sobrino en la segunda noche de confianzas, la maña con que le fuesacando noticias y pormenores de su novia, sin aparentar curiosidad,aventurándose a darle algunos consejos. Verdad que entre col y col lesoltaba ciertas frescuras; pero esto era muy estudiado para que Maxi noviera el juego. «No cuentes conmigo para nada; allá te las hayas...

Yate he dicho que no quiero saber si tu novia tiene los ojos negros oamarillos. A mí no me vengas con zalamerías. Te oigo por consideración;pero no me importa. ¿Que la vaya yo a ver?

¡Estás tú fresco...!».

A Maximiliano le había dado su metamorfosis una penetraciónintermitente. En ocasiones poseía la vista rápida y segura del ingeniosuperior; en ocasiones era tan ciego que no veía tres sobre un burro.Las pasiones exaltadas producen estas pasmosas diferencias en laeficacia de una facultad, y hacen a los hombres romos o agudos cual siestuviera el espíritu sometido a una influencia lunática. Aquel día leyóel joven en el corazón de doña Lupe y apreció sus disposicionespacificadoras, a pesar de las frases estudiadas con que las queríadisimular. Hizo además un razonamiento que demuestra la agudeza genialque adquiría en ciertos momentos de verdadero estro, adivinando por artede inspiración los arcanos del alma de sus semejantes. El razonamientofue este: «Mi tía se ablanda; mi tía se da a partido. Y como Fortunatano le debe dinero, ni se lo deberá nunca, porque estoy yo paraimpedirlo, ha de llegar día en que sean amigas».

-V-

Porque doña Lupe era tal y como su sobrino la pintaba en aquella breveconsideración; era juiciosa, razonable, se hacía cargo de todo, mirabacon ojos un tanto escépticos las flaquezas humanas, y sabía perdonar lasofensas y hasta las injurias; pero lo que es una deuda no la perdonabanunca. Había en ella dos personas distintas, la mujer y la prestamista.El que quisiera estar bien con ella y gozar de su amistad, tuviese muchocuidado de que las dos naturalezas no se confundieran nunca. Un simplepagaré, extendido y firmado de la manera más cordial del mundo, bastabaa convertir la amiga en basilisco, la mujer cristiana en inquisidora.

La doble personalidad de esta señora tenía un signo externo en sucuerpo, una representación fatal, obra de la cirugía, que en este puntofue una ciencia justiciera y acusadora. A doña Lupe le faltaba un pecho,por amputación a consecuencia del tumor scirroso de que padeció en vidade su marido. Como presumía de buen cuerpo y usaba corsé dentro de casa,aquella parte que le faltaba la suplió con una bien construida pelota dealgodón en rama. A la vista, después de vestida, ofrecía gallardoconjunto; pero tras de la ropa, sólo la mitad de su seno era de carne;la otra mitad era insensible y bien se le podía clavar un puñal sin quele doliese. Lo mismo era su corazón; la mitad de carne, la mitad dealgodón. La índole de las relaciones que con las personas tuviesedeterminaba el predominio de tal o cual mitad. No mediando ningúnpagaré, daba gusto de tratar con aquella señora; mas como lascircunstancias la hicieran inglesa, ya estaba fresco el que se metiesecon ella.

Y no había sido así en vida de su