Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Figurábase que algo crecía yse vigorizaba dentro de él, y hasta llegó a imaginar que si le pusieranen una báscula había de pesar más que antes de aquellas determinaciones.Sin duda tenía también más robustez física, más dureza de músculos, másplenitud de pulmones. No obstante, estaba sobre ascuas hasta que suhermano el cleriguito no se explicase. Podría suceder muy bien quecuando todo iba como una seda, saliese con ciertas mistiquerías propias de su oficio, sacando el Cristo de debajo de la sotana yalborotando la casa.

La noche del mismo día en que se trató de la herencia, supo Nicolás loque pasaba, y no lo tomó con tanta calma como Juan Pablo. Su primerarranque fue de indignación. Tomó una actitud consternada y meditabunda,haciendo el papel de hombre entero, a quien no asustan las dificultadesy que tiene a gala el presentarles la cara. Las relaciones entre Nicolásy la viuda, que habían sido frías hasta un par de meses antes de lossucesos referidos, eran en la fecha de estos muy cordiales, y no porquetía y sobrino tuviesen conformidad de genio, sino por ciertacoincidencia en procederes económicos que atenuaba la gran disparidadentre sus caracteres. Doña Lupe no había simpatizado nunca con Nicolás;primero, porque las sotanas en general no la hacían feliz; segundo,porque aquel sobrino suyo no se dejaba querer. No tenía las seduccionespersonales de Juan Pablo, ni la humildad del pequeño. Su fisonomía noera agradable, distinguiéndose por lo peluda, como antes se indicó. Biendecía doña Lupe que así como el primogénito se llevara todos lostalentos de la familia, Nicolás se había adjudicado todos los pelos deella. Se afeitaba hoy, y mañana tenía toda la cara negra. Reciénafeitado, sus mandíbulas eran de color pizarra. El vello le crecía enlas manos y brazos como la yerba en un fértil campo, y por las orejas ynarices le asomaban espesos mechones. Diríase que eran las ideas, quecansadas de la oscuridad del cerebro se asomaban por los balcones de lanariz y de las orejas a ver lo que pasaba en el mundo.

Cargábanle a doña Lupe sus pretensiones sermonarias y cierta groseríaentremezclada con la soberbia clerical. Las relaciones entre una y otroeran puramente de fórmula, hasta que a Nicolás, en uno de los viajes quehizo a Madrid, se le ocurrió entregar a la tía sus ahorros para que selos colocara, y véase aquí cómo se estableció entre estas dos personasuna corriente de simpatía convencional que había de producir la amistad.Era como dos países separados por esenciales diferencias de raza yantagonismos de costumbres, y unidos luego por un tratado de comercio.Lo contrario pasó entre Juan Pablo y doña Lupe. Esta le tuvo en otrotiempo mucho cariño y apreciaba sus grandes atractivos personales; peroya le iba dando de lado en sus afectos. No le perdonaba sus hábitos dedespilfarro y el poco aprecio que hacía del dinero gastándolo tan sinsustancia. Ni una sola vez, ni una, le había dado un pico para que se locolocase a rédito.

Siempre estaba a la cuarta pregunta, y como pudierasacarle a su tía alguna cantidad por medio de combinaciones dignas delmejor hacendista, no dejaba de hacerlo, y a la viuda se le requemaba lasangre con esto. Véase, pues, cómo se entendía mejor con el másantipático de sus sobrinos que con el más simpático.

-III-

Conocedor Nicolás de la tremenda noticia, le faltó tiempo para pegar lahebra de su soporífero sermón, sólo interrumpido cuando Papitos trajo laensalada. Porque Nicolás Rubín no podía dormir si no le ponían delante apunto de las once una ensalada de lechuga o escarola, según el tiempo,bien aliñada, bien meneada, con el indispensable ajito frotado en laensaladera, y la golosina del apio en su tiempo. Había comido muy bienel dichoso cura, circunstancia que no debe notarse, pues no hay memoriade que dejara de hacerlo cumplidamente ningún día del año.

Pero suestómago era un verdadero molino, y a las tres horas de haberse llenado,había que cargarlo otra vez. «Esto no es más que debilidad—decíaponiendo una cara grave y a veces consternada—, y no hay idea de losesfuerzos que he hecho por corregirla. El médico me manda que coma pocoy a menudo».

Cayó sobre aquel forraje de la ensalada, e inclinaba la cara sobre ellacomo el bruto sobre la cavidad del pesebre lleno de yerba.

«Le diré a usted, tía—murmuraba con el gruñido que la masticación lepermitía—. Yo no soy de mucho comer, aunque lo parezca».

—Podías serlo más. Come, hijo, que el comer no es pecado gordo.

—Le diré a usted, tía...

No le dijo nada, porque la operación aquella de mascar los jugosostallos de la escarola absorbía toda su atención. Los gruesos labios lerelucían con la pringue, y esta se le escurría por las comisuras de laboca formando un hilo corriente, que hubiera descendido hasta lagarganta si los cañones de la mal rapada barba no lo detuvieran. Teníapuesto un gorro negro de lana con borlita que le caía por delante alinclinar la cabeza, y se retiraba hacia atrás cuando la alzaba. A doñaLupe (no lo podía remediar) le daba asco el modo de comer de su sobrino,considerando que más le valía saber menos de cosas teológicas y unpoquito más de arte de urbanidad. Como estaban los dos solos, dábalebromas sobre aquello del comer poco y a menudo; pero él se apresuró avariar la conversación, llevándola al asunto de Maxi.

«Una cosa muy seria, tía, pero que muy seria».

—Sí que lo es; pero creo muy difícil quitársela de la cabeza.

—Eso corre de mi cuenta... ¡Oh! Si no tuviera yo otras montañas quelevantar en vilo...—dijo el clérigo apartando de sí la ensaladera, enla cual no quedaba ni una hebra—. Verá usted... verá usted si le vuelvoyo del revés como un calcetín. Para esas cosas me pinto...

No pudo concluir la frase, porque le vino de lo hondo del cuerpo a laboca una tan voluminosa cantidad de gases, que las palabras tuvieron queecharse a un lado para darle salida. Fue tan sonada la regurgitación,que doña Lupe tuvo que apartar la cara, aunque Nicolás se puso la palmade la mano delante de la boca a guisa de mampara. Este movimiento erauna de las pocas cosas relativamente finas que sabía.

«...me pinto solo—terminó, cuando ya los fluidos se habían difundidopor el comedor—. Verá usted, en cuanto llegue le echo el toro... ¡Oh!,es mi fuerte. Me parece que ya está ahí».

Oyose la campanilla, y la misma doña Lupe abrió a su sobrino. Lo mismofue entrar este en el comedor que conocer en la cara impertinente de suhermano que ya sabía aquello... No le dio Nicolás tiempo a prepararse,porque de buenas a primeras le embocó de este modo:

«Siéntese usted aquí, caballerito, que tenemos que hablar. Vaya, que meha dejado frío lo que acabo de saber. Estamos bien. Con que...».

La mano tiesa volvió a ponerse delante de la boca, a punto que seatascaban las palabras, sufriendo la cabeza como una trepidación.

«Con que aquí hace cada cual lo que le da la gana, sin tener en cuentalas leyes divinas ni humanas, y haciendo mangas y capirotes de lareligión, de la dignidad de la familia...».

Maximiliano, que al principiar el réspice, estaba anonadado, se rehízode súbito, y todas las fuerzas de su espíritu se pronunciaron convaronil arranque. Tal era el síntoma característico del hombre nuevo que en él había surgido. Roto el hielo de la cortedad desde el momentoen que la tremenda cuestión salía a vista pública, le brotaban delfondo del alma aquellos alientos grandes para su defensa. Discutir, esono; pero lo que es obrar, sí, o al menos demostrar con palabras breves yenfáticas su firme propósito de independencia...

«¡Bah!—exclamó apartando la vista de su hermano con un movimientodesdeñoso de la cabeza—. No quiero oír sermones. Yo sé bien lo que debohacer».

Dijo, y levantándose se marchó a su cuarto.

—Bien, muy bien—murmuró el cura quedándose corrido, mirando a doñaLupe y a Papitos, la cual se pasmaba de aquel mirar que parecía unaconsulta—. Y qué mal educadito y que rabiosito se ha vuelto. Bien, muybien; pero muy...

Un metro cúbico de gas se precipitó a la boca con tanta violencia, queNicolás tuvo que ponerse tieso para darle salida franca, y a pesar de lofurioso que estaba, supo cuidar de que la mano desempeñara suobligación. Doña Lupe también parecía indignada, aunque si se hubieraido a examinar bien el interior de la digna señora, se habría visto queen medio del enojo que su dignidad le imponía, nacía tímidamente unsentimiento extraño de regocijo por aquella misma independencia de susobrino. ¡Si sería efectivamente un hombre, un carácter entero...!Siempre le disgustó a ella que fuera tan encogido y para poco. ¿Por quéno se había de alegrar de ver en él un rasgo siquiera de personalidadárbitra de sí misma? «Hay que ver por dónde sale este demonches dechico—pensaba con cierta travesura—. ¡Y qué geniazo va sacando!».

«Pero muy bien, perfectamente bien—dijo el cura apoyando las manos enlos brazos del sillón, para enderezar el cuerpo—. Verás ahora,grandísimo piruétano, cómo te pongo yo las peras a cuarto. Tía, buenasnoches. Ahora va a ser la gorda. Acostados los dos, hablaremos».

Encerrose Nicolás en su alcoba, que era la de su hermano, y ambos semetieron en la cama.

Doña Lupe se puso fuera a escuchar. Al principio nooyó más que el crujir de los hierros de la cama del clérigo, que era muymala y endeble, y en cuanto se movía el desgraciado ocupador de ellavolvíase toda una pura música, la que unida al ruido de los muelles delcolchón veterano, hubiera quitado el sueño a todo hombre que no fueseNicolás Rubín. Después oyó doña Lupe la voz de Maxi, opaca, pero enteray firme. Nicolás no le dejaba meter baza; pero el otro se las teníatiesas... ¡Terrible duelo entre el sermón y el lenguaje sincero de losafectos! Ponía singular atención doña Lupe a la voz del sietemesino, yse hubiera alegrado de oír algo estupendo, categórico y que se salierade lo común; pero no podía distinguir bien los conceptos, porque la vozde Maxi era muy apagada y parecía salir de la cavidad de una botella. Encambio los gritos del cura se oían claramente desde el pasillo. «Mirenpor dónde sale ahora este...—pensó doña Lupe volviendo la cara condesdén—. ¡Qué tendrán que ver Santo Tomás ni el padre Suárez con...!».Al fin dejó de oírse la voz cavernosa del sacerdote, y en cambio sepercibió un silbido rítmico, al que siguieron pronto mugidos como losdel aire filtrándose por los huecos de un torreón en ruinas.

«Ya está roncando ese...—dijo doña Lupe retirándose a su alcoba—. ¡Quénoche va a pasar el otro pobre!».

Serían las nueve de la mañana siguiente, cuando Nicolás pidió a Papitossu chocolate. Salió del cuarto con la cara muy mal lavada, y algunaspartes de ella parecían no haber visto más agua que la del bautismo.

«¿Ese chocolate?» preguntó en el comedor, resobándose las manos una conotra, como si quisiera sacar fuego de ellas.

—Ahora mismo. El chocolate había de ser con canela, hecho con leche,por supuesto, y en ración de dos onzas. Le habían de acompañar un bollode tahona, varios bizcochitos y agua con azucarillo. Y aún decía Nicolásque tomaba chocolate no por tomarlo, sino nada más que por fumarse uncigarrillo encima.

—¿Y qué resultó anoche?—preguntó doña Lupe al ponerle delante todoaquel cargamento.

—Pues nada, que no hay quien le apee—respondió el clérigo, sumergiendoel primer bizcochito en el espeso líquido—. Lo que usted decía: no esposible quitárselo de la cabeza. Una de dos, o matarle o dejarle, y comono le hemos de matar... Al fin convenimos en que yo vería hoy a esa...cabra loca.

—No me parece mal.—Y según la impresión que me haga, determinaremos.

—¿Vais juntos?—No, yo solo, quiero ir solo. Además él está hoy conjaqueca.

—¿Con jaqueca? ¡Pobrecito!

Doña Lupe corrió a ver a Maximiliano, que después de empezar a vestirse,había tenido que echarse otra vez en la cama. Provocado sin duda por lasemociones de aquellos días, por el largo debate con su hermano Nicolás,y más aún quizás por los insufribles ronquidos de este, apareció eltemido acceso. Desde media noche sintió Maxi un entorpecimientoparticular dentro de la cabeza, acompañado del presagio del mal. Laatonía siguió, con el deseo de sueño no satisfecho y luego una punzadadetrás del ojo izquierdo, la cual se aliviaba con la compresión bajo laceja. El paciente daba vueltas en la cama buscando posturas, sinencontrar la del alivio. Resolvíase luego la punzada en dolorgravitativo, extendiéndose como un cerco de hierro por todo el cráneo.El trastorno general no se hacía esperar, ansiedad, náuseas, ganas demoverse, a las que seguían inmediatamente ganas más vivas todavía deestarse quieto. Esto no podía ser, y por fin le entraba aquella desazónepiléptica, aquel maldito hormigueo por todo el cuerpo. Cuando trató delevantarse parecíale que la cabeza se le abría en dos o tres cascos,como se había abierto la hucha a los golpes de la mano del almirez.Sintió entrar a su tía. Doña Lupe conocía tan bien la enfermedad, que notenía más que verle para comprender el periodo de ella en que estaba.

«¿Tienes ya el clavo?—le preguntó en voz muy baja—. Te pondréláudano».

Había aparecido el clavo, que era la sensación de una baguetilla dehierro caliente atravesada desde el ojo izquierdo a la coronilla.Después pasaba al ojo derecho este suplicio, algo atenuado ya. DoñaLupe, tan cariñosa como siempre, le puso láudano, y arreglando la cama ycerrando bien las maderas, le dejó para ir a hacer una taza de té,porque era preciso que tomase algo. El enfermo dijo a su tía que si ibaOlmedo a buscarle para ir a clase, le dejase pasar para hacerle unencargo.

Fue Olmedo, y Maximiliano le rogó corriese a avisar a Fortunatala visita del clérigo, para que estuviese prevenida. «Oye, adviérteleque tenga mucho cuidado con lo que dice; que hable sin miedo y consinceridad; basta con esto. Dile cómo estoy y que no la podré ver hastamañana».

-IV-

El aviso, puntualmente transmitido por Olmedo, de la visita del curapuso a Fortunata en gran confusión. Pareciole al pronto un honor hartogrande, luego compromiso, porque la visita de persona tan respetableindicaba que la cosa iba de veras. No se conceptuaba, además, conbastante finura para recibir a sujetos de tanta autoridad. «¡Un señoreclesiástico!... ¡qué vergüenza voy a pasar! Porque de seguro mepreguntará cosas como cuando una se va a confesar... ¿Y cómo me pondré?¿Me vestiré con los trapitos de cristianar, o de cualquier manera?...Quizás sea mejor ponerme hecha un pingo, a lo pobre, para que no crea...No, no es propio. Me vestiré decente y modestita». Despachados los másurgentes quehaceres del día, peinose con mucha sencillez, se puso suvestido negro, las botas nuevas; púsose también su pañuelo de lanaoscuro, sujeto con un imperdible de metal blanco que representaba unagolondrina, y mirándose al espejo, aprobó su perfecta facha de mujerhonesta. Antes de arreglarse había almorzado precipitadamente, con pocagana, porque no le gustaban visitas tan serias, ni sabía lo que en ellashabía de decir. La idea de soltar alguna barbaridad o de no responderderechamente a lo que se le preguntara, le quitó el apetito... Y bienmirado, ¿qué necesidad tenía ella de visitas de curas? Pero no tuvotiempo de pensar mucho en esto, porque de repente... tilín. Erapróximamente la una y media.

Corrió a abrir la puerta. El corazón le saltaba en el pecho. La figuranegra avanzó por el pasillo para entrar en la salita. Fortunata estabatan turbada que no acertó a decirle que se sentase y dejara la canaleja.Maxi, que al hablar de la familia se dejaba guiar más por el amor propioque por la sinceridad, le había hecho mil cuentos hiperbólicos deNicolás, pintándole como persona de mucha virtud y talento, y ella selos había creído. Por esto se desilusionó algo al ver aquella figuratosca de cura de pueblo, aquellas barbas mal rapadas y la abundancia devello negro que parecía cultivado para formar cosecha. La cara eradesagradable, la boca grande y muy separada de la nariz corva y chica;la frente espaciosa, pero sin nobleza; el cuerpo fornido, las manoslargas, negras y poco familiarizadas con el jabón; la tez morena,áspera y aceitosa. El ropaje negro del cura revelaba desaseo, y estedetalle bien observado por Fortunata la ilusionó otra vez respecto a lasantidad del sujeto, porque en su ignorancia suponía la limpieza reñidacon la virtud. Poco después, notando que su futuro hermano políticoolía, y no a ámbar, se confirmó en aquella idea.

«Parece que está usted como asustada—dijo Nicolás con fría sonrisaclerical—. No me tenga usted miedo. No me como a la gente. ¿Se figurausted a lo que vengo?».

—Sí señor... no... digo, me figuro. Maximiliano...

—Maximiliano es un tarambana—afirmó el clérigo con la seguridadburlesca del que se siente frente a un interlocutor demasiado débil—, yusted lo debe conocer como lo conozco yo. Ahora ha dado en la simplezade casarse con usted... No, si no me enfado. No crea usted que la voy areñir. Yo soy moro de paz, amiga mía, y vengo aquí a tratar la cosa porlas buenas. Mi idea es esta: ver si es usted una persona juiciosa, y sicomo persona juiciosa comprende que esto del casorio es una botaratada;ni más ni menos... Y si lo reconoce así, pretendo, esta, esta es lacosa, que usted misma sea quien se lo quite de la cabeza... ni menos nimás.

Fortunata conocía La Dama de las Camelias, por haberla oído leer.Recordaba la escena aquella del padre suplicando a la dama que lequite de la cabeza al chico la tontería de amor que le degrada, y sintiócierto orgullo de encontrarse en situación semejante. Más por coqueteríade virtud que por abnegación, aceptó aquel bonito papel que se leofrecía, ¡y vaya si era bonito!

Como no le costaba trabajo desempeñarlopor no estar enamorada ni mucho menos, respondió en tono dulce y grave:

«Yo estoy dispuesta a hacer todo lo que usted me mande».

—Bien, muy bien, perfectamente bien—dijo Nicolás, orgulloso de lo quecreía un triunfo de su personalidad, que se imponía sólo conmostrarse—. Así me gusta a mí la gente. ¿Y si le mando que no vuelva aver más a mi hermano, que se escape esta noche para que cuando él vuelvamañana no la encuentre?

Al oír esto, Fortunata vaciló.

«Lo haré, sí, señor—contestó al fin, cuidando luego de buscarinconvenientes al plan del sacerdote—. ¿Pero a dónde iré yo que él novenga tras de mí? Al último rincón de la tierra ha de ir a buscarme.Porque usted no sabe lo desatinado que está por... esta su servidora».

—¡Oh!, lo sé, lo sé... A buena parte viene. ¿De modo que usted cree queno adelantamos nada con darle esquinazo?... Esta es la cosa.

—Nada, señor, pero nada—declaró ella, disgustada ya del papel de Damade las Camelias, porque si el casarse con Maximiliano era una soluciónpoco grata a su alma, la vida pública la aterraba en tales términos, quetodo le parecía bien antes que volver a ella.

—Bien, perfectamente bien—afirmó Nicolás dándose aires de persona quemedita mucho las cosas, y razona a lo matemático—. Ya tenemos un puntode partida, que es la buena disposición de usted... esta es la cosa.Respóndame ahora. ¿No tiene usted quién la ampare si rompe con mihermano?

—No señor.—¿No tiene usted familia?—No señor.—Pues está ustedaviada... De forma y manera—dijo cruzando los brazos y echando elcuerpo atrás—, que en tal caso no tiene más remedio que... que echarsea la buena vida... al amor libre... a... Ya usted me entiende.

—Sí, señor, entiendo... no tengo más camino—manifestó la joven conhumildad.

—¡Tremenda responsabilidad para mí!—exclamó el curita moviendo lacabeza y mirando al suelo, y lo repitió hasta unas cinco veces en tonode púlpito.

En aquel instante le vinieron al pensamiento ideas distintas de las quehabía llevado a la visita, y más conformes con su empinada soberbiaclerical. Había ido con el propósito de romper aquellos lazos, si lanovia de su hermano no se prestaba medianamente a ello; pero cuando lavio tan humilde, tan resignada a su triste suerte, entrole apetito decomponendas y de mostrar sus habilidades de zurcidor moral. «He aquí unaocasión de lucirme—pensó—. Si consigo este triunfo, será el más grandey cristiano de que puede vanagloriarse un sacerdote. Porque figúrenseustedes que consigo hacer de esta samaritana una señora ejemplar y tancatólica como la primera... figúrenselo ustedes...». Al pensar esto,Nicolás creía estar hablando con sus colegas.

Tomaba en serio su oficiode pescador de gente, y la verdad, nunca se le había presentado un pezcomo aquel. Si lo sacaba de las aguas de la corrupción, «¡qué victoria,señores, pero qué pesca!». En otros casos semejantes, aunque no de tantaimportancia, en los cuales había él mangoneado con todos sus ardidesapostólicos, alcanzó éxitos de relumbrón que le hicieron objeto deenvidia entre el clero toledano. Sí; el curita Rubín había reconciliadodos matrimonios que andaban a la greña, había salvado de la prostitucióna una niña bonita, había obligado a casarse a tres seductores con lasrespectivas seducidas; todo por la fuerza persuasiva de su dialéctica...«Soy de encargo para estas cosas» fue lo último que pensó, hinchado devanidad y alegría como caudillo valeroso que ve delante de sí una granbatalla. Después se frotó mucho las manos, murmurando:

«Bien, bien; esta es la cosa». Era el movimiento inicial del obrero quese aligera las manos antes de empezar una ruda faena, o del cavador quese las escupe antes de coger la azada.

Después dijo bruscamente ysonriendo:

«¿Me permite usted echar un cigarrillo?».

—Sí, señor, pues no faltaba más...—replicó Fortunata, que esperaba elresultado de aquel meditar y del frote de las manos.

—Pues sí—declaró gravemente Nicolás, chupando su cigarrillo—, mefalta valor para lanzarla a usted al mundo malo; mejor dicho, la caridady el ministerio que profeso me vedan hacerlo.

Cuando un náufrago quieresalvarse, ¿es humano darle una patada desde la orilla? No; lo humano esalargarle una mano o echarle un palo para que se agarre... esta es lacosa.

—Sí, señor—indicó Fortunata agradecida—, porque yo soy náu...

Iba a decir náufraga; pero temiendo no pronunciar bien palabra tandifícil, la guardó para otra ocasión, diciendo para sí: «No metamos lapata sin necesidad».

«Pues lo que yo necesito ahora—agregó Rubín terciándose el manteo sobrelas piernas, y accionando como un hombre que necesita tener los brazoslibres para una gran faena—, es ver en usted señales claras dearrepentimiento y deseo de una vida regular y decente; lo que yonecesito ahora es leer en su interior, en su corazón de usted. Vamosallá. ¿Hace mucho tiempo que no se confiesa usted?».

La Samaritana se puso colorada, porque le daba vergüenza de decir quehacía lo menos diez o doce años que no se había confesado. Por fin lodeclaró.

«Perfectamente—dijo Nicolás, acercando su sillón al sofá en que lajoven estaba—. Le prevengo a usted que tengo mucha experiencia de esto.Hace cinco años que practico el confesonario, y que las cazo al vuelo.Quiero decir que a mí no hay mujer que me engañe».

Fortunata tuvo miedo y Nicolás aproximó más el sillón. Aunque estabansolos, ciertas cosas debían decirse en voz baja.

«Vamos a ver, ¿quién fue el primero?» preguntó el presbítero llevándosela mano tiesa a la boca, porque con la pregunta querían salir tambiénciertos gases.

Contó ella lo de Juanito Santa Cruz, pasando no poca vergüenza, y dandoa conocer la triste historia incoherente.

«Abrevie usted. Hay muchos pormenores que ya me los sé, como me sé elCatecismo... Que le dio a usted palabra de casamiento y que usted fuetan boba que se lo creyó. Que un día la cogió descuidada y sola... Bah,bah... lo de siempre. Después habrá usted conocido a otros muchoshombres, ¿a cuántos próximamente?».

Fortunata miró al techo, haciendo un cálculo numérico.

«Es difícil decir... Lo que es conocer...».

El sacerdote se sonrió. «Quiero decir tratar con intimidad; hombres conquienes ha vivido usted en relaciones de un mes, de dos... esta es lacosa. No me refiero a los conocimientos de un instante, que eso vendrádespués».

«Pues serán...» dijo ella pasando un rato muy malo.

—Vamos, no se asuste usted del número.

—Pues podrán ser... como unos ocho... Deje usted que me acuerde bien...

—Basta ya; lo mismo da ocho que doce o que ochocientos doce. ¿Lerepugna a usted la memoria de esos escándalos?

—¡Oh!, sí, señor... Crea usted que...

—Que no los puede ver ni pintados. Lo creo... ¡Valientes pillos! Sinembargo, dígame usted:

¿No volvería a tener amistad con alguno de ellos,si la solicitara?

Con ninguno...—dijo Fortunata.—¿De veras? Piénselo usted bien.

Fortunata lo pensó, y al cabo de un ratito, la lealtad y buena fe conque se confesaba mostráronse en esta declaración:

«Con uno... qué sé yo... Pero no puede ser».

—Déjese usted de que pueda o no pueda ser. Ese uno, esa excepción de suhastío es el primero, ese tal D. Juanito. No necesita ustedconfirmarlo. Me sé estas historias al dedillo. ¿No ve usted, hija mía,que he sido confesor de las Arrepentidas de Toledo durante cinco añoslargos de talle?

—Pero no puede ser. Está casado, es muy feliz, y no se acuerda de mí.

—A saber, a saber... Pero en fin, usted confiesa que es el único sujetoa quien de veras quiere, el único por quien de veras siente apetito deamores y esa cosa, esa tontería que ustedes las mujeres...

—El único.—Y a los demás que los parta un rayo.

—A los demás, nada.—¿Y a mi hermano?... esta es la cosa.

Lo brusco de la pregunta aturdió a la penitente. No la esperaba, ni seacordaba para nada en aquel momento del pobre Maxi. Como era tan sincerano pensó ni por un momento en alterar la verdad. Las cosas claras.Además, el clérigo aquel parecíale muy listo, y si le decía una cosa porotra conocería el embuste.

«Pues a su hermano de usted, tampoco».

—Perfectamente—dijo el curita, acercando su sillón todo lo más queacercarse podía.

-V-

Para que ningún malicioso interprete mal las bruscas aproximaciones delsillón de Nicolás Rubín al asiento de su interlocutora, conviene hacerconstar de una vez que era hombre de temple fortísimo, o más propiamentehablando, frigidísimo. La belleza femenina no le conmovía o le conmovíamuy poco, razón por la cual su castidad carecía de mérito. La carne quea él le tentaba era otra, la de ternera por ejemplo, y la de cerdo más,en buenas magras, chuletas riñonadas o solomillo bien puesto conguisantes. Más pronto se le iban los ojos detrás de un jamón que de unacadera, por suculenta que esta fuese, y la mejor falda para él era laque da nombre al guisado.

Jactábase de su inapetencia mujeril haciendode ella una estupenda virtud; pero no necesitaba andar a cachetes con eldemonio para triunfar. Las embestidas del sillón eran simplemente unhábito de confianza, adquirido con el uso del secreto penitenciario.

«Lo que se llama querer...—dijo Fortunata haciendo esfuerzos paraexpresarse claramente—, querer, ¿entiende usted?, no; pero aprecio,estimación sí».

—¿De modo que no hay lo que llaman ilusión?...

—No señor.—Pero hay esa afición tranquila, que puede ser principio deuna amistad constante, de ese afecto puro, honesto y reposado que hacela felicidad de los matrimonios.

Fortunata no se atrevió a responder claro.

Le parecía mucho lo que el eclesiástico proponía. Recortándolo algo sepodía aceptar.

«Puedo llegar a quererle con el trato...».

—Perfectamente... Porque es preciso que usted se f