Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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-V-

Las Micaelas por fuera

-I-

Hay en Madrid tres conventos destinados a la corrección de mujeres. Dosde ellos están en la población antigua, uno en la ampliación del Norte,que es la zona predilecta de los nuevos institutos religiosos y de lascomunidades expulsadas del centro por la incautación revolucionaria desus históricas casas. En esta faja Norte son tantos los edificiosreligiosos que casi es difícil contarlos. Los hay para monjas reclusas,y para las religiosas que viven en comunicación con el mundo y enbatalla ruda con la miseria humana, en estas órdenes modernas derivadasde la de San Vicente de Paúl, cuya mortificación consiste en recogerancianos, asistir enfermos o educar niños. Como por encanto hemos vistolevantarse en aquella zona grandes pelmazos de ladrillo, de dudoso valerarquitectónico, que manifiestan cuán positiva es aún la propagandareligiosa, y qué resultados tan prácticos se obtienen del ahorroespiritual, o sea la limosna, cultivado por buena mano. Las Hermanitasde los Pobres, las Siervas de María y otras, tan apreciadas enMadrid por los positivos auxilios que prestan al vecindario, han labradoen esta zona sus casas con la prontitud de las obras de contrata. Deinstitutos para clérigos sólo hay uno, grandón, vulgar y triste como unfalansterio. Las Salesas Reales, arrojadas del convento que les hizodoña Bárbara, tienen también domicilio nuevo, y otras monjas históricas,las que recogieron y guardaron los huesos de D. Pedro el Cruel, acampanallá sobre las alturas del barrio de Salamanca.

La planicie de Chamberí, desde los Pozos y Santa Bárbara hasta más alláde Cuatro Caminos, es el sitio preferido de las órdenes nuevas. Allíhemos visto levantarse el asilo de Guillermina Pacheco, la mujerconstante y extraordinaria, y allí también la casa de las Micaelas.Estos edificios tienen cierto carácter de improvisación, y en todos,combinando la baratura con la prisa, se ha empleado el ladrillo aldescubierto, con ciertos aires mudéjares y pegotes de gótico a lafrancesa. Las iglesias afectan, en las frágiles escayolas que lasdecoran interiormente, el estilo adamado con pretensiones de elegante dela basílica de Lourdes. Hay, pues, en ellas una impresión de aseo yarreglo que encanta la vista, y una deplorable manera arquitectónica.

Laimportación de los nuevos estilos de piedad, como el del SagradoCorazón, y esas manadas de curas de babero expulsados de Francia, noshan traído una cosa buena, el aseo de los lugares destinados al culto; yuna cosa mala, la perversión del gusto en la decoración religiosa.Verdad que Madrid apenas tenía elementos de defensa contra estainvasión, porque las iglesias de esta villa, además de muy sucias, sonverdaderos adefesios como arte. Así es que no podemos alzar mucho elgallo. El barroquismo sin gracia de nuestras parroquias, los cancelesllenos de mugre, las capillas cubiertas de horribles escayolasempolvadas y todo lo demás que constituye la vulgaridad indecorosa delos templos madrileños, no tiene que echar nada en cara a lascursilerías de esta novísima monumentalidad, también armada en yesosdeleznables y con derroche de oro y pinturas al temple, pero que almenos despide olor de aseo, y tiene el decoro de los sitios en que andamucho la santidad de la escoba, del agua y el jabón.

El caserón que llamamos Las Micaelas estaba situado más arriba del deGuillermina, allá donde las rarificaciones de la población aumentan entérminos de que es mucho más extenso el suelo baldío que el edificado.Por algunos huecos del caserío se ven horizontes esteparios y luminosos,tapias de cementerios coronadas de cipreses, esbeltas chimeneas defábricas como palmeras sin ramas, grandes extensiones de terreno malsembrado para pasto de las burras de leche y de las cabras. Las casasson bajas, como las de los pueblos, y hay algunas de corredor conhabitaciones numeradas, cuyas puertas se ven por la medianería. Eledificio de las Micaelas había sido una casa particular, a la que seagregó un ala interior costeando dos lados de la huerta en forma demedio claustro, y a la sazón se le estaba añadiendo por el lado opuestola iglesia, que era amplia y del estilo de moda, ladrillo sin revocomodelado a lo mudéjar y cabos de cantería de Novelda labrada en ojivalconstructivo. Como la iglesia estaba aún a medio hacer, el culto secelebraba en la capilla provisional, que era una gran crujía baja, a laizquierda de la puerta.

En el arreglo de esta crujía para convertirla en templo interino,manifestábase el buen deseo, la pulcritud y la inocencia artística delas excelentes señoras que componían la comunidad. Las paredes estabanestucadas, como las de nuestras alcobas, porque este es un género dedecoración barato en Madrid y sumamente favorable a la limpieza. En elfondo estaba el altar, que era, ya se sabe, blanco y oro, de un estilotan visto y tan determinado, que parece que viene en los figurines.

Aderecha e izquierda, en cromos chillones de gran tamaño, los dosSagrados Corazones, y sobre ellos se abrían dos ventanas enjutísimas,terminadas por arriba en corte ojival, con vidrios blancos, rojos yazules, combinados en rombo, como se usan en las escaleras de las casasmodernas.

Cerca de la puerta había una reja de madera que separaba el público delas monjas los días en que el público entraba, que eran los jueves ydomingos. De la reja para adentro, el piso estaba cubierto de hule, y alos costados de lo que bien podremos llamar nave había dos filas desillas reclinatorios. A la derecha de la nave dos puertas, no muygrandes: la una conducía a la sacristía, la otra a la habitación quehacía de coro. De allí venían los flauteados de un harmonium tañidocandorosamente en los acordes de la tónica y la dominante, y con lasmodulaciones más elementales; de allí venían también los exaltadosacentos de las dos o tres monjas cantoras. La música era digna de laarquitectura, y sonaba a zarzuela sentimental o a canción de las que sereparten como regalo a las suscritoras en los periódicos de modas. Enesto ha venido a parar el grandioso canto eclesiástico, por el abandonode los que mandan en estas cosas y la latitud con que se vienenpermitiendo novedades en el severo culto católico.

La pecadora fue llevada a las Micaelas pocos días después de la Pascuade Resurrección.

Aquel día, desde que despertó, se le puso a Maxi laobstrucción en la boca del estómago, pero tan fuerte como si tuvieraentre pecho y espalda atravesado un palo. Molestia semejante sentía enlos días de exámenes, pero no con tanta intensidad. Fortunata parecíacontenta, y deseaba que la hora llegase pronto para abreviar laexpectación y perplejidad en que los dos amantes estaban, sin saber quédecirse. A ella por lo menos no se le ocurría nada que decirle, y aunquea él se le pasaban por el magín muchas cosas, tenía cierta aversióninnata a lo teatral, y no gustaba de hablar gordo en ciertas ocasiones.Si ha de decirse verdad, Maxi inspiraba aquel día a su novia unsentimiento de cariño dulce y sosegado, con su poquillo de lástima. Y élprocuraba dar a la conversación tono familiar, hablando del tiempo orecomendando a la joven que tuviese cuidado de no olvidar algunaimportante prenda de ropa. Nicolás, que estaba presente, no habríapermitido tampoco zalamerías de amor ni besuqueo, y ayudaba a recoger yagrupar todas las cosas que habían de llevarse, añadiendo observacionestan prácticas como esta: «Ya sabe usted que ni perfumes ni joyas niringorrangos de ninguna clase entran en aquella casa. Todo el bagajemundano se arroja a la puerta».

Cuando vino el mozo que debía llevar el baúl, Fortunata estaba yadispuesta, vestida con la mayor sencillez. Maximiliano miró diferentesveces su reloj sin enterarse de la hora. Nicolás, que estaba más sereno,miró el suyo y dijo que era tarde. Bajaron los tres, y fueronpausadamente y sin hablar hacia la calle de Hortaleza a tomar un cochesimón. Instalose el joven con no poco trabajo en la bigotera, porque lasfaldas de su futura esposa y la ropa talar del clérigo estorbaban lo queno es decible la entrada y la salida; y si el trayecto fuera más largo,el martirio de aquellas seis piernas que no sabían cómo colocarse habríasido muy grande. La neófita miraba por la ventanilla, atraída vagamentey sin interés su atención por la gente que pasaba. Creeríase que mirabahacia fuera por no mirar hacia dentro; Maximiliano se la comía con losojos, mientras el presbítero procuraba en vano animar la conversacióncon algunas cuchufletas bien poco ingeniosas.

Llegaron por fin al convento. En la puerta había dos o tres mendigasviejas, que pidieron limosna, y a Maximiliano le faltó tiempo paradársela. Le amargaba extraordinariamente la boca, y su voz ahilada salíade la garganta con interrupciones y síncopas como la de un asmático.

Suturbación le obligaba a refugiarse en los temas vulgares... «¡Vaya queson pesados estos pobres!... Parece que hay misa, porque se oye lacampanilla de alzar... Es bonita la casa, y alegre, sí señor, alegre».

Entraron en una sala que hay a la derecha, en el lado opuesto a lacapilla. En dicha sala recibían visitas las monjas, y las recogidas aquienes se permitía ver a su familia los jueves por la tarde, durantehora y media, en presencia de dos madres. Adornada con sencillez rayanaen pobreza, la tal sala no tenía más que algunas estampas de santos y uncuadrote de San José, al óleo, que parecía hecho por la misma mano quepintó el Jáuregui de la casa de doña Lupe. El piso era de baldosín, bienlavado y frotado, sin más defensa contra el frío que dos esteritas dejunco delante de los dos bancos que ocupaban los testeros principales.Dichos bancos, las sillas y un canapé de patas curvas eran piezasdiferentes, y bien se conocía que todo aquel pobre menaje provenía dedonativos o limosnas de esta y la otra casa. Ni cinco minutos tuvieronque esperar, porque al punto entraron dos madres que ya estabanavisadas, y casi pisándoles los talones entró el señor capellán, unhombrón muy campechano y que de todo se reía. Llamábase D. León Pintado,y en nada correspondía la persona al nombre. Nicolás Rubín y aquelpasmarote tan grande y tan jovial se abrazaron y se saludarontuteándose. Una de las dos monjas era joven, coloradita, de bocaagraciada y ojos que habrían sido lindísimos si no adolecieran deestrabismo.

La otra era seca y de edad madura, con gafas, y daba bienclaramente a entender que tenía en la casa más autoridad que sucompañera. A las palabras que dijeron, impregnadas de esa cortesíadulzona que informa el estilo y el metal de voz de las religiosas deldía, iba la neófita a contestar alguna cosa apropiada al caso; pero secortó y de sus labios no pudo salir más que un ju ju, que las otras noentendieron. La sesión fue breve. Sin duda las madres Micaelas nogustaban de perder el tiempo. «Despídase usted» le dijo la seca,tomándola por un brazo. Fortunata estrechó la mano de Maxi y de Nicolás,sin distinguir entre los dos, y dejose llevar. Rubinius vulgaris dioun paso, dejando solos a los dos curas que hablaban cogiéndoserecíprocamente las borlas de sus manteos, y vio desaparecer a su amada,a su ídolo, a su ilusión, por la puerta aquella pintada de blanco, quecomunicaba la sala con el resto de la religiosa morada. Era una puertacomo otra cualquiera; pero cuando se cerró otra vez, pareciole alenamorado chico cosa diferente de todo lo que contiene el mundo en elvastísimo reino de las puertas.

-II-

Echó a andar hacia Madrid por el polvoriento camino del antiguo Campo deGuardias, y volviendo a mirar su reloj por un movimiento maquinal,tampoco entonces se hizo cargo de la hora que era. No se dio cuenta deque su hermano y D. León Pintado, entretenidos en una conversacióninteresante y parándose cada diez palabras, se habían quedado atrás.Hablaban de las oposiciones a la lectoral de Sigüenza y de las peloterasque ocurrieron en ella. El capellán, como candidato reventado, ponía deoro y azul al obispo de la diócesis y a todo el cabildo.

Maximiliano,sin advertir las paradas, siguió andando hasta que se encontró en sucasa. Abriole doña Lupe la puerta y le hizo varias preguntas: «Y quétal, ¿iba contenta?». Revelaban estas interrogaciones tanto interés comocuriosidad, y el joven, animado por la benevolencia que en su tíaobservaba, departió con ella, arrancándose a mostrarle algunas de lasafiladas púas que le rasguñaban el corazón. Tenía un presentimiento vagode no volverla a ver, no porque ella se muriese, sino porque dentro delconvento y contagiada de la piedad de las monjas, podía chiflarsedemasiado con las cosas divinas y enamorarse de la vida espiritual hastael punto de no querer ya marido de carne y hueso, sino a Jesucristo, quees el esposo que a las monjas de verdadera santidad les hace tilín. Estolo expresó irreverentemente con medias palabras; pero doña Lupe sacótoda la sustancia a los conceptos. «Bien podría suceder eso—le dijo conacento de convicción, que turbó más a Maximiliano—, y no sería elprimer caso de mujeres malas... quiero decir ligeras... que se hanconvertido en un abrir y cerrar de ojos, volviéndose tan del revés, queluego no ha habido más remedio que canonizarlas».

El redentor sintió frío en el corazón. ¡Fortunata canonizada! Esta idea,por lo muy absurda que era, le atormentó toda la mañana. «Francamente—dijo al fin, después de muchas meditaciones—

, tanto como canonizar,no; pero bien podría darle por el misticismo y no querer salir, yquedarme yo in albis». Vamos, que semejante idea le aterraba! En talcaso no tenía más remedio que volverse él santito también, dedicarse ala Iglesia y hacerse cura... ¡Jesús qué disparate! ¡Cura!,

¿y para qué?De vuelta en vuelta, su mente llegó a un torbellino doloroso en el cualno tuvo ya más remedio que ahogar las ideas, para librarse del tormentoque le ocasionaban. Intentó estudiar... Imposible. Ocurriole escribir aFortunata, encargándole que no hiciera caso alguno de lo que le dijesenlas monjas acerca de la vida espiritual, la gracia y el amor místico...Otro disparate. Por fin se fue calmando, y la razón se clareaba un pocotras aquellas nieblas.

Las once serían ya, cuando desde su cuarto sintió un grande altercadoentre doña Lupe y Papitos. El motivo de aquella doméstica zaragata fueque a Nicolás Rubín se le ocurrió la idea trágica de convidar a almorzara su amigo el padre Pintado, y no fue lo peor que se le ocurriera, sinoque se apresurase a ejecutarla con aquella frescura clerical que en tanalto grado tenía, metiendo a su camarada por las puertas de la casa sinocuparse para nada de si en esta había o no los bastimentos necesariospara dos bocas de tal naturaleza.

Doña Lupe que tal vio y oyó, no pudo decir nada, por estar el otroclérigo delante; pero tenía la sangre requemada. Su orgullo no lepermitía desprestigiar la casa, poniéndoles un artesón de bazofia paraque se hartaran; y afrontando despechada el conflicto, decía para susayo cosas que habrían hecho saltar a toda la curia eclesiástica. «No sélo que se figura este heliogábalo... cree que mi casa es la posada delPeine. Después que él me come un codo, trae a su compinche para que mecoma el otro. Y por las trazas, debe tener buen diente y un estómagocomo las galerías del Depósito de aguas... ¡Ay, Dios mío!, ¡qué egoístasson estos curas...! Lo que yo debía hacer era ponerle la cuentecita, yentonces... ¡ah!, entonces sí que no se volvía a descolgar coninvitados, porque es Alejandro en puño y no le gusta ser rumboso sinocon dinero ajeno».

El volcán que rugía en el pecho de la señora de Jáuregui no podíaarrojar su lava sino sobre Papitos, que para esto justamente estaba.Había empezado aquel día la monilla por hacer bien las cosas; pero lariñó su ama tan sin razón, que... ¡diablo de chica!, concluyó porhacerlo todo al revés. Si le ordenaban quitar agua de un puchero, echabamás. En vez de picar cebolla, machacaba ajos; la mandaron a la tiendapor una lata de sardinas y trajo cuatro libras de bacalao de Escocia;rompió una escudilla, y tantos disparates hizo que doña Lupe por poco leaporrea el cráneo con la mano del almirez. «De esto tengo la culpa yo,grandísima bestia, por empeñarme en domar acémilas y en hacer de ellaspersonas... Hoy te vas a tu casa, a la choza del muladar de CuatroCaminos donde estabas, entre cerdos y gallinas, que es la sociedad quete cuadra...». Y por aquí seguía la retahíla... ¡Pobre Papitos!Suspiraba y le corrían las lágrimas por la cara abajo.

Había llegado yaa tal punto su azoramiento, que no daba pie con bola.

Entre tanto los dos curas estaban en la sala, fumando cigarrillos, lascanalejas sobre sillas, groseramente espatarrados ambos en los dossillones principales, y hablando sin cesar del mismo tema de lasoposiciones de Sigüenza. La culpa de todo la tenía el deán, que era untrasto y quería la lectoral a todo trance para su sobrinito. ¡Valientesperros estaban tío y sobrino! Este había hecho discursos racionalistas,y cuando la Gloriosa dio vivas a Topete y a Prim en una reunión dedemócratas. Doña Lupe entró al fin haciendo violentísimas contorsionescon los músculos de su cara para poder brindarles una sonrisa en elmomento de decir que ya podían pasar... que tendrían que dispensarmuchas faltas, y que iban a hacer penitencia.

Y mientras se sentaban, miró con terror al amigo de su sobrino, que eralo mismo que un buey puesto en dos pies, y pensaba que si el apetitocorrespondía al volumen, todo lo que en la mesa había no bastara parallenar aquel inmenso estómago. Felizmente, Maxi estaba tan sin gana, queapenas probó bocado; doña Lupe se declaró también inapetente, y de estemodo se fue resolviendo el problema y no hubo conflicto que lamentar. Elpadre Pintado, a pesar de ser tan proceroso, no era hombre de muchocomer y amenizó la reunión contando otra vez... las oposiciones deSigüenza. Doña Lupe, por cortesía, afirmaba que era una barbaridad queno le hubieran dado a él la lectoral.

La ira de la señora de Jáuregui no se calmó con el feliz éxito delalmuerzo... y siguió machacando sobre la pobre Papitos. Esta, quetambién tenía su genio, hervía interiormente en despecho y deseos derevancha. «¡Miren la tía bruja—decía para sí, bebiéndose laslágrimas—, con su teta menos...! Mejor tuviera vergüenza de ponerse lateta de trapo para que crea la gente que tiene las dos de verdad, comolas tienen todas y como las tendré yo el día de mañana...». Por latarde, cuando la señora salió, encargando que le limpiara la ropa,ocurriole a la mona tomar de su ama una venganza terrible; pero una deesas venganzas que dejan eterna memoria. Se le ocurrió poner, colgado enel balcón, el cuerpo de vestido que pegada tenía la cosa falsa con quedoña Lupe engañaba al público. La malicia de Papitos imaginaba quepuesto en el balcón el testimonio de la falta de su señora, la gente quepasase lo había de ver y se había de reír mucho.

Pero no ocurrieron deeste modo las cosas, porque ningún transeúnte se fijó en el pechopostizo, que era lo mismo que una vejiga de manteca; y al fin lachiquilla se apresuró a quitarlo, discurriendo con buen juicio que sidoña Lupe al entrar veía colgado del balcón aquel acusador de sudefecto, se había de poner hecha una fiera, y sería capaz de cortarle asu criada las dos cosas de verdad que pensaba tener.

-III-

A la mañana siguiente, Maximiliano encaminó sus pasos al convento, nopor entrar, que esto era imposible, sino por ver aquellas paredes trasde las cuales respiraba la persona querida. La mañana estaba deliciosa,el cielo despejadísimo, los árboles del paseo de Santa Engraciaempezaban a echar la hoja. Detúvose el joven frente a las Micaelas,mirando la obra de la nueva iglesia que llegaba ya a la mitad de lasojivas de la nave principal. Alejándose hasta más allá de la acera deenfrente, y subiendo a unos montones de tierra endurecida, se veía, porencima de la iglesia en construcción, un largo corredor del convento, yaun se podían distinguir las cabezas de las monjas o recogidas que porél andaban. Pero como la obra avanzaba rápidamente, cada día se veíamenos. Observó Maxi en los días sucesivos que cada hilada de ladrillosiba tapando discretamente aquella interesante parte de la interioridadmonjil, como la ropa que se extiende para velar las carnes descubiertas.Llegó un día en que sólo se alcanzaban a ver las zapatas de los maderosque sostenían el techo del corredor, y al fin la masa constructiva lotapó todo, no quedando fuera más que las chimeneas, y aun para columbrarestas era preciso tomar la visual desde muy lejos.

Al Norte había un terreno mal sembrado de cebada. Hacia aquel ejido, enel cual había un poste con letrero anunciando venta de solares, caíanlas tapias de la huerta del convento, que eran muy altas. Por encima deellas asomaban las copas de dos o tres soforas y de un castaño deIndias.

Pero lo más visible y lo que más cautivaba la atención deldesconsolado muchacho era un motor de viento, sistema Parson, paranoria, que se destacaba sobre altísimo aparato a mayor altura que lostejados del convento y de las casas próximas. El inmenso disco,semejante a una sombrilla japonesa a la cual se hubiera quitado laconvexidad, daba vueltas sobre su eje pausada o rápidamente, según lafuerza del aire. La primera vez que Maxi lo observó, movíase el discocon majestuosa lentitud, y era tan hermoso de ver con su coraza detablitas blancas y rojas, parecida a un plumaje, que tuvo fijos en éllos tristes ojos un buen cuarto de hora. Por el Sur la huerta lindabacon la medianería de una fábrica de tintas de imprimir, y por el Estecon la tejavana perteneciente al inmediato taller de cantería, donde setrabajaba mucho. Así como los ojos de Maximiliano miraban coninexplicable simpatía el disco de la noria, su oído estaba preso, pordecirlo así, en la continua y siempre igual música de los canteros,tallando con sus escoplos la dura berroqueña. Creeríase que grababan enlápidas inmortales la leyenda que el corazón de un inconsolable poetales iba dictando letra por letra. Detrás de esta tocata reinaba elaugusto silencio del campo, como la inmensidad del cielo detrás de ungrupo de estrellas.

También se paseaba por aquellos andurriales, sin perder de vista elconvento; iba y venía por las veredas que el paso traza en los terrenos,matando la yerba, y a ratos sentábase al sol, cuando este no picabamucho. Montones de estiércol y paja rompían a lo lejos la uniformidaddel suelo; aquí y allí tapias de ladrillo de color de polvo, letrerosindustriales sobre faja de yeso, casas que intentaban rodearse de unjardinillo sin poderlo conseguir; más allá tejares y las casetasplomizas de los vigilantes de consumos, y en todo lo que la vista abarcaun sentimiento profundísimo de soledad expectante. Turbábala sólo algúnperro sabio de los que, huyendo de la estricnina municipal, se paseanpor allí sin quitar la vista del suelo. A veces el joven volvía alcamino real y se dejaba ir un buen trecho hacia el Norte; pero no teníaganas de ver gente y se echaba fuera, metiéndose otra vez por el campohasta divisar las arcadas del acueducto del Lozoya. La vista de lasierra lejana suspendía su atención, y le encantaba un momento conaquellos brochazos de azul intensísimo y sus toques de nieve; pero muyluego volvía los ojos al Sur, buscando los andamiajes y la mole de lasMicaelas, que se confundía con las casas más excéntricas de Chamberí.

Todas las mañanas antes de ir a clase, hacía Rubín esta excursión alcampo de sus ilusiones.

Era como ir a misa, para el hombre devoto, ocomo visitar el cementerio donde yacen los restos de la persona querida.Desde que pasaba de la iglesia de Chamberí veía el disco de la noria, yya no le quitaba los ojos hasta llegar próximo a él. Cuando el motordaba sus vueltas con celeridad, el enamorado, sin saber por qué yobedeciendo a un impulso de su sangre, avivaba el paso. No sabíaexplicarse por qué oculta relación de las cosas la velocidad de lamáquina le decía:

«apresúrate, ven, que hay novedades». Pero luegollegaba y no había novedad ninguna, como no fuera que aquel día soplabael viento con más fuerza. Desde la tapia de la huerta oíase el rumorblando del volteo del disco, como el que hacen las cometas, y sentíaseel crujir del mecanismo que transmite la energía del viento al vástagode la bomba... Otros días le veía quieto, amodorrado en brazos del aire.Sin saber por qué, deteníase el joven; pero luego seguía andandodespacio. Hubiera él lanzado al aire el mayor soplo posible de suspulmones para hacer andar la máquina. Era una tontería; pero no lo podíaremediar. El estar parado el motor parecíale señal de desventura.

Pero lo que más tormento daba a Maximiliano era la distinta impresiónque sacaba todos los jueves de la visita que a su futura hacía. Ibasiempre acompañado de Nicolás, y como además no se apartaban de larecogida las dos monjas, no había medio de expresarse con confianza.

Elprimer jueves encontró a Fortunata muy contenta; el segundo, estabapálida y algo triste. Como apenas se sonreía, faltábale aquel rasgohechicero de la contracción de los labios, que enloquecía a su amante.La conversación fue sobre asuntos de la casa, que Fortunata elogiómucho, encomiando los progresos que hacía en la lectura y escritura, yjactándose del cariño que le habían tomado las señoras. Como en uno delos sucesivos jueves dijera algo acerca de lo que le había gustado lafiesta de Pentecostés, la principal del año en la comunidad, y despuésrecayera la conversación sobre temas de iglesia y de culto, expresándosela neófita con bastante calor, Maximiliano volvió a sentirse atormentadopor la idea aquella de que su querida se iba a volver mística y aenamorarse perdidamente de un rival tan temible como Jesucristo. Se leocurrían cosas tan extravagantes como aprovechar los pocos momentos dedistracción de las madres para secretearse con su amada y decirle que nocreyera en aquello de la Pentecostés, figuración alegórica nada más,porque no hubo ni podía haber tales lenguas de fuego ni Cristo que lofundó; añadiendo, si podía, que la vida contemplativa es la más estérilque se puede imaginar, aun como preparación para la inmortalidad, porquelas luchas del mundo y los deberes sociales bien cumplidos son lo quemás purifica y ennoblece las almas. Ocioso es añadir que se guardó parasí estas doctrinas escandalosas porque era difícil expresarlas delantede las madres.

-VI-

Las Micaelas por dentro

-I-

Cuando las dos madres aquellas, la bizca y la seca, la llevaron adentro,Fortunata estaba muy conmovida. Era aquella sensación primera de miedo yvergüenza de que se siente poseído el escolar cuando le ponen delante desus compañeros, que han de ser pronto sus amigos, pero que al verleentrar le dirigen miradas de hostilidad y burla. Las recogidas queencontró al paso mirábanla con tanta impertinencia, que se puso muycolorada y no sabía qué expresión dar a su cara. Las madres, que tantosy tan diversos rostros de pecadoras habían visto entrar allí, noparecían dar importancia a la belleza de la nueva recogida. Eran comolos médicos que no se espantan ya de ningún horror patológico que veanentrar en las clínicas. Hubo de pasar un buen rato antes de que la jovense serenase y pudiera cambiar algunas palabras con sus compañeras delazareto. Pero entre mujeres se rompe más pronto aún que entrecolegiales ese hielo de las primeras horas, y palabra tras palabrafueron brotando las simpatías, echando el cimiento de futurasamistades.

Como ella esperaba y deseaba, pusiéronle una toca blanca; mas no habíaen el convento espejos en que mirar si caía bien o mal. Luego lehicieron poner un vestido de lana burda y negra muy sencillo; peroaquellas prendas sólo eran de indispensable uso al bajar a la capilla yen las horas de rezo, y podía quitárselas en las horas de trabajo,poniéndose entonces una falda vieja de las de su propio ajuar y uncuerpo, también de lana, muy honesto, que recibían para tales casos.

Lasrecogidas dividíanse en dos clases, una llamada las Filomenas y otralas Josefinas.

Constituían la primera, las mujeres sujetas acorrección; la segunda componíase de niñas puestas allí por sus padres,para que las educaran, y más comúnmente por madrastras que no queríantenerlas a su lado. Estos dos grupos o familias no se comunicaban enninguna ocasión.

Dicho se está que Fortunata pertenecía a la clase delas Filomenas. Observó que buena parte del tiempo se dedicaba