Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

La monja pasaba... trun, trun... hiriendo los guijarros con aquel pieduro que debía ser como la pata de una silla; y no concedía a laprisionera ni respuesta ni mirada. Al anochecer, bajó con la cena parala presa, y abriendo la puerta penetró en el lóbrego aposento. Por elpronto no vio a Mauricia, que estaba acurrucada sobre unas tablas, lasrodillas junto al pecho, las manos cruzadas sobre las rodillas, y en lasmanos apoyada la barba.

«No veo. ¿Dónde estás?» murmuró la coja sentándose sobre otro rimero detablas.

Contestó Mauricia con un gruñido, como el de un mastín a quien dan conel pie para que se despierte. Sor Marcela puso junto a sí un plato demenestra y un pan. «La Superiora—dijo—, no quería que te trajera másque pan y agua; pero intercedí por ti... No te lo mereces. Aunque meproponga no tener entrañas, no lo puedo conseguir. A ti te manejo yo ami modo y sé que mientras peor se te trate, más rabiosa te pones... Ypara que veas, hija, hasta dónde llevo mi condescendencia...» añadiósacando de debajo del manto un objeto...

Creyérase que Mauricia lo había olido, porque de improviso alzó lacabeza, adquiriendo tal animación y vida su cara que parecía mismamente la del otro cuando, señalando las pirámides, dijo lo de los cuarenta siglos. La mazmorra estaba oscura, mas por la puerta entrabala última claridad del día, y las dos mujeres allí encerradas se podíanver y se veían, aunque más bien como bultos que como personas. Mauriciaalargó las manos con ansia hasta tocar la botella, pronunciando palabrastruncadas y balbucientes para expresar su gratitud; pero la monjaapartaba el codiciado objeto.

«¡Eh!... las manos quietas. Si no tenemos formalidad, me voy. Ya ves queno soy tirana, que llevo la caridad hasta un límite que quizás seaimprudente. Pero yo digo: 'Dándole un poquito, nada más que una miajita,la consuelo, y aquí no puede haber vicio'. Porque yo sé lo que es ladebilidad de estómago y cuánto hace sufrir. Negar y negar siempre alpreso pecador todo lo que pide, no es bueno. El Señor no puede negaresto. Tengamos misericordia y consolemos al triste».

Diciendo esto sacó un cortadillo y se preparó a escanciar corta porcióndel precioso licor, el cual era un coñac muy bueno que solía usar paracombatir sus rebeldes dispepsias. Luego cayó en la cuenta de que antesdebía comerse Mauricia el plato de menestra. La presa lo comprendió así,apresurándose a devorar la cena para abreviar.

«Esto que te doy—añadió la monja—, es una reparación de los nervios yun puntal del ánimo desmayado. No creas que lo hago a escondidas de laSuperiora, pues acaba de autorizarme para darte esta golosina, siempreque sea en la medida que separa la necesidad del apetito y el remediodel deleite. Yo sé que esto te entona y te da la alegría necesaria paracumplir bien con los deberes. Mira tú por dónde lo que algunos podríantener por malo, es bueno en medida razonable».

Mauricia estaba tan agradecida, que no acertaba a expresar su gratitud.La cojita echó en el cortadillo una cantidad, así como un dedo,inclinando la botella con extraordinario pulso para que no saliera másde lo conveniente; y al dárselo a la presa, le repitió el sermón. ¡Ycómo se relamía la otra después de beber, y qué bien le supo! Conocíamuy bien al galapaguito para atreverse a pedir más. Sabía, porexperiencia de casos análogos, que no traspasaba jamás el límite que subondad y su caridad le imponían. Era buena como un ángel para conceder,y firme como una roca para detenerse en el punto que debía.

«Ya sé—dijo tapando cuidadosamente la botella—, que con este consuelode tus nervios desmayados estarás más dispuesta, y la reparación delcuerpo ayuda la del alma».

En efecto, Mauricia empezó a sentirse alegre, y con la alegría vínoleuna viva disposición del ánimo para la obediencia y el trabajo, y tantasganas le entraron de todo lo bueno, que hasta tuvo deseos de rezar, deconfesarse y de hacer devociones exageradas como las que hacía SorMarcela, que, al decir de las recogidas, llevaba cilicio.

«Dígale por Dios a la Superiora que estoy arrepentida y que meperdone... que yo cuando me da el toque y me pongo a despotricar soy unpapagayo, y la lengua se lo dice sola. Sáqueme pronto de aquí, ytrabajaré como nunca, y si me mandan fregar toda la casa de arriba aabajo, la fregaré. Échenme penitencias gordas y las cumpliré en un decirluz».

—Me gusta verte tan entrada en razón—le dijo la madre, recogiendo elplato—; pero por esta noche no saldrás de aquí. Medita, medita en tuspecados, reza mucho y pídele al Señor y a la Santísima Virgen que teiluminen.

Mauricia creía que estaba ya bastante iluminada, porque la excitaciónencendía sus ideas dándole un cierto entusiasmo; y después de hacer unpoco de ejercicio corporal colgándose de la reja, porque sus miembrosapetecían estirarse, se puso a rezar con toda la devoción de que eracapaz, luchando con las varias distracciones que llevaban su mente de unlado para otro, y por fin se quedó dormida sobre el duro lecho detablas. Sacáronla del encierro al día siguiente temprano, y al punto sepuso a trabajar en la cocina, sumisa, callada y desplegando maravillosasactividades. Después de cumplir una condena, lo que ocurríainfaliblemente una vez cada treinta o cuarenta días, la mujernapoleónica estaba cohibida y como avergonzada entre sus compañeras,poniendo toda su atención en las obligaciones, demostrando un celo yobediencia que encantaban a las madres. Durante cuatro o cinco díasdesempeñaba sin embarazo ni fatiga la tarea de tres mujeres. Pasadas dossemanas, advertían que se iba cansando; ya no había en su trabajoaquella corrección y diligencia admirables; empezaban las omisiones, losolvidos, los descuidillos, y todo esto iba en aumento hasta que larepetición de las faltas anunciaba la proximidad de otro estallido. ConFortunata volvió a intimar después de la escena violenta que hedescrito, y juntas echaron largos párrafos en la cocina, mientraspelaban patatas o fregaban los peroles y cazuelas. Allí gozaban decierta libertad, y estaban sin tocas y en traje de mecánica como lascriadas de cualquier casa.

«Yo tengo una niña—dijo Mauricia en una de sus confidencias—. La pusepor nombre Adoración. ¡Es más mona...! Está con mi hermana Severiana,porque yo, como gasto este geniazo, le doy malos ejemplos sin querer,¿tú sabes?, y mejor vive el angelito con Severiana que conmigo. Esa doñaJacinta, esposa de tu señor, quiere mucho a mi niña, y le compra ropa yle da el toque por llevársela consigo; como que está rabiando por tenerchiquillos y el Señor no se los quiere dar. Mal hecho, ¿verdad? Pues loshijos deben ser para los ricos y no para los pobres, que no los puedenmantener».

Fortunata se manifestó conforme con estas ideas. Algo había oído ellacontar del desmedido afán de aquella señora por tener hijos; peroMauricia le dijo algo más, contándole también el caso del Pituso, aquien Jacinta quiso recoger creyéndolo hijo de su marido y de la propiaFortunata.

Tal efecto hizo en esta la historia de aquel increíble casode delirio maternal y de pasión no satisfecha, que estuvo tres días sinpoder apartarlo del pensamiento.

-IV-

Desde el corredor alto se veía parte del Campo de Guardias, el Depósitode aguas del Lozoya, el cementerio de San Martín y el caserío de CuatroCaminos, y detrás de esto los tonos severos del paisaje de la Moncloa yel admirable horizonte que parece el mar, líneas ligeramente onduladas,en cuya aparente inquietud parece balancearse, como la vela de un barco,la torre de Aravaca o de Húmera. Al ponerse el sol, aquel magníficocielo de Occidente se encendía en espléndidas llamas, y después depuesto, apagábase con gracia infinita, fundiéndose en las palideces delópalo. Las recortadas nubes oscuras hacían figuras extrañas,acomodándose al pensamiento o a la melancolía de los que las miraban, ycuando en las calles y en las casas era ya de noche, permanecía enaquella parte del cielo la claridad blanda, cola del día fugitivo, lacual lentamente también se iba.

Estas hermosuras se ocultarían completamente a la vista de Filomenas y Josefinas cuando estuviera concluida la iglesia en que se trabajabaconstantemente. Cada día, la creciente masa de ladrillos tapaba unalínea de paisaje.

Parecía que los albañiles, al poner cada hilada, no construían, sino queborraban. De abajo arriba, el panorama iba desapareciendo como un mundoque se anega. Hundiéronse las casas del paseo de Santa Engracia, elDepósito de aguas, después el cementerio. Cuando los ladrillos rozabanya la bellísima línea del horizonte, aún sobresalían las lejanas torresde Húmera y las puntas de los cipreses del Campo Santo. Llegó un día enque las recogidas se alzaban sobre las puntas de los pies o daban saltospara ver algo más y despedirse de aquellos amigos que se iban parasiempre. Por fin la techumbre de la iglesia se lo tragó todo, y sólo sepudo ver la claridad del crepúsculo, la cola del día arrastrada por elcielo.

Pero si ya no se veía nada, se oía, pues el tiqui tiqui del taller decanteros parecía formar parte de la atmósfera que rodeaba el convento.Era ya un fenómeno familiar, y los domingos, cuando cesaba, la falta deaquella música era para todas las habitantes de la casa la mejorapreciación de día de fiesta. Los domingos, empezaba a oírse desde lasdos el tambor que ameniza el Tío Vivo y balancines que están junto alDepósito de aguas. Este bullicio y el de la muchedumbre que concurre alos merenderos de los Cuatro Caminos y de Tetuán, duraba hasta muyentrada la noche. Mucho molestó en los primeros tiempos a algunasmonjas el tal tamboril, no sólo por la pesadez de su toque, sino por laidea de lo mucho que se peca al son de aquel mundano instrumento. Perose fueron acostumbrando, y por fin lo mismo oían el rumor del Tío Vivolos domingos, que el de los picapedreros los días de labor. Algunastardes de día de fiesta, cuando las recogidas se paseaban por la huertao el patio, la tolerancia de las madres llegaba hasta el extremo depermitirles bailar una chispita, con decencia se entiende, al son deaquellas músicas populares.

¡Cuántas memorias evocadas, cuántassensaciones reverdecidas en aquellos poquitos compases y vueltas de laspobres reclusas! ¡Qué recuerdo tan vivo de las polkas bailadas conhorteras en el salón de la Alhambra, de tarde, levantando mucho polvodel piso, las manos muy sudadas y chupando caramelos revenidos! Y lopeor de todo y lo que en definitiva las había perdido era que aquellosbenditos horteras iban todos con buen fin. El buen fin precisamente,disculpando los malos medios, era la más negra. Porque después, ni finni principio ni nada más que vergüenza y miseria.

La monja que más empeñadamente abogaba porque se las dejase zarandearseun ratito era Sor Marcela, que por su cojera y su facha parecía incapazde apreciar el sentimiento estético de la danza. Pero la mujer aquellacon su aplastada cara japonesa, sabía mucho del mundo y de las pasioneshumanas, tenía el corazón rebosando tolerancia y caridad, y sosteníaesta tesis: que la privación absoluta de los apetitos alimentados por lacostumbre más o menos viciosa, es el peor de los remedios, por engendrarla desesperación, y que para curar añejos defectos es convenientepermitirlos de vez en cuando con mucha medida.

Un día sorprendió a Mauricia en la carbonera fumándose un cigarrillo,cosa ciertamente fea e impropia de una mujer. La coja no se apresuró aquitarle el cigarro de la boca, como parecía natural. Sólo le dijo:«¡Qué cochina eres! No sé cómo te puede gustar eso. ¿No te mareas?».Mauricia se reía; y cerrando fuertemente un ojo porque el humo se lehabía metido en él, miró a la monja con el otro, y alargándole elcigarro, le dijo: «Pruebe, señora». ¡Cosa inaudita!

Sor Marcela dio unachupada y después arrojó el cigarro, haciendo ascos, escupiendo mucho yponiendo una cara tan fea como la de esos fetiches monstruosos de lasidolatrías malayas.

Mauricia lo recogió y siguió chupando, alternando unojo con otro en el cerrarse y en el mirar.

Después hablaron de laprocedencia del pitillo. La otra no quería confesarlo; pero lamadrecita, que sabía tanto, le dijo: «Los albañiles te lo han tiradodesde la obra. No lo niegues. Ya te vi haciéndoles garatusas. Si laSuperiora sabe que andas en telégrafos con los albañiles, buena te laarma... y con razón. Tira ya el tabacazo, indecente... ¡Ay, qué asco! Meha dejado la boca perdida. No comprendo cómo os puede gustar ese ardor,ese picor de mil demonios. Los hombres, como si no tuvieran bastantesvicios, los inventan cada día...». Mauricia tiró el cigarro y apagolocon el pie.

Fortunata, al mes de estar allí, tuvo otra amiga con quien intimóbastante. Doña Manolita era señora en regla, puesto que era casada,ayudaba a las monjas en las clases de lectura y escritura, y ponía unempeño particular en enseñar a Fortunata, de lo que principalmente vinosu amistad.

Permitían las madres a aquella recogida cierta latitud en laobservancia de las reglas; se la dejaba sola con una o dos filomenas durante largo rato, bien en la sala de estudio, bien en la huerta; se lepermitía ir al departamento de Josefinas, y como tenía habitaciónaparte y pagaba buena pensión, gozaba de más comodidad que suscompañeras de encierro.

Fortunata y ella, una vez que se conocieron, no tardaron en referirsesus respectivas historias.

La que ya conocemos salió descarnada; peroManolita adornó la suya tanto y de tal modo la quiso hacer patética, queno la conocería nadie. Según su relato, no había pecado, todo había sidopura equivocación; pero su marido, que era muy bruto y tenía la culpa,sí, él tenía la culpa, de las equivocaciones, o si se quiere, malastentaciones de ella, la había metido allí sin andarse con rodeos. Comoaquella señora había ocupado una regular posición, contaba con embelesocosas del mundo y sus pompas, de los saraos a que asistía, de los muchosy buenos vestidos que usaba.

Porque su marido era comerciante denovedades, hombre inferior a ella por el nacimiento; como que su papáera oficial primero de la Dirección de la Deuda. Oyendo estasponderaciones orgullosas, Fortunata se echaba a pensar qué cosa tanempingorotada sería aquel destino del papá de su amiga.

Pero lo mejor fue que en la conversación salió de repente una cosainteresantísima. Manolita conocía a los de Santa Cruz. ¡Vaya!, si sumarido, Pepe Reoyos, era íntimo, pero íntimo, de D.

Baldomero. Y ella,la propia Manolita, visitaba mucho a doña Bárbara. De aquí saltó laconversación a hablar de Jacinta. ¡Ah! Jacinta era una mujer muy mona:lo tenía todo, bondad, belleza, talento y virtud. El danzante de Juan nomerecía tal joya, por ser muy dado a picos pardos. Pero fuera de esto,era un excelente chico, y muy simpático, pero mucho.

«Ya sabrá usted—dijo luego—, que cayó malo con pulmonía en Febrero deeste año. Por poco se muere. En esta casa, que debe mucha protección alos señores de Santa Cruz, pusieron al Señor de Manifiesto, y cuandoestuvo fuera de peligro, Jacinta costeó unas funciones solemnes.

Comoque vino el obispo auxiliar a decirnos la misa...».

—¿De veras?... tie gracia.

—Como usted lo oye. ¡Lo que usted se perdió! Jacinta es una de lasseñoras que más han ayudado a sostener esta casa. Ya se ve, como notiene hijos... no sabe en qué gastar el dinero. ¿Se ha fijado usted enaquellos grandes ramos, monísimos, con flores de tisú de oro y hojas deplata?

—Sí—replicó Fortunata que atendía con toda su alma—. ¡Los que sepusieron en el altar el día de Pentecostés!

—Los mismos. Pues los regaló Jacinta. Y el manto de la Virgen, el mantode brocado con ramos... ¡qué mono!, también es donativo suyo, en acciónde gracias por haberse puesto bueno su marido.

Fortunata lanzó una exclamación de pasmo y maravilla. ¡Cosa más rara! ¡Yella había tenido en su mano, días antes, para limpiarle unas gotas decera, aquel mismo manto que había servido para pagar, digámoslo así, lasalvación del chico de Santa Cruz! Y no obstante, todo era muy natural,sólo que a ella se le revolvían los pensamientos y le daba qué pensar,no el hecho en sí, sino la casualidad, eso es, la casualidad, el habertenido en su mano objetos relacionados, por medio de una curva social,con ella misma, sin que ella misma lo sospechara.

—Pues no sabe usted lo mejor—añadió Manolita, gozándose en el asombrode la otra, el cual más bien parecía espanto—. La custodia, sabe usted,la custodia en que se pone al propio Dios, también vino de allá. Fueregalo de Barbarita, que hizo promesa de ofrecerla a estas monjas si suhijo se ponía bueno. No vaya usted a creer que es de oro; es de platasobredorada; pero muy mona, ¿verdad?

Fortunata tenía sus pensamientos tan en lo hondo, que no paró mientes enla increíble tontería de llamar mona a una custodia.

-V-

Y no pudo en muchos días apartar de su pensamiento las cosas que lerefirió doña Manolita que, entre paréntesis, no acababa de serlesimpática, y lo que más metida en reflexiones la traía no eraprecisamente que aquellos hechos de regalar la custodia y el manto sehubieran verificado, sino la casualidad... « Tie gracia». Si hubieraella ido al convento algunos días antes, habría asistido a la solemnemisa, con obispo y todo, que se dijo en acción de gracias por habersepuesto bueno el tal... Esto tenía más gracia. Y por su parte Fortunata,que sabía perdonar las ofensas, no habría tenido inconveniente en unirsus votos a los de todo el personal de la casa... Esto tenía más graciatodavía.

Pero lo que produjo en su alma inmenso trastorno fue el ver a la propiaJacinta, viva, de carne y hueso. Ni la conocía ni vio nunca su retrato;pero de tanto pensar en ella había llegado a formarse una imagen que,ante la realidad, resultó completamente mentirosa. Las señoras queprotegían la casa sosteniéndola con cuotas en metálico o donativos, eranadmitidas a visitar el interior del convento cuando quisieren; y enciertos días solemnes se hacía limpieza general y se ponía toda la casacomo una plata, sin desfigurarla ni ocultar las necesidades de ella,para que las protectoras vieran bien a qué orden de cosas debían aplicarsu generosidad. El día de Corpus, después de misa mayor, empezaron lasvisitas que duraron casi toda la tarde. Marquesas y duquesas, que habíanvenido en coches blasonados, y otras que no tenían título pero sí muchodinero, desfilaron por aquellas salas y pasillos, en los cuales ladirección fanática de Sor Natividad y las manos rudas de las recogidashabían hecho tales prodigios de limpieza que, según frase vulgar, sepodía comer en el suelo sin necesidad de manteles. Las labores debordado de las Filomenas, las planas de las Josefinas y otrosprimores de ambas estaban expuestos en una sala, y todo era plácemes yfelicitaciones. Las señoras entraban y salían, dejando en el ambiente dela casa un perfume mundano que algunas narices de reclusas aspiraban conavidez. Despertaban curiosidad en los grupos de muchachas los vestidos ysombreros de toda aquella muchedumbre elegante, libre, en la cual habíaalgunas, justo es decirlo, que habían pecado mucho más, pero muchísimomás que la peor de las que allí estaban encerradas. Manolita no dejó dehacer al oído de su amiga esta observación picante. En medio de aqueldesfile vio Fortunata a Jacinta, y Manolita (marcando esta solaexcepción en su crítica social), cuidó de hacerle notar la gracia de laseñora de Santa Cruz, la elegancia y sencillez de su traje, y aquel airede modestia que se ganaba todos los corazones. Desde que Jacintaapareció al extremo del corredor, Fortunata no quitó de ella sus ojos,examinándole con atención ansiosa el rostro y el andar, los modales y elvestido. Confundida con otras compañeras en un grupo que estaba a lapuerta del comedor, la siguió con sus miradas, y se puso en acecho juntoa la escalera para verla de cerca cuando bajase, y se le quedó, por fin,aquella simpática imagen vivamente estampada en la memoria.

La impresión moral que recibió la samaritana era tan compleja, que ellamisma no se daba cuenta de lo que sentía. Indudablemente su naturalrudo y apasionado la llevó en el primer momento a la envidia. Aquellamujer le había quitado lo suyo, lo que, a su parecer, le pertenecía dederecho. Pero a este sentimiento mezclábase con extraña amalgama otromuy distinto y más acentuado. Era un deseo ardentísimo de parecerse aJacinta, de ser como ella, de tener su aire, su aquel de dulzura yseñorío. Porque de cuantas damas vio aquel día, ninguna le pareció aFortunata tan señora como la de Santa Cruz, ninguna tenía tan impresa enel rostro y en los ademanes la decencia. De modo que si le propusieran ala prójima, en aquel momento, transmigrar al cuerpo de otra persona, sinvacilar y a ojos cerrados habría dicho que quería ser Jacinta.

Aquel resentimiento que se inició en su alma iba trocándose poco a pocoen lástima, porque Manolita le repitió hasta la saciedad que Jacintasufría desdenes y horribles desaires de su marido. Llegó a sentar comoprincipio general que todos los maridos quieren más a sus mujereseventuales que a las fijas, aunque hay excepciones. De modo que Jacinta,al fin y al cabo y a pesar del Sacramento, era tan víctima comoFortunata. Cuando esta idea se cruzó entre una y otra, el rencor de lapecadora fue más débil y su deseo de parecerse a aquella otra víctimamás intenso.

En los días sucesivos figurábase que seguía viéndola o que se iba aaparecer por cualquier puerta cuando menos lo esperase... El muchopensar en ella la llevó, al amparo de la soledad del convento, a tenerpor las noches ensueños en que la señora de Santa Cruz aparecía en sucerebro con el relieve de las cosas reales. Ya soñaba que Jacinta se lepresentaba a llorarle sus cuitas y a contarle las perradas de su marido,ya que las dos cuestionaban sobre cuál era más víctima; ya, en fin, quetransmigraban recíprocamente, tomando Jacinta el exterior de Fortunata yFortunata el exterior de Jacinta. Estos disparates recalentaban de talmodo el cerebro de la reclusa, que despierta seguía imaginando desvaríosdel mismo si no de mayor calibre.

Cortaban estas cavilaciones las visitas de Maximiliano todos los juevesy domingos, entre las cuatro y seis de la tarde. Veía la joven con gustollegar la ocasión de aquellas visitas, las deseaba y las esperaba,porque Maximiliano era el único lazo efectivo que con el mundo tenía, yaunque el sentimiento religioso conquistara algo en ella, no la habíadesligado de los intereses y afectos mundanos. Por esta parte bien podíaestar tranquilo el bueno de Rubín, porque ni una sola vez, en losmomentos de mayor fervor piadoso, le pasó a la pecadora por el magín laidea de volverse santa a machamartillo.

Veía, pues, a Maximiliano con gusto, y aun se le hacían cortas las horasque en su compañía pasaba hablando de doña Lupe y de Papitos, o haciendocálculos honestos sobre sucesos que habían de venir. Cierto quefísicamente el apreciable chico le desagradaba; pero también es verdadque se iba acostumbrando a él, que sus defectos no le parecían ya tangrandes y que la gratitud iba ahondando mucho en su alma. Si hacíaexamen de corazón, encontraba que en cuestión de amor a su redentorhabía ganado muy poco; pero el aprecio y estimación eran seguramentemayores, y sobre todo, lo que había crecido y fortalecídose en supensamiento era la conveniencia de casarse para ocupar un lugar honrosoen el mundo. A ratos se preguntaba con sinceridad de dónde y cómo lehabía venido el fortalecimiento de aquella idea; mas no acertaba a darserespuesta. ¿Era quizás que el silencio y la paz de aquella vida hacíannacer y desarrollarse en ella la facultad del sentido común? Si era así,no se daba cuenta de semejante fenómeno, y lo único que su rudeza sabíaformular era esto: «Es que de tanto pensar me ha entrado talento, como aMaximiliano le entró de tanto quererme, y este talento es el que me diceque me debo casar, que seré tonta de remate si no me caso».

Feliz entre todos los mortales se creía el buen estudiante de Farmacia,viendo que su querida no rechazaba la idea de dar por concluida lacuarentena y apresurar el casamiento. Sin duda estaba ya su alma máslimpia que una patena. Lo malo era que el tontaina de Nicolás, a loscinco meses de estar la pobre chica en el convento, decía que no erabastante y que por lo menos debían esperar al año. Maximiliano se poníafurioso, y doña Lupe, consultada sobre el particular, dio su dictamenfavorable a la salida. Aunque dos o tres veces, llevada por su sobrinohabía visitado al basilisco, no había podido averiguar si estaba yabien despercudida de las máculas de marras, pero ella quería ejercitar,como he dicho antes, su facultad educatriz, y todo lo que se tardase entener a Fortunata bajo su jurisdicción, se detenía el gran experimento.Desconfiaba algo la buena señora de la eficacia de los institutosreligiosos para enderezar a la gente torcida. Lo que allí aprendían,decía, era el arte de disimular sus resabios con formas hipócritas. Enel mundo, en el mundo, en medio de las circunstancias es donde secorrigen los defectos, bajo una dirección sabia. Muy santo y muy buenoque al raquitismo se apliquen los reconstituyentes; pero doña Lupeopinaba que de nada valen estos si no van acompañados del ejercicio alaire libre y de la gimnasia, y esto era lo que ella quería aplicar, elmundo, la vida y al mismo tiempo principios.

-VI-

Con las Josefinas no tenía Fortunata relación alguna. Eran todas niñasde cinco a diez o doce años, que vivían aparte ocupando las habitacionesde la fachada. Comían antes que las otras en el mismo comedor, y bajabana la huerta a hora distinta que las Filomenas. Toda la mañana estabanlas niñas diciendo a coro sus lecciones, con un chillar cadencioso yplañidero que se oía en toda la casa. Por la tarde cantaban también ladoctrina. Para ir a la iglesia, salían de su departamentoprocesionalmente, de dos en dos, con su pañuelo negro a la cabeza, y seponían a los lados del presbiterio capitaneadas por las dos monjasmaestras.

Como Fortunata hacía cada día nuevas relaciones de amistad entre las Filomenas, debo mencionar aquí a dos de estas, quizás las más jóvenes,que se distinguían por la exageración de sus manifestaciones religiosas.Una de ellas era casi una niña, de tipo finísimo, rubia, y tenía muybonita voz. Cantaba en el coro los estribillos de muy dudoso gusto conque se celebraba la presencia del Dios Sacramentado. Llamábase Belén, yen el tiempo que allí había pasado dio pruebas inequívocas de su deseode enmienda. Sus pecados no debían de ser muchos, pues era muy joven;pero fueran como se quiera, la chica parecía dispuesta a no dejar en sualma ni rastro de ellos, según la vida de perros que llevaba, lasatroces penitencias que hacía y el frenesí con que se consagraba a lastareas de piedad. Decíase que había sido corista de zarzuela, pasando deallí a peor vida, hasta que una mano caritativa la sacó del cieno paraponerla en aquel seguro lugar. Inseparable de esta era Felisa, de algunamás edad, también de tipo fino y como de señorita, sin serlo. Ambas sejuntaban siempre que podían, trabajaban en el mismo bastidor y comían enel propio plato, formando pareja indisoluble en las horas de recreo. Laprocedencia de Felisa era muy distinta de la de su amiguita. No habíapertenecido al teatro más que de una manera indirecta, por ser doncellade una actriz famosa, y en el teatro tuvo también su perdición.

Llevolaa las Micaelas doña Guillermina Pacheco, que la cazó, puede decirse, enlas calles de Madrid, echándole una pareja de Orden Público, y sin másrazón que su voluntad, se apoderó de ella. Guillermina las gastaba así,y lo que hizo con Felisa habíalo hecho con otras muchas, sin darexplicaciones a nadie de aquel atentado contra los derechosindividuales.

Si querían ver incomodadas a Felisa y Belén, no había más que hablarlesde volver al mundo.

¡De buena se habían librado! Allí estaban tanricamente, y no se acordaban de lo que dejaron atrás más que paracompadecer a las infelices que aún seguían entre las uñas del demonio.No había en toda la casa, salvo las monjas, otras más rezonas. Si lasdejaran, no saldrían de la capilla en todo el día. Los largos ejerciciospiadosos de las distintas épocas del año, como octava de Corpus,sermones de Cuaresma, flores de María, les sabían siempre a poco. Belé