Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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-IX-

Llegada la noche, y recogidas las Josefinas a su dormitorio, lasmadres permitieron que las Filomenas estuvieran en la huerta hasta mástarde de lo reglamentario, por ver si salía un poco de fresco. Eran yalas nueve, y la tierra abrasaba; el aire no se movía; las estrellasparecían más próximas según el fulgor vivísimo con que brillaban, yveíase entre las grandes y medianas mayor número, al parecer, de laspequeñitas, tantas, tantas que era como un polvo de plata esparcidosobre aquel azul intensísimo.

La luna nueva se puso temprano, bajando al horizonte como una hoz,rodeada de aureola blanquecina que anunciaba más calor para el díasiguiente.

Las recogidas formaban diferentes grupos sentadas en el suelo y en laescalera de madera que comunica el corredor principal con la huerta, yse quitaban las tocas para disminuir el calor de la piel. Algunasmiraban el motor de viento que seguía inmóvil. Al borde del estanque queestá al pie del aparato, había tres mujeres, Fortunata, Felisa y doñaManolita, sentadas sobre el muro de ladrillo, gozando de la frescura delagua próxima. Aquel era el mejor sitio; pero no lo decían, porque elegoísmo les hacía considerar que si se enracimaban allí todas lasmujeres, el escaso fresco del agua se repartiría más y tocarían a menos.En el opuesto lado de la huerta, que era el sitio más apartado y feo,había un tinglado, bajo el cual se veían tiestos vacíos o rotos, unmontón de mantillo que parecía café molido, dos carretillas, regaderas yvarios instrumentos de jardinería.

En otro tiempo hubo allí un cubil, yen el cubil un cerdo que se criaba con los desperdicios; pero elAyuntamiento mandó quitar el animal de San Antón, y el cubil estabavacío.

Desde el anochecer se puso allí Mauricia la Dura, sola, sobre el montónde mantillo; y como era el sitio más caldeado, nadie la quisoacompañar.

Alguna se le aproximó en son de burla; pero no pudo obtener de ella unasola palabra. Estaba sentada a lo moro, con los brazos caídos, la cabezaderecha, más napoleónica que nunca, la vista fija enfrente de sí condispersión vaga más bien de persona soñadora que meditabunda.

Parecíalela o quizás tenía semejanza con esos penitentes del Hindostán que seestán tantísimos días seguidos mirando al cielo sin pestañear, en unestado medio entre la modorra y el éxtasis. Ya era tarde cuando se leacercó Belén sentándosele al lado. La miró atentamente, preguntándoleque qué hacía allí y en qué pensaba, y por fin Mauricia desplegó suslabios de esfinge, y dijo estas palabras que le produjeron a Belencitauna corriente fría en el espinazo:

«He visto a Nuestra Señora».

—¿Qué dices, mujer, qué te pasa?—le preguntó la ex-corista conansiedad muy viva.

—He visto a la Virgen—repitió Mauricia con una seguridad y aplomo quedejaron a la otra como quien no sabe lo que le pasa.

—¿Tú estás segura de lo que dices?

—¡Oh!... Así me muera si no es verdad. Te lo juro por estascruces—dijo la iluminada con voz trémula, besándose las manos—. La hevisto... bajó por allí, donde está el abanicón de la noria...

Bajaba enmitad de una luz... ¿cómo te lo diré?... de una luz que no te puedesfigurar... de una luz que era, verbi gracia como las puras mieles...

—¡Como las mieles!—repitió Belén no comprendiendo.

—Pues... tan dulce que... Después vino andando, andando hacia acá y sepuso allí, delantito.

Pasó por entre vosotras y vosotras no la veíais.Yo sola la veía... No traía el niño Dios en brazos.

Dio dos o trespasitos más y se paró otra vez. Mira, ¿ves aquella piedrecita?, puesallí... y me estuvo mirando... Yo no podía respirar.

—¿Y te dijo algo, te dijo algo?—preguntó Belén toda ojos, pálida comouna muerta.

—Nada... pero lloraba mirándome... ¡Se le caían unos lagrimones...! Notraía nene Dios; paicía que se lo habían quitado. Después dio lavuelta para allá y volvió a pasar entre vosotras sin que la vierais,hasta llegar mismamente a aquel árbol... Allí vi muchos angelitos quesubían y bajaban corre que corre del tronco a las ramas y...

—Y de las ramas al tronco...—Y después... ya no vi nada... Me quedécomo ciega... quiere decirse, enteramente ciega; estuve un rato sin vergota, sin poder moverme. Sentía aquí, entre mí, una cosa...

—Como una pena...—Como pena no, un gusto, un consuelo...

Se acercó entonces Fortunata, y ambas callaron.

—Si están de secreto, me voy.

—Yo creo—dijo Belén, después de una grave pausa—, que eso debesconsultarlo con el confesor.

Mauricia se levantó y andando lentamente retirose a la habitación dondedormía y tenía su ropa. Creyeron las otras dos que se había ido aacostar, y quedáronse allí haciendo comentarios sobre el extraño caso,que Belén transmitió a Fortunata con todos sus pelos y señales. Belén locreía o afectaba creerlo, Fortunata no. Pero de pronto vieron que laDura volvía y se sentaba de nuevo sobre el montón de mantillo. Miráronlacon recelo y se alejaron.

De pronto sonó en la huerta un ¡ah! prolongado y gozoso, como los quelanza la multitud en presencia de los fuegos artificiales. Todas lasrecogidas miraban al disco, que se había movido solemnemente, dando dosvueltas y parándose otra vez. «Aire, aire» gritaron varias voces. Peroel motor no dio después más que media vuelta, y otra vez quieto. Elvástago de hierro chilló un instante, y las que estaban junto alestanque oyeron en lo profundo de la bomba una regurgitación tenue. Elcaño escupió un salivazo de agua, y todo quedó después en la mismaquietud chicha y desesperante.

Belén se había puesto a charlar por lo bajo con una monja llamada SorFacunda, que era la marisabidilla de la casa, muy leída y escribida,bondadosa e inocente hasta no más, directora de todas las funcionesextraordinarias, camarera de la Virgen y de todas las imágenes quetenían alguna ropa que ponerse, muy querida de las Filomenas y aún másde las Josefinas, y persona tan candorosa, que cuanto le decían, sobretodo si era bueno, se lo creía como el Evangelio. Basta decir en elogiode la sancta simplicitas de esta señora, que en sus confesiones jamástenía nada de qué acusarse, pues ni con el pensamiento había pecadonunca; mas como creyera que era muy desairado no ofrecer nadaabsolutamente ante el tribunal de la penitencia, revolvía su magínbuscando algo que pudiera tener siquiera un tufillo de maldad, y serebañaba la conciencia para sacar unas cosas tan sutiles y sinsustancia, que el capellán se reía para su sotana. Como el pobre D. LeónPintado tenía que vivir de aquello, lo oía seriamente, y hacía quetomaba muy en consideración aquellos pecados tan superfirolíticos que nohabía cristiano que los comprendiera...

Y la monja se ponía muycompungida, diciendo que no lo volvería a hacer; y él, que era muy tuno,decía que sí, que era preciso tener cuidado para otra vez, y que patatíny que patatán... Tal era Sor Facunda, dama ilustre de la más altaaristocracia, que dejó riquezas y posición por meterse en aquella vida,mujer pequeñita, no bien parecida, afable y cariñosa, muy aficionada ahacerse querer de las jóvenes. Llevaba siempre tras sí, en las horas derecreo, un hato de niñas precozmente místicas, preguntonas, rezonas ycuya conducta, palabras y entusiasmos pertenecían a lo que podríallamarse el pavo de la santidad.

Difícil es averiguar lo que pasó en el cotarro que formaban Sor Facunday sus amiguitas. Ello fue que Belén, temblando de emoción y con la caraansiosa, dijo a la monja: «Mauricia ha visto a la Virgen...». Y pocodespués repetían las otras con indefinible asombro: «¡Ha visto a laVirgen!».

Sor Facunda, seguida de su escolta, se acercó a Mauricia, a quien miróun buen rato sin decirle palabra. Estaba la infeliz mujer en la mismapostura morisca, la cabeza apoyada sobre las rodillas. Parecía llorar.

«Mauricia—le dijo en tono lacrimoso la monja, con aquella buena fe queen ella equivalía a la gracia divina—. Porque hayas sido muy mala novayas a creerte que Dios te niega su perdón».

Oyose un gran bramido, y la reclusa mostró su cara inundada de llanto.Dijo algunas palabras ininteligibles y estropajosas, a las que SorFacunda y compañía no sacaron ninguna sustancia. De repente se levantó.Su rostro, a la claridad de la luna, tenía una belleza grandiosa que lascircunstantes no supieron apreciar. Sus ojos despedían fulgor deinspiración. Se apretó el pecho con ambas manos en actitud semejante alas que la escultura ha puesto en algunas imágenes, y dijo con acentoconmovedor estas palabras:

«¡Oh mi señora!... te lo traeré, te lo traeré...».

Echando a correr hacia la escalera con gran presteza, prontodesapareció. Sor Facunda habló con las otras madres. Cuando toda lacomunidad, a la voz de la Superiora, se recogía abandonando la huerta ysubiendo lentamente a las habitaciones (la mayor parte de las mujeres demala gana, porque el calor de la noche convidaba a estar al aire libre),corrió la voz de que la visionaria se había acostado.

Fortunata, que pocos días antes fue trasladada al dormitorio en queestaba Mauricia, vio que esta se había acostado vestida y descalza.Acercose a ella y por su bronca respiración creyó entender que dormíaprofundamente. Mucho le daba qué pensar el singular estado en que suamiga se había puesto, y esperaba que le pasaría pronto, como otros toques semejantes aunque de diverso carácter. Largo tiempo estuvodesvelada, pensando en aquello y en otras cosas, y a eso de las doce,cuando en el dormitorio y en la casa toda reinaban el silencio y la paz,notó que Mauricia se levantaba. Pero no se atrevió a hablarle ni adetenerla, por no turbar el silencio del dormitorio, iluminado por unaluz tan débil que le faltaba poco para extinguirse. Mauricia atravesóla estancia sin hacer ruido, como sombra, y se fue. Poco despuésFortunata sentía sueño y se aletargaba; mas en aquel estado indecisoentre el dormir y el velar, creyó ver a su compañera entrar otra vez enel dormitorio sin que se le sintieran los pasos. Metiose debajo de lacama, donde tenía un cofre; revolvió luego entre los colchones...Después Fortunata no se hizo cargo de nada, porque se durmió de veras.

Mauricia salió al corredor, y atravesándolo todo, se sentó en el primerpeldaño de la escalera.

«Te digo que me atreveré...».

¿Con quién hablaba? Con nadie, porque estaba enteramente sola. No teníamás compañía en aquella soledad que las altas estrellas.

«¿Qué dices?—preguntó después como quien sostiene un diálogo—. Hablamás alto, que con el ruido del órgano no se oye. ¡Ah!, ya entiendo...Estate tranquila, que aunque me maten, yo te lo traeré. Ya sabrán quiénes Mauricia la Dura, que no teme ni a Dios... Ja ja ja... Mañana, cuandovenga el capellán y bajen esas tías pasteleras a la iglesia, ¡qué chascose van a llevar!».

Soltando una risilla insolente, se precipitó por la escalera abajo. ¿Quédemonios pasaba en aquel cerebro?... Entró por la puerta pequeña quecomunica el patio con el largo pasillo interior del edificio, y una vezallí pasó sin obstáculo al vestíbulo, tentando la pared porque laoscuridad era completa. Se le oía un cierto rechinar de dientes y algúnmonosílabo gutural que lo mismo pudiera ser signo de risa que de cólera.Por fin llegó palpando paredes a la puerta de la capilla, y buscando lacerradura con las manos, empezó a rasguñar en el hierro. La llave noestaba puesta...

«¡Peines y peinetas, dónde estará la condenada llave!»murmuró con un rugido de hondísimo despecho. Probó a abrir valiéndose dela fuerza y de la maña. Pero ni una ni otra valían en aquel caso. Lapuerta del sagrado recinto estaba bien cerrada. Siguió la infeliz mujerexhalando gemidos, como los de un perro que se ha quedado fuera de sucasa y quiere que le abran. Después de media hora de inútiles esfuerzos,desplomose en el umbral de la puerta, e inclinando la cabeza se durmió.Fue uno de esos sueños que se parecen al morir instantáneo. La cabezadio contra el canto como una piedra que cae, y la torcida postura en quequedaba el cuerpo al caer doblándose con violencia, fue causa de que elresuello se le dificultara, produciéndose en los conductos de larespiración silbidos agudísimos, a los que siguió un estertor como delíquidos que hierven.

Aletargada profundamente, Mauricia hizo lo que no había podido hacerdespierta, y prosiguió la acción interrumpida por una puerta biencerrada. Faltó el hecho real, pero no la realidad del mismo en lavoluntad. Entró, pues, la tarasca en la iglesia y allí pudo andar sintropiezo, porque la lámpara del altar daba luz bastante para ver elcamino. Sin vacilar dirigió sus pasos al altar mayor, diciendo por elcamino: «Si no te voy a hacer mal ninguno, Diosecito mío; si voy allevarte con tu mamá que está ahí fuera llorando por ti y esperando aque yo te saque... ¿Pero qué?... no quieres ir con tu mamaíta... Miraque te está esperando... tan guapetona, tan maja, con aquel manto toditolleno de estrellas y los pies encima del biricornio de la luna...Verás, verás, qué bien te saco yo, monín... Si te quiero mucho; ¿pero nome conoces?... Soy Mauricia la Dura, soy tu amiguita».

Aunque andaba muy aprisa, tardaba mucho tiempo en llegar al altar,porque la capilla, que era tan chica, se había vuelto muy grande. Lomenos había media legua desde la puerta al altar... Y

mientras másandaba, más lejos, más lejos... Llegó por fin y subió los dos, tres,cuatro escalones, y le causaba tanta extrañeza verse en aquel sitiomirando de cerca la mesa aquella cubierta con finísimo y albo lienzo,que un rato estuvo sin poder dar el último paso. Le entró una risaconvulsiva cuando puso su mano sobre el ara sagrada... «¿Quién me habíade decir?... ¡oh, mi re—Dios de mi alma que yo... ji ji ji!...». Apartóel Crucifijo que está delante de la puerta del sagrario, alargó luego elbrazo; pero como no alcanzaba, alargábalo más y más, hasta que llegó adolerle mucho de tantos estirones... Por fin, gracias a Dios, pudo abrirla puerta que sólo tocan las manos ungidas del sacerdote. Levantando lacortinilla, buscó un momento en el misterioso, santo y venerado hueco...¡Oh!, no había nada. Busca por aquí, busca por allí y nada...

Acordosede que no era aquel el sitio donde está la custodia, sino otro más alto.Subió al altar, puso los pies en el ara santa... Busca por aquí, porallí... ¡Ah!, por fin tropezaron sus dedos con el metálico pie de lacustodia. Pero qué frío estaba, tan frío que quemaba. El contacto delmetal llevó por todo lo largo del espinazo de Mauricia una corrienteglacial... Vaciló. ¿Lo cogería, sí o no?

Sí, sí mil veces; aunquemuriera, era preciso cumplir. Con exquisito cuidado, más con grandecisión, empuñó la custodia bajando con ella por una escalera que antesno estaba allí.

Orgullo y alegría inundaron el alma de la atrevida mujeral mirar en su propia mano la representación visible de Dios... ¡Cómobrillaban los rayos de oro que circundan el viril, y qué misteriosa yplácida majestad la de la hostia purísima, guardada tras el cristal,blanca, divina y con todo el aquel de persona, sin ser más que unasustancia de delicado pan!

Con increíble arrogancia Mauricia descendía, sin sentir peso alguno.Alzaba la custodia como la alza el sacerdote para que la adoren losfieles... «¿Veis cómo me he atrevido?—pensaba—.

¿No decías que nopodía ser?... Pues pudo ser, ¡qué peine!». Seguía por la iglesiaadelante. La purísima hostia, con no tener cara, miraba cual si tuvieraojos... y la sacrílega, al llegar bajo el coro, empezaba a sentir miedode aquella mirada. «No, no te suelto, ya no vuelves allí... ¡A casa contu mamá...! ¿sí? ¿Verdad que el niño no llora y quiere ir con sumamá?...». Diciendo esto, atrevíase a agasajar contra su pecho lasagrada forma. Entonces notó que la sagrada forma no sólo tenía ya ojosprofundos tan luminosos como el cielo, sino también voz, una voz que latarasca oyó resonar en su oído con lastimero son. Había desaparecidotoda sensación de la materialidad de la custodia; no quedaba más que loesencial, la representación, el símbolo puro, y esto era lo que Mauriciaapretaba furiosamente contra sí. «Chica—le decía la voz—, no mesaques, vuelve a ponerme donde estaba. No hagas locuras... Si me sueltaste perdonaré tus pecados, que son tantos que no se pueden contar; perosi te obstinas en llevarme, te condenarás. Suéltame y no temas, que yono le diré nada a D. León ni a las monjas para que no te riñan...Mauricia, chica, ¿qué haces...?

¿Me comes, me comes...?».

Y nada más... ¡Qué desvarío! Por grande que sea un absurdo siempre tienecabida en el inconmensurable hueco de la mente humana.

-X-

Por la mañana tempranito, la Superiora y Sor Facunda se tropezaron alsalir de sus respectivas celdas.

«Créame usted—dijo Sor Facunda—, algo hay de extraordinario.Consultaré ahora mismo con D. León. El caso de Mauricia debe deexaminarse detenidamente».

Sor Natividad, que era mujer de mucho entendimiento y estabaacostumbrada a los pueriles entusiasmos de su compañera, no hizo más quesonreír con bondad. Hubiera dicho a Sor Facunda: «qué tonta es usted,hija»; pero no le dijo nada; y sacando un manojo de llaves se fue haciael guardarropa.

«¿Pero en dónde está esa loca?» preguntó después.

—No parece por ninguna parte—dijo Fortunata, que por orden de SorMarcela había bajado en busca de su amiga—. Arriba no está.

En los dormitorios de las Filomenas había gran tráfago. Todas selavaban la cara y las manos, riñendo por el agua, cuestionando sobre sitú me quitaste la toalla o si esa es mi agua. «Que no, que mi agua esesta». Otra sacaba de debajo de la cama un zoquete de pan y empezaba acomérselo. «¡Ay, qué hambre tengo...!, con estos calores, cuidado quesuda una; no se puede vivir... ¡Y ponerse ahora la toca!».

Sor Antonia entraba, imponía silencio y les daba prisa. Oíase elesquilón de la capilla. El sacristán se había asomado varias veces porla reja de la sacristía que da al vestíbulo diciendo sucesivamente:«Todavía no ha venido don León...» «ya está ahí D. León...» «ya se estávistiendo». Oíanse en la parte alta los pasos de toda la comunidad queiba hacia el templo a oír la primera misa. Delante fueron las Josefinas, soñolientas aún y dando bostezos, empujándose unas a otras.Seguían las Filomenas con cierto orden, las más diligentes dando prisaa las perezosas. Donde hay muchas mujeres, tiene que haber ese rumor decolegio, que se hace superior a la disciplina más severa. Entre chacotay risas se oía el rumorcillo aquel: «Mauricia...

¿no sabéis? Vio anochela propia figura de la Virgen».

—Mujer, quita allá.—Mi palabra... Pregúntaselo a Belén.

—¡Bah!, ni que fuéramos tontas...

—¿La cara de la Virgen?... Vaya... Sería la de Nuestra Señora delAguardiente.

Pero Sor Facunda y las de su cotarro iban por la escalera abajodiciendo que el hecho podía ser falso, y podía también no serlo; y queel ser Mauricia muy pecadora no significaba nada, porque de otrasmuchísimo más perversas se había valido Dios para sus fines.

Dijo la misa D. León, que parecía el padre fuguilla por la prestezacon que despachaba. Había sido cura de tropa, y a las monjas no lesacababa de gustar la marcial diligencia de su capellán.

Más tardecelebraba don Hildebrando, cura francés de los de babero, el cual era locontrario que Pintado, pues estiraba la misa hasta lo increíble.

Cuando la comunidad salía de la capilla, doña Manolita, que habíaentrado de las últimas, sofocada, se acercó a la Superiora y le dijo queMauricia estaba en la huerta sobre el montón de mantillo.

—Ya... en la basura—replicó Sor Natividad frunciendo el ceño—; es susitio.

Bajaron las recogidas al refectorio a tomar el chocolate con rebanada depan. Animación mundana reinaba en el frugal desayuno, y aunque lasmonjas se esforzaban por mantener un orden cuartelesco, no lo podíanconseguir.

«Ese plato es el mío. Dame mi servilleta... Te digo que es la mía...¡Vaya! ¡Ay, San Antonio, qué duro está el pan!... Este sí que es de laboda de San Isidro.

—¡A callar!

Algunas tenían un apetito voraz; se habrían comido triple ración, si sela dieran.

Inmediatamente después empezaba a distribuirse toda aquella tropamujeril, como soldados que se incorporan a sus respectivos regimientos.Estas bajaban a la cocina, aquellas subían a la escuela y salón decostura, y otras, quitándose las tocas y poniéndose la falda de mecánica, se dedicaban a la limpieza de la casa.

Estaba la Superiora hablando con Sor Antonia en la puerta de una celda,cuando llegó muy apurada una reclusa, diciendo: «Le he mandado que vengay no quiere venir. Me ha querido pegar. ¡Si no echo a correr...! Despuéscogió un montón de aquella basura y me lo tiró. Mire usted...».

La recogida enseñó a las madres su hombro manchado de mantillo.

«Tendré que ir yo... ¡Ay, qué mujer!... ¡qué guerra nos da!—dijo laSuperiora...—. ¿Dónde está Sor Marcela? Que traiga la llave de laperrera. Hoy tendremos chínchirri-máncharras... Está más tocada quenunca. Dios nos dé paciencia.

—¡Y Sor Facunda que me ha dicho ahora mismo—indicó Sor Antonia confranca risa y bizcando más los ojos—, que Mauricia había visto a laVirgen!

La Superiora respondió a aquella risa con otra menos franca. Tres ocuatro Filomenas de las más hombrunas bajaron a la huerta con ordenexpresa de traer a la visionaria.

—¡Pobre mujer y qué perdida se pone!—observó Sor Natividad dentro delcorrillo de monjas que se iba formando—. Males de nervios, y nada másque males de nervios.

Y al decirlo, sus miradas chocaron con las de Sor Facunda, que seacercaba con semblante extraordinariamente afligido.

«¿Pero no ha consultado usted este caso con el señor capellán?» le dijo.

—Sí—replicó Sor Natividad con un poco de humorismo—, y el capellán meha dicho que la meta en la perrera.

—¡Encerrarla porque llora!...—exclamó la otra que en su timidez no seatrevía a contradecir a la Superiora—. El caso merecía examinarse.

—Para preverlo todo—indicó la vizcaína—, avisaremos también almédico.

—¿Y qué tiene que ver el médico...? En fin, yo no sé. Quien manda,manda. Pero me parecía...

Ello podrá ser cosa física; pero ¿si no lofuera? Si efectivamente Mauricia... No es que yo lo afirme; pero tampocome atrevo a negarlo. Aquel llorar continuo, ¿qué puede ser sinoarrepentimiento? A saber los medios que el Señor escoge...

Y se retiró a su celda. Casi casi se dieron un encontronazo Sor Facundaalejándose y Sor Marcela que al corrillo se acercaba, dando balances ygolpeando el suelo duramente con su pie de madera. Su semblantedescompuesto por la ira estaba más feo que nunca; con la prisa que traíaapenas podía respirar, y las primeras frases le salieron de la bocadesmenuzadas por el enojo:

«Ya, ya sabemos... ¡San Antonio!...bribona... parece mentira... ¡Ay, Dios mío!, si es para volverseloca...».

Habló algunas palabras en voz muy baja con la Superiora, quien al oírlaspuso una cara que daba miedo.

«Yo... bien lo sabe usted...—balbució Sor Marcela—, lo tenía para mimal del estómago...

coñac superior».

—Pero esa maldita ¿cómo...? Si esto parece... ¡Jesús me valga! Estoyhorrorizada. ¿Pero cuándo...?

—Es muy sencillo... hágase usted cargo. Anteayer, ¡San Antoniobendito!, cuando estuvo en mi celda moviendo los trastos para coger elratón.

A la Superiora se le escapó, sin poderlo remediar, una ligerasonrisilla; mas al punto volvió a poner cara de palo. Y la enana corrióhacia donde estaban las recogidas, y lo mismo que dijera a Sor Natividadse lo repitió a Fortunata, sin poner un freno a su ira: «¿Habrase vistodiablura semejante?... ¿Qué te parece? ¡Estamos todas horripiladas!».

Fortunata no dijo nada y se puso muy seria. Quizás no la cogía de nuevola declaración de la monja. Obedeciendo a esta subió al dormitorio enbusca de pruebas del nefando crimen imputado a su amiga.

«Ahí tienen ustedes—decía la Superiora a las que más cerca de ellaestaban—, cómo esa arrastrada ha visto visiones... ¡Ya!, ¡qué no veríaella!... ¿Pero no viene al fin? Yo le juro que no vuelve a hacernosotra. Es preciso ajustarle bien las cuentas...».

La cojita se presentó otra vez en el corrillo mostrando la enorme llavede la perrera; la esgrimía como si fuera una pistola, con amenazahomicida. Realmente estaba furiosa, y el topetazo de su pie duro sobreel suelo tenía una violencia y sonoridad excepcionales. En esto llegóFortunata trayendo una botella, que al punto le arrebató Sor Marcela.

«¡Vacía, enteramente vacía!—exclamó esta levantándola en alto ymirándola al trasluz—. Y

estaba casi llena, pues apenas...».

Aplicó después su nariz chafada a la boca de la botella, diciendo conlastimera entonación:

«No ha dejado más que el olor... ¡Bribonaza!, yate daría yo bebida...». De la nariz de la coja pasó el cuerpo del delitoa la de Sor Natividad y de esta a otras narices próximas, resultando, dela apreciación del tufo, mayor severidad en el comentario del crimen.

«¡Qué asco! Buen pechugón se ha dado...—exclamó la Superiora—. Ya,¡cómo estará aquel cuerpo con todo ese líquido ardiente! Nunca nos habíapasado otra... La arreglaremos, la arreglaremos. ¿Pero viene o no?».

Bajaba ya, decidida a abreviar la tardanza del acto de justicia, cuandose oyó un gran tumulto.

Las tres mujeronas que habían ido en busca de ladelincuente, pasaban de la huerta al patio por la puertecilla verde,huyendo despavoridas y dando voces de pánico. Sonó en dicha puerta elestampido de un fuerte cantazo.

«¡Que nos mata, que nos mata!» gritaban las tres, recogiendo sus faldaspara correr más fácilmente por la escalera arriba. Asomáronse las madresal barandal del corredor que sobre el patio caía, y vieron aparecer aMauricia, descalza, las melenas sueltas, la mirada ardiente yextraviada, y todas las apariencias, en fin, de una loca. La Superiora,que era mujer de genio fuerte, no se pudo contener y desde arriba gritó:«Trasto... infame, si no te estás quieta, verás».

«Una pareja, una pareja de Orden Público» apuntaron varias voces demonjas.

—No... veréis... Si yo me basto y me sobro...—indicó la Superiora,haciendo alarde de ser mujer para el caso—. Lo que es conmigo no juega.

Púsose Mauricia de un salto en el rincón frontero al corredor donde lasmadres estaban, y desde allí las miró con insolencia, sacando yestirando la lengua, y haciendo muecas y gestos indecentísimos.

«¡Tiorras, so tiorras!» gritaba, e inclinándose con rápido movimiento,cogió del suelo piedras y pedazos de ladrillo, y empezó a dispararloscon tanto vigor como buena puntería. Las monjas y las recogidas, que alsentir el alboroto salieron en tropel a los corredores del principal ydel segundo piso, prorrumpieron en chillidos. Parecía que se venía elmundo abajo. ¡Dios mío, qué bulla! Y a las exclamaciones de arribarespondía la tarasca con aullidos salvajes.

Unas se agachaban resguardándose tras el barandal de fábrica cuandovenía la pedrada; otras asomaban la cabeza un momento y la volvían aesconder. Los proyectiles menudeaban, y con ellos las voces de aquellaendemoniada mujer. Parecía una amazona. Tenía un pecho mediodescubierto, el cuerpo del vestido hecho girones y las melenas cortas leazotaban la cara en aquellos movimientos del hondero que hacía con elbrazo derecho. Su catadura les parecía horrible a las señoras monjas;pero estaba bella en rigor de verdad, y más arrogante, varonil ynapoleónica que nunca.