Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Pues bien, yo te lo prometo. Pero me has de decir todo lo que vayasaveriguando. Te digo que si la cojo... No me importa ir al Modelo; tejuro que no me importa. Si ya me parece que la tengo entre mis uñas...

Doña Casta entró, abriendo la puerta con su llavín. Era tarde, yFortunata tuvo que retirarse.

Aurora se quedó trabajando un momento más,y decía para sí: «Estas tontas son terribles, cuando les entra la rabia.Pero ya se aplacará. Pues no faltaría más... Estaría bueno...».

-III-

Una tarde, doña Lupe vio entrar a su sobrina tan desolada, que nopudo menos de írsele encima, llena de irascibilidad, no pudiendo sufrirya que no le confiase sus penas, cualquiera que fuese la causa de ellas.«¿Te parece que estas son horas de venir? Y haz el favor, para otravez, de dejarte en la calle tus agonías y no ponérteme delante con esacara de viernes, pues bastantes espectáculos tristes tenemos en casa».

Fortunata tenía su interior tan tempestuoso que no pudo contenerse, yestalló con esa ira pueril que ocasiona las reyertas de mujeres en lascasas de vecindad. «Señora, déjeme usted en paz, que yo no me meto conusted, ni me importa la cara que usted tenga o deje de tener. Puesestamos bien... Que no pueda una ni siquiera estar triste, porque a laseñora esta le incomodan las caras afligidas... Me pondré a bailar, sile parece».

No estaba acostumbrada doña Lupe a contestaciones de este temple, y alpronto se desconcertó. Por fin hubo de salir por este registro: «Eso deque me ocupe o no me ocupe, no eres tú quien lo ha de decidir. ¿Puesqué? ¿Han tocado ya a emanciparse? Estás fresca. ¿Crees que se te va atolerar ese cantonalismo en que vives? ¡Me gustan los humos de la locaesta!... Ya te arreglaré, ya te arreglaré yo».

Estaba la otra tan violenta y tenía los nervios tan tirantes, que alapartar una silla la tiró al suelo, y al poner su manguito sobre lacómoda, dio contra un vaso de agua que en ella había.

«Eso es, rómpeme la sillita... Mira cómo has derramado el agua».

—Mejor.—¿Sí?... Ya te mejoraré yo, ya te arreglaré.

—Usted, señora, se arreglará sus narices, que a mí no me arreglanadie...

«No quiero incomodarme, no quiero alzar tampoco la voz—dijo doña Lupelevantándose de su asiento—, porque no se entere ese desventurado».Salió un momento con objeto de cerrar puertas para que no se oyera lagresca, y a poco volvió al gabinete, diciendo: «Se ha quedado dormido.Si te parece, haz bulla para que no descanse el pobrecito. Te estásportando... ¡Silencio!».

—Si es usted la que chilla... Yo bien callada entré. Pero se empeña enbuscarme el genio.

—Mete ruido, mete ruido. Ni siquiera has de dejar dormir al pobrechico.

—Por mi parte, que duerma todo lo que quiera.

—Y lo que más me subleva es tu terquedad—dijo doña Lupe bajando lavoz—, y ese empeño de gobernarte sola, sí, esa independenciaestúpida... Tú te lo guisas y tú te lo comes. Así te sabe a demonios.Bien empleado te está todo lo que te pasa, muy bien empleado.

Tanta turbación había en el alma de la esposa de Rubín, que la iraestaba en ella como prendida con alfileres, y el menor accidente, unanada, determinaba la transición de la rabia al dolor, y de la energíaconvulsiva a la pasividad más desconsoladora. Algo se derrumbaba dentrode ella, y perdiendo toda entereza, rompió a llorar como un niño a quienle descubren una travesura gorda.

Doña Lupe se vanaglorió mucho de aquelcambio de tono, que consideraba obra de sus facultades persuasivas.Fortunata se dejó caer en una silla, y más de un cuarto de hora estuvosin articular palabra, oprimiendo el pañuelo contra su cara.

«Pues sí, tía... es verdad que debiera yo... contarle a usted... No lohice porque me parecía impropio. ¡Qué barbaridad! Traer a esta casacuentos de... Soy una miserable; yo no debo estar aquí... Hasta lloraraquí por lo que lloro es una canallada. Pero no lo puedo remediar. Elalma se me deshace. Yo tengo que decirle a alguien que me muero de pena,que no puedo vivir. Si no lo digo, reviento... Usted crea lo quequiera... pero soy muy desgraciada. Yo sé que me lo merezco, que soymala, mala de encargo... pero soy muy desgraciada».

—Ahí tienes—le dijo doña Lupe moviendo la mano derecha, con dos dedosde ella muy tiesos, en ademán enteramente episcopal—; ahí tienes lo quepasa por no hacer lo que yo te digo... Si hubieras seguido los consejosque te di este verano, no te verías como te ves.

La otra estaba tan sofocada, que su tía tuvo que traerle un vaso deagua.

—Serénate—le decía—, que ahora no te he de reñir, aunque bien lomereces. No, no necesitas explicarme lo que te pasa; justo castigo deDios. ¿Crees que no tengo yo pesquis? Me basta verte la cara. Ello teníaque suceder, porque los malos pasos conducen siempre a malos fines...

Elresultado es que sale todo lo que yo digo. El pecado trae la penitencia.Otra vez te da carpetazo ese hombre, ¿acerté?

—Sí, sí... ¡Pero qué infame!...

—Anda, que los dos estáis buenos. Tal para cual. Las relacionescriminales siempre acaban así. Uno se encarga de castigar al otro, y elque castiga ya encontrará también su trancazo en alguna parte. Puesestás lucida... Tras de cornuda, aporreada, y después sacada a bailar.

—¡Pero qué infame!—volvió a decir Fortunata, mirando a su tía con losojos llenos de lágrimas—. ¿Pues no ha tenido el atrevimiento dedecirme, entre bromas y veras, que yo estaba enredada con Ballester?Pretextos, tiologías y nada más. De seguro que no lo cree.

—Aguanta, que todo te lo tienes bien merecido. Ni vengas a que yo teconsuele... Acudiendo con tiempo, no digo que no. Abres ahora los ojos yte encuentras horriblemente sola, sin familia, sin marido, sin mí.

Fortunata, con un pánico semejante al de quien se está ahogando,agarrose a la falda de doña Lupe, y vuelta a soltar un raudal delágrimas.

«No, no, no... yo no quiero estar sola, triste de mí. Dígame usted algo,siquiera que tenga paciencia, siquiera que me porte ahora bien... Sí, meportaré bien; ahora sí, ahora sí».

—Ahora sí. Vaya, hija, no madrugues tanto. Tú no te acuerdas de SantaBárbara sino cuando truena. ¿Qué sacaría yo de consolarte ahora ycorregirte, si el mejor día volvías a las andadas?

—Ahora no... ahora no...—Quien no te conoce que te compre... Alextremo a que han llegado las cosas, me parece que no debo intervenirya, ni tomar vela en ese entierro. Sería hasta indecoroso para mí.Resultaría... así como cierta complicidad en tus crímenes. No, hija, hasacudido tarde... ¡Te he estado metiendo la indulgencia por los ojos, sinque tú la quisieras ver, y ahora que te ahogas, vienes a mí...! ¡Ay!, nopuedo, no puedo.

Y sin decir más, se fue a la cocina, pensando que toda severidad erapoco contra aquella mujer, y que convenía aterrorizarla, a ver si sesometía al fin de una manera absoluta.

Pronto se hizo de noche. Los días menguaban, entristeciendo el ánimo delos que ya, por otros motivos, estaban tristes. A las seis y media lacasa estaba a oscuras, y doña Lupe retardaba el encender luces todo loposible. Fortunata, en el cuarto de su marido, y casi a tientas, llegóal sofá donde él estaba echado, y le preguntó si tenía ganas de comer,sin obtener respuesta. Oía los suspiros que daba el infeliz, y en una deaquellas aproximaciones, Maxi cogiéndole las manos, se las apretó conafecto. Algo había en el alma de Fortunata que respondía a taldemostración de ternura. Sentía hacia él cariño semejante al que inspiraun niño enfermo, efusión de lástima que protege y que no pide nada.

Doña Lupe trajo luz, y mirando a los esposos con sus ojos encandiladospor el vivo resplandor de la llama de petróleo, dijo, sin duda poranimar a Maxi con una broma: «¿Ya estáis haciendo los tortolitos?... Máscuenta te tiene comer. ¿Quieres que esta coma aquí contigo?».

—Sí, sí, yo comeré aquí—dijo la esposa prontamente—. Y él comerátambién, ¿verdad, hijo?

¿Verdad que comerás con tu mujer? Ella tecortará los pedacitos de carne y te los irá dando.

—Pues yo os mandaré la comida—indicó doña Lupe, poniendo la pantallaal quinqué y acortando la llama—. Tengo hoy un arroz con menudillos quees lo que hay que comer.

En el rato que estuvieron solos, antes de que entrara Papitos con elservicio y la sopa, Maxi endilgó a su mujer algunas frases enteramenteceñidas al endiablado asunto que constituía su demencia. Fortunata leapoyó en todo, mostrándose muy penetrada de la urgencia de establecer,como realidad social, el principio de solidaridad de la sustanciadivina. A todo decía que sí, y mientras comían, notó que el enfermo seanimaba extraordinariamente, llegando hasta mostrarse alegre, locuaz yponiendo un singular calor en sus proyectos de apostolado. En un momentoque salió afuera, preguntole Fortunata a su tía: «¿Y le dio usted al finesas píldoras?».

«Sí por cierto. Esta mañana en ayunas se tomó una, y a las cuatro le diotra. ¿No lo dispuso así Ballester...?».

—Sí... Vea usted por qué está tan avispado. ¡Vaya con el cáñamo ese!Pero los disparates son los mismos; sólo que ahora no ve las cosas de unmodo tan negro sino que las toma por lo risueño.

Volvió al lado de él, y le fue dando los menudillos con el tenedor, y élse los comía con gana, sin cesar de hablar y aun de reír. Su risaplácida no parecía la de un demente.

Fortunata sentía leve consuelo en su alma, y se decía: «¡Si Diosquisiera que se pusiera bueno...! Pero cómo va Dios a hacer nada que yole pida... ¡Si soy lo más malo que Él ha echado al mundo! Para mí estacasa se tiene que acabar. ¿A dónde me retiraré? ¿Qué será de mí? Pero adonde quiera que vaya, me gustará saber de este pobrecito, el único queme ha querido de verdad, el que me ha perdonado dos veces y meperdonaría la tercera... y la cuarta... Yo creo que me perdonaríatambién la quinta, si no tuviera esa cabeza como un campanario. Y estoes por culpa mía. ¡Ay, Cristo, qué remordimiento tan grande! Iré coneste peso a todas partes, y no podré ni respirar».

Después de comer, estaba él animadísimo, cual no lo había estado enmucho tiempo, pero sus conceptos eran de lo más estrafalario queimaginarse puede. Como entraran doña Silvia y Rufinita, de visita, doñaLupe se fue con ellas a la sala, y los esposos se quedaron solos. Maxise levantó, y estiró todo el cuerpo, elevando los brazos. Los huesoscrujieron, hizo diferentes contorsiones que parecían un trabajo degimnasia, y luego volvió a sentarse, abrazando a su mujer y quedándoseante ella (pues estaba sentado en una banqueta junto al sofá) en actitudsemejante a la que toman los amantes de teatro cuando van a decirse algomuy bonito en décimas o quintillas.

-IV-

«Vida mía—le dijo en el tono más dulce del mundo—, gracias milpor el consuelo que me has dado con tus palabras».

Fortunata no sabía qué palabras eran aquellas que le habían consolado;pero lo mismo daba.

Hizo un signo afirmativo, y adelante.

«Porque estando tú conforme conmigo, no deseo más. Mis aspiracionesestán cumplidas. ¡Viva el gran principio de la liberación por eldesprendimiento, por la anulación!...».

—¡Vivaaa...!—Así lo dirán las multitudes, cuando esta doctrina sepropague; pero esto no nos toca a nosotros, sino al que vendrá después.Cumplamos tú y yo la ley de morir cuando nos creamos llegados al puntode caramelo de la pureza. Matemos a la bestia cuando de ella estécompletamente desligada su prisionera, la sustancia espiritual, como delerizo se desprende la castaña bien madura.

—Nada, hijo, que la mataremos.—Me gusta verte así. ¿Hay nada máshermoso que la muerte?

¡Morir, acabar de penar, desprenderse de todasestas miserias, de tantos dolores y de toda la inmundicia terrenal! ¿Haynada que pueda compararse a este bien supremo?... ¿Concibe el alma nadamás sublime?

—¿Y después?—dijo Fortunata, que aun sabiendo con quién hablaba, oíacon mucho gusto aquella manera de considerar la muerte.

—¡Oh!, después, sentirse uno absolutamente puro, perteneciente a lasustancia divina; reconocerse uno parte de ella, y todito con aquel grantodo... ¡Qué dicha tan grande!

—¡No padecer...!—murmuró la prójima inclinando su cabeza sobre elpecho de él—. ¡No temer si le hacen a uno esta o la otra perrería...!,no verse en agonías nunca y gozar, gozar, gozar...

Su mente se dejó ir en alas de aquella sublime idea, perdiéndose en losespacios invisibles y sin confines.

«¡Sentir luego la irradiación del bien en sí, y contemplarse uno enaquel todo etéreo y sustancial, infinitamente perfecto y sano, hermoso,transparente y placentero...!».

Esto era ya un poco metafísico, y Fortunata no lo comprendía bien. Loaccesible para ella era la idea primera: morirse, desprenderse de laslacerias de este mundo, y sentirse luego persona idéntica a la personaviva, gozando todo lo que hay que gozar y amando y siendo amada conarrobamientos que no se acaban nunca.

«Querida mía—le dijo Maxi moviendo mucho la cabeza y los músculos de lacara, señal de una fuerte excitación nerviosa—; los dos moriremosdespués que hayamos cumplido nuestra misión. Y para que te penetres biende la tuya, te voy a decir lo que he sabido por revelación celestial».

Fortunata se preparó a oír el gran disparate que su marido anunciaba, ypuso una carita muy gravemente atenta.

«Pues yo sé una cosa que tú no sabes, aunque quizás lo presientes, y queseguramente sabrás muy pronto. Quizás hayas empezado a notar algúnsíntoma; pero aún tu espíritu no tendrá más presentimientos de estegran suceso».

La miraba de tal modo, que ella empezó a asustarse. ¿Qué sería, Dios,qué sería? Maxi estuvo un rato en silencio, clavados en ella sus ojoscomo saetas, y por fin le dijo estas palabras que la hicieronestremecer: «Tú estás en cinta».

Quedose un rato la infeliz mujer como petrificada. Trataba de tomarlo abroma, trataba de negarlo; pero para ninguna de estas determinacionestenía valor. Terror inmenso llenaba su alma al ver que Maxi decía lo quedecía con expresión de la más grande seguridad. Pero lo último que aFortunata le quedaba que oír fue esto, dicho con exaltación deiluminado, y con atroz recrudecimiento de las sacudidas nerviosas de lacabeza: «Ha sido una revelación. El espíritu que me instruye me hatraído anoche esta idea... Misterio bonitísimo, ¿verdad? Tú estásembarazada...

Y tú lo presumes; mejor dicho, lo sabes, te lo estoyconociendo en la cara; lo ocultas porque ignoras que esto no ha dearrojar ninguna deshonra sobre ti. El hijo que llevas en tus entrañas esel hijo del Pensamiento Puro, que ha querido encarnarse para traer almundo su salvación. Fuiste escogida para este prodigio, porque haspadecido mucho, porque has amado mucho, porque has pecado mucho.Padecer, amar y pecar... ve ahí los tres infinitivos del verbo de laexistencia.

Nacerá de ti el verdadero Mesías. Nosotros somos nada másque precursores, ¿te vas enterando?, nada más que precursores, y cuantodes a luz, tú y yo habremos cumplido nuestra misión, y nos liberaremosmatando nuestras bestias».

Del salto se puso Fortunata al otro extremo de la habitación. Habíaleentrado tal pánico, que por poco sale al pasillo pidiendo socorro. Maxitenía la cara descompuesta y transfigurada, y sus ojos parecían carbonesencendidos. Ni siquiera reparó que su mujer se había alejado de él, ycontinuó hablando como si aún la tuviera al lado. La infeliz, turbada ymuerta de miedo, se acurrucó en el rincón opuesto, y cruzadas las manos,miraba al desgraciado demente, diciendo para sí: «¿En qué lo habráconocido?... Dios, ¡qué hombre! ¿Será farsa todo esto de la locura?¿Será que se finge así para poder matarme, sin que la justicia lepersiga...? ¡Pero cómo habrá descubierto...! ¡Si no lo he dicho a nadie!¡Si no se me conoce nada todavía...! ¡Ah!, lo que este hombre tiene esmucha picardía. Eso de la revelación lo dice para engañar a la gente...Sin duda se lo figura, se lo teme, o me lo ha conocido no sé en qué...¿Lo habré dicho yo en sueños?... Aunque no; podrá haberlo adivinado porsu propia locura. ¿No dicen que las grandes verdades las saben los niñosy los locos...? ¡Ay, qué miedo me ha entrado! Dios mío, líbrame de estatribulación. Este hombre me quiere matar y hace todas estas comediaspara vengarse en mí y asesinarme a lo bóbilis bóbilis...».

El iluminado fue hacia su mujer, cogiéndola por un brazo. Tal temorsentía ella, que hasta se encontró con fuerzas inferiores a las de sumarido, que era tan débil. «Moñuca mía—le dijo apretándole el brazo connerviosa energía, y mirándola con una expresión en que la desdichadaveía confundidos al amante y al asesino—. Nos liberaremos, por medio deuna sangría suelta, desde que hayas cumplido tu misión. ¿Cuándo será?Allá por Febrero o Marzo».

—Debe ser por Marzo—pensó Fortunata—; pero para ti estaba... Ya mepondré yo en salvo.

Mátate tú, si quieres, que yo tengo que vivir paracriarlo, ¡y voy a ser tan feliz con él...! Va a ser el consuelo de mivida. Para eso lo tengo, y para eso me lo ha dado Dios... ¿Ves cómo mesalí con mi idea?... Mi hijo es una nueva vida para mí. Y entonces nohabrá quien me tosa... ¡Oh!, si no lo sintiera aquí dentro, yo y túseríamos iguales, tan loco el uno como el otro, y entonces sí quedebíamos matarnos.

Oíase el run run de las despedidas de doña Silvia y Rufinita en elpasillo. A poco entró la de Jáuregui, y viéndola su sobrino, se volvióal sofá, dejando a su mujer en pie en medio del cuarto.

«¿Qué tal?—dijo doña Lupe—. ¿Hay sueño? Son las once».

—Ha venido usted a turbar nuestra felicidad—replicó Maxi sentado, ymoviendo las piernas en el aire—. Mi elegida y yo deseamos estar solos,enteramente solos. Los misterios inefables que a ella y a mí...

—¿Pero qué volteretas son esas que das? (no sabiendo si reír o ponerseseria). Pareces un saltimbanquis.

—Que a ella y a mí se nos han revelado... los misterios inefables,digo... nos llevan a un éxtasis delicioso, de que no pueden participarlas personas vulgares.

—¡Llamarme a mí persona vulgar!...

—La vulgaridad consiste en estar muy apegada a los bienes terrenos...es decir, en hacerle mimos a la bestia.

—¿Pero qué?, ¿también vas a dar vueltas de carnero?—dijo asustada doñaLupe, viéndole apoyar las manos en el sofá y doblar luego la cabezahasta tocar con ella la gutapercha.

—Lo que yo dé, a usted no le importa, mujer de poca fe... La noche estáfría y necesito que las extremidades entren en calor. Dentro del cráneome han encendido un hornillo.

—¿Ve usted... ve usted...?—indicó Fortunata, no recatándose de decirloen alta voz—. El efecto de esas condenadas píldoras. Creo que no debendársele más. Ya ve usted cómo se pone: se le trastorna más el cerebro yadivina los secretos.

—¿Cómo que adivina los secretos...? Pero, niño, ¿qué haces?

Rubín se sentaba y se levantaba, dando botes en el asiento, como unjinete que monta a la inglesa.

«Allá por Marzo será el gran suceso, la admiración del mundo—gruñía elinfeliz, dando vueltas sobre sí mismo—. Lo anunciará una estrella queha de aparecer por Occidente, y los Cielos y la tierra resonarán conhimnos de alegría».

—¿Pero qué estás diciendo? Vamos, hijo de mi alma, estate tranquilo.

—Lo que yo quisiera saber ahora es dónde está mi sombrero—dijo él,mirando debajo de la mesa y del sofá.

—¿Y para qué quieres el sombrero?

—Quiero salir, tengo que ir a la calle. Pero lo mismo da salir con lacabeza descubierta. Hace un calor horrible.

—Sí, vámonos al Retiro. Fortunata, coge la vela; y tú por delante.

Y agarrándose al brazo del joven sin ventura, le llevaron a la alcoba.Del salto se plantó Maxi en la cama, quedándose un instante con losbrazos y las piernas en alto. Después dejaba caer pesadamente lasextremidades para volver a levantarlas.

«¡Bonita noche nos va a hacer pasar!» exclamó doña Lupe cruzando lasmanos. Fortunata, desalentada y meditabunda, se dejó caer en el sofá.

«¿A que no me aciertan ustedes en dónde estoy?—dijo el pobre demente—.Me he caído del Cielo sobre un tejado. ¿Qué hace mi mujer ahí que noviene en mi socorro?».

—Pues sí señor, ¡bonita noche!—repetía doña Lupe, echando un suspiropor cada palabra.

Intentaron acostarle. Pero no fue posible. Se les escapaba de las manos,con viveza de niño, que a veces parecía agilidad de mono. Su risacausaba espanto a las dos señoras, y últimamente no

se

le

entendía

unapalabra

de

las

muchas

que

de

su

boca

soltaba

atropelladamente,pronunciándolas de un modo primitivo, como los chiquillos que empiezan ahablar. Por fin el desgaste nervioso hubo de rendirle, y se quedó quietoen el sofá, con una pierna sobre la mesa, la otra en una silla, lacabeza debajo de un cojín, y los brazos extendidos en cruz. Una manodaba contra el suelo, y tenía la otra metida debajo del cuerpo, dando albrazo una vuelta que parecía inverosímil. No quisieron ellas variarle ladifícil postura, temiendo que si le tocaban, se alborotaría de nuevo yles daría otra jaqueca. Doña Lupe dormitaba, sentada en una silla juntoa la cama del matrimonio; pero Fortunata no pegó los ojos en toda lanoche.

Ya amanecía cuando le acostaron. Apenas daba acuerdo de sí, y gemía, almoverse, como si tuviera molido a palos su ruin y desdichado cuerpo.

-V-

Creo que fue el día de la Concepción cuando Rubín salió de sucuarto con un cuchillo en la mano detrás de Papitos, diciendo que lahabía de matar. El susto de la tía y de Fortunata fue muy grande, y lescostó trabajo quitarle el arma homicida, que era un cuchillo de la mesa,con el cual no era fácil quitar la vida a nadie. Pero el paso fueterrible, y los chillidos de Papitos se oyeron en toda la vecindad.Salió despavorida del cuarto del señorito, y él detrás, frío y resuelto,como si fuera a hacer la cosa más natural del mundo. La mona se refugióentre las faldas de su ama, gritando: «¡Que me mata, que me quierematar!» y Fortunata corrió a sujetarle, lo que no hubiera conseguido apesar de su superioridad muscular, sin la ayuda de doña Lupe. Laresistencia de él era puramente espasmódica, y mientras se defendía delos cuatro brazos que querían contenerle y arrancarle el cuchillo, decíacon voz ronca: «Le siego el pescuezo y la...». Después se supo quePapitos tenía la culpa, porque le había irritado, contradiciéndoleestúpidamente. Doña Lupe lo sospechó así, y mientras Fortunata se lellevaba otra vez a su cuarto, procurando calmarle, la señora cogió a lachiquilla por su cuenta, y con la persuasión de tres o cuatro pellizcos,hízole confesar que ella era culpable de lo ocurrido. «Mire,señora—replicaba ella bebiéndose las lágrimas—; él fue quien empezó,porque yo no chisté. Estaba recogiendo el servicio, y él saltó contramí, diciéndome que para arriba y que para abajo... Yo no lo entendía yme eché a reír...

Pero dimpués salió con unos disparates muy gordos.¿Sabe, señora, lo que dijo? Que la señorita Fortunata iba a tener unniño, y qué sé yo qué más. No pude por menos de soltar la carcajada, yentonces fue cuando garró el cuchillo y salió tras de mí. Si no doy un blinco, me divide».

—Bueno; vete a la cocina, y aprende para otra vez. A todo lo que éldiga, por disparatado que sea, dices tú amén, y siempre amén.

Aquel hecho era quizás síntoma de un nuevo aspecto de locura, y las dosseñoras no cabían ya en su pellejo, de temor y zozobra. No pasaron ochodías sin que el caso se repitiera. Maxi pudo apoderarse de un cuchillo,y fue hacia su tía, diciendo que la quería liberar. Gracias a queestaba allí el Sr. Torquemada, no fue difícil desarmarle; pero el sustono había quien se lo quitara a doña Lupe, que tuvo que tomarse una tazade tila. Por cierto que la señora se conceptuaba infeliz entre todaslas señoras y damas de la tierra, por las muchas pesadumbres que sobresu alma tenía. No era sólo el estado lastimosísimo del más querido desus sobrinos; otras cosas la mortificaban atrozmente, abatiendo sugrande espíritu. Entre Fortunata y ella mediaron ciertas palabras queimposibilitaban absolutamente toda concordia.

«¡Vaya—le dijo doña Lupe una noche—, que te estás luciendo! ¿A quéesas reservas, cuando más indicada estaba la confianza? ¿Cómo es que loha sabido Maximiliano, que está demente, antes que yo, que estoy en misano juicio? ¿A qué esos escondites conmigo?».

Después de una larga pausa, Fortunata, con muchísimo trabajo, sedeterminó a responder esto:

«Yo no se lo he dicho. Él lo adivinó. Estono podía yo decirlo a nadie de esta casa, y a él menos...».

—¡Y a él menos!—repitió doña Lupe, clavando en la delincuente susmiradas como flechas.

—Sí, porque él no debía saberlo nunca—prosiguió la otra haciendo elúltimo esfuerzo—. A usted pensaba yo decírselo, pero no me determinépor la vergüenza que me daba. Ahora que lo sabe, lo que tengo que haceres pedirle que tenga compasión de mí, recoger mi ropa y marcharme deesta casa. Ahora sí que será para siempre.

La viuda de Jáuregui se tomó tiempo para dar contestación a estasgravísimas palabras. Un sin fin de ideas se le metió en la cabeza, yestuvo aturdida largo rato, sin saber con cuál de ellas quedarse. Elrompimiento definitivo le arrancaba una tira de su corazón, con doloragudísimo, por no serle posible retener las cantidades que Fortunatahabía puesto en sus manos. La elasticidad de su conciencia no llegabanunca a sus estirones a la apropiación de lo ajeno, ni directa niindirectamente. Lo ajeno era sagrado para ella, y aunque aumentase losuyo cuanto pudiera a costa del prójimo, jamás llegaba a la absorción delo que se le confiaba. Devolvería, pues, lo que se le había entregado,con los aumentos que a su buena administración se debían. Cierto queesta devolución era para ella un trance doloroso, algo como laseparación de un hijo que se va a la guerra a que le maten, pues aquel guano, entregado a su dueño, pronto se perdería en el desorden y losvicios.

Pero si esta pena la estimulaba a transigir una vez más, su decoro y másaún su amor propio se sublevaban airados contra aquella infame, quetraía al hogar doméstico hijos que no eran de su marido. Esto no sepodía sufrir sin cubrirse de baldón; esto no lo toleraría doña Lupe,aunque tuviera que dar, no sólo el dinero ajeno, sino el propio... Tantocomo el propio, no, vamos; pero en fin, así lo pensaba para poderexpresar de una manera enfática su grandísimo enojo.

¡Qué diría la gente!... ¡qué las amigas, ante quienes doña Lupe oficiabacomo guardadora de la moralidad y de los buenos principios! Cierto quepara el mundo la situación que crearía la maternidad de la de Rubínsería una situación legal, toda vez que Maxi, enfermo y encerrado quizápara entonces en un manicomio, no había de llamarse a engaño; pero eneste caso, la afrenta sería mayor por añadirse a ella la mentira. Ytodos tendrían a doña Lupe por encubridora, y le cortarían lindos sayos.Si ya le parecía a ella oírlo: «Miren esa, tan orgullosa y rígida,tapando el matute que la otra bribona ha introducido en su casa. Lo harápor la cuenta que le tiene. El padre de la criatura es hombre rico yhabrá pagado bien el alijo». La idea de que pudieran decir esto hacíabrotar de la frente augusta de la viuda gotas de sudor del tamaño degarbanzos.

«Ella misma—pensó—, no se ha recatado para decirme que el pobre Maxiestá tan inocente de esto como yo. Lo cantará lo mismo a todo el mundo,porque ella es así, muy bocona... Pero entre dos afrentas, pref