Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

«Es mi tío José—dijo Fortunata—, que está jugando al mus con su amigo.Le mando que venga aquí para que me acompañe mientras estoy en la cama,porque tengo mucho miedo, y para que no se aburra, hago que le traiganuna botella de cerveza y le permito que venga su amigo a hacerlecompañía».

Ballester se asomó a la puerta entornada para ver a la pareja. Noconocía a ninguno de los dos; pero la cara de Ido del Sagrario no eranueva para él, y creía haberla visto en alguna parte, aunque norecordaba dónde ni cuándo.

-II-

La primera vez que Ballester vio a Izquierdo y a su docto amigo,no les dijo más que algunas palabras dictadas por la buena crianza; peroa la segunda se cruzó entre ellos tal tiroteo de cumplidos,ofrecimientos y franquezas, que no había de tardar la amistad en unirlesa los tres con apretado lazo.

Desde su alcoba, donde continuaba encamada, Fortunata se reía de lasocurrencias de Segismundo buscándole la lengua a Platón y a Ido delSagrario, a quien solía llamar maestro.

Siempre que iba por las nochesel farmacéutico, les encontraba infaliblemente y se divertía con elloslo indecible.

Mucho agradecía la desdichada joven aquellas visitas. Ballester era elcorazón más honrado y generoso del mundo, y tenía cierta vanidad entomar sobre sí el cumplimiento de los deberes que correspondían a otrosy que estos otros olvidaban. Y aunque alentara, con respecto a la señorade Rubín, pretensiones amorosas a plazo largo, no dejaban por eso de serpuros y desinteresados sus actos de caridad, y habrían sido lo mismo aunen el caso de que su amiga espantara de fea y careciese de todoatractivo personal.

Fortunata iba adquiriendo confianza con él, y le revelaba suspensamientos sobre diferentes cosas. No obstante, algo había que no seatrevía a manifestar, por no tener la seguridad de ser bien comprendida.Ni Segunda ni José Izquierdo lo comprenderían tampoco. Y como le eraforzoso echar fuera aquellas ideas, porque no le cabían en la mente y sele rebosaban, tenía que decírselas a sí misma para no ahogarse. «Ahorasí que no temo las comparaciones. Entre ella y yo, ¡qué diferencia! Yosoy madre del único hijo de la casa, madre soy, bien claro está, y nohay más nieto de don Baldomero que este rey del mundo que yo tengoaquí... ¿Habrá quien me lo niegue? Yo no tengo la culpa de que la leyponga esto o ponga lo otro. Si las leyes son unos disparates muy gordos,yo no tengo nada que ver con ellas. ¿Para qué las han hecho así?

Laverdadera ley es la de la sangre, o como dice Juan Pablo, laNaturaleza, y yo por la Naturaleza le he quitado a la mona del Cielo el puesto que ella me había quitado a mí... Ahora la quisiera yo verdelante para decirle cuatro cosas y enseñarle este hijo... ¡Ah!, ¡quéenvidia me va a tener cuando lo sepa!... ¡Qué rabiosilla se va aponer!... Que se me venga ahora con leyes, y verá lo que le contesto...Pero no, no le guardo rencor; ahora que he ganado el pleito y está elladebajo, la perdono; yo soy así».

«Pues él, ¡digo!, cuando lo sepa, ¿qué hará?, ¿qué pensará? ¡No acabo decavilar en esto, Dios mío! Él será un pillo, y un ingrato; pero lo quees a su nene le tiene que querer. Como que se volverá loco con él. Ycuando vea que es su retrato vivo ¡Cristo! ¡Pues digo, si doña Bárbarale viera...! Y le verá, toma, le verá... Como hay Dios, que se vuelveloca. ¡Qué contenta estoy, Señor, qué contenta! Yo bien sé que nuncapodré alternar con esa familia, porque soy muy ordinaria, y ellos muyrequetefinos; yo lo que quiero es que conste, que conste, sí, que unaservidora es la madre del heredero, y que sin una servidora no tendríannieto. Esta es mi idea, la idea que vengo criando aquí, desde hacetantísimo tiempo, empollándola hasta que ha salido, como sale elpajarito del cascarón... Bien sabe Dios que esto que pienso, no esporque yo sea interesada.

Para nada quiero el dinero de esa gente, ni me hace maldita falta: loque yo quiero es que conste... Sí, señora doña Bárbara, es usted misuegra por encima de la cabeza de Cristo Nuestro Padre, y usted saltepor donde quiera, pero soy la mamá de su nieto, de su único nieto».

Quedábase muy convencida después de sentar estas arrogantesafirmaciones, y la satisfacción le producía tal contento, que se ponía acantar en voz baja, arrullando a su hijo; y cuando este se dormía,continuaba rezongando como la pájara en el nido. El gozo, algunasnoches, no la dejaba dormir, y se pasaba largas horas jugando con suidea ya realizada, saltándola como Feijoo saltaba el bilboquet.

Quevedo iba a verla todos los días, y aunque la encontraba muy bien,ordenaba que no se levantase. ¡Qué aburrimiento estar tanto tiempoprisionera! Gracias que con su chiquitín se entretenía. De noche leayudaba Segunda a fajarlo y limpiarlo; por el día Encarnación, que eramuy lista y se volvía loca de gusto cuando su ama le dejaba tener elpequeñuelo en brazos durante algunos minutos. En sus ratos de alegríadelirante, Fortunata se acordaba mucho de Estupiñá. «Pero, tía, ¿no seha tropezado usted en la escalera con Plácido? Dígale que pase, que letengo que hablar». Respondía Segunda que no una ni dos veces, sino másde veinte había encontrado al tal; pero que todas las chinitas que leechaba para que subiese habían sido como si no. «Me puso una cara,chica, cuando le conté la novedad, que parecía un juez de primera estancia. Y ayer me dijo: '¡Quite usted allá, so chubasca,encubridora; a usted y a la otra farfantona, las voy a poner en lacalle!'».

—Ya se amansará. ¿Qué apostamos a que se amansa?—decía la jovensonriendo—. Yo quiero que entre y vea esta estrella que se ha caído delCielo.

Tanto hizo Segunda y tales enredos armó, que Estupiñá entró una mañana,gruñendo y echándoselas de hombre de mal genio que tiene que contraertodos los músculos de su cara para enfrenar su indignación. A cuanto ledecían Segunda y su hermano, respondía con bufidos; y si la señora deIzquierdo no me le sujeta por un brazo, de fijo que echa a correr porlas escaleras abajo.

«No se puede tratar con estas tías farfantonas...Vaya usted al rábano. Vaya usted muy enhoramala». Pero dando estosrespiros a su ira verdadera o falsa, ello es que no se marchaba, ySegunda le metió casi a la fuerza en la alcoba. Obedeciendo a un impulsoinstintivo, Estupiñá se quitó el sombrero en el momento en que sentíalos chillidos del heredero de Santa Cruz que estaba pidiendo la teta conmucha necesidad. Al ver que el hablador descubría su venerable cabeza,Fortunata sintió en su alma inundación de alegría, y se dijo: «Eso es,saluda a tu amito. Él te protegerá como te han protegido sus abuelos ysu padre». Plácido se inclinó para verle, y aunque se quería hacer elhombre terrible, se le escapó esta frase: «Clavado, talmente clavado...».

«¡Qué feo es!... ¿verdad, D. Plácido?—dijo la madre, radiante degozo—. ¿Qué, no le da un beso?... ¿Cree que le va a pegar algo?Descuide, que lo bonito no se pega... ¿Sabe una cosa don Plácido? Meparece que le va usted a querer... y él a usted también. ¿A que sí?».

El hablador murmuraba algo que no se oía bien. Estuvo un momento comoindeciso entre el furor y la suavidad. Después rompió a hablar conSegunda sobre si esta ponía o no ponía aquel año cajón en San Isidro, yse retiró al fin, despidiéndose de una manera que bien podía pasar porconciliadora. Fortunata estaba contentísima, y se decía: «De seguro queahora mismo va con el cuento. Es lo que yo quiero, que lleve el chisme».Encadenando ideas, se daba a pensar en el gusto que tendría de ver adoña Guillermina, presumiendo al mismo tiempo que si la viera había desentir mucha vergüenza. «Le pediré perdón por lo mal que me porté aqueldía, y me perdonará... como esta es luz. De fijo que me calienta lasorejas; pero paso por todo con tal de ver la cara que pone delante deeste hijo. A ver qué tiene que decir de mi idea. ¿Qué se le ocurrirá?Alguna cosa que yo no entenderé ni la entenderá nadie... Diga lo quequiera y tómelo por donde lo tome, Dios no puede volverse atrás de loque ha hecho; y aunque se hunda el mundo, este hijo es el verídiconieto natural de esos señores, D. Baldomero y doña Bárbara... y laotra, con todo su ángel, no toca pito, no toca pito... eso es lo que yodigo. Que me presente uno como este... No lo presentará, no. Porque Diosme dijo a mí: tú pitarás; y a ella no le ha dicho tal cosa. Y si doñaBárbara se chifló por el Pituso falso, ¡cómo no se dislocará por el deoro de ley!

De lo contenta que estoy, creo que me voy a poner mala... Yde fijo que Estupiñá lleva el cuento.

La que yo quiero que lo sepaprimero de todos es mi amiga la obispa. ¿Apostamos a que viene averme? Ya... no se le queda a ella en el cuerpo el sermón que me tienepreparado. ¡Vengan sermones! No me importa; mejor. Yo le diré que tienerazón; pero que yo tengo el hijo, y allá se van hijos con razones».

Esta visita teníala por infalible, pues la santa era muy amiga de echarréspices y de enderezar a las que cometían pecados gordos. Tan seguraestaba de verla, que siempre que sonaba la campanilla creía que eraella, y se preparaba a recibirla, arreglando la cama y poniéndose con lamayor decencia posible, trémula de emoción y esperanza.

-III-

El bautizo se celebró con modestia suma en San Ginés, una mañanade Abril, y le pusieron al chico los nombres de Juan Evaristo Segismundoy algunos más. Ballester se corrió gallardamente aquel día a convidar aIzquierdo y a Ido del Sagrario en el próximo café de Levante. Instómucho al maestro a que tomara un biftec; pero D. José lo rehusó,aunque buenas ganas tenía de aceptarlo. De solo oler la carne y ver lasangre de ella y la grasa en el plato de sus amigos, le parecía que setrastornaba. Su almuerzo fue un café con media tostada de abajo... yotra media de arriba. Tras el café vinieron las incitantes copas, ytambién les hizo escrúpulos el profesor; no así el modelo, que sellenó el cuerpo de ron hasta que ya no podía más, sin que por eso seperturbase su sólida cabeza, que debía de ser un alambique. Mientrascomían, vieron pasar a Maximiliano Rubín, que salía del café; pero comoél no aparentó verlos, no le dijeron nada. A eso de la una, Ballester sefue a su botica y los dos Josés a la casa de la Cava. Era domingo yninguno de los dos tenía ocupaciones. Izquierdo mandó a Encarnación poruna grande de cerveza, y sacando de una caja muy sucia el juego dedominó, extendió y mezcló las fichas para empezar una partidita.

Ycuentan las crónicas platónicas, que antes de llegar a la mitad delsegundo juego, las pobres fichas se quedaron solas. Ido se habíalevantado y daba paseos por la sala. Izquierdo se dejó caer sobre elsofá de Vitoria y dormía como un verídico bruto, el sombrero sobre losojos, la boca abierta y las cuatro patas estiradas. La señá Segunda sellevó a Encarnación a la plazuela, porque la noche antes había habidofuego en dos o tres puestos inmediatos al de ella, y se pasó la mañanaayudando a sus compañeras a meter los trastos que se sacaron, y areparar lo que de reparación era susceptible.

Fortunata estuvo aquel día aburridísima, con muchas ganas de levantarse.Por respeto a las ordenanzas del señor de Quevedo, seguía en la cama,pero ya no aguantaría aquella cárcel enojosa dos días más. Juan EvaristoSegismundo, después que le trajeron de San Ginés, estaba tan guapote ysatisfecho, cual si tuviera conciencia de su dichoso ingreso en lafamilia cristiana; y para celebrarlo, en cuantito llegó al lado de sumadre, buscó la despensa y se puso el cuerpo que no le cabía una gotamás de leche. Oía Fortunata los ronquidos del venerable Platón, cualmonólogo de un cerdo, y sentía también los paseos de Ido, y algúnmonosílabo ininteligible, suspiros que parecían ayes de pena oinvocaciones poéticas; y cuando el profesor llegaba en su deambulaciónfebril a la puerta de la alcoba, creía distinguir sus manos o parte deun brazo que subían hasta cerca del techo. Luego sonó la campanilla y D.José fue a abrir. Fortunata creyó que era Encarnación que volvía de laplazuela; pero se equivocaba. No tardó en oír cuchicheos en la puerta.¿Quién sería? Después sintió pasos y un chillar de botas que la hicieronestremecer, y se quedó muda de terror al ver en la puerta a Maximiliano.Era él; así lo afirmó después de dudarlo un momento. La estupefacciónque sentía apenas le permitió dar un grito, y su primer movimiento fueecharle los brazos al nene, decidida a comerse a bocados a quienintentase hacerle daño o quitárselo. Rubín estuvo más de un minuto sindar un paso, clavado en la puerta y destacándose dentro del marco deella como la figura de un cuadro. ¡Cosa rara! Ningún signo de hostilidadse veía en su cara ni en su ademán. Miraba a su mujer con seriedad, perosin dureza, y cuando dio los primeros pasos para acercarse a la cama, suexpresión era casi indulgente. Pero ella no las tenía todas consigo, yle miró como quien se dispone a una defensa enérgica. «Tío, tío—dijoalzando la voz—. Encarnación...». Como ni Izquierdo ni la criadarespondieran, quiso llamar al esperpento aquel que en el cuarto sepaseaba. Mas al ir a pronunciar su nombre se le borró de la memoria.

«¿Cómo diablos se llama este hombre?... Usted, venga acá... ¡Ah!, ya meacuerdo. Señor Sagrario, haga el favor de despertar a mi tío». Pero niel tío despertaba, ni D. José se hacía cargo de que le llamaban.

«Parece que me tienes miedo, y que pides socorro—le dijo Maxi con fríabondad—. No te voy a comer. Estás equivocada si piensas que vengo demalas. Si no se trata ya de matarte ni de matar a nadie... Esa ideaestúpida voló... por fortuna de todos».

Diciendo esto se sentó en la silla, y quitándose el sombrero lo pusosobre la cama. Fortunata le encontró más delgado; la calva parecíamayor, y sus miradas tenían cierto reposo que la tranquilizó.

«Aunque nadie me ha dicho una palabra—prosiguió Rubín—, sé todo lo quete ha pasado; lo he sabido por mi propia razón, y vengo a compadecerte ya hacerte un gran bien... Porque yo perdí la razón, bien lo sabes; peroluego la volví a adquirir. Dios me la quitó y me la volvió a dar tancompleta, que en este momento estoy más cuerdo que tú y que toda lafamilia. No te asombres, hija, que bien conocerás por lo que voy adecirte que mi cabeza está buena, tan buena como nunca lo estuvo. Qué,¿no lo crees?».

Fortunata no sabía si creerlo o no. Su miedo no se había extinguido, yesperaba que tras aquellas palabras tranquilas, vinieran otras airadasy sin pies ni cabeza. No dijo nada, y siguió protegiendo a su hijo, enactitud de defenderle al primer ataque. Maxi no parecía reparar en elniño. Con gran serenidad habló así:

«Tan sano estoy de la cabeza, que me hago cargo de tu situación y de lamía. Ya entre tú y yo no puede haber nada. Nos casamos por debilidadtuya y equivocación mía. Yo te adoraba; tú a mí no. Matrimonioimposible. Tenía que venir el divorcio, y el divorcio ha venido. Yo mevolví loco, y tú te emancipaste. Los disparates que habíamos hecho losenmendó la Naturaleza. Contra la Naturaleza no se puede protestar».

Miraba el bulto que en la cama hacía Juan Evaristo; pero como su ademánno tenía nada de hostil, Fortunata se iba sosegando.

«¡Ya sé lo que hay aquí! ¡Pobre niño! Dios no ha querido que sea mío. Silo fuera, me querrías algo. Pero no lo es, todo el mundo lo sabe, y losé yo también... Divorcio consumado. Más vale así. Yo no debí casarmecontigo. Bien lo pagué perdiendo la razón. ¿Qué debo hacer ahora que lahe recobrado? Pues ver las cosas de muy alto, y acatar los hechos, yobservar las lecciones tremendas que da Dios a las criaturas... Antes melas dio a mí... ahora a ti. Prepárate. No vengo a hacerte daño, sino aanunciarte la buena nueva de la lección, porque estas pedradas quevienen de arriba sanan, curan y fortalecen».

—Pero este hombre—se decía Fortunata—, ¿está cuerdo o está más locoque antes? Buena jaqueca me está dando; pero como no pase de ahí, se lepuede aguantar.

Algo quiso decir en alta voz; pero él no la dejaba meter baza, y como sitrajera un discurso preparado y no quisiera dejar de pronunciar ningunade sus partes, pegó en seguida la hebra:

«¿Te acuerdas de cuando yoestaba loco? Los ratos que te di te los tenías bien merecidos; porque enrealidad te portabas muy mal conmigo. Tu infidelidad se me había metidoa mí en la cabeza; no tenía ningún dato en qué fundarme; pero elconvencimiento de ella no lo podía echar de mí. No sé decir bien si soñéque ibas a ser madre, o si me inspiraron esta idea los celos que tenía.Porque yo tenía unos celos ¡ay!, que no me dejaban vivir. 'Mi mujer mefalta—decía yo—, no tiene más remedio que faltarme; no puede ser deotra manera'. Y como por lo mucho que te quería, yo no encontraba a tupecado más solución que la muerte, ahí tienes por qué me nació en lacabeza, lo mismo que nace el musgo en los troncos, aquella idea de laliberación, pretextos y triquiñuelas de la mente para justificar elasesinato y el suicidio. Era aquello un reflejo de las ideas comunes, elpensar general modificado y adulterado por mi cerebro enfermo. ¡Ay, quémalo me puse! Te digo que cuando inventé aquel sistema filosófico tanridículo, estaba en el periodo peorcito. No me quiero acordar. Losdisparates que yo decía los recuerdo como se recuerdan los de lasnovelas que uno ha leído de niño; y ahora me río de ellos, y calculocuánto se reirían los demás. ¿Te acuerdas tú?».

Fortunata respondió que sí con la cabeza. No le quitaba los ojos,siguiendo atentamente sus movimientos por ver si se descomponía, y estarpreparada a cualquier agresión.

«Después me atacó lo que yo llamo la Mesianitis... Era también unamodificación cerebral de los celos. ¡El Mesías... tu hijo, el hijo de unpadre que no era tu marido! Empezó por ocurrírseme que yo debía matartea ti y a tu descendencia, y luego esta idea hervía y se descomponía comouna sustancia puesta al fuego, y entre las espumas burbujeaba aquelabsurdo del Mesías. Examínalo bien, y verás que todo era celos, celosfermentados y en putrefacción. ¡Ay, hija, qué malo es estar loco! Cuántomejor es estar cuerdo, aunque uno, al recobrar el juicio, se encuentreapagado el hornillo de los afectos, toda la vida del corazón muerta, ylimitado a hacer una vida de lógica, fría y algo triste».

Al oír esto, que Maxi expresó con cierta elocuencia, Fortunata volvió ainquietarse, y llamó de nuevo a su tío, que seguía dando los ronquidospor respuesta. El mismo resultado tuvieron las voces de «Señor Sagrario,señor Sagrario... haga el favor de venir». D. José se asomó a la puerta,echando a la pareja una mirada de maestro de escuela que inspecciona elaula en que estudian sus alumnos, y vuelta a pasearse sin hacer caso denada.

Rubín acercó más la silla, y Fortunata tuvo más miedo: «Pero todoaquello de la liberación y del Mesías voló. Los hechos realessustituyeron a las figuraciones de mi cerebro... Dios me devolvió mirazón, y me la devolvió corregida y aumentada. Con ella vi los hechos;con ella descubrí lo que mi familia me ocultaba; con ella reconstruí miser, que había pasado por tantos cataclismos; con ella me penetré biende nuestro divorcio y deseché dos y hasta tres veces la idea dehomicidio; con ella pude llegar a considerarte mujer extraña, madre dehijos que yo no podía tener, y con ella me he revestido de serenidad yconformidad. ¿No te admiras de verme como me ves? Más te asombrarías sipudieras leer en mi pensamiento, y comprender esta elevación con que yomiro todas las cosas, la calma con que te veo a ti, la indiferencia conque veo a tu hijo...

¡Un ser más en el mundo! Cuando él ha venido susrazones tendrá. ¿Qué derecho tengo yo a estorbarle la vida? ¿Qué derechoa matarte a ti porque se la hayas dado? Fíjate bien: es muy grave esode decir: 'tal o cual persona no debió de nacer'».

—¡Dios mío!—exclamó para sí Fortunata—. ¿Pero este hombre está cuerdoo cómo está? ¿Eso que dice es razón, o los mayores disparates que en mivida le he oído...?

—Yo pregunto—añadió Maxi acercándose más—. El derecho a nacer, ¿no esel más sagrado de todos los derechos? ¿Quién me mete a mí a ponerestorbo a ningún nacimiento? Estaría gracioso... Nazcan y vivan, queviviendo aprenderán.

«Nada, para mí está peor que antes—pensaba la esposa—, y esto que dicepodrá ser cuerdo, pero yo no entiendo palotada».

—Parece que me tienes miedo—le dijo él siempre serio y tranquilo—. Nosé por qué. Ya habrás visto que a razonable no me gana nadie.

—Sí, es verdad; pero...—¿Pero qué...?—Tú dirás que gato escaldado delagua fría huye (sonriéndose ligeramente, por primera vez en aquellaconferencia). Otra cosa: enséñame a tu hijo.

Fortunata volvió a sentir terror, y al ver que Maxi alargaba las manoshacia donde estaba el pequeñuelo, las apartó con las suyas, diciendo:«Otro día le verás... Déjale... está dormido y me le vas a despertar».

—¡Pero qué maniática eres!... Yo creí que después de haberme oído, teconvencerías de que mi razón está como un reloj y de que además me haentrado un gran talento. ¿Qué has visto en mí que te parezca sospechoso?Nada absolutamente. Mis sentimientos son de paz; la última idea mala latuve hace días; pero la arranqué y estoy limpio de ira y de odio. Y paradecírtelo todo en una palabra: Fortunata, soy un santo. No es estojactancia, es la verdad... ¿Crees que voy a hacer daño a tu hijo? ¡Hacerdaño a una criatura! Eso no cabe en lo humano. Déjamele ver, y te diréalgo que te aprovechará.

Fortunata, al fin, sospechando que la contrariedad podía irritarle,permitiole ver al nene, sin acercarse mucho, y protegiéndole con susmanos. No dijo nada mientras le miraba. Después volvió a su asiento yestuvo un rato con la mirada perdida entre los ramos de la colcha,ligeramente fruncido el ceño.

«Se parece a tu verdugo. Lo malo no perece nunca. La maldad engendra ylos buenos se aniquilan en la esterilidad».

-IV-

«Tío, por Dios, tío, despierte usted» volvió a decir Fortunatagritando; y como asomase a la puerta la flácida y carunculosa efigie deIdo del Sagrario, la joven le dijo: «¿Pero qué hace usted que nodespierta a mi tío?... ¡Qué sola me tienen aquí! ¡Y esa chiquilla que noviene!».

Ido refunfuñó algo que Fortunata no pudo entender. Mirando al profesorcon lástima, Maxi dijo a su esposa: «Este buen señor está tocado. Me damucha lástima, porque sé lo que es andar mal de la cabeza. Si élquisiera seguir mi plan, yo me comprometía a ponerle como nuevo».

Y en alta voz, viendo al desgraciado Ido llegar otra vez hasta la puertade la alcoba y mirar hacia dentro con los ojos de estúpido: «Señor D.José, serénese, y aprenda a ver la vida como es...

Es tontería creer quelas cosas son como nos las imaginamos y no como a ellas les da la ganade ser. Al amor no se le dictan leyes. Si la mujer falta, divorcio alcanto, y dejar que obre la lógica, pues ella castiga sin palo nipiedra».

Y Fortunata se persignaba, llena de admiración, diciéndose: «¿Pero seráverdad, Dios mío, que a mi marido le ha entrado un gran talento, o estascosas que dice son farsa para tapar una mala idea? ¿Qué haré yo para quese marche pronto? Porque a lo mejor me sale por malagueñas, y me da elgran susto».

«¡Se parece a tu enemigo!—repitió Maxi, volviendo a la idea que lehabía excitado ligeramente—. Es una desgracia para él. Y si en lo moralsaca la casta, peor que peor. El niño inocente no es responsable de lasculpas del padre; pero hereda las malas mañas. ¡Pobre niño!, tengolástima de él. Si se te muere debes alegrarte, porque si vive te darámuchos disgustos».

A Fortunata le indignó esta idea; pero no se atrevió a contradecirla.Que dijera todo lo que quisiese. Su plan era no contestarle nada, a versi se aburría y se marchaba pronto.

«Tiene a quien salir—añadió Maxi con lúgubre ironía—. Su papá es deoro... No necesitas decirme que no te hace caso... Harto lo sé. Nisiquiera habrá venido a verle... También me lo figuro. No vendrá; tenpor cierto que no vendrá».

—¡Quién sabe!...—se dejó decir la joven, sintiendo que se le apretabala garganta.

—Te repito que no vendrá... Tengo mis razones para asegurarlo.

—Claro... ¡qué ha de venir...! Ni falta.

—Dices bien; ni falta. Gracias que te oigo una expresión filosófica.Ese hombre tiene ahora otros entretenimientos.

Fortunata sintió que toda la sangre se le subía al rostro, y se puso muysofocada. Rubín estiró el codo sobre el lecho, apoyándose en él conactitud perezosa, semejante a la que tomaba en la botica cuando leía.

«Es preciso que lo sepas pronto. Todo lo que tardes en saberlo, tardasen regenerarte».

La Pitusa tenía mucho calor, y cogiendo un abanico que junto a laalmohada tenía, empezó a abanicarse.

—Es preciso que lo sepas—volvió a decir Maxi con cierta frialdadimplacable, propia del hombre acostumbrado al asesinato—. Tu verdugo nose acuerda ya de ti para nada, y ahora tiene amores con otra mujer.

—¡Con otra mujer!—dijo ella, repitiendo la frase como una muletilla, ala cual no se saca sentido. Sus miradas vagaban por los dibujos de lacolcha.

—Sí, con otra mujer a quien tú conoces.

El asesino le iba soltando a la víctima las palabras en dosis pequeñas,y la miraba observando el efecto que le causaban. Fortunata quisosobreponerse a aquel suplicio, y sacudiendo la despeinada cabeza, comopara alejar y espantar una convicción que quería penetrar en ella, ledijo:

«¿Qué historias me vienes a contar ahí?... Déjame en paz».

—Esto que te cuento no es un enredo; es verdad. Ese hombre estáenamorado de otra mujer, y tú la conoces. Aprende, pues. Ahí tienes lamaravillosa arma de la lógica humana, con la cual te hiero para sanarte.Más vale morir aprendiendo, que vivir ignorando. Esta lección terriblepuede llevarte hasta la santidad, que es el estado en que yo meencuentro. ¿Y quién me ha traído a mí a este bendito estado? Pues unalección, una simple lección.

Mira, Fortunata, bendito sea el cuchillo que sana.

—Falta que sea verdad lo que cuentas—dijo la víctima defendiéndose.

—Tú podrás creerlo o no creerlo, como un enfermo puede tomar o no lamedicina que el médico le da. Porque esto es la medicina de tuconciencia. ¿Quieres otra? ¿Quieres el nombre de la que te ha robado loque tú robaste? Pues te lo voy a decir.

Fortunata sintió como un desvanecimiento, y al incorporarse se le iba lacabeza, y la habitación daba vueltas en torno suyo. Llevándose la mano alos ojos, dijo a su marido:

«Me lo tienes que decir».

—Es una amiga tuya.—¡Amiga mía!—Sí, y su nombre empieza con A.

—¡Aurora, Aurora es!—exclamó la joven dando un salto en su lecho, ymirando a su marido como miran las personas de honor que han recibidouna bofetada.

—Ella es.—Hace tiempo que el corazón me decía algo de esto, pero muybajito, y yo no lo quería creer.

—Estoy tan seguro de lo que afirmo, que no puede ser más.

—Tú me engañas, tú me engañas—replicó la joven en actitud deDolorosa—. Tú me quieres matar, y en vez de pegarme un tiro, me vienescon esta historia.

—Si lo tomas como golpe de muerte, tómalo—manifestó Rubín conimplacable frialdad.

—¡Aurora... Aurora!... ¡Dios mío!, ¡qué idea tan perra...! (agitándoseextraordinariamente).

Pero no puede ser. Este hombre está loco y no sabelo que se dice.

—¿Que estoy loco?... (imperturbable). Bueno, defiéndete con eso. Perotú caerás, tú te convencerás. No tienes escape. La verdad se impone. Ahítienes un tiro que no yerra nunca.

¿Quieres más señas? Cuando Aurorasale de su obrador, él la espera en la calle de Santo Tomás y van juntoshacia el Ave-María. Los domingos, Aurora d