XI
“Así como lo oyes Elena, con el mero rabino y en ese pueblo que no salía de la Edad Media. No crea usted que fue fácil aceptar a Samuel”- le confesó a su hija. La madre, asustada y obsesionada porque, una vez más, su familia se vería envuelta en un escándalo sexual: “Mi hermano abrazó la ciudad, los pleitos callejeros, los caracteres de la moderna Varsovia y se destruyó con ello”- le confesó a Elena, que no podía entender a qué se refería.
Desde que había recibido las fotos de Susanita, la comerciante parecía divagar en recuerdos. “Se empieza con un cambio pequeño y se termina en un remolino”- agregaba con una lacónica mirada. “No debí hacerle caso a las locuras de Samuel”- repetía la madre de Elena. “Si no me hubiera dejado convencer por las ideas socialistas que me llevaron a planificar, no hubiese sido tan tolerante con él”- añadía la mujer que parecía haber perdido la razón. “¿Pero madre de qué está hablando? –intercalaba la angustiada hija que no sabía por qué la conversación que había empezado con las sospechas de que David andaba en malos pasos, terminaba en asuntos de la reproducción.
“Elena, tienes que entender que estas ideologías modernas, sean socialismo, nacionalismo o feminismo, son todas iguales: tienen soluciones universales que se imponen a la fuerza. Promueven conductas que muchas veces van en contra de nosotras mismas”- le indicó sin explicarle a qué se refería con tanta frase extraña. Según Anita, la influencia del socialismo la había llevado a romper con ciertas tradiciones, como lo era tener “todos los hijos que el de arriba disponga”.
Cuando tomó la decisión de planificar, la mujer no se dio cuenta que cambiaba algo más: las milenarias reglas del género. “Vi que era posible cuestionar el papel de la mujer y del hombre sin que el mundo llegara a su fin”- agregaba con cierta satisfacción. “Esta pequeña revolución interna me llevó a apoyar a mi hermano, lo que a la larga, quizás fue un error. “No debí consentir la relación de Samuel con Lázaro”- dijo con pesar. “De haber cuestionado más las babosadas revolucionarias, quizás él estaría con vida”.
Como Elena no entendía una palabra de lo que hablaba su madre, le pidió que le contara el largo cuento de cómo la modernidad le robó a su hermano.
“Todo empezó –indicó la madre- con la segunda revolución industrial que, después de 1850, se inició en Inglaterra para luego abarcar a Polonia, aunque a un ritmo más lento”. “El nuevo proceso de automatización incluyó esta vez, no los textiles, sino la industria de la química y del acero. El crecimiento industrial produjo que las urbes europeas cambiaran su fisonomía. Los grandes pueblos se tornaron, de la noche a la mañana, en centros de millones de habitantes, que parecían crecer sin parar”.
“Para los cristianos, de acuerdo con ella, la nueva economía y la vida “moderna” les prometía una serie de comodidades que incluía desde la electricidad, el automóvil, los buques trasatlánticos, el teléfono, el cine, el baño y otras maravillas”. “Para los judíos, la modernidad - agregó- nos ofrecía la oportunidad de participar en sociedades más ilustradas, tolerantes y competitivas en que las oportunidades se presentaban, en teoría, para todos”.
“No obstante, los cristianos, acostumbrados a ser dueños de su destino, miraron los cambios como experimentos, prestos a ser abandonados en caso de no mantener sus promesas”. “Cuando la economía se deterioraba, soñaban con volver al Medievo”. Según Anita, “los antisemitas dijeron que la modernidad era una invención judía ya que liberaba a los hebreos, iconoclastas naturales”. Algunos fanáticos culparon toda nueva disciplina, como la psiquiatría, de “ciencia hebrea”. “El inconsciente, según un crítico austriaco, era el gueto de la personalidad, el lugar en donde vivían los seres y los pensamientos primitivos”. “El marxismo, por su parte, era la “economía talmúdica” impuesta a los cristianos”. “¿Te imaginas Elena un peor disparate?”
“ Pero los judíos –continuó la madre- a diferencia de los cristianos, no podíamos añorar a la Polonia tradicional, con sus progromos y su fanatismo. Apostamos a la modernización, como a un Moisés que nos liberaría de la esclavitud”.
De acuerdo con ella, la modernidad llegó, por varios caminos, al poblado de Dlugosiodlo. El shteitel, según Anita, se benefició, en los años de posguerra, del auge posterior a la independencia polaca. “Al principio, progresamos del comercio con la ciudad capital y como intermediarios de la producción de textiles de la ciudad de Bialistok”. “El flujo de textiles creó un pequeño boom económico que duraría hasta mediados de los años veintes”.
“Como la industria de Bialistok estaba en manos judías-indicaba ella con orgullo- algunos grandes comerciantes buscaron representantes exclusivos en las zonas rurales”. “Obtuve así contratos que me hacían viajar a las dos grandes ciudades y mirar por mis propios ojos los cambios que se estaban dando”.
“El shteitel era un shteitel” y “había que visitar Varsovia o Bialistok para darse cuenta que el mundo no era el mismo”. “No era el comercio la única razón de mis viajes”- añadió la comerciante. “Aprovechaba también para visitar a mi hermano Samuel quien había tomado la decisión, a principios de siglo, de buscar trabajo de obrero industrial en una fábrica de cajas de cartón en la capital”. “La ida para la ciudad –le dijo Anita a su hija- inició su lucha por conseguir que se le tratara con dignidad, lo que también se convertiría en mi anhelo”.
“Samuel se interesó en leer todo sobre la historia de su ciudad adoptiva. Me explicaba con orgullo que con la cuarta parte de su población judía, Varsovia era la nueva Jerusalén en el Viejo Mundo. Que él pudiera vivir en ella no había sido un logro fácil. Él mismo reconocía que Warszawa, originalmente la capital de la región de Masovia; y desde el siglo XVI, la de toda Polonia, no quería a los judíos”- indicó ella con apremio. “Samuel decía que la población cristiana estuvo siempre reticente a permitir nuestro asentamiento y que la lucha apenas comenzaba”.
“Mi hermano había acumulado evidencia de resistencia. Según sus documentos que aún tengo conmigo, indicó la madre mientras le enseñaba unos papeles amarillentos, la primera excepción data de 1414 en que se menciona que 10 familias hebreas pagaban impuestos en la ciudad. Luego, en 1483 se les expulsó y en 1527, la urbe obtuvo el privilegio de non tolerandis Judaeis. La única salvedad para visitarla –me decía Samuel- era por medio de “tiquetes”- permisos de estadía por 14 días. Sin embargo, un censo de 1765, que tenía Samuel en su escritorio, menciona la existencia de 2.519 hebreos residentes. “En otras palabras Elena –alardeó la hermana de Samuel- siempre nos la ingeniamos para no hacer caso y pelear contra esa injusticia ”.
“Mi hermano me explicó que cuando Varsovia, en 1796, pasó a manos de Prusia, los judíos estuvimos sujetos al reglamento conocido como Juden Reglements: solamente los residentes anteriores a la ley podían permanecer”.
“Los demás, quedarían como invitados temporales, sujetos a expulsión”. “En el siglo XIX –según un edicto que promulgó Napoleón y que Samuel copió de la librería pública- los judíos obtuvimos el derecho a permanecer apenas por 10 años, bajo la condición de que vistiéramos como occidentales, leyéramos y escribiéramos en polaco y mandáramos a nuestros hijos a escuelas públicas”. “¡Valiente liberación la de Napoleón!”- exclamaba Anita.
“Con el advenimiento de Polonia Congresional y el desarrollo industrial, las restricciones perdieron fuerza y la comunidad judía creció hasta convertir a Varsovia en el centro de mayor importancia en Europa”- le indicaba Anita a Elena, con base en la información que había recabado su hermano. Según ella, para 1914, 370 mil judíos vivían ahí. “Esto se debió a que las restricciones se levantaron en 1862 como agradecimiento al apoyo judío en la sublevación contra Rusia” “Pero las malas costumbres eran difíciles de erradicar”- agregaba la madre con tristeza. “Pronto se olvidaron los polacos de su agradecimiento y en 1881 hubo un progromo en Varsovia”.
“Mi hermano me explicó que con el fin de buscar una solución al antisemitismo y convertirse en ciudadanos con plenos derechos, los judíos varsovianos dependieron, primero, de la haskalá que venía de Alemania. Desde finales del siglo XVIII decenas de ricos judíos de Occidente se asentaron en la ciudad con ideas de europeización y asimilación”. “Buscaron aprender el polaco, la cultura occidental y el refinamiento de sus modales”- que no era otra cosa, según ella, que “vender el alma al diablo”.
“Tomaron un papel activo en la vida cultural y llenaron los teatros y salones de música para mostrarse “más polacos que los cristianos”- afirmó la madre de Elena. “Los paisanos abrazaron la cultura polaca como si se tratara de una nueva religión”. “En cada concierto de Chopin, los judíos fingían orgasmos con el fin de demostrar cuán nacionalistas eran”.
“De la misma manera que en Alemania” –continuó la progenitora- “la “integración” se definió como “desaparición” y los índices de conversión al cristianismo en la capital se elevaron a los más altos de toda Europa Oriental”. “A mediados del siglo XIX – agregó con aprehensión y rechazo- en un solo día, 90 banqueros, industrialistas y mercaderes y periodistas, adoptaron el catolicismo”.
“Pero la conversión no era la única forma de luchar contra el prejuicio. Los inmigrantes como Samuel que no querían convertirse y perder su tradición, empezaron a soñar con proyectos modernos de liberación”. “Mi hermano sostuvo que en vez de que los judíos cambiaran para ser aceptados por la sociedad polaca, esta debía ser transformada”.
“Una corriente moderna que prometía el paraíso y que cautivó a Samuel era el socialismo. Otra el sionismo, que era la versión nacionalista de los hebreos. Para contrarrestar a ambas, los religiosos formaron su propio partido, el Agudat Israel, que luchaba tanto contra los ´ateos´ socialistas como contra los ´irreverentes sionistas´- a los que acusaba de querer hacer lo que solo el mesías podía: restablecer el estado judío”. “Pero mi hermano se sentía polaco y no quería ni la religión tradicional ni irse a ningún otro lado”- decía la madre que también apoyaba el socialismo.
“Desde finales del siglo XIX, los grupos de obreros se fueron consolidando, bajo la dirección de Leo Goldman, John Mill y Zivia Hurvitz, en el Bund, partido socialista originario de Vilna”. Este, según le había dicho Samuel, “ofrecía una solución más realista que llevar a Palestina tres millones de personas a sembrar papas”. De ahí que Samuel participó, en 1915, en la fundación oficial del partido en Polonia. El Bund conducía sus actividades entre el proletariado judío y organizaba huelgas y manifestaciones para el primero de Mayo”.
“Los socialistas como Samuel se oponían al uso del hebreo, promovían la cultura ídish y la emancipación de los judíos por medio de cambios en el sistema capitalista polaco”. “Samuel, por años, combinó su trabajo en la fábrica con reuniones políticas, charlas socialistas y difusión de los programas”. “Su posición irreverente llegó a tal punto, que hasta organizaba comidas de cerdo entre los camaradas paisanos”- apuntó Anita.
“Cuando conoció en el partido a Fruncha -continuó ella- su futura esposa, ambos habían roto ya con muchas de las tradiciones. La primera fue mantener un cortejo sin la aprobación de las familias, que no aceptaban parientes socialistas. Una vez casados, decidieron tener un solo hijo”. “La judía moderna -decía Fruncha- no podía continuar con las grandes proles que la ataban al hogar y a la pobreza”. En sus visitas a Dlugosiodlo, ella haría campaña para que yo siguiera sus pasos. “No debes quedar encinta cada año como tu madre”- me advertía. “Yo no necesitaba la planificación- decía Anita con malicia- porque mi primer marido no daba señales de vida y no estaba convencida de que debía romper con la tradición”.
“Yo creía que como decía la religión”- agregaba con claridad la madre de Elena,” el control de la natalidad era una de las prácticas depravadas que trajeron el diluvio”. “¿Cómo puedes evitar los hijos -le decía a mi cuñada – si la única referencia en la Biblia a la planificación es negativa? ¿No te das cuenta que cuando Onán, para no preñar a su cuñada Tamara, que había quedado viuda y sin hijos, como requería la ley del Levirato, desperdició su semilla y la tiró al suelo, tanto molestó a Dios que lo castigó con la muerte?”.
“En aquellos tiempos estaba convencida de que la Torá era tajante: “Fructificad y Multiplicad” y que el Talmud interpretaba el control de la natalidad como un pecado cardinal”. “A mí me parece un skandal- le decía a Fruncha- que mientras usted planifique, yo no quede preñada. Quizás Dios me castiga por sus acciones y nos ha dejado estériles a las dos”.
“Pero Fruncha era buena para hacer que el Talmud dijera lo que ella quería”- prosiguió Anita echando un lánguido suspiro. “Con estas tretas me había enseñado el arte de la interpretación literaria”. “La cosa no es como usted cree”- me decía: “Fíjese que en el mismo Talmud se aprueba que la mujer recurra a tampones en caso de ser menor de edad o estar embarazada porque se creía que el coito pondría su vida en peligro”.
“Otra excepción se hizo –me decía mi cuñada- para permitir a las mujeres beber una mezcla de raíces, o pócima de esterilidad que en teoría ayudaba a evitar la concepción”. “Finalmente”- ella afirmaba “que la ley prohibía las relaciones sexuales durante los períodos de sequía y que como la recesión capitalista actual era la peor que hemos tenido, o dejábamos de tener sexo o usábamos anticonceptivos”.
“No di el brazo a torcer porque mi primer marido era en sí un anticonceptivo”- le confesó a Elena. “Pero con tu padre las cosas serían distintas” –agregó- y “el viejo era más fértil que los conejos”. “Al tenerte a tí y a tu hermano y ponerse la situación económica tan mala, no vi otro remedio que hacerle caso a Fruncha”.
“Apenas teníamos para comer con cuatro bocas y una más nos llevaría a la ruina total”- explicó Anita. “En una reunión de la sección femenina del Bund, me dijeron que la mejor manera de evitar los hijos era usar un condón”. “Casi caí para atrás porque el Talmud era aún más drástico en contra de la planificación masculina”. “Tuve que ingeniármelas para convencer a tu padre”- confesó la mujer.
Elena, por su parte, quería saber más detalles. “¿Pero cómo lo hizo?” , indagó. “Pues le conté a tu padre que había oído que el semen era bueno para agilizar la mente y solucionar muchos problemas en el Talmud”. “Si se lo tomaba en el desayuno con un buen té de menta, le dije, se convertiría en un gran sabio”.
Las dos mujeres no pudieron contener la risa. Sin embargo, Anita perdió su sonrisa y admitió que “ese truco me hizo aceptar las primeras ideas modernas y luego pagaría caro por ellas”.
“La decisión de planificar me llevó a comprender mejor la lucha de mi hermano. Me fui interesando en los escritos socialistas que me hacían ver que los judíos pobres eran víctimas de un sistema capitalista despiadado. Poco a poco, asistía a las charlas marxistas y entraba en contacto con las utopías que prometían terminar con las odiosas diferencias sociales”.
“Me di cuenta que el capitalismo no sólo deterioraba la situación de los obreros, sino que promovía el crimen y la prostitución. Me hice marxista, a pesar de que el fundador de la ideología era un judío avergonzado y para colmo de males, un furibundo antisemita”.
“El anonimato y la gran “sobrepoblación” de la ciudad capital –agregó la madre- había repercutido en la conducta de sus habitantes”. “Varsovia exhibía, como nunca antes, redes de prostitución y crimen. No era un secreto que miles de jóvenes judías pobres eran reclutadas por inescrupulosos comerciantes que las obligaban a practicar la prostitución en Europa Occidental o en Argentina. Muchos las compraban por unos pocos zlotis a las familias arruinadas, sin hacer patentes sus intenciones. Una vez en sus manos y en países lejanos, los puestos de maestras, empleadas domésticas u obreras de fábricas que habían ofrecido, se transformaban en prostitución”.
“El crimen se hacía más evidente en Dlugosiodlo”. “Mi mismo padre –recordaba con tristeza- había perecido en el bosque, a manos de un asaltante que le robó la mercancía y terminó en la cárcel del pueblo. Los polacos alardeaban que nuestro país era tan moderno que hasta ponían en prisión a los criminales que mataban, ´sin razón´, a los judíos”.
“En Varsovia, la situación era más grave” –continuó la madre de Elena.. “Con el éxodo de cientos de miles de judíos hacia los Estados Unidos, se habían establecido bandas criminales para despojarlos de sus pertenencias. Muchos paisanos eran convocados en casas viejas en donde supuestamente se vendían visas, para terminar con una pistola en su cabeza y obligados a entregar todo el dinero y sus objetos personales”.
“Pero si Varsovia me había enseñado lo bueno y lo malo de la modernidad, un evento me confrontó con algo que no esperé jamás”- le contó a Elena.
“Samuel me había dicho que no solo había aumentado la prostitución y la criminalidad, sino que también la sodomía. La existencia de miles de hombres jóvenes en Varsovia, empleados en grandes fábricas, lejos de sus hogares y solteros, promovía una mayor libertad sexual. Lo que antes era impensable en una Europa rural, ahora, en una urbanizada, se hacía posible: la emergencia de una pequeña cultura homosexual. Muchos jóvenes hebreos buscaban consuelo entre sí en las tabernas y en los lugares públicos de Varsovia”.
“Algunos eran asiduos a los servicios de la estación central de trenes, en que podían tener, en el anonimato de la oscuridad, una simple descarga física. Otros, en pequeños bares de mala muerte a los que concurrían marineros, soldados y algunos diplomáticos extranjeros, perseguían algo más: relaciones pasionales. En uno de ellos, Kozla Club, situado cerca del mismo barrio judío, en la calle Zamenhof , existía un sector del bar para los hombres que buscaban hombres”. “Como comprenderás” – me dijo mi hermano- “tuve que hacer propaganda socialista en ese bar”.
“Yo intuía algo extraño en la historia”- le advirtió a Elena, dispuesta a continuar porque sabía que su hija no se escandalizaba con nada. “Sentía que me estaba tratando de decir algo y esperaba que le preguntara. No podía olvidar que cuando jugábamos de pequeños, él mostraba gestos particulares, que ahora habían desaparecido”.
“Samuelito era “fino” y esto se refería a niños que no gustaban las actividades típicas masculinas. No practicaba deportes agresivos y le encantaba, por el contrario, hacer concursos de muñecas. León, por ejemplo, un primo, solía burlarse y reírse de su manera de hablar”.
“Esto no me gustaba para nada”-le dije. “¿Por qué no busca un payaso en el circo?”. “En otras ocasiones, tuve que salir a su rescate porque otros niños querían pegarle para que se “hiciera hombre”. “Aprendí a volar patadas y a romper narices. “¡Nadie me toca a Samuelito!”- les decía mientras les mostraba el puño”.
“Otras veces me encontraría a mi hermano bañado en sangre, llorando de vergüenza”- agregaba Anita con una profunda melancolía. “Creía que tenía un problema pero era mi familia y mishpuje es mishpuje, en otras palabras, para bien o para mal, en las mishpuje- zachen, nadie debía entrometerse”- le recordaba a su hija.
“Las cosas parecieron cambiar cuando se fue para Varsovia, optó por el socialismo y se casó con Fruncha”. “Sin embargo, cuando me contó sus visitas “políticas” a ese bar “no me atreví a indagar más –le confesó a Elena- y me hice la que no entendía nada”.
“No obstante, Samuel me dijo que la revolución socialista consistía en cambiar las reglas del juego en cuanto a las relaciones personales y que él quería empezar “por casa”. “No duré mucho más en darme por enterada”. “En una de sus visitas me lo encontré besándose con el rabino de Dlugosiodlo”.
“Así como lo oyes Elena, con el mero rabino y en ese pueblo que no salía de la Edad Media”.
“Corrí desesperada de la plaza a mi hogar, me encerré en el dormitorio y me puse a llorar”- continuó la mujer. Él me siguió, entró en mi habitación y me dijo que era del tipo de hombre que amaba otros hombres, que tenía una relación en Varsovia y que nada lo haría cambiar”.
“No sabes lo mucho que he luchado –me dijo Samuel en sollozos- en contra de este deseo, que no tenía nombre para mí. Pero una noche en Kozla Club, cuando discutía con un religioso sobre el socialismo, él me clavó los ojos de una manera en que nadie me había visto jamás y me invitó a quedarme en la casa de huéspedes en que vivía. Esto no era nada extraño ya que era común que los hombres durmiéramos juntos en la misma cama. Cuando entraba la noche en Varsovia, era muy difícil regresar a los suburbios y varias veces me había quedado en casa de amistades. Sin embargo, esa noche, cuando nos desvestíamos, el muchacho jasidim se aprovechó de mi situación y me besó en la boca. Nunca había sentido algo tan hermoso y desde entonces, nos vemos constantemente”.
“Se llamaba Lázaro, un fanático religioso que no quería saber nada del socialismo y deseaba llevarse a mi hermano a Chicago”- explicó Anita. “Aunque seguía la religión de forma ortodoxa, hacía la excepción con respecto a la sexualidad; decía que la vida era muy corta para no aprovecharla”.
“Samuel se había enamorado como un chiquillo y me decía que el amor que sentía era el placer más exquisito sobre la tierra”. “No te dejes acobardar –me pidió- por los prejuicios. Si has podido romper con el capitalismo, también puedes aceptar mi sexualidad”.
“Sentí al principio que oía al mismo demonio Samael”. “Es que no es natural lo que haces”- le grité. “Tampoco lo es que usted use condones”- me respondió.
“Pero Elena, mishpuje es mishpuje y terminé por aceptar la doble vida”. “Después de todo, llegué a conocer a Lázaro, que me pareció el jasidim más guapo sobre la tierra”. “¡Qué desperdicio de hombre!” –exclamé cuando lo vi con mi hermano- “¿Pero quién le ha dicho que se desperdicia?” – me respondía Samuel. “No seas indecente –le contestaba- me refería a que es una lástima que sea tan conservador y apoye al partido Agudat Israel”.
“No sólo la relación estaba Tsemisht (equivocada) en términos de género sino que también de filosofía”- le dije a mi hermano. “He llegado a tolerar tu relación con ese barbudo, pero lo que no acepto es que te me hagas ahora kosher y ortodoxo, como el demonio de mi marido”- le recriminé .
“No obstante, Samuel y David habían hecho la paz y se caían bien”“.Si me quejaba de la relación, tu mismo padre la defendía y me aconsejaba que no me inmiscuyera en su vida personal”. “Los socialistas son todos Traifener bein” -expresaba él. “Para tu padre, quien comía cerdo, también era proclive a probar otras carnes prohibidas”.
“Nos hicimos de la vista gorda de las indiscreciones de Samuel”- admitió la madre arrepentida. “Pero Fruncha no debía enterarse porque mi cuñada era solo liberal en el papel y si averiguaba la verdad, terminaría haciendo una locura”.
“Los Bundistas eran de avanzada en cuestiones políticas pero, como tú sabes, conservadores con respecto a la sexualidad -indicó Anita a su pequeña”. “La liberación sexual la miraban como un truco capitalista para desviar la atención de las masas. Si habían accedido a que las familias pudieran planificar era con el fin de que tuvieran tiempo para hacer la revolución. “En otras palabras –Elena- eran un montón de farsantes”.
“A pesar de los esfuerzos por mantener el secreto,Fruncha descubrió una carta de amor. Se enteró no solo que Lázaro era su rival sino que pensaba llevárselo a los Estados Unidos. La mujer sintió que se avecinaba el diluvio y que ella era la reencarnación de Lot”.
“Cuando trató de “salvar” a Samuel, él reconoció que estaba hasta las narices en la relación con el jasidim. Aunque su esposa le suplicó que entrara en razón, no quiso hacerle caso. Le pidió más bien que lo entendiera y que lo dejara irse con su amado”.
“Primero muerta” fue la respuesta-amenaza de Fruncha. La mujer estaba convencida de que si Dios no mandaba rayos y fuego contra Sodoma y Gomorra, ella lo haría”. “Un alma engañada – susurró Anita al oído de Elena- es una morrocotuda enemiga”.
“La socialista tenía una última carta: las leyes de inmigración norteamericanas que, como amenazas pendientes sobre las ciudades cananitas, prohibían la entrada a los “pervertidos” sexuales”. “Esperó la malvada –dijo Anita con dolor- que Lázaro partiera primero para América, como había sido convenido. Una vez fuera de su camino, llevó la carta de amor a la Embajada de los Estados Unidos”.
“Mi esposo es un degenerado sexual –le dijo al sorprendido secretario de inmigración mientras le entregaba la nota- y no deben darle la visa”.
“Fruncha, con tácticas terroristas, defendió lo que creía suyo. Como siguiendo las indicaciones de un Dios vengador – intercaló Anita- ella pensó que había obrado bien y que no debía mirar atrás”.
“Pero calculó mal las cosas”. “Mi hermano, cuando supo lo que había hecho Fruncha, se metió en su cuarto y no quiso volver a salir. Lloró desconsoladamente por días y pedía solo pan y agua. A pesar de los ruegos de su mujer, no le volvió a hablar”.
“Una noche de invierno, tan fría como el corazón del Faraón, tu tío se pegó un tiro. Jamás creí que se matara por amor”- le susurró a Elena. “Fruncha, una vez enterada de lo que había propiciado, enloqueció y no pudo volver a trabajar”. “La pobre terminó alquilando cuartos y culpándose por la tragedia”.
“De pobre nada –respondió Elena- ella no tuvo razón ni excusa para hacer tan vil traición”.
“Ahora te das cuenta el por qué estoy desesperada por las cosas de tu padre”- le confesó a su hija. “Si David anda en los mismos pasos con esa tal Susanita, va a terminar con una bala en la cabeza”.
Elena no pudo contener la risa: “Madre, mi papá es solamente amigo de los homosexuales y lo único que hace es ofrecer el apoyo que no tuvo oportunidad de darle a mi tío. El hombre está lejos de gustar de otros hombres. Recuerde lo que me acaba de contar de como maltrataron a Samuel por haberse suicidado; eso enardeció a mi papá. Él quiso que - ni vivo ni muerto- lo discriminaran. Además, el problema no es la homosexualidad sino el prejuicio. Los homosexuales son tratados como los judíos: aceptados pero convertidos”.
Sin embargo, una duda le quedaba sobre la historia: “Madre, si usted usaba condones, ¿cómo es que quedó embarazada?”
Anita se sorprendió de tan indiscreta pregunta y contestó con otra: “¿Quién te dijo que confiaras en la modernidad?”