XII
Ricardo Jiménez, tres veces presidente de la República, llegaba a más de ochenta años y estaba cansado de la política. Había resuelto no postularse en 1935 y apoyar a otro candidato de su partido liberal, el joven León Cortés, quien había sido su Secretario (ministro) de Fomento. Una de las cosas que tenía irritado a don Ricardo era la acusación que hacían algunos allegados del presidente electo de que su administración había abierto las puertas a "una invasión judía". Don Ricardo, decidió, para defender su gobierno, pedirle a don José Sánchez, su asesor, que le ayudara a recolectar la información migratoria sobre los judíos.
"Usted sabe, don José, que soy un ferviente defensor de la libre inmigración. Este país está despoblado y necesitamos mano de obra e inversiones extranjeras. Además, creo firmemente en las oportunidades. Si no fuera así, no mantendría una relación escandalosa con una gran mujer, que la aristocracia hace a un lado. Pues con los judíos quieren hacer lo mismo y no lo voy a permitir. Este pueblo ha sufrido bastante y más bien tiene mucho que enseñarnos sobre el significado de la tolerancia".
"Sin embargo, como cada gobierno quiere en nuestro país”- le expresó, "dejar al anterior como un desastre, preparémonos para lo que viene".
Su asesor personal prometió no fallarle. Desde unos meses para atrás venía recopilando información sobre los judíos "por interés personal”- según le contó al Presidente. Don Ricardo le preguntó si es que tenía algo que ver con las andanzas de su hija y los comerciantes. "Para nada, don Ricardo, para nada. Mi hija está más loca que una cabra y no tengo nada que ver con ella". Como buenos liberales, ambos hombres confiaban en el poder de la razón y desconfiaban de los sentimientos apasionados. "Yadira terminará entrando en entendimiento”- le manifestó a don Ricardo antes de despedirse.
A don José no le molestaba el encargo presidencial. Había hecho amistad con Anita desde el año anterior, quien le serviría de contacto con la comunidad judía. Aprovechando la enfermedad de su marido, el oligarca disfrutaba sus conversaciones anticlericales. Esta vez vino a comprar unas camisas para los empleados de la hacienda y a preguntarle sobre el número de judíos en el país.
Anita estaba preocupada por la campaña antijudía en los periódicos y le solicitó su opinión. Don José le dijo no estar de acuerdo con las acusaciones, ni con el clamor de cerrar las puertas a nuevos inmigrantes. Le contó que al presidente le molestaba que se le inculpara de haber dejado que el país "se inundara de polacos". Sin embargo, admitió estar necesitado de toda la información sobre ellos, que el gobierno tenía incompleta.
Como un favor personal, don José le pidió que consultara con sus amigas acerca de las migraciones judías recientes para tener las mismas cifras y razones y "no meter las patas con los números" . Por su parte, él le prometió hacer todo lo posible para que el gobierno no cambiara su política favorable a los “polacos”. “No a los polacos, don José-contestó Anita con una sonrisa- nosotros somos judíos y aquí nos llaman polacos porque la mayoría de mis paisanos vino de Polonia, pero los que estamos en peligro somos nosotros”. La mujer le agradeció sus buenas intenciones y le prometió consultar con sus paisanas y con su esposo, quien a su vez se reuniría con representantes de la comunidad judía de Costa Rica para contestar las acusaciones de Otilio Ulate, dueño del periódico El Diario de Costa Rica, y otros antisemitas. “Sé que es importante para nosotros apoyar al Presidente Jiménez”-concluyó Anita. “Sí –respondió don José- es importante que ustedes y nosotros no nos contradigamos”, dándole un tono irónico a la frase y dejando la duda si las contradicciones eran los números, los pueblos o las suyas con Anita. Después de todo, le fascinaba la idea de hacer pactos secretos con la mujer, a espaldas de su marido pero con su apoyo implícito.
Don José estaba excitado por los eventos. El ataque contra Anita y sus paisanos era para él una afrenta, algo nada propio de los costarricenses. El gamonal le explicó con emoción que lo que pasaba no era parte de la tradición. Según él, “desde la independencia los gobernantes costarricenses habían intentado fomentar el establecimiento de colonias agrícolas extranjeras y habían solicitado como garantía que solo se dedicaran a ellas. Una fue la de Miravalles que atrajo a un grupo de alemanes. Sin embargo, los germanos, italianos o franceses que habían llegado a desarrollar las zonas alejadas, terminaron abandonándolas para dirigirse a las ciudades. Así lo hicieron porque la vida en el campo costarricense era extremadamente dura. Muchos inmigrantes europeos terminaron, entonces, como dueños de tiendas, restaurantes, hoteles, cines, bares, farmacias, bancos e instituciones similares. "Nadie dijo nada en ese entonces ni amenazó con quitarles el permiso de residencia”- dijo en voz alta don José a una Anita que le emocionaba ver a su amigo tan indignado.
Según él, además, algunos creían en una posible migración de "marranos" o judíos conversos a Costa Rica. Se decía que una de las razones del por qué la Iglesia Católica tuvo que forzar, en el siglo XVIII, a los pobladores de Heredia y de Alajuela a construir un templo, cosa que no habían hecho, es que muchos eran judíos. Otra, que muchos inmigrantes cultos españoles optaron por venirse a una colonia tan pobre y alejada por su origen "marrano". Según ellos, para escapar de la Inquisición, cuya sede estaba en México.
Algunos han sugerido- le dijo mirando a la mujer en sus ojos- que el carácter tan distinto del costarricense, que ha sido pacífico y renuente a los ejércitos y a la militarización es en parte debido a su ascendencia judía. "Es probable”- Anita, "que todos tengamos su sangre, inclusive don Otilio". La mujer le recomendó que no usara este argumento: "Pondrá usted a la gente más a la defensiva. Los peores antisemitas son los convertidos”- afirmó ella. Don José prometió hacerle caso.
Aunque lo anterior no se había comprobado, don José sabía que los primeros inmigrantes judíos al país habían sido los sefarditas, algunos de ellos "haciendo alboroto" ahora en contra de sus paisanos. Una de las familias era la de los Pazo. Alfredo Pazo Robles, fundador de varias empresas, llegó a presentarse como candidato a la presidencia de la Junta de Turismo y de la Cámara de Comercio (en esta última llegó a ser electo varias veces). En 1930 se postuló como candidato a diputado por parte del Partido Renovación
Nacional. Otra de las familias fue la de los Más Duro. Moisés Más Duro provenía de Saint Tomas aunque era ciudadano de Dinamarca y se naturalizó en 1882. En su solicitud al gobierno aducía que había ocupado "varios puestos públicos" desde nueve años antes. Los inmigrantes judíos como Facer y Yanquemeví, fundador del Almacén Cien Flores, también vinieron antes de 1927. El primero procedía de Estados Unidos y el último había emigrado de Austria a Argentina en 1900 y se trasladaría a Costa Rica en el año 1922. "Estas familias son ahora poderosas, Anita, y no dejarán que echen a los judíos pobres”- la reconfortaba don José.
La comerciante no estaba tan segura. Según ella, la facilidad de la integración de las familias sefarditas se debió a sus matrimonios e inversiones con miembros de la sociedad costarricense y, con excepción de los Yanquemeví, su conversión al cristianismo. "Muchos de ellos no quieren tener nada que ver con los actuales judíos”- le rebatió. Un ejemplo es que la elite costarricense considera a los primeros como "ticos" y a los segundos como extranjeros. Damas como Sophie Fishel de Pazo y Techa Pazo de Cardoza eran mencionadas en los periódicos de la época como "entre las mujeres más bellas del país". Ninguna de las inmigrantes judías posteriores, decía ella, recibirían esta cortesía. "Vea a Elena que detiene, cuando camina, el tráfico de San José pero solo saldría en la sección de Sucesos en el Diario de Costa Rica". "Otilio Ulate" -aseguró la mujer- "diría que es una bandolera de caminos, el criminal más común de nuestra época".
Don José quiso saber las razones del por qué se había venido a una tierra tan desconocida. La mujer le prometió que reuniría a las amigas en su casa y le preguntaría a cada una el por qué había terminado en tan lejana tierra. Los dos cómplices se pusieron de acuerdo de volverse a reunir en dos semanas para compartir la información.
El tiempo pasó muy lentamente para don José, quien empezó a contar los días para reunirse con Anita. Cuando la miró caminar hacia él desde la tienda de enfrente, en medio del mercado, sintió un cosquilleo en la garganta. Una vez que se saludaron efusivamente, Anita lo invitó para que se sentara en la otra tienda. “Le tengo lo que usted quería”, le dijo la comerciante.
“Me reuní con Golcha, Lupita, Ana y Pepita aquí mismo”, susurró la mujer y mostrándole el espacio en donde solía tomar el café. De acuerdo con cada una de ellas, y las historias que pudieron recolectar de otros paisanos, la migración suya y de sus correligionarios, estuvo íntimamente relacionada con la imposibilidad de ingresar en los Estados Unidos. En 1921 –le había informado doña Sarita, una amiga- se había suscitado en ese país la primera victoria de los opositores a la libre inmigración. “El Congreso dio vigencia a una ley que limitaba el número de extranjeros de cualquier nacionalidad que pueden ser admitidos ... en cualquier año fiscal... a un 3% del número de personas nacidas en el extranjero de esa nacionalidad residentes en los Estados Unidos, como lo indica el censo de 1910"- le leyó el susodicho documento que le había dado su amiga. En 1924, según doña Sarita, el Johnson Reed Act redujo el porcentaje a un 2% y la estimación al Censo de 1890. Después de 1927, el máximo de inmigrantes anuales a los Estados Unidos se limitó a 150 mil. “La nueva legislación terminaría con nuestras esperanzas, las de mi hermano que se suicidaría y las de cientos de miles de judíos polacos. Simplemente no tuvimos posibilidades de conseguir visa, así de simple", añadió la comerciante.
"Desde 1933 toda la inmigración judía hacia los Estados Unidos se redujo a 100 mil personas”- continuó ella. El promedio fue de 11.332 judíos por año. Esta suma era apenas un 10% de lo que había sido la inmigración hebrea anterior a 1924. La alternativa para los judíos de Europa Oriental sería, entonces, dirigirse a otros países. Entre los que tenían una política favorable estaban Argentina, Canadá, Brasil y Palestina. El cierre de las puertas argentinas en ese año, redujo considerablemente las oportunidades de los inmigrantes judeo polacos, "quienes vimos mermadas las posibilidades a países como Colombia y Costa Rica".
Don José le explicó a Elena que era mentira lo que decía el panfleto que le habían entregado durante su primera visita a la Avenida Central, precisamente en la tienda de su hija, respecto a "que los judíos se comprometieron a dedicarse a la agricultura": "Las leyes de inmigración de Costa Rica eran, afirmó él, bastante benévolas. Hasta el 5 de marzo de 1931, la entrada fue casi libre. En ese año se exigió la suma de 25 dólares con el fin de demostrar solvencia económica. En 1933 se aumentaría la suma a mil colones pero se dejaba la decisión de pedirla o no al Ejecutivo".
"Los primeros judíos”- continuó don José, "que ingresaron en los años 1925-1930 no tuvieron que presentar ningún dinero porque el Presidente no lo consideró necesario". La mayoría, unos 20 aproximadamente, ingresó antes de 1931 y lo único que necesitó "era tener deseos de mejorar la vida". Él lo podía afirmar "porque estuvo a la par del mandatario en todas estas ocasiones".
Anita continuó con su historia y le dijo a don José que había reunido, dos días después, en su casa a las esposas de casi todos los comerciantes para preguntarles sobre cómo fue que llegaron al país. “Tuve que atraerlas con comida porque solo para hablar no hubieran venido”- dijo la comerciante. La mujer se las había ingeniado para que se corriera la voz que haría pasteles ese día. Aparentemente, sus artes culinarias tenían fama en la pequeña San José. “Mis queques de chocolate no me fallan”, dijo la comerciante con orgullo.
“En la sala de mi casa las reuní a todas y me dijeron con sus propias palabras que se vinieron sin saber dónde iban”-agregó. “Éramos muy ilusos-dijo la mujer- ya que no sabíamos nada de mapas ni qué haríamos para ganarnos el pan de cada día. La mayoría creía que Costa Rica tenía frontera con Estados Unidos”. Don José tuvo que controlarse para no soltar la risa. “¡No me diga! ¡No me diga!”- le respondió a la comerciante para que no notara la gracia que le hacía la ignorancia geográfica.
La comerciante que sospechaba la sorpresa de don José por el desconocimiento de fronteras, continuó sin inmutarse: “En mi propia sala la esposa de Salomón Lichter, me contó que se vino a Costa Rica de Tluste, Polonia, porque le dijeron en el puerto de embarque que Costa Rica tenía frontera con los Estados Unidos y que no había requisitos de entrada”. “Doña Guita, la señora Lichter, continuó Anita, estará media loca pero nunca falla en cuestiones de viajes”. Según la esposa de Jacobo Malemer, de Sieldce, Polonia, él tenía pensado migrar a Colombia en 1930. Sin embargo, las crecientes restricciones migratorias lo hicieron cambiar de rumbo: "Oímos de Costa Rica -le había confesado su mujer a Anita- y como no pudimos ingresar en Colombia, nos vinimos aquí".
Otros, según ella, sí hicieron el viaje a Colombia, principalmente aquellos que venían de Zellochow, pero ante el calor de Barranquilla, optaron por buscar pastos más verdes: "La mujer de Guaterman me confesó que en Barranquilla el clima era muy pesado. Entonces los amigos de su pueblo que estaban allí decidieron irse para Costa Rica”. Anita no pudo dejar de añadir que era una gran cosa que los Guaterman no se quedaran en Barranquilla porque como no usaban desodorante, habrían terminado liquidando a toda la población.
Herman Tifer, “quien se convertiría en el líder religioso de la comunidad”- iba rumbo a Canadá. Pero en Hamburgo, se encontró con la misma Anita y le dijo que "me robaron el dinero y como solo me costó 25 dólares la visa para Costa Rica, opté por este país mientras volvía a recuperarme para llegar a Toronto". “Don Herman recuperaría lo que le robaron por medio de divorciar a media comunidad”, agregó Anita. “Si no hubiera sido por mi marido, el hombre hubiera vendido gets para separar hasta las gemelas mellizas Rapaport”.
Moisés Paler, de acuerdo con doña Golcha-su mujer- iba para Guatemala pero el dictador Jorge Ubico "no permitió la entrada de judíos por lo que se vino para Costa Rica". “Don Moisés se ha dedicado a vender shmates en Puntarenas y es tan tonto que se fue con una valija llena de abrigos, sin averigüar que allí hace más calor que en el mero infierno. Terminó cortando los abrigos para venderlos como manteles”.
En vista de que Anita añadía cada vez más historias a la de la migración, don José optó por terminar por el día con la discusión. El gamonal tenía cosas que hacer en la Casa Presidencial y terminar su primer reporte para el Presidente. Sin embargo, don José no podía dejar de dejar claro que debían continuar con sus reuniones porque “el asunto es muy grave y debemos dedicarle toda la atención que merece”. La mujer le prometió que conseguiría de su marido y sus amigas toda la información necesaria. Ella sentía que las reuniones con el gamonal se le hacían más interesantes que vender shmates. “Elena –le diría luego a su hija-, ¿no tienes una foto de Mata Hari por algún lado?”. “Mamá – respondería Elena- recuerde que en español ´Mata´ significa matar y que si sigue creyéndose espía, va terminar guindada de un poste”.
La investigadora en migraciones no iba a abandonar sus pesquisas por miedo al enemigo. Menos cuando el amigo se le hacía cada vez más atractivo. Un mes después, tuvo otra reunión con don José. Los dos tenían noticias frescas y también unos grandes deseos de volverse a reunir. Don José llevaba en sus manos los informes del periódico La Tribuna, que probaban que no había habido una migración masiva de judíos como clamaba El Diario de Costa Rica. El hombre estaba feliz porque con este artículo su labor de proteger a Anita y a sus correligionarios se hacía más fácil.
“Mire Anita le leo lo que dice este periódico, que es amigo del gobierno y de los judíos”- le dijo. El artículo establecía dos pequeñas olas migratorias judías hacia Costa Rica. La primera, se extendió de 1917 a 1929 en la que entraron 30 judíos polacos del total de los 556 que lo hicieron desde 1917 a la fecha. Una segunda ola se dio después de 1930 en la que ingresan 526 individuos.
“El documento muestra”- dijo don José, “que usted y sus tres hijos llegaron el 11 de mayo de 1934 y que no fueron parte de ninguna invasión polaca”. El gamonal le mostró con orgullo la anotación del oficial de migración que incluía entre los inmigrantes a la "Señora Einia Brum de Sikora e hijos menores Sara, Jaia y Zelik". “El día que siempre celebraré de ahora en adelante”, le señaló a su amiga que se sonrojó de la vergüenza. “Ojalá que cuando lo celebre, no tenga que hacerlo porque nos echaron todos al mar”- respondió la mujer. Don José se fue poniendo rojo como un tomate listo para convertirse en salsa.
“Lo que me da cólera –dijo el hombre perturbado- es que los nazis están haciendo un escándalo de la nada solo por razones comerciales, usando las mismas patrañas que emplean contra los indios, los negros o los chinos. ¡Partida de animales!- exclamó exaltado el político costarricense que tenía ante sus ojos el rostro de una judía que se había convertido en su aliada y en su amiga.
“No hable tan duro don José –le aconsejó Anita, preocupada porque el gamonal hablaba demasiado fuerte y habían oídos hasta en las paredes. La comerciante estaba halagada de contar con un caballero latino, dispuesto a luchar por ella. En su vida se le hubiera ocurrido que la comerciante cuyos maridos habían sido una carga, tuviera ahora un buen mozo guardaespaldas cristiano. Mientras don José pegaba gritos de que nadie tocaría a su amiga Anita, ella se miraba de reojo en el espejo de la sala para cerciorarse que el maquillaje estuviera en pie, sin que el calor que la sofocaba hubiera corrido el rimel de sus excitados ojos.
“Tiene usted toda la razón-respondió don José- me he excedido con mi indignación. Es que la injusticia y la mentira me sacan de quicio”. El gamonal sabía que algo más lo tenía alborotado pero aún no lo había llegado a descubrir. “Sin embargo –continuó la discusión- déjeme darle un consejo. Debemos aprovechar el apoyo del Presidente Jiménez porque no sabemos qué pasará en el momento en que llegue una nueva administración”.
Anita sintió un temor al oír las últimas palabras de su amigo. La mujer sospechaba que los nuevos candidatos presidenciales no mostraban la tolerancia de don Ricardo y las cosas podrían ponerse aún peor. Cuando estaba dispuesta a contarle lo que había averiguado con sus amigas, llegó un cliente y le pidió que le mostrara unos calzones. “Perdone, don José, pero tengo que atenderlo”- dijo ella mientras se dirigía hacia la caja de ropa íntima.
Don José se fijó que en el espejo de enfrente podía observar, sin que ella lo notara, a su amiga Anita. La mujer tenía una mirada tan intensa- pensó él- que parecía un pequeño volcán, uno más de los que provocaban alborotos y deslices de tierra en el país. Esos ojos se le hacían cada vez más atractivos porque el hombre no había experimentado antes lo que se siente cuando uno de ellos explota y expulsa un tumulto de lava roja que derrite todo lo que toca. “Esta mujer es lo más parecido que he visto al Volcan Irazú”- se dijo para sí. Mientras pensaba en temblores y en erupciones, la mujer había vendido la prenda y el cliente estaba sacando su pañuelo en donde envolvía el dinero. “Buenos días”, dijo el campesino con mucho respeto al gamonal que miraba la transacción. Don José le devolvió el saludo, como si se tratara de un niño. “Veo que ha hecho una buena compra”- agregó.
Anita se disculpó por la interrupción y estaba ahora lista a contarle lo que había averiguado. Según ella, en su casa había reunido a las señoras Malemer, Laterman y Tifer y otras más. “Tuve que darles de comer porque cada una consume más pasteles que las dantas de Costa Rica”- le añadió a don José. “Sin embargo, entre un strudel y unos blintzes, pudimos hacer un verdadero análisis científico”, le dijo ella con orgullo, como si la tarea de sacar información sobre sus paisanos fuera una tesis de grado.
Las mujeres habían estudiado el origen de cada una de las 210 personas identificadas que solicitaron permiso para ingresar en Costa Rica en el período 1933-1936. Mientras Anita servía los pasteles, sus amigas anotaron la profesión de cada uno de los inmigrantes. Constataron que la mayoría era comerciante o artesana y provino de pueblos aquejados por la pauperización y el antisemitismo. "Ninguno sabía nada de agricultura”- agregó ella. En su mayoría, eran de Polonia Central (el área de Varsovia, Lublin, Kieldce y Radom), con poblaciones que oscilaban entre 2,550 y 10 mil almas. Entre los 25 pueblos y ciudades identificados, existe una preponderancia de dos: Zellochow, comarca zapatera de la provincia de Lublin, y Ostrowietz, poblado de Polonia Central de 50 mil habitantes.
“Aparentemente –prosiguió ella- los fundadores de la comunidad judía costarricense provenían de ambos sitios y corrieron la voz entre sus amigos y familiares”. La señora Malemer le contó que José Rogerberg le había dicho que muchos de sus coterráneos de Zellochow se vinieron cuando Marcos Aizemer, quien había llegado en 1929, los incitó a hacerlo: "Él, de esta forma, nos entusiasmó para que nos viniéramos para acá. Se formó, a raíz de esto, una "cadena”- es decir se corría la voz de que Costa Rica era un país favorable para la inmigración y entonces se iban viniendo uno tras otro"- le había confesado a doña Malemer.
“Una razón adicional –continuó la amiga de Anita- del flujo particular de Zellochow era el hecho de ser una localidad zapatera en que los artesanos judíos estaban muy unidos, con mucha comunicación y solidaridad entre sí. La producción de botas campesinas se enviaba principalmente a Rusia. Pero en vista de la independencia polaca después de la Primera Guerra Mundial, el pueblo perdió su mercado original y se arruinó”. De acuerdo con doña Malemer, los zellochowitas se quedaron en la calle. "La comarca era de zapateros”- le había dicho José Rocer, "y la industria era muy próspera. Cuando las relaciones con Rusia se deterioraron, el lugar sufrió mucho y no tenía cómo sostenerse". “De ahí que cuando Marcos Aizemer buscó mejor vida en Costa Rica y logró tener algún éxito, sus cartas tuvieron un gran impacto en las redes de amigos”- agregó la mujer.
La madre de Elena le explicó a don José que la migración de sus correligionarios, a diferencia de la que se daría hacia los Estados Unidos, no sería de obreros o de empresarios sino de pequeños comerciantes. “Los primeros nos llevaban ventaja”- dijo sin rencor. “En primer lugar, estaban más cerca de los puertos de embarque y tenían más facilidades económicas para el transporte. En segundo lugar, podían hacer más fácilmente los trámites en las embajadas y en las representaciones diplomáticas. Los judíos de pequeños pueblos-como nosotros- teníamos, entonces, primero que amoldarnos a las condiciones urbanas antes de hacer el viaje a los Estados Unidos”- indicó.
“Para los que no contábamos con el tiempo o los medios, nuestra única alternativa sería emigrar directamente a otros países con economías menos urbanas y más parecidas a lo que conocíamos”.
“De ahí que los Sikora y la mayoría de los inmigrantes a Costa Rica, tuvieron solamente 24 horas de experiencia urbana antes de partir y de otras "industrias" o empresas capitalistas, "no sabían nada"."La única tierra que habíamos labrado era la que se amontonaba en nuestras casas”- respondió la comerciante.
La discusión sobre las verdades de la migración judía llegó a su fin. Don José había quedado con una sensación de profunda simpatía con la historia de Anita y sus amigas. Su periplo no había sido nada distinto al que fue emprendido por los otros inmigrantes a Costa Rica, quienes también terminaron en estas tierras sin saber nada de ellas. Su familia –pensó él- habría podido haber llegado antes, pero lo había hecho con las mismas ilusiones y los mismos riesgos que la de Anita. “Somos todos golondrinas, Anita –le dijo a su amiga-. “También somos bromelias, esas maravillosas plantas cuyas raíces crecen en el aire”- respondió la mujer.
La madre de Elena se comprometió con don José a ayudarle a su marido a redactar las cartas de protesta ante las tergiversaciones de la prensa antisemita. Don José, por su parte, tenía los datos para apoyar a la administración de Ricardo Jiménez. Aunque cada uno defendería lo suyo, los dos compartían una apreciación por la historia y una aprensión del pensamiento de la derecha. También una simpatía que crecía cada día, cuyas raíces por estar bajo el suelo no se hacían perceptibles.
"Envuélvame las camisas" -le dijo- "porque tengo que llevar esta información a la Casa Presidencial". Sin embargo, la comerciante paró en seco a don José con una pregunta: "Me contó Elena que quien le dio el panfleto en la Avenida Central no era otra que su hija Yadira, ¿cómo es esto posible?"
Don José pensó unos segundos antes de contestar. "Anita, el problema con mi hija es que no me perdona mis infidelidades. La muchacha ha sido apegada a su madre y me ha dicho que ha sufrido con los rumores de mis queridas. Creo que tiene una gran rabia contra mí y se ha puesto en contra de todos mis amigos. Tengo que confesarle que está metida en el Partido Nazi y detrás de mucha de esta campaña sucia".
El oligarca hablaba con un dolor en su corazón. De acuerdo con él, su esposa volvió a su hija en su contra. "Ella lloraba cada vez que oía un rumor o le llegaban con un cuento, se metía en su recámara y no volvía a salir". Yadira tuvo que vivir con una madre aquejada por ataques de nervios, que la postraban semanas en la cama. Según el hombre, la razón del problema radicaba en que él como hombre latino era promiscuo y no "podía vivir sin nuevas compañeras sexuales". Le admitió que había gastado fortunas en ellas "pero nunca le falté a mi esposa, ni en la cama ni en su mesada". Aunque sabía que la había hecho sufrir, no había podido evitarlo.
La comerciante, que como judía no estaba acostumbrada a la confesión, le indagó sobre lo que buscaba en las otras mujeres. "No lo sé, ni creo que haya encontrado nada. Existe un hueco en mi corazón, algo que no he podido llenar". "Quizás sea”- continuó el cafetalero, "la ausencia de una alma gemela”.
Mientras don José miraba hacia el suelo, aquejado por su desconsuelo, la comerciante le preguntó cómo hacía con su hija. "He peleado muchas veces con ella. Le he dicho que está haciendo el ridículo apoyando la causa alemana y el veneno de los antisemitas como Otilio Ulate, su héroe particular. Sin embargo, me responde que los liberales somos unos grandes hipócritas, que decimos una cosa en público y hacemos otra en privado. Que no he cumplido con mis promesas con su madre ni con ella, que no soporta la hipocresía de los hombres del Olimpo".
"¡Pobre, don José! No crea que no lo comprendo. Yo también tengo aflicciones parecidas. Mi esposo me contó que Elena sale con un alemán y a pesar de los castigos, nada ni nadie la detiene. ¿Se imagina usted el peligro que corre? No sé qué hacer. Estoy desesperada”.
Anita le explicó que habían huido de Polonia porque los trataban como animales y que aquí, en Costa Rica, su hija mayor había encontrado "esa alma gemela" en los brazos del enemigo. "Nosotros somos un pueblo perseguido que debe casarse entre sí porque de no hacerlo, desapareceremos del mapa. Si fuera fácil ser judío, don José, no me preocuparía pero usted sabe la verdad. De todos lados nos echan y nos persiguen, vea lo que pasa ahora en este país. He venido al Nuevo Mundo a perder a mi hija, que es lo que más quiero. Con mi marido, las cosas nunca sirvieron y ahora menos. Desde que llegué, está de mal humor y apenas me habla. El hombre me recrimina mi independencia anterior, como quizás a usted lo hace su esposa. Siento que me ha traído aquí para castigarme. Ahora el rufián hasta con hombres se relaciona. Vine a pagar las culpas de haber luchado sola por mis hijos".
La mujer no pudo contener su llanto. Quizás debería haberlo hecho desde el día en que llegó y haber respetado el duelo por la vida y la libertad perdidas. Sin embargo, hubo tantos cambios y una nueva lengua que aprender, que simplemente no había tenido tiempo. Ahora, en medio de todo un mercado, en el lugar menos apropiado, se había roto el cántaro.
Don José la abrazó y le expresó su cariño. Se sentía culpable por las acciones de su hija y no quería ningún mal para su amiga judía. "Si a usted la echan de Costa Rica”- le dijo para parar el llanto, "¿con quién podré hablar mal de religión?"
El tema era la excusa para conversar como cotorras. Se les había hecho común, necesario en sus vidas. Los obreros de la finca estaban felices porque "ningún patrón nos da pantalones y camisas nuevas". Las empleadas de su lujosa casa en el exclusivo Barrio Otoya habían empezado a hacer ganancias con las prendas. Como les regalaba decenas de calzones, empezaron a venderlos a otras cachifas del barrio. Lupita, su mujer, le decía con irritación: "¿Para qué comprás tantos?" La esposa no lo podía acusar de regalárselos a sus queridas porque eran baratos, artículos de pobre que ninguna se pondría. Además, don José no salía como antes, se encerraba en su oficina a leer. "Este hombre está desmochándose”- se decía ella para sí. Un día lo miró leyendo un libro extraño, con unos garabatos que no entendía. Lupita le preguntó qué era y el hombre contestó: "el Talmud".
Esta vez, y sin habérselo propuesto, don José no pudo contenerse. Algo venía zumbándole en la cabeza desde hacía meses, sin entrar en su conciencia. Su libido disminuía y las amantes se quejaban de que no les ponía interés. Pensaba que podría ser la edad porque estaba en época de ser abuelo, aunque Carlos y Yadira no parecían tener deseos de procrear.