Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

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XIV

Carlos y Max se habían conocido en la comunidad agrícola de Miraflores. Eran dos almas semejantes que habían terminado en un país lejano, más de huida que otra cosa. La relación de ambos con sus padres había sido pésima. Max había sido criado por su padre, un general del Ejército Alemán, que lo educó con una rigidez y dureza atípicas aún para su pueblo. El hombre había tenido un desencanto amoroso y le había quitado el niño a su propia madre. "Quiero que se me haga hombre”- solía decir cuando lo obligaba a los entrenamientos militares más rígidos.

Hijo de otro hombre feroz, este hombre nació signado por la misma suerte del padre. Una noche caliente en el Valle del Reventazón, los dos se sentaron a fumar un cigarrillo de marihuana, que les hacía más tolerable la soledad en el trópico y compararon notas sobre su infancia y las razones para terminar en este extraño país. Al día siguiente, ambos tenían que tomar una decisión en vista del fracaso aparente de la colonia agrícola y la carretera que se iba a construir. En varios de los encuentros anteriores, se había creado una especie de comunidad de intereses en dos seres que aspiraban a mejores vidas.

Carlos fue el primero en relatar su historia. Había nacido en Bade, Alemania. Fue el sétimo y último de los hijos de Pedro, pastor luterano, y María, ama de casa. Su crianza fue, según sus propias palabras "fría y estricta". Su padre era poco emotivo y extremadamente rígido. Esto significaba que su progenitor no mostraba el afecto y controlaba cada paso en su hogar.

Rezaban todos los días. Religiosamente, y a distintas horas. Durante las tres comidas, los hermanos debían estar presentes. Absolutamente limpios, y jamás tomar un bocado hasta que no se diera el agradecimiento. En las noches, antes de ir a la cama, la familia se reunía para más oraciones. En el caso de que alguno perdiera un rezo, el padre "lo castigaba a chilillazos".

Más control tenía sobre las tres hermanas que nunca podían decir una palabra soez, ni vestir más escotado que dos centímetros arriba del cuello. Su mujer era callada y también religiosa; trabajaba todo el día en el hogar mientras su marido lo hacía en la iglesia, atendiendo los asuntos de sus feligreses. "Tengo que admitirte que odié esta religión irracional que todo lo basaba en reglas y nada de análisis”- admitiría el narrador.

Las conexiones de su familia con Costa Rica habían comenzado cuando su abuelo, Alfred Döning, emigró en 1853 hacia un proyecto de colonización agrícola en aquel país. Siete años antes el gobierno de Costa Rica se había dirigido al de Alemania con el fin de alentar la inmigración. Con ese fin, se fundó la Sociedad Berlinesa de Colonización representada por el Barón Alexander van Bülow. Mediante decreto de julio de 1852 se aprobó el contrato de colonización que establecía un área de 54 millas cuadradas en el Valle del Reventazón, donde se pretendía asentar a 7.000 personas en un período de 30 años en lo que se llamaría Colonia Angostura.

El objetivo de la colonia fue la producción de café, cacao y madera. Su abuelo abordó, en 1853, el bergantín "Antoniette”- con capacidad para 101 pasajeros. El barco salió el 24 de octubre de Bremen y llegaría el 14 de diciembre a Greytown en Nicaragua para proseguir el viaje en tierra hacia Costa Rica, que tomaría tres semanas más. A pesar de los grandes esfuerzos del inmigrante, la falta de una infraestructura y las pésimas condiciones sanitarias lo obligaron, dos años después, a regresar a su país. Igual que muchos de sus coterráneos contrajo paludismo y "calenturas" en esta zona conocida como "cuna de la muerte tropical". Por suerte no murió y pudo regresar. Ahí se casó y tuvo ocho hijos, entre ellos el padre de Carlos.

La vida de Carlos hubiera sido como la de cualquier hijo de pastor si no fuera por un problema particular: la violencia. Desde pequeño, tuvo que mirar cómo su madre y sus hermanos mayores eran víctimas de los ataques de cólera y la disciplina férrea. Aunque era común que los niños fueran reprendidos en su pueblo, el grado de violencia era atípico. Pedro sacaba sus frustraciones en los cuerpos de las personas que estaban bajo su poder. Un día golpeó salvajemente a su madre porque salió sin permiso al pueblo. "La mujer del pastor no puede andar en la calle haciendo visitas a extraños”- le decía mientras utilizaba el chilillo. Otro día su hermano Juan copió en un examen del colegio y le golpeó tan fuerte que le quebró un diente. "Para que aprendas a no engañar a la gente". Carlos no fue la excepción. Al salir mal en el examen de matemáticas, Pedro le pegó en la cara y lo mandó a la habitación sin comer.

El terror que compartía la familia se trabajaba de distintas maneras. Unos se hacían indiferentes y otros se especializaban en entender los cambios de humor. Carlos sería de los segundos. Estudiaba minuciosamente a su padre y las señales del "mal tiempo". Cuando el pastor se distraía, se fijaba en los espejos para escudriñar sus gestos: una mueca de tensión, una respiración algo fatigosa, una mirada profunda, un apretón de labios, eran señales claras de tormenta. El muchacho utilizaba entonces los métodos de primer auxilio: "¿Padre, quiere tomar un té?" "¡Qué linda tiene la iglesia esta semana!" "¿Necesita que le haga algún mandado?" Estas intervenciones a veces evitaban un desastre. En otras ocasiones, el servicio meteorológico fallaba y todos se empapaban. Pese a las derrotas, el muchacho era consultado como especialista en el tiempo: "¿Cree usted que debería pedirle hoy dinero?" preguntaba su hermana. "Mejor no, espere que pase el pago de los impuestos”- respondía.

La sensibilidad que necesitaba para estudiar a su progenitor incrementaba su obligación por el bienestar de todos. Carlos se convirtió en patriarca sustituto y apoyo para las víctimas de la guerra doméstica. "Ana, no lo tome tan mal. Usted sabe que la castiga porque quiere lo mejor para nosotros". "Madre, no llore, ¿no ve que él está muy nervioso por la situación económica?" "José, haga mejor las tareas si quiere que no le pegue".

Carlos sentía una tristeza enorme en su corazón. A veces creía que era el joven más solitario en el mundo, con una responsabilidad demasiado grande sobre sus hombros. Aspiraba a encontrar a una persona con la que pudiera razonar las cosas y no sólo hacerlas por órdenes o convencionalismos, pero, durante su juventud, jamás la encontraría. Soñaba con una religión menos rígida y más racional, que explicara y convenciera más que impusiera. Pero no era ésta la que se practicaba en su hogar.

El pastor tenía dos manías. Una era el control estricto del cuerpo y otra el odio por los judíos. En el primer caso, creía que las emociones eran malas. No admitía el llanto, ni las carcajadas. No toleraba exceso en las comidas o en las bebidas. Para que nadie violara sus normas, ponía espejos en el pasillo. Así se cercioraba desde las expresiones de la cara hasta de que no se usara en exceso el servicio sanitario. "Somos nueve almas en esta casa y cada una tiene su momento”- les replicaba. Si un muchacho o muchacha sufría del estómago, el padre exigía que dejara su evacuación para hallar muestras de comidas o de bebidas.

En el segundo aspecto, miraba por todo lado maquinaciones judías. Después de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, el pastor inculparía a los judíos de haber traicionado a la patria y provocado la derrota. Creía la Dolchstoss von hinten, o sea la leyenda de la puñalada por la espalda: "Fueron los malditos juden en alianza con los marxistas los que nos traicionaron para establecer la república judía alemana, como antesala de su dominio mundial".

Un día, cuando Carlos tenía 12 años, Pedro llegó tarde. Era una noche fría y ventosa y la casa rechinaba de los arañazos de las ramas de los cipreses. El joven estaba acostado porque eran las diez de la noche. Su padre los tenía amenazados de que debían estar dormidos a las nueve y media, "ni un minuto antes, ni un minuto después". Más peligrosa era la situación para él porque estaba contiguo a su dormitorio. El progenitor tenía, por medio de los espejos, un control absoluto de su hogar. Solo él podía cerrar su puerta. "Papá nos decía que a través del espejo miraba qué cosas hacíamos en la noche y así nadie se atrevería a tocarse". Sin embargo, Pedro también era ojeado. "En casa, imperaba el panoptismo: cada uno espiaba al otro”- manifestó con tristeza.

Su hijo estaba despierto. El ruido de los árboles lo atemorizaba y lo mantenía en alerta de gnomos, duendes y espectros que podían escapar del frío del bosque y meterse en su cama. Otra podría ser, como sucedía algunas veces, que Pedro descubría un zapato mal colocado e iniciaba una arremetida nocturna contra su olvidadizo dueño. Para su alivio, Pedro entró en su recámara y cerró la puerta. "Diría mejor que trató de hacerlo pero el viento la fue abriendo”- le confesó a Max. Unos minutos después, recordaba que el espejo lo mostraba desnudándose y enseñándole su trasero. La madre estaba acostada y la luz de la luna iluminaba su rostro y él se fue quitando la ropa. Nunca lo había visto desnudo y mucho menos con ella. Una vez que se quitó todo, se volteó y vio el pene erecto, enorme comparado con el de un muchacho de su edad. "Sigue, sigue”- insistió su entusiasmado escucha.

Vio perfectamente cuando le quitó la cobija y esperó que ella se desprendiera de la ropa. Si haberlo visto desnudo fue una gran impresión, más lo sería con ella. Pedro se puso a besarle los senos, que eran grandes y redondos y ella empezó a gemir. Era un ruido desconcertante. El hijo sentía una emoción nunca antes experimentada, entre gusto y asco, cólera y culpa y miedo y excitación. Nunca había visto a sus padres siquiera besarse y ahora presenciaba algo tan fuerte. Por otro lado, sentía que "había dos vidas en ellos, una en el espejo y otra fuera de él, como si lo que se veía a hurtadillas era mejor que lo que no".

El muchacho desarrollaría una pasión por la medicina y por los espejos. Pensó en la psiquiatría pero Pedro jamás lo dejaría ejercer "esa ciencia judía". Ser cirujano representaba para él una forma de estudiar los cuerpos con el fin de aliviarlos. "Me encanta mirar la carne como es, sea de hombre o de mujer. Mucho más la de ésta última porque adoro los senos hermosos”- solía decirle a sus compañeros con una sonrisa maliciosa. "Cuando saco un tumor siento que hago una limpieza y a la vez, un bien".

Muchos cuerpos debieron haber pasado por las manos grandes de Carlos, pensaría Max, tanto de pacientes como de quienes se le entregaron por su belleza. A los 25 años era un hombre imponente: ojos verdes que parecían reflejos de cáscara de aguacate, un pelo de color de plátano maduro, una boca simétrica y carnosa como la más dulce sandía. La sonrisa tan fresca como un matutino jugo de naranja.

"A este hombre dan ganas de comerlo”- pensó para sí el interlocutor. "¿Y qué hay de los espejos?”- le preguntaría Max para quitarse los malos pensamientos. "Tengo que aceptarte, aunque los luteranos no nos confesamos, que adoro los espejos. Siento que son la puerta del alma. Cuando me miro en ellos siento que la realidad está en el reflejo. Como si fuera más real. Por lo menos el padre y la madre que vi ahí (porque muchas veces más abrió el viento esa puerta) eran más humanos que los que tenía ante mis ojos”- añadió. "Cuando conozco a las personas miro cómo se ven primero ante el espejo. Algunas se ven mejor y otras peor. Si una persona se nota más fea o peligrosa, evito su compañía”- agregaría.

Carlos le confesaría otro fervor de su padre que influyó en su vida.

Nunca había visto a un judío de cerca porque en su comunidad casi ni había. Ellos partieron a principios de siglo a Prusia y a Sajonia y vivían principalmente en las ciudades, no en pueblitos como el suyo. Sin embargo, cuando su padre le contó en 1919 que habían asesinado al Primer Ministro de Baviera, Kurt Eisner, que era hebreo y a quien culpaban de pacifista al servicio del sionismo, reconoce haber experimentado "una gran satisfacción". Fue una de las pocas veces que tiene memoria de que él y su padre se abrazaron de la felicidad. "Un judío menos”- gritaron los dos a coro y lanzaron unas buenas carcajadas. "Las pocas veces que compartimos algo fue el odio hacia ellos". Carlos pensaba que su antisemitismo tenía más que ver con las emociones. "A mí los judíos no me interesaban, ni para bien ni para mal. Lo que sí quería tener era una relación con él y si odiando era la manera, bienvenida fuera".

Ese mismo año un amigo, Antón Drexler, fundaría el Partido Obrero Alemán e invitaría a Pedro para que participara en su constitución. Pedro recibiría la tarjeta número 9 de los fundadores. El poseedor de la número 7 del exiguo grupo era el antiguo cabo del ejército alemán y pintor sin trabajo, Adolph Hitler.

-Te felicito, Antón, por venir a poner orden en este país- le dijo un emotivo Pedro a su amigo.

-¿Y quién es éste joven tan apuesto?

-Es mi hijo menor.

-Este jovencito es todo un alemán, Pedro, es como todos deberíamos haber nacido- indicó Drexler.

En mayo, después de la caída de la República Soviética de Munich, sus jefes, Gustav Landauer y Eugen Leviné, fueron fusilados sin juicio por los soldados reaccionarios. Pedro estaba extasiado. "Se está iniciando el proceso”- le dijo a Carlos, "de terminar con la plaga judía que es la que está destruyendo nuestra patria". En su sermón del domingo les contaría a sus feligreses la historia de Judas y de Jesús como analogía de la relación entre los judíos y los alemanes: "Jesús sabía que su discípulo lo iría a traicionar y a vender por unas monedas. Pero él era el hijo de Dios y esperaba la muerte para la redención. Una nación, sin embargo, no puede dejarse matar: debe proteger a sus niños de los peligros que la acechan".

"El sermón de tu padre ha sido maravilloso”- relató Carlos que le dijo una oficinista del pueblo, "es uno de los más profundos que ha dado y una inspiración para todos. Debe usted estar muy orgulloso de él". "Lo estoy señora, lo estoy".

Sin embargo, el muchacho le admitió a Max que tenía sus dudas. Por un lado Pedro predicaba amor y por otro, aborrecía con pasión. Además, su vida sexual se hacía cada vez más brutal. Carlos miró una noche cuando obligó a su madre a tener relaciones y le tapó la boca para que no gritara. En otra ocasión, le dio un golpe cuando ella le admitió que había ido a consultar con un médico judío. Esa misma noche Pedro quiso saber el por qué de los contactos familiares con el galeno "semita". "Ahora que has terminado tu colegio”- sondearía, "¿qué piensas hacer, hijo mío?" "No sé, creo que me gustaría ser médico como el que atiende a mi madre. He estado conversando con él, Leopold von Dittel, que hace maravillas con el bisturí en los cálculos y me gustaría ser su asistente”- dijo el muchacho. "

¿Pero no es von Dittel judío?”- preguntó Pedro alarmado. "Sí, padre, pero es uno de los buenos, no es comerciante, ni banquero, ni comunista”- respondió el muchacho. "Carlos, no hay judío bueno y mucho menos un médico. Son todos infames. Ahora entiendo por qué tu madre ha ido a consultarle".

El joven admitió haber sentido un frío en la garganta. Había conversado, le explicó a Max, con von Dittel y no se había percatado, al principio, de que era judío. Cuando se dio por enterado, ya había aplicado para trabajar como su asistente mientras haría su carrera en la universidad. Sin embargo, necesitaba su apoyo.

"Padre, a mí tampoco me gustan. Los odio como usted. Pero es una realidad que tienen una gran influencia en la escuela de medicina. Es mi única oportunidad". Pedro no quiso ceder.

Desde 1918 los precios venían subiendo de manera vertiginosa y el sueldo de un pastor apenas alcanzaba para alimentar a la familia. Los sectores medios eran los más afectados por la inflación y muchos culpaban al Finanzkapital judío por ella. Pedro se había radicalizado aún más. "Ellos están creando monopolios a costa nuestra”- decía. Sus amigos del partido nazi no le perdonarían tener contacto con ellos. Sin embargo, Carlos soñaba más con ser médico que caza judíos e insistía en un compromiso. "Prefiero verte muerto que trabajando para un juden”- terminó el padre la discusión sobre la carrera de medicina.

El joven se sintió defraudado. Aunque entendía el antisemitismo "quería que él pensara en mí primero y en los hebreos después”- le señaló a su amigo. Sin embargo, "no fueron así las cosas". Pedro escogió de manera egoísta y desde ese momento, su hijo no supo si odiaba más a los judíos o a los antisemitas enloquecidos. Empezó a cuestionar la supuesta supremacía de seres como su padre y perdió interés en la causa aria. "Me harté de tanta pasión y sentimientos negativos. Me di cuenta de que por ellos, se sacrificaba lo que uno más quería, sin importar las consecuencias. Había una falta de ética en todo el asunto, una discusión pausada de lo que era bueno o malo”- afirmó el hijo del pastor.

Ante el no rotundo, "tuve que buscar suerte". En el periódico de su pueblo había aparecido un artículo sobre colonias agrícolas en América Latina para jóvenes alemanes con iniciativa. Una de ellas estaba en Costa Rica y prometía brindar un gran futuro para los que asumieran riesgos: "Estos pueblos primitivos necesitan la inteligencia y habilidad alemana para sacarlos de la pobreza y la pereza. Sus poblaciones indígenas son vagabundas, atrasadas e inútiles para el desarrollo. Si usted es un hombre ario, viril, fuerte, que desea hacer fortuna, consulte con la Empresa Agrícola Intercontinental”- informaba el articulista.

Se añadía por declaraciones del presidente de la compañía, que el gobierno de Costa Rica ofrecería una serie de condiciones atractivas. Entre ellas, la adquisición de una buena cantidad de tierras, préstamos para maquinaria y oportunidades para conseguir la residencia y la nacionalidad. Los fundadores de estas colonias agrícolas debían pagar una suma a la empresa que tramitaría los permisos y "solamente tener deseo de triunfar y llevar la civilización a los lugares más primitivos”- decía el periódico. A diferencia de lo que había sucedido con su abuelo, esta vez las posibilidades de infraestructura parecían mejores.

El joven, a sus 22 años, optó por emigrar. Aunque Pedro se opuso al principio, "vas a fracasar igual que mi padre”- no tuvo más que ceder. La vida en Alemania, con su gran número de desempleados, miles de hungerstudent y profesionales en bancarrota, no ofrecía mejores alternativas. Pedro no podía pagarle una carrera universitaria y las probabilidades se miraban mal. El viajero canceló la cuota de 50 dólares a la compañía que su progenitor esta vez sí facilitó y tomó uno de los barcos holandeses que iban para Costa Rica: el Colombia. El precio del boleto de tercera clase de 70 dólares le dejó apenas otros cincuenta de capital para iniciar su empresa agrícola en el Nuevo Mundo. "Cuídese mucho hijo mío y mantenga siempre en alto el nombre de la patria y no mezcle su sangre alemana con los indios de allá”- le dijo en la despedida.

El trayecto le permitió descubrir que más que los cincuenta dólares que llevaba, su atractivo físico era su capital. Aunque en su colegio religioso no tuvo novias, el joven practicó sus relaciones sexuales con campesinas del pueblo. Años más tarde, reconoció tres relaciones sexuales antes de ese viaje. "No era común en aquella época que los jóvenes lo hicieran antes del matrimonio". Él se inició con mujeres casadas o divorciadas que también fueron compartidas con muchos de sus compañeros. De ahí que el viajero no tuviera una idea clara de su atractivo. "Era alto, rubio, ojos verdes, joven y así había cientos de miles en Alemania. No me consideré nada especial". Su primera relación no fue memorable: "Una mujer divorciada que trabajaba en la tasca me invitó a mí y a mis dos hermanos a tomar una cerveza. Después de varias, nos dijo que la esperáramos en su habitación, para que los clientes no se dieran cuenta. Una hora después, llegó y nos pidió dinero. Mi hermano mayor se lo dio y así nos iniciamos los tres. Nada especial”- le confesó a Max.

En el barco notaría la atención de las mujeres. Muchas damas europeas y latinas viajaban en el Colombia. El buque tenía una capacidad de 500 pasajeros y se dirigía a Curazao, Limón y Barranquilla. El periplo duraba tres semanas y tenía buena actividad social. El salón de baile era amplio y ¡sorpresa de sorpresas!, con espejos en todas las paredes. En cada uno de ellos el joven alemán encontraba ojos que se fijaban en él y lo hacían sentir nervioso porque no sabía la razón del interés.

"¿Tendré algo raro en el rostro?”- se cuestionaba. Aprovechaba un momento en que la banda tocaba una conga y la gente se distraía para mirarse en el espejo. "¿Qué veías?"- preguntó Max. "Miraba una cara asustada que no sabía a dónde iba. Un muchacho fracasado por culpa de los judíos. No veía nada más". "¿Pero fue su padre quien le impidió que siguiera la carrera?" "Sí, en el fondo lo sabía en aquél momento y ahora lo sé mejor que nunca, pero no en 1922, no todavía".

La vida en la colonia de Miraflores fue otro revés. Los inmigrantes alemanes que llegaron con Carlos no estaban acostumbrados a trabajar en climas tropicales, lejos de los centros urbanos y sin infraestructura. Mucho menos conocían los suelos, los productos agrícolas, el mercado o la fuerza laboral. Una vez en el país y después de recoger sus dineros, la compañía había desaparecido del mapa. No podían entonces reclamar a un representante de la empresa y la única opción era el gobierno de Costa Rica. Pero éste tampoco podía hacer cumplir las promesas que hizo la compañía.

"Lo sentimos mucho”- dijo el secretario del Presidente a los inmigrantes alemanes, "pero nunca suscribimos un contrato en el que les daríamos las casas construidas y el agua potable o la electricidad y mucho menos, médicos en esa zona tan peligrosa. Si en San José la mitad de las casas no los tienen, ¿cómo vamos a poder dárselos a ustedes?". Les brindaron las semillas y los abonos iniciales pero nada más. "No nos construyeron ni las casas, ni las carreteras, ni nos brindaron el agua para los riegos”- le dijo a su amigo, entonces, "¿cómo íbamos a sobrevivir?"

El joven trabajó sembrando café pero pronto se dio cuenta de que las tierras del norte no eran apropiadas. Con el fracaso del "grano de oro”- optó por sembrar legumbres. La mitad de la primera cosecha terminó en los estómagos de una plaga de ratones de monte que inundó la comunidad. En el segundo, una sequía destruyó la cosecha. Optaría por sembrar maíz pero una epidemia de langostas lo acabaría. Los colonizadores se empezaron a ir hacia las ciudades. Carlos, por su parte, no estaba dispuesto a darse por vencido y le aseguró a su amigo que solicitaría un préstamo a sus compatriotas que vivían en San José y eran dueños de los ingenios azucareros.

"No sé qué harás vos, pero yo me quedo aquí hasta hacer que la tierra me alimente”- le dijo a Max.