Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

XV

Max inhaló más humo del puro de marihuana antes de iniciar su narrativa. La noche estaba fresca y había tiempo para hablar. Le contó a Carlos que había nacido en Berlín, en la región de Brandeburgo. Desde su casa, construida en el siglo XVIII, situada en la histórica calle de Under den Linden, podía divisar la Puerta de Brandeburgo, el arco del triunfo alemán. También podía asistir a la Staatsoper, la Biblioteca Estatal y a la famosa Catedral de Berlín. Desde pequeño, tuvo contacto con lo mejor de la sociedad berlinesa. Su padre, el General del Ejército Gustav Gerffin, tenía las mejores conexiones y su madre procedía de una aristocrática familia de Baviera, pero él recordaba poco de ella. En las recepciones en su hogar, desfilaba la inteligencia alemana, entre ellos judíos de la Universidad Humboldt. "Mi padre era un general de la vieja guardia”- recordaba el berlinés. "No era tan furibundamente antisemita como el tuyo, pero tampoco los quería”- agregó. El joven tenía algunos compañeros judíos en la escuela, que estaba cerca del distrito de Oranienburger Strasse, centro de la comunidad hebrea.

Su padre se había separado y distanciado de su madre, Claudia Köner, después de un tórrido divorcio. Gustav llevaría a su mujer a la corte, la acusaría de infidelidad y algo aún más grave, de "habitar escandalosamente" con su profesora de Historia, Henny Sherman. No obstante, el juez le indicó que era imposible condenarla por este "crimen" ya que el artículo 175 del Código Penal solo se refería a la homosexualidad masculina. Optaron por acusarla de prostitución, lo que la hacía merecedora de años de prisión y perder la custodia de su único hijo.

La vida con el militar fue un martirio. El General vivía obsesionado con la guerra y terminaría devastado cuando Alemania firmó el armisticio con los aliados, lo que puso fin a la Primera Guerra Mundial. Como consecuencia, la nación heredó una gran deuda en "reparaciones" que él consideró "humillantes" para Alemania. Su hijo era otra preocupación. Gustav lo envió a una escuela y colegio militar y lo mantuvo bajo la más estricta disciplina. Un temor perseguía al padre: que no repitiera los pasos escandalosos de Claudia. Su objetivo, en la vida, era luchar por el armamento germano y una nueva oportunidad de saldar cuentas con los franceses, esta vez en manos de la nueva generación de alemanes, la de Max.

No obstante, un reporte del maestro de gimnasia del colegio militar desencadenó una crisis irreparable. Llamado a comparecer ante aquél, el padre temió lo peor. Una tarde oscura, encaró al mismo director del colegio.

-General Gerffin, le agradezco mucho que haya venido. Es para mí muy difícil tener que llamarlo y sacarlo de sus muchas actividades para contarle una triste noticia. Para ir al grano, tengo el deber de comunicarle que la semana pasada encontramos al joven Max en actividades escandalosas en el dormitorio.

-¡Por favor, profesor Jensen, sea más específico!- apuntó el militar.

-Me da algo de vergüenza tener que ser más explícito. El muchacho fue encontrado en actos deshonestos con uno más joven que él. Usted sabe que su hijo tiene doce años pero está muy desarrollado para su edad y no es un niño. Como los demás se enteraron del escándalo, varios de los padres se han quejado de que tengamos a Max en este colegio. En vista de su gran prestigio profesional y honor, quiero aconsejarle que busque ayuda para su hijo y lo traslade, sin hacer mucho lío, a otra institución, quizás menos rígida que ésta.

El General no pudo, esta vez, dar más que las gracias. Una nube negra se posó sobre su cabeza y alborotó las conexiones eléctricas. Su crío, a quien había tratado de disciplinar al estilo prusiano, repetía así la terrible aberración de su mamá. "¿Cómo era posible”- pensó para sí, "que un niño separado a tiempo de su progenitora y educado para guerrero, inserto en las escuelas más rígidas en cuanto a disciplina, se tornara también en sodomita?"

El padre concluyó que algo malo debía heredarse de los Köner. Gustav lucubraba sobre la posibilidad de que la inmoralidad se colara por la leche materna, mientras caminaba como sonámbulo hacia el dormitorio de Max. Cuando entró en la habitación se abalanzó en su contra, le quebró tres costillas y no paró de darle patadas hasta que su hijo perdió el conocimiento. Cuando despertó, estaba de vuelta en su casa en Berlín.

Esa misma semana el General y su hijo fueron a una consulta con el doctor Magnus Hirschfeld. El galeno había ganado fama en Alemania por sus investigaciones sobre los uranios que pronto se conocerían como homosexuales. También defendía que el mal era hereditario, lo que tenía al militar convencido. De acuerdo con sus vastos estudios, el doctor consideraba que los homosexuales eran zwischenstufen, en limbo entre la masculinidad y la feminidad. A diferencia de muchos, Hirschfeld veía la homosexualidad como un problema hormonal de desarrollo y no un acto inmoral o criminal. De ahí que había establecido el Comité Científico Humanitario, un grupo para informar sobre el tema y luchar contra la persecución de los homosexuales. Fue precisamente una carta de este Comité, publicada en un diario berlinés, la que orilló a Gustav a pedirle ayuda. El militar entró como un gatito al Instituto de Hirschfeld, esperando ser eximido de toda culpa.

En el despacho de Hirschfield, ubicado detrás de una enorme biblioteca, y también con las paredes llenas de libros, el General se sintió como pocas veces en su vida, reducido.

-Doctor Hirschfeld he venido con mi hijo porque tenemos un problema muy grave. Tengo que confesarle que la madre de mi muchacho era homosexual y por eso hice que le quitaran la custodia de Max. La semana pasada me voy enterando de que mi hijo anda en los mismos pasos. No encuentro otra explicación para esta desviación que existe algo en la familia de mi mujer que transmita el mal. He venido a pedirle que salve a mi hijo.

-General Gerffin, me es muy grato tenerlo aquí en mi oficina y en mi instituto. Como usted sabe, he luchado, por muchos años, para repeler el Artículo 175 del Código Penal porque precisamente considero que la inversión sexual es hereditaria y no puede ser inculpada a quienes la practican. Mi teoría es que es producto de desórdenes hormonales y que poco podemos hacer para cambiarla. Sin embargo, existen casos de invertidos que son suficientemente masculinos y que pueden, fácilmente, dejar su condición. Eso depende de la cantidad de hormonas femeninas que haya en su cuerpo.

-Me imagino que, en este caso, la herencia viene por la madre. Sin embargo, ¿cree usted entonces que pueda hacer de Max un hombre normal?

-No puedo prometerle nada. No sin antes hacerle un examen minucioso con el fin de establecer cuán "intermedios" son su cuerpo y su mente.

Max confesó que ingresar en la oficina de Hirschfeld fue uno de los peores momentos de su vida. El galeno le preguntó que si sabía por qué su padre había pedido la cita. El joven asintió para no tener que mencionar la fatídica palabra. Sin embargo, el médico no consintió en usar eufemismos.

-Tu padre tiene sospechas de que usted sea invertido y quiere que lo ayude.

-No es lo que usted se imagina, señor, si estoy aquí por lo que pasó en el colegio, eso fue un juego inocente- sonrió con falsedad el muchacho.

Estaba paralizado, y ni una sola palabra más pudo salir de su boca. Había vivido confuso desde hace años. Su padre, lo había arrebatado de su progenitora y, cuando se enojaba, le gritaba que ambos eran igual de "degenerados". El joven no se atrevió nunca a pasar la invisible barrera que le prohibía indagar más. Por otro lado, sentía una atracción especial por los niños "desde los siete años”- le explicó a Carlos, lo que lo llevaría a tener masturbaciones con ellos y después, prácticas "más maduras".

A diferencia de su compañero de trópico, que nunca había visto un hebreo y cuyo odio fue transmitido por su padre, Max tuvo a los juden más cerca que nadie. Su antisemitismo no fue, entonces, nutrido por su padre, sino por la hostilidad hacia Hirschfeld, judío que asociaría con la humillación. El joven le narró a Carlos el suplicio que lo hizo pasar en el famoso instituto y por el que odiaba "a todos los de su raza".

"Como yo no podía hablar y estaba paralizado del miedo, Hirschfeld me pidió que me desvistiera. Quería, según él, hacer un análisis de mi cuerpo para descubrir "anomalías hormonales. De acuerdo con la cantidad de rasgos femeninos, me dijo, así eran mis posibilidades de recuperación". El galeno no le permitió dejarse la ropa interior. Lo primero que observó y tocó fueron sus órganos genitales. "Tiene un miembro más grande de lo común”- fue lo primero que dijo. "¿Es eso un defecto?”- doctor, le preguntó. "Para nada muchacho, es más bien una buena señal”- le respondió. Luego, pasó a los pectorales, el cuello, boca, brazos, piernas y hasta midió el tamaño de los pies. Max le notaba la respiración agitada, como si no pudiera contener un deseo. Finalmente, le pidió que se volviera y le enseñara el trasero. Le hizo preguntas atrevidas como si se lo había entregado a algún hombre. "¡Jamás!, le dije". "¿Está seguro de que no tiene el deseo de que un varón lo posea?”- me repitió. "¡No doctor!, le juré que no lo había experimentado".

El narrador tuvo que detener su relato. La marihuana provocaba miedo y el tema se había puesto candente. Después de todo, no sabía cómo reaccionaría su amigo ante tal confesión, lograda en el medio de una selva tropical, lejos, muy lejos del lugar de los hechos. "¿Crees que me estoy excediendo en las confesiones?”- le preguntó a Carlos. "No, hombre, no tengo problemas con el tema. Debió haber sido muy difícil pasar por ese examen. Créeme que lo entiendo porque mi padre era también un hombre agobiado por la sexualidad y nunca me gustó cómo la escondía. Considero que es un fenómeno del que se debe hablar y que no podemos juzgar a nadie, si no estamos en sus botas".

Según el paciente de Hirschfeld, las visitas médicas fueron "una pesadilla". El galeno le contaba las historias de muchos invertidos, quienes sentían deseos de convertirse en mujeres, "algo que nunca me pasó por la mente". Una vez le confesaría que él mismo gustaba hacerlo. Max no daba crédito a sus oídos. El doctor era un hombre viejo "de unos cincuenta y cuatro años”- de aspecto respetable, y no lo podía imaginar con ropa femenina. "¿Para qué lo hace?”- le indagó. "Pues porque creo que tengo más hormonas femeninas que usted. Fíjese en mi cintura y en mis caderas, ¿no las mira poco masculinas?" Max las miró, pero lo único que veía eran dos caderas gordas y fláccidas. Le costaba pensar que otro hombre se interesara por su médico.

Después de varias citas, Hirschfeld consideró que su paciente tenía buenas posibilidades de "dejar" la inversión. El galeno le había mostrado figurines de hombres y de mujeres desnudas y había "medido" la reacción de su miembro ante ellos. De forma "científica”- copiaba observaciones y datos en la hoja médica. "Hoy le mostré el dibujo de una mujer atractiva y el paciente tuvo una buena erección”- apuntaría. Pero la mayor sorpresa fue cuando leyó, mientras el doctor hablaba por teléfono, escrita con su puño y letra que "el paciente es hijo de una homosexual femenina". Max no pudo contener su asombro y sintió deseos de quemar todo el local, inclusive a su médico. Ahora, finalmente, entendía el por qué del divorcio, la separación con su madre y la obsesión de su progenitor.

"Creen que he heredado el mal”- se dijo para sí.

En vista de que el joven se excitaba con imágenes de mujeres desnudas, Hirschfeld optó por mandarlo a la "casa alegre" del distrito. Según el galeno, debía iniciarse sexualmente con una prostituta y olvidarse así de su condición. "Fue muy gracioso”- le dijo a Carlos, "ya que mi primera noche con una mujer fue mejor que la que usted recientemente me contó. La prostituta que era una mulata que había llegado de la zona del Rin, en donde los argelinos se habían estacionado en la Primera Guerra Mundial, fue de mi total agrado ".

El narrador aspiró otro bocado de la droga, que por cierto era de gran calidad, y detalle a detalle continuó con la historia de su primera noche. "La mujer tenía unos senos enormes y unas caderas como nunca había visto. En el burdel se consumía opio, aunque de menor calidad del que se consigue en el Paso de la Vaca. Cuando me encerré con ella, un deseo lujurioso se me vino encima. Quería poseer a la mujer pero de la manera en que lo hacía en el colegio. Me le tiré encima y a punta de trompadas la hice mía. Fue una noche excitante porque la sangre, los gritos, la resistencia, me ponían más y más excitado".

El muchacho se sintió curado. Después de esta ocasión, inició una larga cadena de aventuras amorosas con diversas mujeres. Su atracción principal eran las muchachas oscuras, exactamente contrarias a él. "Es la atracción de los opuestos”- le explicaría a Carlos. El doctor estaba, por su parte, convencido de que Max no era un invertido. "Su hijo es muy viril para serlo”- le confesaría a su padre. Sin embargo, Hirschfeld le recomendaría al General que no "tentara a Max en el Ejército ni en academias solo para hombres" porque podría obstruir su curación. La recuperación del "sexo normal" debía estimularse con la permanente exposición a las mujeres. Gustav no supo si sentirse feliz o traicionado. Si no podía seguir sus pasos en el Ejército, ¿que curación era ésta? De ahí que perdería todo el interés por el futuro de su hijo y lo mandaría a que hiciera el colegio lo más lejos que podía. El joven terminaría la secundaria en Munich, en el colegio Geisela. El hijo, por su parte, consideraría que Hirschfeld le había arruinado su vida.

El joven volvería a tener relaciones sexuales con varones antes de lo esperado. En este colegio tuvo como mentor a Peter Granninger, quien no pudo esconder su preferencia por el nuevo alumno. El maestro lo inscribió en el Wandergovel, movimiento juvenil alemán al estilo de los Boys Scout. Muchas cosas le atrajeron de esta organización. En primer lugar, era lo más parecido que había experimentado desde el internado: hombres jóvenes solos que acampaban y dormían juntos. En segundo lugar, encontraría un mundo homosexual que nada tenía que ver con lo que el galeno judío le había explicado. Finalmente, en una fiesta en casa de uno de los grandes patrocinadores, Wilhem Janzen, en 1922, conoció a Ernest Roehm, quien le enseñaría "la otra cara de la moneda".

Ernest, de 35 años, era, además de un apasionado antisemita, un misógino. Pensaba que las mujeres no podían aspirar al desarrollo intelectual masculino ya que "carecían de inteligencia". Su única función debería ser la reproducción. Sostenía la idea de que los judíos y otras razas inferiores eran "femeninos”- incapaces de compararse con la virilidad y la valentía de la nación teutónica. El futuro director de la S.A. alemana era masculino y detestaba el amaneramiento. Desde hacía años pertenecía a un grupo de derecha dentro del movimiento homosexual "masculino" asociado con Benedict Friedlander y el mismo Wilhem Janzen. Ambos hombres habían fundado, en 1902, el Gemeinshaft der Eigenen (La Comunidad de los Especiales), organización que se oponía a Ulrichs y luego a Hirschfeld en el asunto homosexual.

Según ellos, la homosexualidad no era una inversión del género y quienes la practicaban eran más hombres que los heterosexuales. Deseaban volver a la época griega con las parejas de amantes, en Tebas, Creta y Esparta, que luchaban y morían juntos. De acuerdo con su punto de vista, el cristianismo con su religión "amanerada" y "judía”- había degenerado y castrado a los pueblos teutónicos. Por medio de las organizaciones juveniles, Janzen pensaba reclutar a los jóvenes para su causa. Sería en estos grupos donde se iniciaría el culto al líder o Füeher, la esvástica rosada y el saludo Sieg Heil.

Ernest Roehm era amante de Peter Granning. Pronto lo convertiría en procurador de nuevos jóvenes. El hombre no era atractivo, tenía libras de más, un cuello pequeño, ojos chiquitos de "cochinito" y cicatrices en la cara. Sin embargo, su poder y conexiones eran vastos. Ernest había sido "reclutado" y "sodomizado" nada menos que por Gerard Rossbach, héroe y fundador del movimiento juvenil y el puente entre el Partido Nazi y el Wandergovel. Gracias a esta relación, pudo ayudarlo a establecer otra organización juvenil, Schilljugend, que con sus camisas caqui, llegarían a formar las famosas tropas de choque Sturmabteilung, conocidas después por su acrónimo, S.A. Ernest se unió al grupo terrorista Puño de Hierro y ahí trató de dar un golpe de Estado, por lo que más adelante tendría que escapar a Bolivia. Sin embargo, antes de huir, ayudó a convertir, en 1921, al Partido Obrero Alemán en el Partido Obrero Nacional Socialista (Partido Nazi). A la vez, descubriría y promovería a un joven que, en los años de 1907 a 1912, Ernest decía que había practicado la prostitución en Viena, Adolfo Hitler. Sin embargo, no tenía evidencia de ello.

El militar no confesaría intimidades de la relación con Hitler, pero le había dicho a Max que lo ayudó por "su gran atractivo". Después de todo, el líder nazi no podría ser solo uranio ya que tenía relaciones con mujeres, aunque todas terminaban mal. Ernest creía que él era coprófago y que también le gustaba el sadomasoquismo. Además, necesitaba un demagogo que atrajera las masas al partido nazi y el hombre sabía dar buenos discursos y mesmerizar al público. Max creía que podía haber algo más. El abogado personal de Hitler, decía Ernest, Hans Frank, era homosexual, y también lo eran Walter Funk, quien sería Ministro de Economía, y Herman Goering, segundo en el mando. Ernest ayudaría a Hitler a que consiguiera la presidencia, en 1921, del Partido. Sin embargo, Max estaba convencido de que el dinero y las conexiones con los industriales las tenía Roehm, no Hitler, y que esto era causa de "celos y rencillas".

Cuando Max conoció a Ernest, jamás pudo pensar que un capitán del Ejército le mostrara interés. El militar lo invitó a su departamento para conversar sobre el futuro de su país. Entre copa y copa y una buena dosis de heroína, se dio cuenta de que habría algo más. El político se excusó en medio de la conversación y le dijo que quería darse un baño porque al día siguiente tendría que partir a Berlín.

Mientras saboreaba una copa de brandy, su anfitrión salió con estrechos bóxers. El joven, que empezaba a sospechar sus intenciones, siguió bebiendo hasta que sintió una mano sobre sus partes íntimas.

"Usted sabe lo que quiero, ¿no es así?”- le preguntó mientras apretaba su virilidad.

"No, no sé lo que quiere, ¿por qué no me lo dice?" contestó el muchacho.

"Quiero meterlo en mi cama”- fue lo único que manifestó.

De todas maneras, tenía, en su misma mano, evidencia del interés del muchacho. Lo abrazó y lo besó, cosa que el invitado nunca había hecho. El beso de un hombre era una sensación muy poderosa -confesó Max- ya que el contenido de la saliva era "más salada”- el peso y la extensión de la lengua "superiores" y se sentía "una gran fuerza" en la penetración.

Las sorpresas apenas empezaban. La recámara estaba llena de parafernalia nazi y de fotos de compañeros de tropa desnudos. Se impresionó al mirar la gran cantidad de líderes nacional- socialistas que, sonrientes, posaron sin ropa y con sus "armas" ante la cámara. Los retratos venían con leyendas, seguramente escritas por ellos. La foto de Karl Ernst, de la S.A. decía "Que este rifle te traiga recuerdos felices. Ahora tengo un cuarto de millón de hombres a mi disposición". "Nunca olvidaré el baño de sangre”- estaba apuntado en la frente del capitán Rohrbein, a quien el militar señaló como su antigua pareja. "Siéntate en este sillón solo para ti”- se escribió en el miembro de Herman Goering. "Ese se viste de mujer”- dijo Ernest. "¿No es, el chofer de Hitler?”- preguntó Max anonadado al ver a un hombre con un descomunal miembro que recibía felacio de otro. "El mismo”- le respondió el anfitrión. Contiguo a estas fotos, otras más atrevidas mostraban fiestas de sexo grupales.

El dueño del departamento sacó de su armario un látigo de cuero negro, esposas de acero y dos sobres de cocaína pura. El joven nunca la había probado. El militar se la puso en la lengua para que sintiera cómo se le adormecía. "Imagínese cómo atrasa la relación si le pongo a la de abajo”- le manifestó. Max había visto suficientes fotografías para entender lo que debía hacer. Empezó, cegado por la lujuria, a darle latigazos, tantos que la sangre salía de la espalda y de las posaderas.

"Y así seguimos hasta el amanecer”- dijo el narrador, que quería terminar la historia porque sentía que había hablado demasiado. "¿Qué más hicieron?”- tuvo que preguntar Carlos ya que no podía quedarse sin el último detalle. "Te conté que nadie toca mi trasero, ¿o no?”- fue su respuesta.

La inserción en el mundo homosexual de Munich lo llevó a mirar una cultura que le era desconocida: el sadomasoquismo hiper masculino. Ernest y Max acudían frecuentemente al bar Bratwurstglockl en donde tenían siempre una mesa reservada. En este lugar no admitían "maricones" como se referían a los homosexuales femeninos. "Me sentí engañado por ese judío de mierda de Hirschfeld, que me hizo creer que todos eran afeminados”- explicó Max. Desde ese momento, lo culparía por haberle enseñado un mundo homosexual falso. Paralelamente a los invertidos que gustaban vestirse de mujer y se sentían "almas femeninas" atrapadas en cuerpos de hombres, existía un paraíso de hombres viriles. Hasta publicaban una revista, Der Eigene, que mostraba a hombres imponentes y bien dotados y acusaba a Hirschfeld de engañar al público y hacerlo creer, para ganarse su simpatía, que los homosexuales eran inversiones del género.

"He aquí el problema de mi relación con Ernest”- admitió el narrador. "Me había enamorado de él pero no quería serme fiel, me decía que había muchos hombres que disfrutar, que la vida era corta y que nunca se sabía cuándo terminaría". Berlín, a la que acudían frecuentemente, era en los años veintes un paraíso homosexual, con numerosos bares, como Eldorado, en que cada noche se podía escoger un nuevo ligue sexual. "Fueron años de absoluta lujuria y miles de hombres los que desfilaron por mi cama”- comentaría con nostalgia.

No obstante, en 1923, las cosas se complicarían. De acuerdo con Max, Ernest había usado, el 1 de mayo, las tropas S.A. contra los obreros de Baviera en un intento de golpe de Estado. Fue derrotado por el ejército y tuvo que renunciar. Hitler temía que si Ernest continuaba en Alemania, perdería el apoyo de los sectores militares de derecha. Le sugirió que se fuera a Bolivia y que llevara a Max a Costa Rica, un país totalmente insignificante en la diplomacia germana, pero bueno como trampolín para el futuro. Aunque la ciudad de San José era de unas cincuenta mil almas, cuando llegó en 1925, existía un submundo para satisfacer sus múltiples apetitos.

Uno de ellos era su adicción a la heroína, droga que ayudó a importar por medio de las compañías farmacéuticas alemanas. Él calculaba que llegaría a surtir a casi 23 boticas, principalmente en el sector obrero de Barrio México y del Hospital San Juan de Dios. Exportaba, también, grandes cantidades a Panamá. A pesar de las campañas para coartar su venta, el negocio prosperaría gracias a la participación de otros importadores y boticarios. El precio de un sobre de un cuarto de gramo se vendía a un colón mientras el salario de un obrero era de cuatro colones diarios. Aunque caro, Max había logrado que un 10 por ciento de la clase obrera se iniciara en el consumo.

Con respecto a las mujeres, el diplomático pudo encontrar, en Limón, una réplica casi exacta de su primera relación. Ahí conocería a Lady, una mulata de grandes senos y posaderas que sería su amante durante los primeros años. La compañera le serviría de socia en el comercio de la droga pero luego se daría cuenta de "que me robaba para huir con un negro de Limón y tuve que despacharla". Para dar una imagen de legitimidad a sus ingresos, optó por pedir trabajo en la Secretaría de Transportes y ayudar al gobierno de Costa Rica en asuntos de construcción de carreteras, lo que lo había llevado a la colonia de Miraflores.

Carlos quiso saber qué había pasado con su vida homosexual. "Costa Rica no es tan atrasado como parece”- le respondió. Max le contó que había descubierto algunos bares en la zona del Paso de la Vaca, uno de los sectores obreros. Sin embargo, los homosexuales eran más que todo del tipo "invertido" y no se encontraban "hombres hombres”- como los llamaba. Los únicos más abiertos eran los amanerados. A los bares josefinos, acudían generalmente oficinistas, peluqueros, maquilladores, empleados de almacén, quienes usaban pronombres de mujeres. Cuando cerraban las puertas, "se vestían de mujer" y ahí había iniciado la relación con Susanita, un homosexual con el que "Hirschfeld estaría feliz de encontrarse". "Es toda una dama y la trato como una mujer porque creo que estos tipos sí tienen desórdenes hormonales".

Aunque la vida social era activa, jamás tan abierta y liberada como en Alemania. Por esta razón, Max debía hacer lo posible para ir más frecuentemente a Berlín. "¿Pero no te da temor ser visto en estos lugares de mala muerte?”- preguntó Carlos. "La verdad es que no. Mucha gente de la alta sociedad los visita también”- afirmó. Según él, había encontrado ahí a señores del gobierno y hasta del Ministerio de Relaciones Exteriores. Si la policía ingresaba, se le pagaba una "propina" y los dejaban en paz. Algunas autoridades eran también clientes asiduos.

Al finalizar la historia, Carlos quedó extasiado. Nunca se imaginó que en medio de una zona tropical, en tan lejano lugar, llegaran las intrigas del poder del país más poderoso de la tierra. Fumó un último cigarrillo de marihuana y le dijo a su amigo: "Te deseo lo mejor, pero ten mucho cuidado".

Al día siguiente cada uno tomaría un camino diferente. Carlos a pedir dinero prestado y Max, de regreso a la Legación Alemana en San José.