Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

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XVI

Carlos se presentó en las oficinas de Marco Mikaus, acaudalado alemán que había hecho su fortuna con la exportación de azúcar. Para 1920, el pequeño sector de comerciantes alemanes había logrado obtener el 56% de toda la producción. A la vez, había incursionado en la banca y en el café. El agricultor solicitó un préstamo de 500 dólares que era, en esa época, todo un capital.

-Sé que no se decepcionará de mí, le digo con sinceridad, don Marco. Soy hijo de pastor luterano, honrado y trabajador. Simplemente es que el gobierno y la compañía no cumplieron con lo que prometieron- imploró el joven mientras observaba con angustia al azucarero.

-Lo siento mucho, Carlos, pero es que han llegado muchos compatriotas nuestros a pedir prestado. Ninguno ha cancelado lo que les hemos adelantado y dicen las malas lenguas que se lo han tomado en cerveza. Me doy cuenta de que la tierra no es como la nuestra y que hace un calor terrible, pero no es tampoco razón para que terminen bebiendo como latinos- sería la respuesta. Mientras se aprestaba para retirarse, una joven ingresó en la pequeña oficina para ofrecerles un café.

-Le presento a Yadira Sánchez, hija de mi socio- remarcó Marco.

El hombre sintió una mirada similar a las que vio en el espejo del salón de fiestas del Colombia. Desde que vivía en la colonia agrícola, sus relaciones se habían limitado a campesinas de la zona. Los alemanes tenían un bar al que llegaban personas de la comunidad a compartir unas cervezas y buena música. En algunas ocasiones, algo más. El joven apenas tenía tiempo para la diversión y sus relaciones habían sido esporádicas. Sin embargo, en la colonia se decía que muchas querían casarse con él. También que durante el primer año, un repertorio de chiquitos claros y rubios había nacido entre los campesinos. "El Señor nos está bendiciendo con angelitos del cielo”- decía el sacerdote del pueblo. El médico, por su parte, era más pesimista: "El diablo nos está llenando de putas".

La ojeada de la hija de don José Sánchez mostraba un interés algo intenso. La dueña de esos ojos diminutos era blanca, pelo negro, bajita y coqueta, una mujer que no llamaría la atención en la calle.

-Mucho gusto Carlos, ¿qué hace usted por aquí?- le preguntó con picardía.

-Vengo de Miraflores- replicó mientras la miraba a los ojos.

-He oído que es un lugar muy "guarero”- según el correo de las brujas- le dijo con una sonrisa.

-No crea en cuentos- dijo el hombre en un buen español- somos trabajadores pero no nos ha ido bien.

-¿Y cuál es la razón de su visita?- indagó con interés.

-He venido a pedir un préstamo- respondió bajando la mirada.

-Don Marco no es prestamista y no sé cómo le ha respondido, pero lo invito a que nos visite antes de irse, sé que a mi papá le encantará conocerle- dijo la muchacha, que se despidió y salió de la habitación.

-Como le iba diciendo - retomó don Marco la conversación- no estamos para préstamos pero le aconsejo que trate a mi socio, el padre de mi secretaria, que es más osado para los negocios- le dijo mientras se levantaba de la silla para mostrarle la puerta.
-Ni tiempo me dio para tomarme el café- se dijo Carlos antes de despedirse.

En el hogar de la hija de don José, las cosas serían distintas. La muchacha estaba interesada en el agricultor y él en su dinero. El padre de ella, en casarla. "Mamá, me gusta ese hombre, ¡es bien atractivo!”- exclamó Yadira cuando oyó que tocaban a la puerta. "Remedios, vea a ver quién es y me avisa para que baje a la sala”- le dijo a la criada. "¿Piensa usted que le guste?" "Sí, hija mía, eres una muchacha preciosa y de excelente familia, ¿cómo no le vas a gustar?" La joven corría por toda la habitación para buscar un traje apropiado. Se puso uno de algodón blanco con un sombrero pequeño de la misma tela y color. Se miró en el espejo, se pintó los labios con un rojo más fuerte y se puso más colorete en las mejillas. La criada entró a comunicarle que su visita había llegado.

-Señora, parece un ángel de hermoso. Nunca había visto a un hombre más atractivo en mi vida. ¡Qué afortunada!- la felicitó la empleada.

-No me hable babosadas Remedios, parece una gallina clueca, tráigame el perfume de la mesita y la toalla que está en la cama debajo del mosquitero- le dijo con impaciencia.

La criada hizo lo solicitado y salió a contarle a la cocinera, al jardinero y a las otras dos empleadas, que había llegado el Arcángel Gabriel a visitar a la señorita.

El agricultor germano no sintió más que una leve y casi ingrávida atracción. Le parecía, a pesar de su linaje, una mujer inculta. Le molestaba la facilidad con que expresaba sus sentimientos, tanto la risa como la cólera. La joven podía pasar, en términos de segundos, del sentimiento más hermoso al más diabólico.

-¿Cree usted, Remedios, que ese hombre me ame?- le preguntó a la criada con inseguridad.

-Sí señora, ¿quién no se enamoraría de una señorita tan buena?- le dijo mientras pensaba por dentro: "¡Oh bruja más tonta! ¿No se da cuenta de que ese hombre es demasiado para ella? ¡Le va a poner los cuernos a diestra y siniestra!"

El inmigrante, por su parte, aún tenía presentes las últimas palabras de su padre: "No mezcles tu sangre con la de los indios". Más pudo el interés y la necesidad. Carlos y Yadira se casaron en una ceremonia en la Catedral de San José, el 24 de enero de 1927.

El hombre se veía imponente en su smoking negro, corbata gris y un sombrero de copa que contrastaba con su cabello rubio y brillante como el sol de la mañana. La gente que pasaba por el parque no podía dejar de mirarlo. Cuando sonreía, las muchachas se codeaban y se pellizcaban como tontas. "¡Qué dichosa la que se casa con ese galán!”- se oía decir en las filas de los convidados que abarrotaban la iglesia. Cuando Yadira ingresó, con un precioso vestido francés de seda y algodón blanco, con una larga falda incrustada de perlas, los comentarios eran para su vestido. "¡Qué traje más divino!”- exclamaban sus amigas y agregaban con envidia: "Lo trajeron de Panamá porque aquí no se consigue algo tan hermoso".

La ceremonia sería calurosa, era un día de verano. El novio hubiese querido que terminara más rápido y finalizar con tanta pompa. Al salir del templo y saludar a sus invitados, un sudoroso Carlos no pudo dejar de observar que dos hombres extraños se reunían en el parque. Vestían trajes oscuros y tenían largas barbas.

-¡No puede ser que los judíos hayan llegado a este país!- se dijo a su fuero interno.
-Padre, ¿quiénes son esos hombres?"- preguntó al sacerdote.
-Son polacos- respondió a Carlos que los miró y no pudo controlarse.
-¡Malditos!- fue lo único que pudo decir.

Carlos pensaba que no eran el uno para el otro. "Nunca debí casarme con ella y hubiera sido mejor haber esperado más. Me dejé llevar por la necesidad”- le admitiría luego a Max. El matrimonio lo ayudaría a obtener el dinero, no para sacar adelante su finca sino para abrir un negocio de importación de ropa en San José. "Lo único bueno que me dejó la boda sería el conocimiento de que se necesitaba una tienda bien fina para las clases pudientes. ¡Importar el traje de novia de Panamá costaba toda una fortuna!”- reconoció el antiguo agricultor quien "no sabía nada del tema". Venía del campo alemán y no entendía ni gustos ni modas. No obstante, las clientas le enseñarían sobre los deseos de las mujeres ticas de la alta sociedad.

"Mi almacén empezó mal porque mi primera orden de ropa femenina era muy „masculina‟, o sea vestidos de colores pasteles y rígidos. En ese tiempo, estaban de moda los sacos para las mujeres y las corbatas al estilo de Greta Garbo. No vendí uno de ellos. Cuando doña Paquita de Elizondo llegó a probarse uno, me daría la lección de mi vida”- le confesaría con una sonrisa a su compinche.

"Era una mujer de más de cuarenta años y, para la época, toda una matrona”- agregó. Sin embargo, se había casado con un gamonal y Teniente de Ejército que le doblaba la edad. Pronto empezarían lo rumores de que la mujer gustaba de los peones jóvenes en la hacienda de café. Cuando eran las famosas "cogidas" del grano, Carlos creía que Paquita no se perdía una. "Mi amor, voy a la finca a supervisar la mano de obra”- le indicaba a su esposo y desaparecía por tres días.

Viajaba frecuentemente a Nueva York y a París, de donde traía los últimos gritos de la moda. "Las malas lenguas decían que Paquita no estrenaba los vestidos porque se la pasaba en la cama con los botones de los hoteles”- le contó a Max. Sin embargo, la damisela tenía una gran fortuna y establecía lo que se usaba en el pueblo de San José. Cuando asistía al Teatro Nacional, las jovencitas ricas josefinas copiaban sus modelos y les pedían a sus padres que les compraran vestidos "iguales a los de Paquita". "Papá, fíjese bien en ella para que sepa qué traerme de Inglaterra”- se oía en el vestíbulo del Teatro Nacional.

Carlos compartiría con Max el secreto del día en que Paquita entró a La Verónica a examinar la ropa. Se probó varios vestidos y ninguno le gustó. Buscó una cartera y le enseñaron una de "cocodrilo salvaje". "¡Salvaje es el precio que cobra!”- le dijo a la dependiente. Sin embargo, aunque no le atrajo la mercancía, sí otra cosa. Aprovechando que la empleada había ido a buscarle un té en la panadería de al lado, "la mujer me llamó al vestidor”- le confesó a Max.

-Carlos, quiero enseñarle el capricho de la mujer de Costa Rica porque usted no lo conoce bien- dijo desde el cubículo.

-¡Claro que sí, doña Paquita!- respondió al mirar por la puerta entreabierta que estaba desnuda y pensaba que aunque no era joven, mostraba unos senos redondos y parados, unas buenas piernas y una boca ardiente como un volcán.

-¡Pase, don Carlos, está usted en su casa!- le dijo al alemán que no pudo hacer otra cosa que sonreír mientras cerraba la puerta del vestidor.

-¿Qué quiere de mí doña Paquita? Estoy para servirle- Enséñeme el gusto de las mujeres ticas- le respondió mientras le tocaba el busto.

-Don Carlos, somos coquetas de nacimiento y nos gusta lo femenino. No me compre más vestidos de saco, ni corbatas, ni pantalones abombados y ahora béseme porque me muero por tenerlo- le indicó la señora al tomarlo entre sus brazos.

Carlos se fijó en un uno y otro espejo y se miró desnudo con una mujer que podía ser su madre.

"Con las visitas de la dama, mi negocio empezaría a prosperar”- le confesaría a Max. No obstante, su mujer no estaba del todo feliz.

-No compro nada que Paquita no apruebe- le decía Carlos a Yadira- Esa mujer es una experta en modas y me da buenos consejos.
-¿Y qué más te da?- preguntaba ella con sorna.

-Nada. Soy yo quien le da buenos regalos- respondía encolerizado- Uno de ellos, por cierto, es apoyarla en que abra un negocio más barato, algo como el que usted quiere- le agregó.

-Estoy segura de que Paquita sabe mucho más que cualquiera. Se rumora que imparte sus conocimientos a varios peones de la finca- dijo ella con ironía.

-Aunque me ha confesado que el agradecimiento de ellos no es tan grande como el mío- le respondió Carlos para hacerla rabiar.

El hombre empezó a hacer fortuna con los vestidos. Sin embargo, su relación con Yadira lo desesperaba ya que se "aburría como una ostra". Decidió, entonces, iniciar estudios de medicina en México. Se iría para ese país en 1930. Dejaría las tiendas en manos de Paquita y su mujer. Al final, las dos harían las paces y trabajarían juntas en el Comité en Pro de la Nacionalización del Comercio. En 1934 regresaría con el título de médico cirujano de la Universidad Nacional Autónoma de México. Allí se toparía con su antiguo amigo Max.

-Fue un respiro para mí arrancarme por cuatro años a esa mujer- le confesaría mientras tomaban una cerveza en el bar del Club Alemán.

-Su padre estaría orgulloso de usted- le dijo su amigo que, por su parte, había ido a visitar a sus compinches en Alemania y acababa de regresar al país- Necesitamos médicos en Costa Rica y la comunidad alemana, apoyo en estos tiempos difíciles. Ven a nuestras reuniones del grupo nazi que sé tu padre aprobaría de todo corazón. Estamos ante una invasión de judíos de Polonia y no podemos cruzarnos los brazos- le terminó diciendo.

Max Gerffin se había convertido en un leal servidor de la Alemania nazi. Costa Rica tenía cierta importancia para el III Reich por su situación estratégica cerca del Canal de Panamá. En caso de un conflicto, los alemanes podían contar con comunidades amigas en este país y sabotear las comunicaciones. Algunos especulaban que podría convertirse en un puente para tomar el control de esta importantísima vía marina. De ahí que Gerffin había venido con órdenes específicas de neutralizar la posición del gobierno costarricense en un posible conflicto con los Estados Unidos.

Esa misma noche tuvieron los dos antiguos camaradas la primera reunión nazi en el Club Alemán, centro social, desde 1890, de esta comunidad. Entre los compañeros de mesa estaban prominentes hombres del mundo de los negocios: dueños de librerías, ingenios de azúcar, bancos y de seguros. Max lo introdujo como un convencido nacional socialista y amigo directo del líder del partido, "ya que él y don Pedro, su padre, estuvieron entre los fundadores". Carlos agradeció la invitación y admitió que no sabía mucho de don Pedro porque él no era buen escritor de cartas. No obstante, estaba seguro de que apoyaría "de corazón" a este pequeño grupo nazi en Costa Rica. Al dedicar un brindis a Hitler, miró el reflejo de la mesa en el espejo que estaba detrás del bar y una sombra que abrazaba a Max.

En la reunión se trataron temas diversos. El grupo nazi daría prioridad a la lucha en contra de la migración judía y buscaría su expulsión de Costa Rica. Al mismo tiempo, debían apoyar a los sectores que se oponían al liberalismo de Ricardo Jiménez, principalmente a León Cortés que era un gran amigo de Alemania. Algo muy importante sería continuar patrocinando al Diario de Costa Rica, "un aliado de los alemanes" y enemigo acérrimo de los judíos. "Tenemos que tener cuidado de que don Otilio Ulate, su director, no se nos mariposee a una posición pro norteamericana”- les dijo Max. "Él es un hombre que sabe muy bien el peligro que representan los judíos y la necesidad de combatirlos”- agregó. Finalmente, buscarían alianzas con las comunidades española e italiana para apoyar al General Franco y presionar para que el gobierno de Costa Rica, igual que los otros países centroamericanos, rompiera con la República Española y reconociera al gobierno nacionalista.

En vista del gran trabajo, el alemán propuso que fundaran una ala femenina para que ellas "prepararan los cafés y las comidas del comité y redactaran las cartas y los panfletos". Yadira fue electa directora por unanimidad.

"Muchas gracias, es uno de los días más felices de mi vida. Tengo ganas de llorar”- dijo la mujer. Sin embargo, una fulminante mirada de su marido le hizo saber que no aprobaba estas cursilerías. Aún así, no pudo dejar de hacer un pequeño discurso:

Como costarricense es un honor dirigir el ala femenina del partido nacional socialista en nuestro país. Creo que todos compartimos el mandato divino de construir una comunidad en donde la raza y la religión sean sus baluartes. Hemos sido bendecidos por no haber tenido muchos indios en nuestro país y que nuestra población sea blanca y europea. Eso nos hace diferentes del resto de los países centroamericanos. Tenemos, eso sí, problemas similares a los de nuestra otra patria, Alemania. A la par nuestra viven poblaciones mestizas y salvajes como los nicaragüenses que son como los polacos para ustedes. Creo, eso sí, que nuestros principios deben ser pacíficos y no violentos, porque esto es señal de civilización.

Carlos se percató de que algunos de los miembros del grupo se codeaban cuando Yadira mencionaba que "los ticos eran blancos y europeos”- pero se quedó callado. Aunque la población fuera más "blanca" y europea que en el resto de la región, no era un secreto que se había mezclado con indígenas y negros y que para los arios alemanes, no era nada "pura". No obstante su aparente solidaridad, no se sentía más a gusto con Max. De la misma forma que su padre, él tenía dos caras. Por un lado, despotricaba contra los mestizos y los "cruzados con monos" como él los llamaba y por otro, era harto conocido que vivía con una mulata de Limón. No la llevaba a una reunión del Club, pero sí se le veía con ella en los lugares públicos como el Cine Adela, algo retirado del centro.

También decían por ahí que el hombre "no salía de los prostíbulos de San José" y que le gustaba todo tipo de prácticas extrañas. Una de ellas era precisamente levantarse homosexuales de los bares del Paso de la Vaca. Según una amiga, se le veía con Susanita, un homosexual que trabajaba en una tienda de modas. Algo de verdad podía haber en ello porque sentía que el líder nazi tenía un interés especial en él. Algunas veces cuando se bañaban en la piscina del Club, había sentido su mirada en sus partes íntimas. En los vestidores, notaba por los espejos al varón observándolo.

Por todas estas razones, Carlos no le dio mucha importancia a su vida política. Sus actividades se dividían entre su práctica médica, los negocios y las ocasionales reuniones en el Club Alemán. Él apoyaba las iniciativas contra los judíos pero dejaba a Yadira que lo representara en las actividades porque tenía poco tiempo disponible. Últimamente ni siquiera estaba en el negocio. Sin embargo, esa mañana de mayo de 1934 no faltó y tuvo "ese presentimiento de que algo iba a suceder".

A las tres de la tarde, "ni un minuto más, ni un minuto menos”- una muchacha con una niña se paró a mirar los vestidos en la ventana. Carlos no las notó por un buen rato. Vestían muy pobremente y podían ser de las muchas campesinas que miraban las vitrinas para no comprar nada. Prefirió estudiar los pedidos que debía hacer a Nueva York. Tenía que tener cuidado porque muchos negocios estaban quebrando y a veces se hacían transferencias bancarias para enterarse luego de que éstos bancos habían dejado de existir. No obstante, no pudo concentrarse. Dejó las cuentas sobre su escritorio y volvió a mirar hacia afuera, un reflejo casi mecánico en los dueños de almacenes. Las féminas seguían frente a la vitrina y al volver la vista, miró su reflejo en el espejo de la ventana. Una de las ellas por unos pocos segundos lo vio y las miradas se entrecruzaron.

Un escalofrío le recorrió la espalda. "Nadie, jamás, lo juro, me había mirado así”- escribiría en una carta. Carlos salió agitado del negocio.

-Señorita, ¿se le ofrece algo? ¿Puedo atenderla?- preguntó nerviosamente a la joven que no le entendía

-Can I do something for you?- No había respuesta.

¿Pero de dónde podía ser esta muchacha que tenía los ojos más hermosos que había visto?- pensó para sí.

-¿Entiende alemán?- reiteró

-Un poco- le respondió en ídish la muchacha.

-¿Cuál es tu nombre y de dónde vienes?- insistió.

-Vengo de Polonia y me llamo Elena, señor. Ayer llegué- le dijo mientras alzaba la mirada.

-¿Y qué hace aquí?- le indagó con dulzura.

-Me vine a vivir ya que mi padre está desde hace años. Me imagino que nos quedaremos por mucho tiempo- respondió Elena mientras la otra niña se incomodaba de la situación. Quería proseguir su camino y jalaba la falda.

- Tiene una ropa muy linda en la ventana señor, en mi pueblo vendía también vestidos- le dijo al hombre que no oía nada más y se había quedado en algún lugar entre una palabra y otra, escondido entre las sílabas y en el espacio musical que se creaba cuando abría su boca.

-¿Cuáles vestidos?- respondió alelado mientras miraba un rostro demasiado hermoso para mirarlo más que unos segundos.
No pudo indagar más. No era justo lo que le estaba pasando. No sabía qué hacer.

-¿Te puedo acompañar a tu casa?- preguntó con ansiedad.

-No se moleste, voy para el Mercado Central en dónde mi padre tiene una tienda- sería la respuesta que él no podría respetar.

El hombre la acompañaría sin poder dejar de mirarla. No podía controlar sus ojos. Para no incomodarla, la espiaba por los espejos de las otras tiendas. En una carta que le enviaría luego confiesa no acordarse cuánto duraría el camino desde su negocio al Mercado. Eran unas siete cuadras de distancia y un periplo desde la oligarquía cafetalera hasta el pueblo pero ese día "el tiempo se hizo más extenso". En la calle, hombres y mujeres los miraban de reojo. De un momento a otro, la ropa parisién y los artículos importados habían desaparecido. Las tiendas se iban tornando más populares. "Buenos días, don Carlos”- lo saludaba Pepe, el español dueño de la botica. "¡Salúdeme a su suegro!”- le dijo la dueña italiana de la zapatería. Carlos solo oía el cuento de las moras en los bosques polacos.

Llegaron al Mercado Central. En cientos de chinamos baratos se asomaban los juguetes de los pobres, los animales domésticos, las bolsas para chorrear el café, las escobas, muchas de ellas, las candelas blancas y de colores para los santos y los maleficios, la comida para los chanchos y las gallinas, lavanda para atraer la buena suerte, los pétalos de rosas y raíz de manzano para el amor, la madreselva para las depresiones, el jazmín para aumentar el amor propio, la artemisa para inspirarse, el café y las frutas como la sandía, la piña, la guayaba, la mora, el nance y los jocotes, y las carnes de res, de cerdo y de pescado. Los olores eran intensos. La canela, la vainilla, el jengibre, el limón y el pescado competían por las narices de los miles de clientes.

"¿Le puedo ayudar en algo? ¿Qué busca? ¿Qué quiere? ¿Qué se le ofrece? Vea y pase adelante”- se oía por todo lado, el himno fenicio del mercado. Mujeres y hombres que vendían de todo. Comerciantes como ellos que compartían la segunda profesión más vieja.

"¡Santo Cielo! ¿De dónde ha salido este semental?"- exclamaba la vendedora de gallinas. "¡Ésos son los mejores huevos que he visto!"- agregaba como piropo. El comerciante de quesos pegaba un grito: " Mi amor, ¡qué leche más pura te dio tu madre! "

El vendedor de aguacates no se quedó callado: "Tengo una semilla igual de dura". "Pepe, mire a la mujer que viene con ese gringo”- le indicaba el del puesto de tapas de dulce al de los chayotes. Cuando pasaban por ahí, el comerciante le ofrecía a la muchacha su amor eterno. "Mi corazón es como este chayote, le decía, duro por fuera y tierno por dentro". La vendedora de bananos sería la más atrevida: "Machito, ¿dónde compró ese racimo que lleva en su bolsa?" Los dueños de los chinamos se asomaban para averiguar el por qué de tal alboroto que parecía la entrada del mismo Jesús al templo.

"¿Pero qué diablos pasa?”- le preguntó la vendedora de ropa de chiquito a la de las sombrillas. "Es que viene una pareja que dejó como locos a todos estos degenerados".

En los sinuosos caminos del Mercado, pronto los olores se deterioraron. Estaban llegando cerca de los excusados y los orinales. Una fila de huecos, sin otra cosa que la carbolina para atenuar el olor, servía de alivio para los clientes. "35 centavos el turno y 10 centavos el papel”- decía el rótulo. Desde adentro se oían los gritos de una clienta: "¡Santa María, se me fue la cartera en el hueco, necesito ayuda!"

Las tiendas vecinas eran las más pobres y las menos concurridas. Sin embargo, sus vendedores no eran menos románticos. "Mamacita, con usted cerca no huelo más que perfumes”- le dijo el dueño de la carnicería. La mujer de los pescados no se iba a quedar callada: "Papito de mi vida, macho rico, venga y lo pelo todito". La tienda de David quedaba exactamente en dirección diagonal del orinal y enfrente de la de los inciensos y remedios naturales.

Carlos no debía acercarse más. Sin embargo, el padre de Elena se percató del acompañante. A pesar de que lo habían visto, no pudo contener su emoción: "Señorita, tengo que volver a verla. No me diga que no porque no podría resistirlo". Esto era nuevo para él: un deseo que le brotaba sin control y que lo ponía, por vez primera, ante la merced de una chiquilla de catorce años, un hecho inusitado.

"Le digo que no. Mi padre me está viendo con cara de horror. Si lo volviera a ver, me echaría de la casa y de este país. Diría quadish en mi memoria y nunca me perdonaría.

¿Para qué invocar los demonios?”- fue la respuesta.

"¡Que nos lleve la trampa!"- murmuró Carlos.

Cuando regresó, hipnotizado, a su negocio, lejos del Mercado y de los pobres, de los malos y de los buenos olores, el hombre estaba en un conflicto terrible. La muchacha no podía tener solo 14 años, pensaba, era más vieja de lo que parecía. Debía ser una mujer que había reencarnado y venía desde lejos, tan lejos que nadie sabía su origen. Pero, ¿de dónde la sensación de cercanía? No le dio permiso para visitarla pero no importaba, conocía la tienda de su padre. Iría todos los días hasta que explotara algún volcán, se inundaran los ríos o se viniera otro terremoto como el de 1910.

"¡Maldición, Dios mío!”- repetía. "¿Tuvo que enviarla judía?"