XVII
La llamada desde La Paz entró, como siempre, el lunes a las diez de la noche. Max estaba solo a esa hora en el Consulado, sin nadie que pudiera escucharlo. Su socio le había advertido que había oídos hasta en la taza del baño y que debían cuidar sus conversaciones.
El tema principal estos días era las transacciones comerciales que no calzaban. El cargamento de cocaína que se había enviado a Panamá mostraba un peso menor del que se reportaba en San José. Ernest tenía sospechas de que alguien se había dejado una tajada de los dividendos. En vista de que los cargamentos se enviaban desde Bolivia vía Limón, el problema parecía ubicarse en ese puerto. "Están reportando a San José una cantidad menor de la mercancía de lo que he enviado. Alguien se ha dejado de un 10 a un 15 por ciento en ese puerto”- le informó. Max no estaba tan seguro. "A veces tenemos que dejar un poco en manos de los aforadores aduanales para que se hagan de la vista gorda”- le contestó. Sin embargo, le prometió que investigaría el asunto.
El diplomático en Costa Rica quiso saber, además, qué había pasado con las conversaciones con Hitler. "Quiere que vuelva a Alemania y le he dicho que lo pensaría”- fue la respuesta de su socio. Ernest estaba haciendo una fortuna con la cosecha de coca en Bolivia, la que exportaba a Panamá para ahí comprar opio y heroína, los que distribuía, a su vez, en toda la región.
De ahí que no estaba convencido de que regresar sería una buena idea. El negocio de la droga era "políticamente correcto" porque se había logrado bajar los costos y hacer la heroína más accesible a los sectores obreros, tanto en los Estados Unidos como en Latinoamérica. "Una forma de lucha contra el comunismo”- decía el militar. Sin embargo, Max, antes de colgar, le advirtió que la prensa costarricense, azuzada por los Estados Unidos, hacía un escándalo diario sobre la adicción a la heroína entre las clases obreras y que debían "cuidar sus espaldas".
La única persona con acceso a las cuentas del empresario era Lady, la amante mulata. Como era costumbre de Max y Ernest, nunca hubo división entre el sexo y los negocios. Ernest le había enseñado que ningún hombre de confianza llegaba a los estratos superiores de la S.A., sin antes pasar por su "inspección". Además, el ex capitán del Ejército había descubierto un gran aliado en la tecnología del siglo XX: la cámara fotográfica personal. Gracias a ella, tenía la colección más grande de pornografía de hombres poderosos en el Partido Nazi que, en pelotas, posaron para él.
No era de extrañar, entonces, la cantidad de jóvenes hermosos, sin experiencia militar, que habían ocupado posiciones de poder, agradecidos y potencialmente sobornables por el voraz Ernest. Tampoco que Max hiciera lo mismo en los trópicos. Desde que había regresado a San José, una vez que la carretera de Miraflores se paralizó, la mujer le había ayudado, en la cama y en los negocios, a realizar muchos de sus sueños. La joven era una fiel exponente de la belleza de su raza y atraía tanto a hombres como a mujeres.
Las malas artimañas, cuando son efectivas, se pasan, a la usanza griega, de mentor a pupilo. Max había iniciado su propia colección de fotografías de políticos y gamonales costarricenses, quienes habían sido inducidos por su atractivo personal, el de Lady, el contador de ésta en Limón, Susanita y otros ligues más, a memorables bacanales. Los altos consumos de cocaína, marihuana y heroína, los estupefacientes de moda en las pueblerinas San José y Limón de la década de los veintes, permitían tomar fotos totalmente embarazosas.
Si Lady era un buen cebo para los hombres heterosexuales, su contador, William Pop, lo era para los bisexuales. El joven no solo sabía llevar los libros de contabilidad, sino que a docenas de hombres a la cama, quienes le ayudaban luego a meter toda la droga posible. Su amiga, Lady, confiaba su dormitorio y su chequera al contador, con el que tenía una relación secreta. Max, en sus visitas a Limón, no se perdía una relación con este "hermoso ejemplar de hombre". Sin embargo, jamás había sospechado que William estaba locamente enamorado de Lady y que tenía planes de fugarse con ella.
No le tomó, sin embargo, mucho tiempo suponer que William le robaba con el conocimiento y la participación de su socia. Por medio de un aforador en la Aduana de Limón, el alemán averiguó las cantidades exactas que llegaban en los barcos germanos de Sur América y las pequeñas cantidades que se despachaban como soborno. La diferencia, dedujo, estaba en bancos panameños, a nombre de la compañía "Pop Sociedad Anónima”- en que Lady tenía una de las dos firmas autorizadas para los retiros. "¡Me las van a pagar ese par de desgraciados!"- se prometió.
Cuando habló dos semanas después con La Paz, los socios decidieron "ultimar" el asunto en el viaje próximo de Ernest a Alemania. Hitler le insistió que quería su regreso y él estaba dispuesto a abandonar sus lucrativos negocios, siempre y cuando dejara empleados de su entera confianza. Si las cosas salían mal, necesitaba un lugar donde regresar y un negocio que lo mantuviera. Bolivia, con su producción doméstica de cocaína y sus infranqueables vías de transporte, era el lugar ideal para la operación. Costa Rica, por su cercanía a Panamá, sin contar con la injerencia directa de los Estados Unidos, era un buen puente para el mercado norteamericano. Ambos hombres se pusieron de acuerdo en que "resolverían" el asunto en diciembre de 1930.
Unas semanas antes del viaje, Ernest le contaría a Max que Hitler lo había llamado para ofrecerle nuevamente el puesto de la S.A. Él debería acompañarlo en este viaje pero quería que se quedara al mando de sus negocios en América Latina. De esta manera, ambos tendrían un refugio en caso de que la situación se deteriorara. Desde el Consulado en San José, Max podría viajar a La Paz y supervisar las plantaciones de coca. Podía también ir a Berlín las veces que quisiera. Antes de partir, para dejar las cosas en orden, "finiquitarían”- el asunto en Limón.
Ninguno de los dos solía empezar o terminar un negocio fuera de la cama. Ernest creía que la discreción era una cobardía de los invertidos y afeminados, no de hombres viriles como ellos. Cuando se reunía con miembros del partido, fuera en Munich o en Berlín, prefería hacerlo en los bares de homosexuales, ante la vista de los demás. Para nadie era un secreto que importantes reuniones de la elite nazi se sostuvieron en el Bratwurstglockl. Para resolver los problemas con sus socios, no pudieron pensar en nada mejor que en una orgía de "despedida".
Esta vez, a diferencia de otras, participarían solamente los cuatro. El lugar de la cita, como siempre, era el famoso Hotel Wellington de Limón, cuyos dueños eran la mar de discretos y los empleados sabían muy bien que debían callar y limpiar las habitaciones. "En boca cerrada no entran moscas”- decía el letrero de recepción. El que hiciera una pregunta sobre los desfiles de menores de edad, los ruidos en las habitaciones o las jeringas en el suelo, tenía los días contados. Algunos de los indiscretos habían terminado en la jungla del puerto, devorados por coyotes, perros y gatos de montaña.
Lady preguntó por qué, esta vez, no deseaban que trajeran chiquillos y chiquillas. Aunque no sospechaba que había sido descubierta, no dejaba de prestar atención a los cambios. Max le contestó que Ernest venía cansado del viaje y que solo podría estar dos días con ellos. Además, le confesó, ella sabía la atracción que él sentía por las proporciones descomunales de William, de las que quería gozar, antes de irse a Berlín, "una última vez".
El jamaiquino estaba de muy buen humor porque la mercancía que le habían mandado era de "excelente" calidad y se estaba vendiendo bien en el país. El hombre esperaba que, si las cosas seguían así de bien, pronto podría regresar a su querida isla de Jamaica. Así se lo había prometido a su hermano Miguel, un joven que trabajaba en las plantaciones de banano. "Te voy a llevar algún día a nuestro país para que cultives tu propiedad y no te dejes explotar por la mísera United Fruit Company".
La noche se desarrolló como otras anteriores: primero buenos tragos de whiskey Old Scotch, preferido de Ernest, unas rayas de cocaína para "despertar el deseo" y unos buenos minutos de masajes, poses y besos, acentuados con sendos "pinchazos" de heroína. El militar prefería, al principio, observar la acción y hacer su despliegue de fotógrafo profesional frustrado.
"William, muéstrale a la cámara lo mucho que tienes”- ordenaba. "Lady, dale un buen beso francés a ese maravilloso aparato". Max, por su parte, iba y venía de la habitación, trayendo y llevando artículos "para estimular la pasión”- desde látigos hasta cepillos de raíz, los preferidos del diplomático para los "masajes de espalda". Una hora después, los cuatro se volvieron a inyectar heroína y encendieron el primer "puro" de marihuana. "Este hachís es traído directamente de Kingston para usted”- indicó Lady. Ernest fumó varias veces y se retiró al baño. Max ordenó a William que le hiciera el amor a la mujer "como si fuera la última vez". El socio regresó para terminar su sesión fotográfica, con una botella de champán envuelta en un paño, para celebrar la "venida".
Lady debió haber sospechado algo cuando Ernest le dijo, con sarcasmo, que para él, su lealtad representaba uno de los principales "regalos" de la naturaleza. Pero estaba tan encumbrada que no le dio importancia. Ella sabía que el militar alemán era un hombre extraño y temperamental y a veces decía estupideces. A pesar de ello, estaba convencida que el militar había sido "hechizado" por las artes amatorias de su compañero y que jamás podría matar a "la gallina de los huevos de oro". Además, pensó, desde que andaba con un sodomita josefino, había perdido interés. Mejor para ella, se dijo, porque estaba cansada del sadomasoquismo en las relaciones. Tampoco se extrañó que para la sesión sexual de la noche participarían solo ella y William. Eso era frecuente en las relaciones con su jefe, quien prefería, algunas veces, solo tomar fotos. Aunque Max se veía incómodo, siempre estaba ansioso, y Lady prefirió, sin darle vuelo a sus suspicacias, seguir con el teatro.
Mientras los dos alcanzaban el orgasmo, o lo fingían, del paño de Ernest salió, como por arte de magia, un largo cuchillo. El hombre no lo pudo ver porque le daba la espalda, pero Lady sí, quien pegó un grito que se confundió con placer. "¡No, no, por favor, no!"- alcanzó a exclamar. William, en lugar de reaccionar, siguió cabalgando, sin tomar conciencia del otro puñal que se le venía por detrás.
"Regarse es una forma de morir”- le dijo Max, quien sacó debajo del colchón otro de igual tamaño y se lo pasó a Lady por la garganta, añandiendo: “¡Regarse es morir!”. Con unos pocos segundos de diferencia, Ernest hacía lo mismo en la espalda ancha y fornida de la víctima. El formidable hombre apenas pudo quejarse de la primera estocada. El verdugo sacó el arma y la volvió a clavar en la espalda, una, dos, tres, cuatro y cinco veces mientras gritaba: "Nadie me roba dinero y queda vivo para contarlo".
Los dos murieron uno sobre el otro, desangrados, no sin antes sufrir por minutos. "¡Tenga piedad de mí”- le dijo una moribunda Lady, "termine de clavarme el cuchillo en el corazón!".
No la tuvieron. "Tome fotos de los cadáveres y úselos para advertir al próximo desgraciado que se atreva a engañarnos”- concluyó el militar. "Ahora llame a los empleados de confianza para que limpien este desastre". Con ayuda de cuatro sirvientes del hotel, se llevaron los cadáveres a la selva limonense y los tiraron en un río de cocodrilos. En pocos segundos, desapareció la evidencia.
Una vez en Alemania, Ernest retomó el comando de la S.A. y lo convirtió en una fuerza militar más grande que el mismo ejército. Para 1933, las tropas de choque tenían nada menos que dos y medio millones de hombres. Los dirigentes militares del Vikingkorps, que reclutó Ernest, eran casi todos homosexuales, amigos de los baños turcos o de orgías privadas. El Füehrer lo sabía y no parecía importarle. "Después de todo, había estado solo con otro homosexual, Rudolf Hess, en la prisión de Landsberg”- se ufanaba Ernest. Tanto intimaron los dos, le dijo a Max, que cuando Hitler salió de la cárcel, usó cariñosos diminutivos austriacos para lamentar que Hess se quedara preso: Ach mien Rudy, mein Hesse rl.
La relación era tan estrecha que cada vez que el líder nazi recibía un regalo que le gustaba o una maqueta de algún edificio, corría a enseñárselo a Rudolf, quien era conocido como Fraulein Ana. "Parecen dos travestidos a veces”- decía. Finalmente, Max averiguaría que Hitler conservaba como mayor tesoro una carta de amor del rey Ludwig II a su amante y escudero. "No sé si él practica o no la homosexualidad”- le dijo Ernest, "pero está rodeado de maricones y no nos va a perseguir por ello".
A pesar de los pronósticos, Hitler y Roehm empezaron a distanciarse. Una razón, según aprendería Max, era por culpa de las intrigas de otros amigos de Hitler, Jorg Lanz Liebenfels y Guido von List. Lanz, un monje cisterciano que fue expulsado del monasterio por prácticas homosexuales y que era el padre espiritual del líder del nacional socialismo. Una vez fuera del claustro, había fundado una asociación oculta, Ordo Novi Templi, a la que se dice perteneció Hitler y en la que se practicaban ritos sexuales tántricos. Fue él quien escogió la esvástica rosada como símbolo del movimiento ya que ésta representaba al dios teutónico Wotan, padre de las tormentas y quien sería la inspiración de las fuerzas de choque, o "tropas de tormenta" según su equivalente en alemán.
Lanz advirtió a Hitler del poder rival que tenía en Roehm y que éste había pasado la línea entre la homosexualidad viril y la degeneración total. "Una cosa es el amor entre dos hombres en la tradición griega”- le decía, "y otra poner el rabo a todos los soldados de la S.A." Pero algo preocupó más a Hitler que sus prácticas "degeneradas”- las cuales conocía desde hace años. "Roehm tiene el poder" -le dijo- "de llegar a controlar el Ejército alemán y los militares están dispuestos a dar el golpe de Estado para evitarlo". El político salió de esta sesión "espiritual" más preocupado que aliviado.
El mismo Max estaba angustiado por las indiscreciones de Roehm. En una fiesta en la casa del jefe de propaganda nazi, Joseph Goebbels, Ernest había organizado una orgía e invitado nada menos que a los guardaespaldas de Hitler. Heinrich Himmler se quejó con el Füehrer de que era vox pópuli que los puestos en la S.A. se daban por sexo. "Lo que determina los buenos cargos no es la lealtad ni el coraje sino el tamaño del órgano sexual”- le dijo. Según Himmler, Ernest llevaba a la cama a muchos de sus confidentes para luego tener pruebas en su contra. "Mi adorado Füehrer" -le dijo Himmler- "es hora de que haga algo porque el Ejército comenta que el único territorio alemán que se está extendiendo es el esfínter".
El compañero le había advertido que dejara de ir a los baños turcos y que destruyera la colección de fotos. "Usted está en la misma posición que Hirschfeld"- le decía- "ya que tiene información explosiva". Pero Ernest no hacía caso. Su apetito por muchachos arios de los colegios de Munich era insaciable. Un día le pidió a Peter Granninger, su antiguo compañero, que le trajera once imberbes del colegio. Además, colocó en planilla a este hombre, con un sueldo mensual de 200 marcos, solo con el fin de que le consiguiera "carne fresca". Una de estas "comilonas" se llevó a cabo en el departamento que compartía con Max.
Cuando el compañero entró en su departamento y encontró a Ernest en pelota y tomando fotos a los jóvenes, algunos hijos de militares del Ejército, armó el peor escándalo del año. Empezó a golpear a los despavoridos muchachos, quienes minutos antes únicamente recibían atenciones, y amenazó echarlos desnudos a la calle. "La heroína te está poniendo loco. Lo único que haces es buscar hombres para que te sodomicen y lo peor de todo, es que estás tan bruto, que no puedes parar de tomar fotos. ¿No te das cuenta de que algunos de estos mierdosos son hijos de figuras políticas del Partido y que sus padres, tarde o temprano, se vengarán?" El jefe de la S.A. no estaba para escenas de celos, cogió todas sus pertenencias, fotos y películas y lo echó a la calle.
Hitler decidió implementar, en su rivalidad con Roehm, la "solución final". En febrero de 1933, prohibió la pornografía homosexual, cerró los baños turcos, los bares y las organizaciones en pro los derechos homosexuales como el Comité Científico de Hirschfeld. El 6 de mayo, las tropas del Partido Nazi entraron al Instituto de Sexualidad y arrasaron con su biblioteca y quemaron miles de libros y de documentos. El líder de la S.A. no vio los pasos de animal grande porque consideraba que la quema de todas las carpetas, libros y películas borraba la evidencia de la homosexualidad de miles de nazis, inclusive la suya y la de Max. "Hitler lo hace para protegernos"- le contestaría. Ernest así lo creía porque las organizaciones homosexuales "masculinas”- como la Sociedad por los Derechos Humanos (SR), no habían sido tocadas. "Ésta es una purga de los maricones afeminados, no de los viriles"- afirmó.
A principios de 1934, Max se fue para Costa Rica con tal de coordinar los negocios. La migración de los judíos al país le preocupaba porque no quería que lo acusaran de ser blando con respecto a los enemigos de la nación germana. Esto ameritaba incrementar las labores políticas del partido nazi, que había ayudado a establecer. Una era hacer frente común con los comerciantes que se sentían preocupados por la competencia de los buhoneros. Además, un cambio de aires le haría bien. La relación con el jefe de la S.A., desde el último altercado, se había deteriorado. El director de la S.A. tenía docenas de nuevos jóvenes con quien consolarse y lo único que le interesaba de la relación con Max era que cuidara su lucrativo tráfico de drogas.
En mayo de 1934, en la bucólica ciudad de San José, se llevaría la sorpresa de su vida. Una mujer alemana había pedido una cita con urgencia al encargado de negocios. No había querido decir sobre qué quería tratar porque era de "total privacidad" y no había dejado más que su nombre de pila, Claudia. A las tres de la tarde del otro día, la dama ingresaba en su oficina.
-Bienvenida señora, me han dicho que su tema a tratar es de suma urgencia. También que es tan peligroso que no quiso dar su apellido. ¿En qué puedo servirle?- preguntó el oficial con curiosidad.
-Su nombre es Max Gerffin, ¿correcto?- le contestó la mujer con otra pregunta.
-Así es- respondió un intrigado funcionario que no podía dejar de percibir algo familiar del rostro de esta dama germana.
-Max, quisiera haber hecho esto de una manera más gradual y no con tanta premura. He venido de Hamburgo, solo para entrevistarme con usted. No he confiado ni en cartas, telegramas u otro medio de comunicación. Lo que le tengo que decir es estrictamente privado. ¿Puedo confiar en que guardará el silencio?- le dijo la mujer que se había sentado del otro lado de su escritorio.
-Absolutamente, puede contarme lo que desea- fue lo único que le pudo decir antes de recibir lo que presentía serían malas noticias.
-Pues fíjese usted que he tenido amistad con algunos militares allegados a mi antiguo esposo. Él es un general retirado pero con muchas conexiones y yo, por mi parte, he mantenido contacto con ellos. Pues en algunas fiestas he oído que existe un gran recelo en ciertos círculos del poder contra su amigo, Ernest Roehm. Se rumora que el señor Roehm quiere tomar control del ejército y que Hitler teme un golpe de Estado de las fuerzas armadas para evitarlo. Para congraciarse con los militares, me han dicho que piensa hurgar un plan contra el líder de la S.A.-le confesó la misteriosa mujer que había prendido un cigarrillo y lo fumaba con extraña intensidad.
-Lo que usted me dice es muy grave. Sin embargo, ¿cómo puedo saber que usted habla la verdad si no la conozco? ¿Cómo quiere que le crea si no sé quién es usted?- preguntó un preocupado Max.
-Sí me conoces, y perdona que tenga que decírtelo de esta manera, pero soy tu madre- finalmente reveló la baronesa y dio así respuesta a la sensación de familiaridad.
El diplomático pidió permiso para ir a sentarse. La noticia eran tan avasalladora que apenas podía respirar. "¿Era esta mujer la madre que no veía desde que tenía cinco años? ¿Era la degenerada a la que su padre le había prohibido hablar? ¿Podía ser esto una trampa?"- se repetía todas las preguntas. Mientras pensaba en éstas y más posibilidades, Claudia continuó el diálogo.
-Sé que debe ser terrible oírlo de esta forma. Me imagino que te han dicho cosas horrendas de mí. Sin embargo, quiero decirte que nunca te abandoné por mi propia voluntad y que si he venido a ayudarte, es porque no quiero que te hagan daño- le dijo mientras le ponía la mano encima de la suya y lo miraba directo a los ojos.
-Es tan repentino lo que usted me cuenta que no sé qué decir- dijo Max, casi sin habla.
-Quiero darte una señal-, agregó la mujer- ¿Te acuerdas de la canción con que te hacía dormir? Te la cantaré para que sepas que soy yo.
Mientras entonaba con su dulce voz la canción de cuna, Max no sabía si abrazarla o darle una bofetada. Por el momento, optó por hablar de negocios.
-¿Quién le ha dado la información sobre los planes de Hitler?- le increpó con angustia.
-No lo puedo decir, Max, prometí no abrir la boca- respondió la madre.
-¿Pero cómo sabré que no es una mentira?- insistió el funcionario alemán.
-La única forma de que lo averigüe es que preste atención a los acontecimientos. Hitler tiene una reunión el 14 y 15 de este mes en Venecia con Mussolini. Mi informante me ha dicho que ahí se decidirá la suerte de Ernest. Aparentemente, Mussolini ofrecerá ayuda militar en caso de que haya un golpe de estado, no sin antes pedir la cabeza de su amigo. A Mussolini no le agradan las prácticas homosexuales y no confía en Roehm- le advirtió mientras estudiaba las expresiones del rostro de su hijo.
-Pero si no gusta de él, ¿para qué lo quiere en la reunión?- insistió el hijo.
-Para tenderle una trampa- respondió Claudia.
Max hizo lo posible para que su madre hablara. Sin embargo, la mujer se mantuvo reservada.
-Quiero que sepa una cosa y que la oiga con atención. Usted no puede hacer nada por ese hombre. Su suerte está echada. Hitler ha tomado la decisión de quitarlo del camino. No sé ni cómo ni cuándo, pero sí que lo hará. Lo único que puede hacer es salvarse. No vuelva durante estos meses a Alemania y saque todo lo que tiene en casa de su amigo- le hizo la advertencia y apagó el cigarrillo.
-Eso no es problema porque Ernest me echó todas mis cosas a la calle- dijo Max.
-Dale gracias al Señor por tan buena suerte. Y una cosa más- dijo la baronesa- Si alguien sabe que nosotros hemos hablado o que he estado en Costa Rica, tu cabeza y la mía rodarán por el suelo. He usado un pasaporte falso y nadie tiene que saber que estuve aquí. De hacer algo que me comprometa, Hitler averiguaría que fuiste avisado y que te alejaste por ello. Daría con quién me dio la información y todos moriríamos. Así de simple. Aprovecha estas semanas o meses para deshacerte de todos los negocios que tengas con ese hombre- serían sus últimas palabras antes de levantarse y dirigirse hacia la puerta.
Claudia invitó a su hijo al hotel para hablar de las cosas de la familia. Cuando él llegó al día siguiente, le enseñó algunas de sus mejores pinturas aunque al joven no le impresionó la calidad de las figuras geométricas y los colores tropicales. A pesar de ello, Claudia le regaló una pintura para que la expusiera en su oficina. "Di que te la regalé en Alemania”- le dijo su madre.
Hablaron de sus vidas y lo difícil que había sido la relación con un militar. La baronesa le confesó que había huido con otra mujer, Henny Sherman, su compañera. "Tu padre no me lo perdonará jamás”- le señaló. También le admitió su preocupación por la intolerancia nazi con los judíos. "Debes saber que Henny lo es".
Max prefirió no dar una opinión aunque le pareció reprochable: "No me importa si es mujer, pero sí judía". Sin embargo, prefirieron evitar un tema que no compartían. Claudia le aseguró que supo de la relación entre su hijo y Ernest por "el correo de las brujas" en los bares homosexuales de Berlín. La madre acudía de vez en cuando a Eldorado y había oído sobre los nuevos romances de Ernest. "El hombre es insaciable. Debes tener cuidado con él". Con esta última frase, se despidieron y se vieron pocas veces durante las semanas en que se quedó en San José.
El diplomático alemán estuvo mal por varios días. Había sido tan cortante con su madre, que no sabía cómo pudo haberse contenido. Pero los acontecimientos se suscitaban tan velozmente que no reaccionaría hasta años después. El 13 de mayo Roehm lo llamaría para confirmarle que iría a Venecia. Max le solicitó que se asegurara de que ningún documento de la compañía tuviera el nombre de ellos. Ernest le dijo que podía estar tranquilo porque "jamás cometería un error de principiantes". A su regreso de Venecia, le admitiría que el viaje había sido "fantástico" y que en el hotel tuvo una orgía con varios militares italianos. "No se imagina las fotos que tomé y la cantidad de barbaridades que hicimos". Ésas serían las últimas palabras que cruzarían.
El 28 de junio de 1934, el líder de la S.A. había planeado una "fiesta" con los mismos italianos que conoció en Venecia y lo mejor que la S.A. podía ofrecer. La fatídica velada se conocería como "La noche de los cuchillos largos" porque Hitler lo asesinaría, junto con más de 200 de sus compinches. El Füehrer la racionalizaría como una "purga de degenerados". Sin embargo, las cabezas que rodaron fueron las de Ernest y sus allegados, no las de otros de los muchos homosexuales de la S.A. Varios de los asesinos eran también homosexuales como Wagner, Esser, Maurice, Weber y Buch. Uno de los planeadores de la "limpieza de homosexuales" fue Reinhard Heydrich, otro amante de los hombres quien, cuatro años después, planearía otra famosa cacería, esta vez contra los judíos, la Kristallnacht.
Max quedó en deuda con su madre. Gracias a su información, salvó el pellejo. Decidió, entonces, quedarse en Costa Rica y no volver más a Alemania. Desde este país demostraría su fidelidad al Führer al apoyar la política exterior alemana y preservar el lucrativo negocio de su difunto compañero.
A mentsh on glik is a toyter mensh.