XIX
"Usted, madre, se está encogiendo”- fue la respuesta de Elena ante el embate de Anita. La mujer, finalmente, se había percatado de su romance con Carlos. Le vino a exigir que lo dejara porque se arriesgaba al peor alboroto y a la expulsión de la comunidad. Oy, a shkandal! (Qué escándalo!)- gritaba. La hija no pudo más. Desde que se vinieron de Polonia, un nudo se le había formado en la garganta. Las mujeres, sentía, habían perdido gran parte de su poder. Aunque el país era tan patriarcal como del que venían, algo no se podía obviar: la suspensión de las relaciones de género. Madre e hija habían quedado solas en Dlugosiodlo, pueblo con colores grises y con árboles inmensos, unas veces con ramas tupidas, otras, vestidos de blanco. Allí había aprendido que lo masculino y lo femenino variaba como las mareas. Miles de años de cultura patriarcal fueron guindados en el espacio como las gallinas en una carnicería china. Quedarse solas y luego salir de Polonia, había sido como esos suspensos que Elena había percibido en el bote: las mujeres ganaban confianza en sí mismas y probaban el néctar de la independencia. Quizás, si no hubiera sucedido el periplo, habrían continuado con sus costumbres durante miles de años más.
"No me diga que el papel de la mujer es la casa si nosotras trabajamos toda la vida”- le respondió. La muchacha temía que el camino hacia la libertad se convirtiera en una calle sin salida. "Madre, la comunidad judía, una vez que han pasado los peores años de lucha, ha empezado a erigir las diferencias odiosas entre hombres y mujeres. Es como si Dios cerrara el mar que partió para que saliéramos de la esclavitud egipcia". Elena presentía que la transición hacia el Nuevo Mundo había permitido visualizar otra forma de hacer sus vidas, pero que sus paisanos volvían a sus antiguas costumbres. "Algunos han empezado a mandar a sus mujeres a la casa, después de que ellas los ayudaron a establecer los negocios”- le dijo. "Otros se han empezado a identificar con el machismo de estos países y consideran que tener mujeres independientes, es una fuente de problemas"- agregó. La joven intuía que si el cielo se había abierto, los hombres volverían a cerrarlo.
"Nosotras teníamos más control de nuestras vidas. Por lo menos usted manejaba el dinero. Desde que se vino al trópico, nuestro padre ha tomado posesión de nuestros cuerpos, mentes y almas. No permitiré que me domine como a usted y no salí del Medievo para volver a él. Si la comunidad se escandaliza, que tomen remedios para los nervios".
"Pero Elena, si por dos mil años nos han tratado como su propiedad, nos han casado, vendido, apaleado, explotado, ¿cómo pretendes cambiarlo? Desde que te reuniste con esa pintora en el barco, que por dicha se fue del país, se te han metido unas ideas locas", dijo la mujer que ahora se preocupaba de que sus ideas feministas habían llevado demasiado lejos a su hija.
La madre estaba preocupada porque temía las consecuencias de que una mujer asumiera control de su vida. "Si no es la pintora es entonces ese hombre quien te está llenando la cabeza de ideas revolucionarias. Tu mismo padre se ha puesto de tu lado. Pero sabemos que don David es un hombre de escándalos, bueno para nada, que se la pasa rodeado de la peor gente, pero usted no puede seguir tan mal ejemplo". Elena intuía que su madre no sabía de lo que hablaba. "Carlos se me está volviendo ortodoxo, lo último que necesito. No le eche la culpa a él porque mis ideas sobre la condición de la mujer son mías"- dijo la hija.
Anita no sabía que mientras Carlos incursionaba en el mundo laberíntico del Talmud y buscaba una alternativa racional a su religión dogmática, Elena viajaba en dirección contraria. Las discusiones religiosas le parecían admirables hasta que llegaban al tópico femenino. Desde ese momento, una irritación, parecida a la de Anita con respecto a los asuntos de clase, se le amontonaba, como ropa sucia en la pila.
"No me diga, Carlos, que ahora usted empezará a bendecir a Dios tres veces al día, como dice la religión, por no haberlo hecho mujer". La joven tenía razones para sospechar que la religiosidad talmúdica trabajaría contra sus intereses. Había presenciado la iniquidad del sistema patriarcal del shteitel. No solo las mujeres no votaban, como en Costa Rica, sino que ni tenían derecho a la propiedad o al estudio. Su madre que había sufrido en carne propia las desigualdades femeninas, ahora venía a oponérsele.
"¿Cómo me puede decir que son ideas revolucionarias si el dinero que las dos hicimos en Polonia se invirtió en la tienda en el mercado y todo está a nombre de mi padre?" "No madre, no me diga que así tiene que ser porque no lo acepto”- fue la respuesta de la hija. "Usted está dispuesta a luchar por la revolución obrera para que éstos sigan con el mismo sistema en el socialismo. Mire lo que ha hecho Stalin de las luchas feministas en Rusia".
Las quejas de la joven, sin embargo, carecían de nombre. Tenía una legítima rabia contra las actitudes en su comunidad. Pero no conocía en este país, hasta la fecha, otras iras similares. Sin embargo, Gloria, la mujer que enfureció a Yadira cuando se hizo clienta de David, la llevó a su primera conferencia de la Liga Feminista. La mujer, casada con un abogado norteamericano, había aprendido que en Estados Unidos las féminas gozaban de mayores libertades que en Costa Rica. Gradualmente, había perdido interés en la ropa, en los maquillajes y en ser la típica ama de casa latina. En sus visitas a ese país, había asistido a reuniones de las sufragistas y especialmente a las charlas de Emma Goldman, una anarquista judía que le impresionó mucho. Se convenció de que más importante que un lindo vestido, era una chequera en el banco a su nombre. Cuando regresó a San José, buscó mujeres que pensaran de la misma manera.
La invitación a Elena surgió un día que compraba una tela y le preguntó a la joven que le contara cómo eran las cosas para la mujer en su pueblo. Una vez que la muchacha le dio detalles de las costumbres, la compradora no pudo dejar de exclamar: "¡Pero si están tan mal o peor que aquí!" La curiosidad de la dependiente se azuzó. "¿Existe un lugar en que no estemos así de fregadas?"- le indagó. "Bueno Elena, hay unos mejores y otros peores. Pero, ¿por qué no viene conmigo a una reunión de las feministas? Por lo menos ahí podemos estar un poco mejor"
La noche del mitin, en la sala de conferencias de la Escuela Buenaventura Corrales, cerca de la Cancillería, había cuarenta mujeres, la mayoría maestras o funcionarias públicas. La conferencista, Ángela Acuña, hablaría sobre la necesidad del voto y de la educación de las féminas. Para la joven inmigrante, sería la primera vez que se reunía con sus congéneres para hablar solo de ellas mismas. Además, la expositora era mujer y no un hombre, como sucedía en la comunidad judía.
En algunas reuniones en el Centro Israelita les habían recetado cómo debían ser las esposas. "La mujer hebrea es el centro del hogar y todo gira a su alrededor”- afirmó el conferencista, un dentista que se preciaba de sus conocimientos sobre la moral y la familia. Cuando le preguntó a su madre porqué debía ser así, Anita le contestó que "para marearnos y evitar que salgamos huyendo". Aunque su progenitora tenía conciencia de que los hombres, cuando hablaban de ellas, lo hacían para su propio beneficio, tampoco se atrevía a ir más allá. Temía que un poco más de feminismo y ninguna de sus hijas se casaría. "Tengo miedo"- le dijo a Gloria. "Siento como cuando nos reunimos los judíos y tememos que nos pongan una bomba o nos tiren piedras"- agregó. "No te preocupés, todavía no lo harán porque están ahora preocupados con ustedes. Pero una vez que los dejen en paz, siguen con nosotras"- le respondió su amiga.
Las dos se sentaron tímidamente, atrás, y esperaron que se iniciara la conferencia. La joven no pudo dejar de observar las caras de las asistentes. Había de todas las edades y tamaños y le llamó la atención que a pesar del poco maquillaje y ausencia de una excesiva feminidad, se respiraba un aire de placidez y de sororidad.
Le recordaba algunos buenos momentos en su Dlugosiodlo cuando las matronas se reunían para cocinar. Mientras les cortaban los cuellos a las gallinas, las paisanas se reían de la arrogancia masculina. "¿Sabes Anita, le decía doña Golcha, que el cuello de esta ave es más grande que la potz de mi marido?" "Pues en mi caso, contestaba doña Miriam, no es tan pequeña pero está igual de muerta". Las demás cocineras se morían de la risa. De un momento a otro, doña Charna, quien desplumaba un pollo, le dijo a doña Rebeca que así se sintió cuando su marido huyó con la curve del pueblo. "No me dejó ni un zloti para comer"- le explicó. La casamentera, por su parte, le preguntaba a doña Guita, que había quedado viuda, si quería un nuevo marido. "Prefiero un buen salami"- le contestó la otra. Estas reuniones tenían el sabor de la complicidad femenina y la dulce venganza de los de abajo y de los ratones cuando los gatos han salido. "Esto es lo más parecido a las reuniones de cocina en Polonia”- pensó Elena.
Ángela Acuña, una mujer, abogada, sencilla y de anteojos, entró con seguridad, sonrió a las presentes, les guiñó un ojo a las "nuevas”- como Elena y Gloria, e inició su charla. Según la expositora, la sexualidad estaba influida por el desmedido poder que ejercían los hombres gracias a su mayor capacidad económica. Para ella, había un problema de desigualdad en la pareja que necesitaba equilibrarse por medio del empoderamiento de la mujer.
La exponente confesó a su público que, desde temprano, había aprendido su papel subordinado de los pequeños detalles y mensajes que le dieron sus padres. Desde la cantidad de comida que le servían en la mesa por razón de género (a los hombres se les daba más de comer) hasta el ejercicio diario de las decisiones (los hombres decidían acerca de dónde vivir, cómo hacerlo y con quién), ellos tenían preferencia”- agregó. En la mayoría de los casos, "cuentan con el mismo apoyo de sus mujeres".
Esto tocó un nervio ya que Elena se percató que su misma madre caía en el juego de prestar más atención a las necesidades de los hombres en su hogar. Cuando su padre hablaba, aunque dijera la tontería más grande del mundo, las mujeres debían escuchar y asentir. En las pocas ocasiones en que invitaban a cenar a amigos de la comunidad, los hombres y las mujeres se reunían aparte, ellos para hablar de las cosas importantes del mundo, como la política y los negocios y ellas, para discutir sobre cocina y modas. Elena odiaba estos patrones y hacía lo posible para sentarse con los hombres porque le aburrían los temas “femeninos”. Sin embargo, era Anita la que más se escandalizaba: “Van a decir que somos raras”- le decía. Su hija no podía creer que su madre se había hecho tan sumisa en el trópico. “Madre, si usted sigue haciéndose la víctima, no me pida ayuda cuando le tenga que pedir dinero a su esposo”- le contestaba Elena.
“Como profesora”- continuó la expositora, "les puedo decir que es fácil observar cómo a las mujeres se les presta menos atención. "Somos más interrumpidas cuando hablamos y se escucha con más cuidado las preguntas de los niños. En la Iglesia Católica no se miran mujeres ejerciendo el sacerdocio, ni determinando su política. El mensaje es que cumpla con sus obligaciones como esposa y como madre". La conferencista les pidió a las asistentes que ayudaran a terminar con esta opresión: "Señoras, si no podemos votar, no podremos cambiar nada. Las mujeres tenemos que luchar por el sufragio de la misma manera que nuestras hermanas en los Estados Unidos y en Europa".
Las ochenta manos no dejaron de aplaudir. Elena estaba emocionada: había encontrado su hogar y se le había ocurrido un plan para darle una estocada al patriarcado. “Esperaré a que mamá se quede sin dinero y ya veremos si las mujeres no somos capaces de pelear juntas”- se dijo para sí.
Cuando terminó la clase magistral, se inició el debate sobre su condición. Primero, discutieron sobre las razones de la subordinación. De los comentarios se deducía que a muchas las tenían convencidas de que los hombres eran fuertes, agresivos, asertivos, sexuales, trabajadores y que las mujeres, sumisas, pasivas, vanidosas, coquetas y delicadas.
Elena pidió la palabra y les habló a las participantes: "Quiero compartir con ustedes mi experiencia. En el pueblo de donde vengo, me decían lo mismo que a la compañera, o sea que las mujeres éramos, por naturaleza, más débiles. Sin embargo, mi padre se tuvo que venir a Costa Rica por siete años y nos dejó a mi madre y a mis hermanos. Me di cuenta de que muchas de las cosas que no hacíamos cuando él vivía con nosotros, aprendimos a hacerlas. Así que no creo que las hormonas sean las culpables de que estemos mal. Creo que es el poder que no tenemos lo que hace nuestros cuerpos más débiles". Una vez que terminó la diatriba, miró que ochenta ojos estaban sobre ella. Las mujeres se conmovieron con las palabras tímidas de la joven y empezaron a aplaudir.
Las feministas costarricenses, notó Elena, tenían una forma especial de mirar las relaciones entre hombres y mujeres. Aunque aceptaban, no como ella, diferencias "naturales" y que los hombres y las mujeres eran intrínsecamente distintos, no las veían como válidas para el dominio. Aspiraban a una relación de complementariedad y de especialización. Pero existía un peligro. Si se reconocía que existían diferencias genéticas u hormonales lo suficientemente grandes como para justificar la especialización en el trabajo, el salto a la discriminación era entonces muy corto. Los científicos alemanes –sabía Elena- se dedicaban ahora a probar que las razas inferiores tenían cráneos más pequeños y que las mujeres no eran del todo civilizadas.
Finalmente, el consenso general era que el voto y la educación eran la solución a sus problemas. Ana, una americana que estaba de paso, les afirmó que solo cuando pudieran ejercerlo, los hombres escucharían sus demandas. "Si son sus maridos los que votan por ustedes, nunca les harán caso". Elizabeth, una dentista, defendía la educación. "En el momento en que cada una de ustedes ejerza una profesión, el control y la falta de respeto terminarán".
Elena no estaba tan convencida. En lugar del voto, creía en los instrumentos del bundismo y en las enseñanzas de Emma Goldman. “Para mí, la insurrección es más importante que una elección”- pensó. El esfuerzo por conseguir el voto para la mujer le parecía importante pero no una panacea. Sin embargo, la joven se le ocurrió un plan para ganarse el apoyo de su madre. “Ya sé qué hacer para que mi madre me deje tranquila en mi relación con Carlos”, se dijo para sí.
Una vez que terminó la charla, se fue a preparar la cena para sus padres. Mientras corría hacia su hogar, que quedaba a media hora, pensaba que, a pesar de no compartir todas las ideas, jamás se había sentido tan emocionada. Era como si alguien hubiese abierto un closet y sacado una serie de trajes mágicos para ella: vestidos de doctor, sotanas de abogado, gabachas de ingeniero. "Quiero una profesión"- fue lo que se dijo para sí.
Cuando llegó a su casucha, sintió una ráfaga de viento que la hizo estremecer. "Alguien ha estado en la casa"-pensó. Aunque todo estaba, aparentemente, en su lugar, el olor de extraños se sentía por todas partes. Trató de no darle importancia, pero tuvo un presentimiento de que algo malo estaba por suceder. Cuando llegaron sus padres se los hizo saber.
"¿Pero qué ladrón va entrar en esta casa si no hay nada que robar?”- inquirió su madre. "No te preocupes, seguro fue tu imaginación". David buscó en los dormitorios y no encontró, por el momento, nada fuera de lugar. Cuando ella se enteró que faltaba el retrato de Carlos de su dormitorio, su padre le hizo saber que seguramente había sido Anita quien se lo había escondido. “Usted sabe cómo su madre no le gusta que sus amigas paisanas lo vean”, le dijo para tranquilizarla y para intranquilizarla.
Se sentaron a cenar y a conversar de otras cosas. "Estás tan nerviosa”- le dijo Anita, "que le serviste menos pollo de lo usual a tu padre". "No, madre, desde ahora en adelante, él comerá tanto como usted".
La sororidad tenía sus límites. Uno de ellos se evidenciaría meses después de la conferencia cuando una mujer vino de compras a La Peregrina. No sería otra que Yadira, a quien reconoció inmediatamente. Nunca podría olvidar que el segundo día de su llegada al país había recibido, de sus manos, un panfleto contra los polacos. Esta vez, le traía otras malas nuevas.
– Buenas tardes señora, ¿en qué le puedo servir?-dijo la dependiente.
– ¿Sos Elena?-preguntó con dureza mientras observaba la mercadería.
– Sí, soy yo, doña Yadira- le hizo saber que no valía la pena disimular no conocerla.
– Pues te voy a ser clara. Sé que andás con mi marido y que desde que llegaste, el hombre ha perdido un tornillo y solo lee libros de tu religión. También reconozco que he cometido mis errores y que no sos la primera con quien ha tenido relaciones -afirmó la mujer para crear el caos. Sin embargo, he venido a conversar con vos para dejarte saber, una, que lucharé por reconquistarlo y dos, que quiero hacerte un favor- le dijo mientras volvía a ver la ropa con el mayor despecho posible.
– ¿Y se puede saber cuál es el favor que piensa hacerme?-preguntó una Elena absolutamente incrédula.
– Sabés que he pertenecido por mucho tiempo al Comité en Pro de la Nacionalización del Comercio y que he luchado contra la política de puertas abiertas a inmigrantes como ustedes. Esto lo he hecho con la seguridad de que mis acciones son honestas y que no engaño a nadie. No obstante, nunca he querido participar de acciones violentas, ni verme involucrada en actos vandálicos. Pues hasta hace poco he trabajado con algunos amigos de la Legación alemana y me he enterado de que planean un golpe contra la comunidad. Como comprenderás, algunos de mis compañeros comerciantes no apoyamos este tipo de acciones y no queremos que se nos vincule con ellas- explicó la mujer sin titubear- Pues para no darle más vueltas al asunto, quiero que hablés con tus paisanos y les informes que piensan poner una bomba en la sinagoga para la Semana Santa de ustedes.
– ¿Pero por qué me lo ha venido a contar a mí?- indagó confundida la joven.
– Muy sencillo. Quiero que sepás que he hecho un favor por ti y que más adelante pueda pedirte uno de regreso. Así es la vida, después de todo, las dos somos comerciantes, ¿o no?- dijo con toda la ironía del caso- Sin embargo, quiero que actúen con precaución y que no revelen mi nombre a nadie. Si se enteran de que pasé esta información, a mí me pondrán la bomba.
La historia era demasiado increíble para asimilarla inmediatamente. La joven no comprendía por qué Yadira se volcaba en contra del partido nazi y sus planes contra los judíos. Una vez que la mujer se despidió, Anita que veía todo desde la tienda de enfrente, corrió a preguntarle:
– ¿Qué quería esa mujer?- indagó con ansiedad.
– Decirme que habrá una bomba para Pesaj- le contestó la hija sin todavía haberlo asimilado.
– ¿Pero por qué te lo ha contado? ¿No será una trampa?- volvió a insistir la madre, quien desde que su relación con don José se había calentado, se había tornado más comprensiva con los enredos de su hija.
– No lo sé pero no tiene lógica. Será muy fácil averiguar si es o no un engaño, madre, tenemos que alertar al Centro Israelita para que tomen cartas en el asunto. Mañana mismo iré a informarlos. Después de todo, tienen su oficina detrás de la sinagoga y podrán revisar los asientos en cada momento.
A la mañana siguiente, Elena se fue a visitar a los miembros de la Junta Directiva, en ese tiempo bajo la presidencia de Salomón Schifter, hermano de unos de los pretendientes que su padre le endilgaba. La sinagoga y las oficinas quedaban frente a la Fábrica Canada Dry, en plena Avenida Quinta. El lugar era pequeño y consistía en un salón de reuniones, un lugar para los rezos en donde se instaló la "sinagoga" y al fondo, otro más angosto en donde se reunía la Junta Directiva. Las reuniones políticas judías eran solo para hombres y Don Salomón recibió a la muchacha con aprehensión. Los directivos consideraban que las mujeres no debían meterse en política y estaban molestos que Anita hubiese estado a cargo de llevar, por medio de José Sanchez, informaciones migratorias al gobierno de Ricardo Jiménez. Ahora resultaba que su hija tenía otros contactos con sectores aún más peligrosos. Hicieron que Elena se quedara fuera de la reunión para “votar si la dejaban entrar o no”. Don Abraham Picoda, secretario de actas, objetó que una mujer fuera invitada a la reunión.
-Don Salomón no creo conveniente que oigamos cuentos de una Sikora que parecieran que vinieron a este país a meterse donde nadie las ha llamado- objetó con molestia el secretario. Además, es hija de Anita y don David que malos ejemplos están dando a la nueva generación. Usted sabe que los Sikora tienen fama de revoltosos y que andan con malas compañías.
-Señor Picoda, entiendo que esto no es usual pero tampoco lo es la situación que estamos viviendo y si la compañera Elena tiene algo que decirnos, considero que es importante oírla- contestó el Presidente del Centro, quien solía resultar más previsor que algunos de los otros miembros.
-Le reitero mi oposición- insistió don Abraham- golpeando la mesa y jalándose los pelos de la barba para intimidar a su adversario.
Elena, afuera, se hacía chiquita. Tenía algo importante y grave que compartir pero necesitaba un permiso especial para hablar, como si las mujeres no contribuyeran con su trabajo a sostener también esta organización. Pero esta joven era decidida y no estaba para esperar que las murallas de Jericó se vinieran abajo. Sin pedir permiso, abrió la puerta y dejó fría a la Junta Directiva con sus palabras:
-Perdonen la intromisión señores pero no tengo tiempo que perder y ustedes menos. Me han contado que pondrán una bomba en la sinagoga para Pesaj- dijo la hermosa mujer, dejando con la boca abierta a los directivos, no tanto por las malas nuevas sino por la osadía de la mensajera en romper con un bastión masculino.
Aunque le preguntaron quién se la había dado, Elena no podía faltar a su palabra. No obstante, la información era creíble. Desde que la sinagoga se había establecido, en 1934, había habido vandalismos de todo tipo. La campaña antisemita estaba en lo peor y por otro lado, el Congreso había aprobado la deportación de los hebreos, lo que revelaba que el gobierno no los ayudaría. "Nos están atacando por todos los frentes, Elena”- le explicó don Salomón, quien fue el primero en reconocer la valentía de la mujer. "Los nazis dicen que nos quieren fuera de Alemania pero cuando lo hacemos, nos vienen hacer lo mismo en todo lado. Ahora quieren echarnos de Costa Rica, ¿adónde vamos a ir?"-hizo una pregunta retórica.
-No tenemos que dejarnos intimidar por los nazis e irnos a ningún lado y lo que debemos hacer es organizarnos para combatirlos. Si en Polonia las cosas han sido terribles, no hay razón para que aquí se tornen de la misma manera. Los que apoyan a los antisemitas son los comerciantes y no el pueblo. Debemos aliarnos con los obreros y el Partido Comunista- replicó la mujer para escándalo de los miembros de la Junta Directiva.
La conservadora asociación no estaba dispuesta a unirse con el partido comunista, mucho menos ahora. Sin embargo, la seguridad de Elena los hizo considerar seriamente la posibilidad de un atentado. “Debemos contratar agentes de seguridad para que revisen cuidadosamente cada lugar en la sinagoga”- terminó aceptando don Abraham Picoda.
Pero antes de planear las medidas de seguridad, él insistió que “una mujer no debe estar en la reunión porque podría contar el secreto a sus amigas”. Don Salomón no pudo más que reírse de tal tontería: “Si ella no ha dicho quién le dio la información sobre los nazis, ¿cómo es que va a dar la nuestra?”- le indagó con desprecio. No obstante, la mayoría de los otros miembros era deudora de don Abraham, quien prestaba dinero al interés y la tenía bajo su control. “Elena, es mejor que nos deje solos para continuar la reunión”- terminó cediendo don Salomón, quien sabía la importancia de mantener el consenso.
La mujer salió de la oficina y rezó para que por, esta vez, los machos supieran qué hacer.
Tal y como lo predijo Yadira, una bomba fue encontrada la noche anterior a Pesaj. Pudieron, con la ayuda de uno de los norteamericanos que vino a entrenar al Ejército de Costa Rica, desmantelarla antes que explotara. Otras estallaron en casas particulares de judíos, sin causar pérdidas de vidas. Sin embargo, la de la sinagoga hubiera liquidado a cientos de personas.
"Le debemos un gran favor a la persona que te dio la información”- le explicó, días después un sonriente don Abraham a Elena.
“No, señor- interrumpió don Salomón- nuestro agradecimiento es también para una mujer judía”.