Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

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XX

Anita era una experta en cortarle el cuello a las gallinas y, según las estrictas leyes kosher que seguía en su hogar, dejarlas sangrar hasta morir. "Dicen los shoijets que no sufren las pobres –le decía con tristeza a Elena- pero creo que es mejor retorcerles el cuello que dejarlas consumirse en un charco de sangre. Muchas cosas estaban siendo cuestionadas en este Nuevo Mundo y la mujer no quería romper con una tradición más.

No obstante, las aves daban más guerra de lo acostumbrado. "Elena, creo que estas gallinas tropicales son más listas que las del Viejo Mundo”- le confesaba a su hija. "Fíjate que las que nos comimos la semana pasada no se dejaron agarrar por horas, como si sospecharan de mis intenciones".

Su hija no estaba tan convencida. "No, mamá, ¿cómo iban a saberlo?”- contestaba sin interés. Ella creía que únicamente los seres humanos podían ser engañados. "Los animales nunca se engatusan acerca de los designios de sus depredadores”- argüía. Pero Elena detestaba la carne de gallina, consideraba que había sido castigada a comerla desde niña y le daba náuseas pensar que estos bichos tuvieran alguna sabiduría. En los trópicos, había optado por incrementar su consumo de vegetales y de frutas y dejar sobrevivir a más de estos animales. "La verdad es que desde que usted habla con don José se le sobrevienen las más extrañas ideas”- le respondió a su madre. "Como si todo el mundo se hubiera enterado de su amistad y la estuviera espiando por eso. Las gallinas le representan sus temores de ser descubierta”.

La madre se quedó callada y tuvo que admitir que su hija no estaba del todo equivocada. No solo el trópico había hecho más listas a las gallinas sino que introducía un elemento desconocido para ellos: el amor romántico. La mujer que hasta la fecha había comprado a sus maridos como lo hacía con las aves en el mercado, cerciorándose de escoger las más rellenitas y sanas, sentía que era víctima de un nuevo mal. Desde que había conocido a don José, un sentimiento extraño había aumentado su confusión en el Nuevo Mundo. Esperaba que el gamonal llegara como se anticipa la fiesta del Shabat, con una alegría desconocida. Se percató que unos gusanitos hacían cosquillas en su estómago y la obligaban a dirigirse, una y otra vez, hacia el espejo. Un día decidió pintarse los labios; otro, comprarse un nuevo vestido. Su pelo largo y amarrado con un cordón tan firme como el de los salchichones del mercado, lo soltó y lo tiñó con un tono más claro. La mujer estaba, como se decía en estos lugares, totalmente acaballada.

El nuevo pensamiento le traía las más crudas críticas por parte de otros mercaderes judíos del mercado. Doña Golcha, que tenía una tienda a corta distancia de la suya, solía asomarse cada vez que don José venía de compras y era la vocera para el resto de la comunidad. Anita sabía que su vecina del mercado era lo que se conocía como una yenteh que vivía de chismes y de los escándalos de los demás. No había ni siquiera llegado don José cuando doña Golcha dejaba de llenar el crucigrama del periódico para apuntar en su diario lo que creía oír y mirar. "Anita dejó tirada a una clienta con tal de hablar con ese hombre. ¡Que me corten la lengua si ellos dos no tienen algo shmutsik!”- escribía subrayándolo con vehemencia. La espía judía estaba segura de que desde que don José venía a visitar a su correligionaria, más de los 300 diablos que había identificado el rabino Yojanán cerca de la ciudad de Shijin, se habían mudado al Mercado Central de San José. Anita se percató que su vecina la fisgoneaba y optó por encontrarse, en la soda del mercado, con su amigo. Cuando era la hora de la cita, la mujer se ponía un ridículo sombrero de paja y unos anteojos tan negros como su conciencia y pasaba frente la tienda de doña Golcha, como si ésta no la reconociera. "La depravada de Anita cree que no sé que es ella”- volvía a escribir en su diario.

La pobre Anita buscaba un lugar en la soda del mercado y pedía un café. Pensaba en las tretas que inventaba para encontrarse con su amigo que no eran nada distintas a las de Samuel, el suicida, cuando se veía a solas con el rabino de Dlugosiodlo. Los amantes ilícitos tenían que actuar como criminales, pensó para sí, fueran hombres con hombres, mujeres con mujeres, o judíos con cristianos. Quizás algún día la revolución socialista terminaría con tales embelecos –razonaba en silencio- pero cada vez lo creía menos. En el momento en que don José se aproximó, la mujer hacía que se encontraban por casualidad y lo invitaba a sentarse. Este teatro era conocido por todos los comerciantes, inclusive doña Golcha. Tanto era así que ella le puso el apodo de "Anita la Garbo" porque decía que su paisana era toda una estrella de cine.

Los demás comerciantes eran menos críticos. Después de todo, muchos de los compañeros de mercado eran también infieles y la cultura latina más tolerante para que hombres y mujeres tuvieran sus deslices. "No se haga bolas –le aconsejó con ironía el mismo don José- ¿no ve que los cristianos podemos hacer de todo siempre y cuando, al final, nos arrepintamos y usted, como buena judía, lo está desde el principio?".

"¡Ay mi amigo!- contestaba la mujer, es que los judíos nos sentimos culpables de todo, inclusive de lo que no hacemos". El gamonal se echaba a reír y lo único que le pedía era que se quitara los anteojos negros porque en el mercado no entraba ni un rayo de sol y parecía más bien un mapache que una mujer infiel. "Si no le puedo mirar los ojos, ni tomar la mano, ¿qué mal cometemos?”- le preguntaba. "Vaya y se lo dice a la bruja de Golcha que me está arruinando la reputación en la comunidad”- le respondía la mujer.

Anita titubeaba y aceptaba quitárselos para ponérselos, con una rapidez de lince, cada vez que se acercaba un paisano suyo. Don José, por su parte, se extasiaba al mirar a su compañera de mesa que parecía un pajarito de reloj suizo quebrado. La pobre comerciante no se percataba de que todos conocían su ritual y cada vez que se acercaba un judío, los compañeros de negocios cercanos hacían un acto teatral.

La mujer de los chayotes, por ejemplo, cuando Anita se ponía las gafas, tiraba una verdura hacia arriba. El carnicero le cortaba la cola a un pescado; el vendedor de huevos se rascaba los genitales; la mujer de las tortillas amasaba con fuerza para hacerlas sonar como tambores; la dueña de la floristería se apretaba un seno y el que vendía zapatos silbaba "La Cucaracha, la Cucaracha, ya no puede caminar, porque le falta, porque le falta, una pata para caminar...". Sin que la pobre Anita se percatara, todo el mercado participaba en la espontánea obra musical. "No sé por qué hacen hoy tanto alboroto”- comentaba la distraída mujer. Cuando volvía a la tienda, mirando para todos lados, principalmente hacia la tienda de doña Golcha, que se hacía como que no estaba en nada, los demás se retorcían de la risa.

Una danza distinta bailaba su marido. David, cuando optó por la tienda, había rehusado dejar algunos clientes de su época de klapper. Le explicaba a su mujer que sentía una gran lealtad por los que le compraron durante los primeros años y que prefería seguir vendiéndoles en sus casas o negocios. Todos los domingos, cuando cerraba La Peregrina, el comerciante, con la excusa de que iba a vender chécheres, se desaparecía, para el enojo de Anita. "Tu padre nunca se la pasa un domingo en la casa" –le recriminaba a su hija. La madre sospechaba que su marido disfrutaba de sus escapadas furtivas y que lo hacía tanto para alejarse de ella como para visitar a sus compinches de mesa de tragos.

La mujer temía confesar a su hija el único secreto que guardaba: su sospecha que su marido estuviera envuelto con Susanita. Para proteger a su hija de tal vergüenza, solo se atrevía a insinuarle que creía que su padre tenía "una relación demasiado cercana" con ese homosexual. "No es que a mí me importe –le decía a Elena- pero usted sabe cómo es la gente aquí en América con respecto a eso". Su hija se reía por dentro porque conocía que su padre era solo amigo de Susanita y que si de alguien debía sospechar era de Emilia y sus amigas.

Elena tenía, una vez más, la razón. David se iba los domingos para los bares de mala muerte en donde se rozaba con lo mejor del bajo mundo. La vida era dura y cruel y llena de desilusiones, pensaba el comerciante, y sus conversaciones con los que una vez soñaron con ser una cosa y terminaron siendo otra, le daba paz a su espíritu. El hombre salía velozmente al bar de Emilia para consolarse con los tragos y las conversaciones. Cada domingo por la tarde se reunía con Emilia, Susanita y un travesti viejo de Barrio México que se conocía como La Polvera para discutir sobre sus miserias, aspiraciones y sentido de la vida.

Las tertulias, más que un intercambio de ideas, David las tornó ese día en una competencia de quejas. El tema era cuál de ellos era más perseguido y discriminado, o sea si un judío, y casado por necesidad, la prostituta, el sodomita o el travestido. La discusión se centraría en estudiar cuál había ganado más derechos con el proceso de la civilización.

El comerciante era bueno para retorcer los caminos, al estilo talmúdico, y no dejar que nadie le cuestionara el monopolio del sufrimiento. Esta vez, sin embargo, los demás participantes habían adivinado los trucos del comerciante para hacerse el mártir y no querían darle una fácil victoria. Como Epistófenes modernos, peleaban por el mérito, como pretendía Platón en el Simposio, de definir cuál sexualidad era la mejor y cuál la peor. Las discusiones se tornaban en tal competencia plañidera que aún los cristianos usaban palabras del ídish para lamentar quién sufría las peores tzures. "David, no se preocupe de que su matrimonio sea un fracaso –le decía su amiga Emilia- la vida no es de color de rosa y fíjese en mí que quise tener un marido y terminé como puta". "Pero mujer, usted por lo menos espera cada noche algo nuevo mientras yo tengo que ver siempre al mismísimo Samael, el rey de los demonios”- contestaba el hombre. "Además, continuaba David, en este país usted se arrepiente, y queda perdonado".

Susanita que no se perdía las discusiones de ambos, se insertaba en la conversación: "El único que mira al pisuicas es quien habla y no hay multa que yo pueda pagar para dejar a Max y a la sodomía”- le explicaba a don David. El homosexual sentía que a diferencia de Emilia, su condición era más difícil y mucho menos dolorosa que la del judío. "No existe grupo más discriminado que el de los sodomitas, decía. Los hombres como Max –se quejaba- se aprovechan de una y tarde o temprano nos dejan tirados".

Pero David no daba el brazo a torcer. "Usted Susanita, a pesar de que todo el mundo se le oponga, puede amar a quien escogió. En mi caso, me tuve que casar sin haber elegido y no hay nada peor que eso”. "Pero don David –replicó el homosexual- dígame la verdad, ¿nunca disfrutó con su mujer?" El comerciante no pudo, aunque hubiera querido, negar la verdad: "Al principio sí. La mujer era caliente y algo morbosa. Le gustaba mirar mi trasero firme y duro y me decía que era un excelente amante. Sin embargo, la maldita pobreza y los pleitos por la plata nos apartaron”- confesó con una lágrima en los ojos, que ninguno se la creyó.

Cuando le tocó el turno a La Polvera, el travestido se mostró de mal humor y sin paciencia para discutir sobre tales "babosadas". Con una sabiduría que solo se aprende de los años, el hombre no quiso discutir quién estaba mejor o peor. "Ustedes están perdiendo el tiempo con estas discusiones absurdas –les dijo- ya que para las minorías la modernidad nos está convirtiendo en presa fácil de los nazis y solo la revolución comunista nos dará la salvación. Para La Polvera, los pobres y los marginados estaban en peligro y ninguna se había beneficiado del progreso.

"Mire bien las cosas, David”- le explicó el travestido. "Lo que hoy es una práctica mañana lo convierten en una personalidad”- apuntaba. Esto mismo lo estaban haciendo con los judíos. Antes eran vistos como miembros de una religión para los que existía, ante las amenazas de los antisemitas, la posibilidad de escape por medio del bautismo. Sin embargo, ahora los nazis los han definido como una raza de la que nadie, ni con el bautismo ni el matrimonio mixto, se escapa. Hitler ha determinado que ser judío es tener tres abuelos que lo sean, no que practique la religión”- explicó.

Según La Polvera, lo mismo estaba pasando con los homosexuales y las prostitutas. "Hace veinte años una puta podía pagar un impuesto y dejar de serlo. Un sodomita podía casarse y nadie chistaba. Un hombre se vestía de mujer y lo hacía sin que provocara recelo. Mientras ahora –afirmaba el travestido- nos están convirtiendo en personalidades, en individuos con un pasado que nada puede borrar. No se engañen de que estamos progresando y que somos naciones más civilizadas".

Como no se llegaba a un consenso si la vida de prostituta, de sodomita o de judío pobre y casado por shidaj era peor, David tenía una última carta para ganar la contienda. Según él, los otros dos habían escogido su forma de vida mientras que él terminó, a pesar de haber soñado con ser rabino, como comerciante. "Ustedes no comprenden lo que sufro teniendo que vender shmates cuando pude haber sido un excelente estudioso del Talmud”- les decía. "De no haber sido pobre me hubieran respetado y acatado mis sabios consejos".

Pero Emilia no se dejaba ganar. "Pues yo elegí ser puta y terminé pobre y dando consejos”- le contestó. "Usted no sabe cuántos clientes vienen a contarme sus miserias cuando lo que quiero es que terminen y se vayan rápido". La mujer no entendía qué gracia podía haber en hacerse rabino para decirle a los demás cómo debían vivir. "Si de todas maneras, nadie hace caso, ¿qué satisfacción puede haber en dar consejos?".

Mientras David conversaba con sus amigos, su hija se encontraba con Carlos en la retreta del Parque Morazán. Elena era más osada que su madre y que su padre. No tenía interés en ocultar su amor. Sabía que en un país de medio millón de habitantes, no había escondite. Además, estaba locamente enamorada del galán y éste de ella. Cuando la química es correcta, los cuerpos parecen responder a todo menos la razón. Y entre ellos, la atracción era tan grande que no había cómo controlarla. Ambos esperaban los domingos por la tarde para encontrarse y mirarse, como perfectos ilusos románticos, sin hablar. Muy grande debió ser este amor para enfrentar la reprobación absoluta de sus comunidades de origen. Y desaprobación hubo. Tanta que los dos se quedaron solos, sin que sus amigos comprendieran lo que pasaba en sus corazones. Pero las personalidades se complementaban en formas tan misteriosas que no habían ni Biblias ni Talmudes que pudieran separarlos.

Elena y Carlos eran inmigrantes, sobrevivientes y almas solitarias que no encontraban sosiego en la tradición. Habían dejado de creer en dioses particulares y en tradiciones eternas. El destierro y la miseria los había abierto al mundo, al torbellino de modernidad que prometía arrancarlos de sus pueblos y expulsarlos hacia una nueva sociedad. Ninguno sospechaba que ésta enfrentaba a su peor enemigo.

Los acontecimientos en Alemania parecían tan lejanos desde el trópico que los hacía pensar que nunca llegarían a afectarlos. "Hitler no durará mucho”- le decía su iluso enamorado. Sin embargo, desde 1935, los matrimonios entre judíos y alemanes, de acuerdo con las nuevas leyes raciales, estaban prohibidos. El beso de amor que se daban en San José, los pondría en la mera cárcel en Berlín. "Carlos, debemos parar esta locura, le decía Elena sin creérselo. Estamos jugando con fuego".

No solo los amantes tenían citas furtivas. David y Carlos se encontraban los domingos por la noche para discutir el Talmud. Los dos habían llegado a gustarse y aceptarse. Los encuentros eran tan polémicos como los que se suscitaban por la tarde. Para ambos, sus discusiones sobre las escuelas rabínicas, les era miel para el espíritu. Carlos había encontrado una religión, la de Hilel, que se debatía en interminables discusiones sobre la justicia y la moral y que era flexible al cambio. David optaba por la escuela de Shammai que mantenía una posición rígida ante la ley y la tradición.

David le había contado a Carlos que Hilel y Shammai fueron dos rabinos que vivieron a fines de la primera centuria antes de nuestra era y en los inicios del siglo primero. Sin embargo, las discusiones de ambos sabios que se convirtieron en dos escuelas rabínicas, la Bet Hilel y la Bet Shammai, continuaron después de la destrucción del Segundo Templo, o sea hasta el siglo segundo de nuestra era. Los debates son material esencial de la Ley Oral y fuente de discordias entre David y Carlos.

Hilel hacía una interpretación más humana –que David consideraba como floja- de las leyes y más sensible a las realidades de sus seguidores. Cuando la Bet Shammai consideraba que si una mujer cuyo marido había desaparecido y se presumía muerto pedía el divorcio, la petición debía ser denegada si se basaba en un solo testigo. La Bet Hilel, al contrario, consciente del sufrimiento de una mujer abandonada, lo aceptaba. La Bet Shammai era rígida: El hombre no podía divorciarse a menos que descubriera adulterio ya que dice la Biblia: “por haber encontrado en ella algo indecente”- pero la Bet Hilel sostenía lo contrario: el hombre se podía divorciar por cualquier defecto, inclusive si la mujer echara a perder la comida, porque dice: "por haber encontrado en ella algo inapropiado”.

David, que se había casado con la mujer gracias a que el rabino del pueblo le había concedido el divorcio por razones de impotencia, optaba por Shammai: "Si no le hubieran dado el get a Anita, razonaba él, no me hubiera casado con ella y estaría ahora libre. Para mí, el divorcio no es justificable a menos que la mujer cometa adulterio”- argumentaba.

Carlos no consideraba justo que las personas tuvieran que quedarse de por vida con la primera persona que habían desposado: "Usted, don David, como no se atrevió a dejar a su mujer, quiere que todo el mundo se mantenga atado e infeliz”- le replicaba el alumno.

El futuro converso estaba asustado de que al no haber rabino en el país, David ejercía un gran poder en las decisiones de la comunidad sobre la halakah y utilizaba la oposición al divorcio para no reconocerle moralmente el suyo con Yadira. De ahí que David estaba proponiendo que la comunidad judía de Costa Rica no aceptara ningún get. "Existe un paisano que por plata está divorciando a todo el mundo y si lo dejamos, no quedará una pareja en los próximos años”- le explicaba a Carlos. "La solución es pasar una ley que no permita sacar provecho de los fracasos de los demás”- replicaba.

Sin embargo, a David las discusiones con Carlos, le hacían aprender que el judaísmo era algo más que un pueblo o una religión. Lo empezó a mirar como una forma de pensar, que podía ser apreciada por un gentil como Carlos. "Al principio creí que era una locura tener estas lecciones”- le decía. "Sin embargo, lo miro a usted cada vez más judío y testarudo".

El tutor no podía dejar de notar que su alumno no solo se había hecho un experto en religión sino que ahora, como buen paisano, solo respondía con otras preguntas: "Si usted apoya a Shammai sobre el divorcio y dice que solo la infidelidad es una causa legítima, ¿no creé que Anita podría ser acusada por encontrarse a solas con don José?”- le cuestionó. David, que se hacía de la vista gorda con los amoríos de su mujer y le temía más a una confrontación con ella que al juicio final, le respondía con otra pregunta: "¿Y quién se va a atrever a acusarla?"

El padre de Elena no estaba convencido de que la boda de su discípulo era la mejor solución. "Se enfrentan ustedes a tantos problemas con un matrimonio mixto”- le decía, que "no podrán aguantarlo". "Si casarse es un error con una persona del mismo pueblo, imagínese lo que será con una del opuesto”- le decía a Carlos. David era de la opinión que la pasión era pasajera y un mal principio para el matrimonio. "Aunque los shidajs, como el mío, pueden resultar en un desastre, la verdad es que son más duraderos que los que se basan en el amor pasional”- le cuestionaba a Carlos. "Creo que es mejor para Elena casarse con uno de su pueblo aunque no lo quiera”- continuaba el padre. "Después de todo, aprenderá hacerlo en el futuro". El hombre cantaba ahora una canción distinta a la de la tarde en el bar de Emilia.

Pero Carlos no se dejaba intimidar. "No me explico cómo hizo usted para poder tener relaciones con una mujer que apenas conoció la noche de bodas”- lo cuestionó. "Si tuviera que irme a la cama con alguien que me presentan el día de la boda, me sentiría el hombre más miserable del mundo". Para el joven enamorado, si la pasión era, como decía don David, mal consejera para el matrimonio, peor era dejar que otros escogieran por uno. "Si como usted dice la atracción física es efímera, ¿no sería mejor disfrutarla mientras dure que nunca tenerla?". "Además, continuó Carlos, ¿cómo es que usted defendió a Samuel cuando optó por enamorarse de otro hombre y ahora no deja que su hija haga lo mismo?"

"¿Pero no se da cuenta, replicó David, que él se enamoró de un judío y no de un cristiano?”- contestó con burla. "La verdad es que, continuó, existe un paisano que anda detrás de mi hija y si tengo la oportunidad, prefiero que se case con él que con usted". "¿Quién es?"- indagó un celoso pretendiente. "Pues un tal Adolfo, hermano del presidente del Centro Israelita”- replicó con orgullo el padre de Elena. "El pretendiente es un primor, aunque nada inteligente, pero por lo menos es judío y me ahorraría un escándalo”- confesó el padre de la muchacha.

"Usted es un bribón”- espetó Carlos- "busca un hombre con plata y no le importa si hará feliz o no a su hija. Recuerde que existe una maldición para quienes solo buscan lo material". "Pero si eso es lo único que añorara para ella -respondió David- lo preferiría a usted que es más rico que el rey Salomón. Además, si tener dinero es una maldición, ¡maldígame cien veces que estoy harto de ser pobre!"

El aprendiz de judaísmo se quedó pasmado ante tal afrenta porque el Talmud mismo prohibía que uno se maldijera a sí mismo, según estaba escrito. "¡Don David, lo van a castigar por tener la lengua tan suelta!”- le reprochaba. "¡No solamente hará a su hija infeliz sino que usted terminará más pobre que una rata!”- le advirtió Carlos.

Las discusiones sobre el amor continuarían por la noche en casa de Anita. La mujer esperaba a su marido, de mala gana, dispuesta hacerlo pagar por haberla abandonado durante el día. "¡Ya era hora que su majestad, el Rey David, se dignara llegar a la casa!”- lo recibía con toda la ironía del mundo. Anita le reclamaba, inmediatamente, que se la pasara con Carlos estudiando el Talmud mientras Yadira se iba a los mítines con los nazis: "¡Bonita compañías las que ha buscado usted: por la mañana, putas y sodomitas y en la noche, nazis y alemanes!”- le reprochaba. "No es de extrañar que esta casa está patas para arriba y que nadie sepa qué hacer con sus vidas. Usted ha provocado este caos con sus andanzas en el bajo mundo de esta nación. En Polonia, ya le hubiéramos impuesto el herem por licencioso y por vivir con los herejes”.

Ella no se oponía tanto al noviazgo de su hija por razones religiosas, que no le importaban, sino por ideología y clase social: "Ningún hombre rico se va a divorciar y casar con una mujer pobre como Elena y mucho menos un nazi”- le decía. David, para llevarle la contraria, ahora defendía a los tórtolos que había atacado por la tarde: "Si Carlos estudia el Talmud por amor a Elena es mucho más de lo que usted ha hecho por mí durante todos estos años”- le recriminaba.

"Oy Vey! -decía la mujer- ahora resulta que haberlo mantenido en Polonia para que perdiera el tiempo con sus amigos de la sinagoga es poca cosa".

No se ponían de acuerdo aunque ambos estaban conscientes de que las cosas eran más "modernas" en este país tropical y que el gusanillo del amor andaba suelto, invadiendo los hogares tradicionales y apoderándose de los corazones de los judíos. "En Dlugosiodlo, respondía Anita, nadie se había casado por amor y el único que lo había hecho, Samuel, había terminado con una bala en la cabeza". "Quizás tenga usted razón – afirmaba David- pero nadie murió con tan amplia sonrisa de felicidad".