Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

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XXII

“¡Polaco de mierda!, ¡váya para Polonia!”- sería el insulto que oyó Samuel cuando se montó con su padre en el bus. El improperio le hizo recordar que lo mismo le habían dicho en Polonia, pero esa vez con el pedido que se fuera para Palestina.

Samuel volvió a su infancia. Cuando ingresó en la escuela de Dlugosiodlo, los niños polacos cristianos hicieron fiesta de los compañeros hebreos. Uno de los deportes del pueblo era precisamente el lanzamiento de piedras a los pobres y asustados párvulos israelitas que debían, desde la Primera Guerra Mundial, asistir a los centros de enseñanza públicos. Los maestros, tan antisemitas como sus estudiantes, nada hacían para evitar el atropello. “Ellos (los niños israelitas) se lo merecen porque nadie les pidió que nos inundaran las escuelas con piojos”-decía el profesor de matemática de la escuela, el mismo que admiraba la inteligencia de Elena y su facilidad para los números.

El niño-a diferencia de su hermana que se capeaba estoicamente las piedras- optó por buscar defensa entre sus paisanos. Desde el principio, algún gene especial lo hizo rebelarse en contra de la categoría de ser inferior y buscó por medio de la fuerza rectificar las relaciones de poder. Consciente de que los agresores eran niños más grandes que él, Samuel usó su inteligencia. Entre los párvulos israelitas mayores había uno que otro de gran estatura y presto para el deporte del boxeo. Uno de ellos era Jaimito Rotentuai que tenía 12 años, medía más de metro y medio y era bueno para los golpes. Samuel le prometió panes y rosquillas con el fin de que lo defendiera cuando los niños polacos le lanzaran objetos voladores.

En vista de que Jaimito era temido entre los polacos, su socio pudo evitar, en más de una ocasión, los ataques cristianos. “Quien tenga problemas con Samuel se enfrenta conmigo”- gritaba el guardaespaldas mientras contaba los bollos de pan que le traía su protegido. “A los polacos no debemos temerles porque se nos montan encima”- repetía el muchacho a Samuel y a otros niños paisanos. “Si les dan problemas, no duden en llamarme”- concluía Jaimito, que se beneficiaba del antisemitismo tanto como los mismos polacos.

Sin embargo, algo le llamó a Samuel la atención de su protector. Él era hijo de don Salomón Techman, el líder sionista de Dlugosiodlo. Aparentemente, su inclinación por la pelea provenía de las enseñanzas de su padre.

“No le hagas caso a los Techman-le aconsejaba Anita a su hijo- porque son unos locos sionistas y quieren llevarnos a sembrar papas a Palestina”. La madre –convencida socialista- no quería asociarse con la ideología nacionalista de los judíos. Desde que había leído el libro de Teodoro Herzl “El Estado Judío”, que proclamaba la necesidad de colonizar Palestina para los hebreos, la mujer consideraba a esta ideología como un peligro. “Lo que hace es dividirnos y establecer una rama burguesa dentro de la lucha por la liberación del capitalismo”, solía decir la mujer.

Pero su único hijo varón no le haría caso. Samuel se fue interesando en los cuentos de Jaimito acerca de la necesidad de que los judíos volvieran a Eretz Israel, la tierra de sus ancestros. Según le contaba su aliado, el sionismo era la única ideología que resolvería el problema del antisemitismo, separando para siempre a los cristianos de los judíos.

“Nunca nos van a aceptar y no importa cuánto hagamos por parecernos a ellos, nos echarán o nos matarán tarde o temprano”- repetía Jaimito, que lo oía de su padre. El muchacho le contó cómo el fundador del sionismo moderno, Teodoro Herzl, se había convencido de la imposibilidad de la asimilación, cuando miró a las masas francesas antisemitas condenar al judío Dreyfus como traidor de la patria. “Encontraron muy fácil echarle la culpa a un paisano de un espionaje en el ejército simplemente porque los hebreos, para ellos, no podían ser leales a Francia”.

Aunque los militantes sionistas en el pueblo se contaban con la mano, no dejaban de tener su impacto porque la situación del antisemitismo se había agravado en los últimos años. Durante la independencia polaca, el país se había vuelto más nacionalista y esto significaba menos tolerante de aquellos que no calzaran en la imagen de lo que debía ser un polaco.

Samuel empezó a asimilar los sueños de vivir en una nación en donde todos fueran judíos. Cada vez que miraba a su madre hacer un trámite de migración, le rogaba que se fueran para Palestina. “Madre, no nos lleve a América, compre un boleto para Palestina”- le decía el hijo. “Si en mí estuviera, me iría para Moscú y no a Eretz Israel donde van solo los locos”- le respondía Anita con cólera.

Pero no todos los habitantes del pueblo pensaban como ella. Ante el embate de los nacionalistas, algunos de los sionistas de Dlugosiodlo optaron por organizarse primero y luego emigrar a Israel y laborar en los kibbutzim. Los sionistas empezaron a impartir clases de hebreo, de defensa personal y de agricultura en el poblado. Su filosofía era que debían de iniciar una reconversión para volver a practicar todos los oficios, como había sido la norma en la época bíblica.

Las clases de defensa personal eran de tanto atractivo para Samuel, que asistía a escondidas de su madre. El muchacho sabía que tarde o temprano debería independizarse de Jaimito y que debería luchar por su propia cuenta. Para ello, debía aprender a pelear.

Los sionistas escandalizaban a los religiosos al permitir la plena participación de las mujeres en su movimiento. Las incluían hasta en los cursos de manejo de los viejos fusiles polacos. Los socialistas, por su lado, resentían que los sionistas se burlaran de su querido idioma ídish y que prefirieran el hebreo como medio de comunicación.

Los sionistas, por su parte, consideraban a los bundistas como ilusos que pretendían crear una república socialista judía independiente en Polonia. Muchas de las tácticas de defensa personal terminaron siendo usadas, no en contra de los antisemitas polacos, sino entre judíos.

La fuente principal de los problemas era que ambos grupos compartían la escuela como centro de reuniones. Cada vez que se topaban, cualquier chispa encendía la mecha. Un día los bundistas, para demostrar su independencia de la Torá, hicieron una cena con nada menos que, ¡horror de los horrores!, jamón ahumado. Los partidarios religiosos del Agudat Israel, escandalizados que sus hermanos hebreos se atrevieran a tal profanación, se arremetieron a golpes con ellos y quebraron todas las sillas de la escuela.

En otra ocasión, serían los sionistas quienes optaron por hacer un baile de canciones hebreas, en que hombres y mujeres danzaban de la mano. Esto motivó a que los religiosos nuevamente les hicieran la guerra y terminaran en otra lucha campal. “¡Herejes!”- gritaban los miembros conservadores del partido religioso mientras se agarraban a trompazos con los sionistas.

El sionismo nunca alcanzó el apoyo de la mayoría del pueblo. La burguesía judía temía que la propaganda en gran escala perjudicara su posición y amenazara las conquistas de la emancipación. Los religiosos objetaron su inclinación de hacer por sí mismos las cosas que, en teoría, le correspondían a dios o al mesías.

Los bundistas, por su parte, lo miraron como una distracción burguesa y un enemigo de la solidaridad obrera entre cristianos y judíos. Anita, por su parte, se burlaba de que para los sionistas, cualquier tierra era buena ya que negociaban con los ingleses para que les dieran Uganda. “Quizás a usted y a su hermana les serviría mejor irse para África”- comentaba la madre. “Calzarían perfecto con su color de turcos”.

Emigrar a Palestina no era una posibilidad para los Sikora. El país de los antiguos israelitas no era más que un desierto, sin industrias, ni comercio y los pocos judíos que habían emigrado, pasaban más hambre que en la misma Polonia. Cuando llegaron los tiquetes, optarían por otra tierra prometida. “Quizás Costa Rica sea la nueva tierra que el mesías nos iba a dar”- les dijo Anita con toda la ironía. “Dios puede prometer una tierra y luego darnos otra. Lo importante es que podamos comer de ella y no ella de nosotros”.

Una vez en el Nuevo Mundo, Samuel no tendría más protección ya que Jaimito se había quedado en Dlugosiodlo. Esta vez, el muchacho debería vérselas por su propia cuenta y depender solo de sus clases de defensa personal. Sin embargo, su cuerpo se había desarrollado y el antiguo niño gordo y apacible, se había tornado en un adolescente hermoso y viril. Pronto mostraría una fuerza física envidiable y también un rostro que enloquecía a las mujeres. La mirada tenía una furia similar a la de un toro español, listo para cornear a quien se le pusiera por delante. Los ojos eran café claro, poblados por unas impresionantes cejas que hacían suspirar a todas las jovencitas de su colegio.

El joven, a diferencia de sus hermanas, no tenía intenciones de establecer una familia en Costa Rica. Desde que llegó buscó la forma de obtener información sobre cómo emigrar a Palestina. Sin que sus padres se dieran cuenta, empezó a estudiar hebreo en el hotel de un amigo sionista en San José y a practicar el tiro al blanco con otros dos paisanos.

Cuando le tocó hacer su bar mitzvah, a diferencia de sus otros compañeros, él entendía perfectamente el hebreo que leía. “Lo voy a necesitar muy pronto”- le decía a sus amigos. Aunque su padre le presentaba muchachas judías, hermosas y con dinero, con el fin de hacer un buen shidaj, Samuel no mostraba el menor interés. Después de cortejarlas y enamorarlas, les decía que aún era muy temprano para el matrimonio. “Me casaré-le decía a Elena- bajo el cielo de Jerusalén”.

Cuando el hombre le gritó a su padre que se fuera de Costa Rica, David no estaba preparado para tal agresión. Hasta la fecha, los incidentes antisemitas habían sido pocos. Las más de las veces los costarricenses se burlaban de su extraño acento o se quejaban de los precios de sus mercaderías. En una u otra ocasión, había sido mal atendido en algún negocio u oficina de gobierno, sin tener claro si era por antisemitismo o por mal genio del dependiente. Pero una confrontación abierta y de tono tan hostil, no era común.

No obstante, las constantes diatribas antisemitas del Diario de Costa Rica empezaban a hacer mella en la población. Un día el periódico acusaba a los judíos de adulterar la leche en los almacenes. En otra ocasión, escribía que estos habían vendido a Jesucristo, como si Judas y judío fueran la misma cosa. Unos días más adelante, el pasquín reportaba que los hebreos pensaban comprar una provincia entera para establecer a millones de sus paisanos en tierras ticas. Cuando el gobierno optaba por hacer un registro de judíos, el periódico informaba que estos rehusaban cooperar y que habían atacado a los policías. Igual que sucedía en la misma Alemania, el veneno antisemita inundaba los espacios y los corazones. “Polacos se resisten a revelar el contenido en sus valijas”- decía uno de los artículos recientes.

Pero los días de los tosteles y los panes para comprar protección, habían llegado a su fin. Samuel, levantándose de su silla en el bus, se dirigió hacia el hombre que había insultado a su padre. El tipo era un oficinista, empleado de gobierno, ni pobre ni rico, ni bruto ni inteligente. Una de esas almas llenas de envidia que desean echarle la culpa a otros de su propia miseria y que nunca logran reconocer su infinita mediocridad.

Al darse cuenta que el hijo de David se le venía encima, se paró también de su asiento y lo esperó con pose amenazante. Pronto los dos hombres, o digamos un hombre y un muchacho, se miraron a los ojos, llenos de odio y de incomprensión. Dos mil años separaban estos cuatro ojos, que aún se disputaban si dios podía convertirse en hombre, dividirse en tres y morir para resucitar luego. Controversias que si no fueran tan desgraciadas, los harían, en otra ocasión, morir de risa.

“¿Me puede repetir lo que le dijo a mi padre, por favor?”- le preguntó Samuel con los puños cerrados y con una mirada del toro que ha visto una capa roja. “Lo que usted oyó polaco de mierda”- le respondió el oficinista. Antes de que el empleado de gobierno pudiera terminar la palabra, Samuel se le había lanzado encima e iniciado su primera confrontación en el Nuevo Mundo. El cristiano le dio tres golpes en la cara, dejándole sangrando la ceja izquierda. Samuel pudo lanzar un derechazo que le rompería a su contrincante en tres pedazos la nariz.

Su padre miraba consternado el altercado. La religiosidad no le permitía a David aceptar que su hijo se fajara a golpes con un antisemita. Era de la opinión que la violencia había sido aprendida del sionismo, que clamaba que los judíos debían hacerse de un estado antes de que el mesías volviera y cumpliera su compromiso de regresarlos a Jerusalén, como estaba escrito en la Torá.

Cuando su retoño se le acercó para buscar algún consuelo, este le dio un manotazo y le dijo que sería la última vez que se involucrara en una pelea. “Pero padre, ¿por qué me voy a dejar que nos insulten?”- clamaba Samuel que no podía creer que su propio progenitor lo tratara de esta manera. “Nadie le pidió a usted que se metiera a darse de golpes con un hombre tan vulgar y tan bajo como ese nazi”- fue la respuesta.

Desde que sus hijos habían regresado, David sentía una gran desazón porque ninguno había seguido sus pasos, ni mostraba mayor interés por leer la Torá o el Talmud. El padre culpaba a su mujer por haber mal guiado a sus retoños. Elena, con sus ideas feministas, era para él una hija desobediente que se había apartado de las costumbres de su pueblo. Pero las de Samuel le parecían aún más escandalosas. No solo rompían con la tradición sino que con la autoridad de los padres.

David estaba dispuesto a encaminar a su hijo a punta de golpes, que era el único aprendizaje de pedagogía que había realizado. Desde que había llegado, le molestaba su independencia, su inquietud y más que todo, su sionismo. El muchacho solo hablaba de aprender un oficio que le permitiera emigrar a Palestina y se reunía, a sus espaldas, con otros sionistas costarricenses, como Moisés Burstin, el dueño del hotel de paisanos. En varias ocasiones, el furioso padre fue a sacar a su hijo de mítines para obligarlo a vender ropa en la tienda. “¡Maldito cabrón!”-gritaba David-, “¿quién cree usted que es para perder el tiempo con estos buenos para nada sionistas?”

Entre más golpes recibía el muchacho, más se acentuaba su deseo de buscar otra forma de vida. No creía que la asimilación fuera a resolver el problema judío y sospechaba que tarde o temprano, estos serían traicionados por sus aliados ideológicos, fueran socialistas, marxistas o feministas.

“Elena”-le decía a su hermana -, “¿no se da cuenta que las feministas le darán una patada en el tuges apenas obtengan el voto?” Él las veía conservadoras, dispuestas a apoyar a antisemitas como Ulate, siempre y cuando este reconociera su participación política. De acuerdo con su punto de vista, las amas de casa burguesas, una vez obtenido el sufragio, se volcarían en contra de las “malas costumbres” y los supuestos enemigos de la “familia” costarricense.

“Los valores de esas mujeres son similares a los de los nazis, van a quemar los libros que consideran pornográficos y los bares del Paso de la Vaca ya que lo que desean es terminar con la libertad sexual de sus maridos”- le increpaba a su escandalizada hermana.

Desde que habían venido al Nuevo Mundo, los hermanos se habían separado. Sarita era aún una niña, aquejada por el asma y demasiado débil para tomar partido. Había sido la única que no había abrazado ninguna ideología. Pero Samuel y Elena optaron por luchas distintas. Ella se había tornado en una luchadora por los derechos de la mujer y él por los de su pueblo. Aunque en teoría no existía una razón para el distanciamiento, la realidad era que no compartían ni amigos ni amantes. Su hermana se había distanciado de los judíos y se enamoraba de lo que él consideraba el enemigo. Samuel, por su parte, socializaba solo con los sionistas, que criticaban a quienes salían de la manada.

En el hogar de los Sikora, ni el padre ni la madre servirían de contención. Anita, por su parte, no gustaba ni del feminismo de Elena ni del sionismo de Samuel. Consideraba que ambos estaban equivocados en sus preferencias políticas. Ella estaba, a la vez, consumida –igual que Elena- en la pasión romántica y no tenía ni tiempo ni energía para conciliar las diferencias. Su única preocupación era lograr una mayor independencia económica que le deparara más libertad. “Tu padre no me da un cinco de lo que gano en la tienda”- le decía a Samuel. “En vez de pensar en liberar Palestina, ¿por qué no haces algo para que tu propia madre salga de la esclavitud?”- le decía a su hijo.

Cuando Samuel regresó al hogar, con la ceja rota y con moretones en la cara, Elena se puso furiosa con él. A pesar de que ella consideraba que la lucha feminista era legítima y necesaria, no podía apoyar que su hermano arriesgara su vida enfrentándose con los nazis. “No puedes luchar solo en contra del enemigo”- fueron las palabras que usó para mostrar su desaprobación. La mujer no apoyaba la causa sionista y mucho menos si esta amenazaba la integridad de su único hermano varón.

Pero entre algodón y algodón que con el alcohol hacían arder la herida, Samuel le pidió que lo ayudara para comprar el tiquete e irse a la tierra prometida. “No quiero quedarme aquí y tener que vivir nuevamente con tanto odio a mi alrededor. Desde que Ulate inició esta cacería de paisanos, las cosas se han vuelto terribles. Aún en la escuela, en que también nos trataron al principio, algunos maestros han empezado a pedir que los polacos no podamos llevar la bandera nacional en los desfiles escolares. Doña Virginia, la directora, se ha puesto de su lado y ha dicho que no quiere a los polacos en las fiestas patrias. Esto es lo mismo que vivimos en Polonia y es hora ya de hacer algo y no seguir de arrimados”- le confesó con ganas de llorar.

Elena sintió una gran lástima por su hermano. “Quisiera Samuel hacer algo para que no tuvieras que marcharte e ir de país en país. Quizás las cosas se compongan, tu sabes cómo el antisemitismo sube y baja sin explicación. Un día las cosas están mal y bien el otro”. “Si estuviera en mis manos, te daría el dinero para que probaras suerte, aunque me dolería mucho perderte. Sin embargo, sabes que no tengo dinero y que nuestro padre todo lo mete al banco, esperando gastarlo en un futuro lejano. Ni siquiera nuestra madre tiene un cinco a su nombre. Él jamás consentiría en usarlo para comprarte un tiquete de partida”- le dijo Elena para que se resignara a su sino.

Pero Samuel no era de los que tiraban la toalla con facilidad. “Es cierto que nuestro padre se opondría a que yo me vaya para Palestina pero si convencemos a nuestra madre, los tres podríamos presionarlo para que lo acepte”- afirmó con seguridad y mirando a Elena a los ojos para observar su reacción. No obstante, ella no estaba tan segura. Su madre podría ser más receptiva a los cambios pero jamás apoyaría una causa sionista y mucho menos para perder a su adorado hijo. “Doña Anita no va a arriesgar su relación con nuestro padre para que usted se vaya del país”- agregó la hermana. “Además, ella no quiere hacer ningún trato con nosotros porque está en contra de mi relación con Carlos”.

Sin embargo, el muchacho tuvo una idea. “Es probable que nuestra madre no me apoye solo por razones ideológicas ya que no cree en el sionismo, pero si le ofrecemos algo que ella pueda ganar de la lucha contra don David, otro gallo cantaría”- agregó el hermano con una sonrisa de pícaro.

“Pero Samuel, ¿qué puedes darle para que ella esté dispuesta a darte apoyo?”- inquirió Elena que pensaba que su hermano había perdido un tornillo. “Lo único que puedes ofrecerle a doña Anita para que se vuelque a nuestro lado es una sopa de su propio caldo”- respondió él sin querer revelar aún sus planes maquiavélicos.

De acuerdo con Samuel, su madre estaba en una situación difícil porque se había enamorado de don José y su vida y su fortuna corrían peligro. Lo único que ella había apreciado había sido su libertad y su independencia, que había perdido desde el mismo día en que bajó del barco. Desde ese entonces, era su marido quien tenía la última palabra. “Si pudiéramos proponer a nuestra madre recuperar su independencia, o sea que don David comparta las ganancias de la tienda, la haríamos nuestra aliada”.

Elena empezó a interesarse en el plan que se parecía mucho a la idea suya que aprendió de las feministas. Desde la vez que asistió a sus reuniones, pensaba que la única forma de defensa era un ataque. Estaba consciente, a la vez, que lo que su hermano le proponía podría depararle a ella también sus beneficios. Desde que andaba con Carlos, su madre se había convertido en su peor enemiga y no quería saber nada de su relación. Le hacía la vida imposible y hurgaba por todo lado para encontrar evidencia de que los dos tórtolos se encontraban a escondidas. “Si mi madre mirara algún beneficio en pactar conmigo, me dejaría de molestar”- había pensado ella desde la reunión con Ángela Acuña.

Pero una cosa era la teoría y otra la práctica. Los hijos de don David no podían concebir qué cosa podían prometerle a su madre con el fin de terminar con su pobreza. Su padre defendería sus cuatro cincos como los hebreos pelearon para no dejar caer Masada en manos romanas. “Samuel, debes estar loco si crees que papá dejará ablandarse con los lloriqueos y ruegos de nuestra madre”- le reprochó a su hermano. “Mi padre no dejará que todas las trompetas del mundo tumben las paredes de su Jericó, o sea su cuenta bancaria”- concluyó ella.

“¿Pero quién dijo que íbamos a usar la súplica para obtener nuestra victoria?”- le contestó Samuel quien creía que era el momento apropiado de compartir su plan de guerra. “¿Entonces cómo?”- inquirió una Elena cada vez más confusa.

“Con una huelga”- respondió el muchacho, logrando que su hermana buscara dónde sentarse para no caer del susto: Ambos habían llegado, por distintos caminos ideológicos, a concebir la misma idea.