Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

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XXIV

"¡Huelga!"- había sido el grito que, como un trueno, se oyó en el mercado. Los obreros habían llegado, como siempre, a las 7 de la mañana a su lugar de trabajo, apuntaron sus nombres en la tarjeta diaria de asistencia y se pusieron los uniformes. Sin embargo, esta mañana de 1938 las cosas serían distintas. Como réplica del terremoto que había azotado las compañías bananeras de 1934, un temblor sacudió a San José. La lucha por reducir la jornada de trabajo a ocho horas y mejorar los salarios y las condiciones laborales, tenía tanta relevancia entre los obreros del Atlántico como entre los de las tiendas, los almacenes y las industrias en San José. Esa mañana se hizo evidente.

Los empleados de comercio y los de las incipientes industrias de ropa eran vilmente explotados. Su jornada oscilaba de 10 a 12 horas diarias, sin seguro laboral, ni ayuda por maternidad, ni pensión para el retiro. Si se enfermaban, eran despedidos y si reclamaban, podían ser llevados por insubordinados a prisión. Esto sin añadir los malos tratos y los abusos que eran objeto de los nuevos señores capitalistas e industriales, nada distintos de los dueños de cafetales o ingenios de azúcar. La explotación era pasto fértil para la movilización obrera y una vez que los trabajadores aprendieron de la huelga de los tútiles y la de los bananeros, las cosas no serían las mismas.

La policía que estaba al servicio de la oligarquía del país no tardó en movilizarse hacia el lugar del nuevo conflicto. Les había informado un comerciante que los insurrectos estaban obstruyendo una de las vías más importantes del país y poniendo en peligro la salud de los habitantes. Cuando la Secretaría de Seguridad se enteraba de que una huelga impedía el tránsito, no dudaba enviar al regimiento de los bastoneros, que era la policía antimotines de la época. Esta era un cuerpo militar muy temido por el pueblo porque no dudaba en lanzarse contra los obreros y romper los cráneos de muchos de ellos. Recientemente, habían hecho estragos con los artesanos de las imprentas que se habían ido al paro.

La huelga de los obreros del Mercado Central de 1938 prometía ser un plato muy difícil. En primer lugar, éste reunía en un mismo techo a trabajadores de distintos sectores de la economía. Un problema con alguno de ellos, temía el gobierno, podía desplazarse a varios otros y escaparse de las manos. En segundo lugar, el gobierno no quería un baño de sangre innecesario. Sin embargo, el Secretario de Seguridad había dado órdenes claras al jefe de la policía: "Como haya lugar, despeje la arteria de San José que esté obstruida". Para cerciorarse que la situación no se deteriorara, había pedido al Presidente que buscara un mediador que "hiciera lo posible para evitar un derramamiento de sangre" y que "tratara de llegar a un arreglo con los obreros en huelga". El Presidente buscó un político que frecuentara el Mercado Central y fuera bien visto por obreros y patronos. "¡Que Dios le ayude!”- fue la bendición que recibió del Secretario de Seguridad.

Los otros obreros del Mercado Central vieron con malos ojos la entrada de los policías antimotines. En varias ocasiones habían abusado su poder cuando se enfrentaban a los que hacían problemas. Los representantes de la ley entraron, con paso de ganso, al estilo impuesto por Cortés, a ritmos distintos y en forma desordenada. No obstante, la mala sincronización y los uniformes raídos demostraban que esta fuerza castrense estaba formada por campesinos desempleados que no tenían otra forma de ingreso. En realidad, no era nada diferente, en cuestión de clase social, a los huelguistas. "¡Adelante, adelante, marchen al unísono, no miren a la gente!”- les gritaba el Coronel Álvaro León.

El mandato de que no observaran a los espectadores era porque los demás empleados les sacaban la lengua y se burlaban de lo ridículo que se miraban. "¡Viva la revolución obrera!”- gritaba la empleada de la carnicería. Los artesanos de la zapatería, por su parte, empezaron a silbar La Internacional y la de las verduras, a poner solo tomates para hacer la bandera roja. La más atrevida fue la cachifa del dueño de las escobas, quien las distribuyó entre sus compañeras de otras tiendas para formar un impresionante ejército de mujeres que las empuñaba como armas. "¡Abajo con los explotadores!”- exclamaban las empleadas mientras subían y bajaban cientos de escobas. El dueño de la fábrica se enfurecía y les gritaba que parecían, en vez de sindicalistas, brujas que "solo hacían el ridículo". "¡Que vuelen, que vuelen!" – gritaban los patronos para burlarse de sus empleadas.

Al llegar al negocio en huelga, los policías se llevaron la gran sorpresa. Ahí se percataron de que el movimiento de trabajadores no era otro que dos mujeres y dos niños que se habían sentado en la calle que conducía a los orinales y a los excusados del mercado.

El capitalista que había puesto la denuncia y que había alertado al gobierno sobre una insurrección obrera que amenazaba la salud del pueblo, era David Sikora, a quien Anita y sus hijos le cerraron La Peregrina porque se oponían a trabajar bajo las pésimas condiciones. La esposa llevaba un letrero que nadie entendía porque estaba escrito en ídish, pero que los obreros de las otras tiendas intuían de qué se trataba. Cuando le preguntaban qué significaba, la mujer tenía vergüenza de traducir su significado. Sin embargo, gritaba : "¡Voy a terminar Oyesgemutshet!" ¡Viva la revolución ídishe!”- que significaba que había nacido la primera huelga de polacos en el país.

El Coronel León, a cargo de los bastoneros, no pudo contener su enojo hacia David Sikora por haberlo engañado con respecto al tipo de protesta que se trataba.

- Señor Sikora, ¿no le parece algo ridículo que usted nos mande a llamar porque su esposa e hijos estén en huelga? Además, ¿cómo se atreve a decirnos que estaban obstruyendo una vía de tránsito en San José?- le reclamó un ofuscado militar que sentía que le había tomado del pelo.

- Mire señor coronel, la vía hacia los excusados ha quedado bloqueada por la bruja de mi esposa y mis hijos que se han puesto de acuerdo con sus artimañas. Además, ¿no cree usted que si los excusados y orinales quedan cerrados, causaría un serio problema en la ciudad? Piense en miles de personas que no podrán orinar ni hacer otras cosas- explicó el comerciante que nunca creyó que su propia familia le hiciera un paro.

La policía no intimidó a Anita y a sus hijos. Estaban dispuestos a luchar hasta la muerte por mejorar las condiciones. La esposa, en primer lugar, estaba cansada de trabajar 12 horas al día mientras él pasaba parte del día en la sinagoga o en discusiones políticas.

Además, quería la mitad del ingreso del negocio en vez de que David decidiera cuánto dinero (lo que siempre era mínimo) le daba. La mujer no quería que sus hijos menores fueran forzados a trabajar y que si Elena, la mayor, había tenido que salir de la escuela para ayudar en el chinamo, tuviera la libertad de frecuentar los amigos que escogiera. Finalmente, Samuel podría usar el sueldo para comprar su boleto para Palestina.

David no quiso ceder. Sabía muy bien que Anita no tenía un cinco a su nombre y que la huelga de brazos caídos terminaría en una de hambre que la haría claudicar. En vista de que los policías no estaban dispuestos a quitar a la fuerza a los huelguistas, el dueño de La Peregrina optó por dilatar la situación. Estaba seguro que el gobierno fallaría a su favor porque no se había visto nunca que una mujer tuviera control del dinero y que no se ocupara del negocio mientras el hombre estudiaba la Biblia y discutía la halakah con sus amigos. De estar en Dlugosiodlo –pensaba él- la policía la hubiera detenido.

- Mujer, póngase con Dios y deje de hacer locuras- gritaba el patrono para convencer a su mujer.

- No cederemos hasta dejar de ser sus sirvientas y usted reconozca nuestros derechos- replicaba Anita con la aprobación de Elena y sus hermanos.

- ¿ Pero cuáles derechos si yo la mantengo?- indagaba un confundido marido.

- No queremos más jornadas de 12 horas sin salario. Estamos cansados de mendigar el diario. Tampoco queremos que Sarita ayude en el negocio. Habíamos quedado en que ella estudiaría hasta que fuera más grande. Elena no tiene por qué venir a trabajar los sábados mientras usted se va a la sinagoga. Y págale su salario a Samuel para que él haga lo que quiera. Usted es tal "¡Groisser fardiner!" que si se encontrara con nuestro mesías lo pondría a vender pantalones- expresó ella con exasperación.

- Pues se va a morir de hambre por testaruda ya que no cederé un ápice- gritó David para finalizar la polémica.

Para el segundo día, los empleados de otras tiendas empezaron a cerrar filas con la huelga de paisanos. En primer lugar, trajeron bolsas plásticas, una vez que entendieron lo que decía el cartel de Anita. Luego, imprimieron panfletos en español y en ídish explicando las razones del paro. "Apoye a los empleados de La Peregrina en su lucha por las ocho horas de trabajo”- señalaba el papel. Finalmente, enviaron alimentos para que ninguno de los empleados abandonara su posición.

David, obviamente, no pensaba dejar de morir de hambre a su familia pero, como buen Sikora, cuando se enfurecía, no sabía cómo controlarse. De ahí que salió pegando gritos en contra de las ideas anarcofeminisocialistas que, en esta sociedad moderna, se le habían infiltrado en su propia casa.

Las cosas habían empezado a calentarse desde que Elena y Samuel habían pactado para luchar por la liberación de doña Anita. Una vez que se pusieron de acuerdo, Elena empezó a usar las tácticas feministas para convencer a su madre.

La gallina sería la primera en caer en su plataforma política. Cada vez que Anita optaba por cocinar una de estas aves, la hija observaba la forma en que distribuía sus partes. Si la pobre mujer se atrevía a poner en el plato de su marido una pierna de más y dejaba los otros con solo una extremidad, su hija se le acercaba y le decía: "Madre, si quiere evitar pleitos, mejor réstele la pierna a mi papá y se la pone usted en el suyo".

Anita no sabía qué hacer. Estaba acostumbrada por siglos de entrenamiento a darle al hombre más comida que a las mujeres. Ella, que tenía control de la cocina, se servía siempre el pedazo más pequeño. Sin embargo, ahora su hija salía con esta lucha feminista que se trasladaba a las gallinas y a los pollos. Aunque al principio lo miró como una causa burguesa, pronto empezó a notar que algo de razón había en la queja. Pronto Anita empezó hacer cálculos geométricos para partir el pollo en partes iguales y disfrutó de mirar cómo molestaba a su marido.

“Mujer, si tanto te molesta que yo coma más –le decía David- sírvame solo el tuges y nos evitamos pleitos". "No haga bromas –respondía ella- hasta el Rey Salomón decidió partir el niño en dos partes iguales para no hacer injusticias con las mujeres que clamaban ser la madre".

La discusión sobre las gallinas no era más que un primer paso para ganarse a la madre. Elena sabía que Anita consideraba las causas feministas una pérdida de tiempo y creía que la única lucha importante se estaba dando en España en donde el General Franco amenazaba con destruir a la República y a sus aliados. Opinaba que la lucha de las mujeres sufraguistas de Costa Rica, guiadas por Ana La Loba, una "loca" feminista que venía del extranjero y que solo pensaba en oírse a sí misma, era la peor pérdida de tiempo. "Elena, tus amigas feministas te van a dejar tirada en la calle cuando necesites de ellas. ¿No te das cuenta que la verdadera lucha debe ser contra el fascismo?”- le decía con emoción. "Mira lo que está pasando en España. Si gana Franco, los trabajadores volverán a ser mendigos".

Sin embargo, mientras la mujer prestaba atención a los acontecimientos de la guerra civil española, Elena empezó a interesarla en que leyera lo que hacía Emma Goldman, judía feminista y anarquista, que había ido a apoyar a los trabajadores de Cataluña. La Goldman había emigrado a los Estados Unidos años antes y apoyado las huelgas de las obreras judías en Nueva York porque "las pobres tienen que trabajar como bestias para que otros se enriquezcan" y eso es prueba de un shtarker charakter -le dijo Elena.

Para interesarla aún más, su hija le leyó la autobiografía, los ensayos políticos y los artículos ya algo viejos de la revista Mother Earth de la anarquista norteamericana. A su madre le encantó su posición antibélica y en pro de la planificación familiar. También le parecía encomiable que la mujer de Lituania se había atrevido a defender los derechos de los homosexuales en los Estados Unidos. Teniendo en cuenta que su hermano se había pegado un tiro por la incomprensión social, le preguntó a Elena: “¿Por qué Emma no era más conocida en Polonia?”

Anita se encariñó aún más cuando leyó lo que opinaba sobre el matrimonio. Según esta mujer, el matrimonio era una desgracia de las más grandes que se había inventado. También lo era la maternidad que era impuesta como el castigo de la esclavitud en Egipto. Para ella, casarse era una calamidad no solo para las mujeres sino que para los hombres. “Esta mujer es realmente sensible”- le sonrió con una voz suave y una expresión de ternura a Elena.

Su razonamiento era que la institución estaba establecida con el fin de atar a la mujer a la maternidad y al hombre al trabajo repetitivo y monótono del capitalismo. "Solamente cuando el hombre y la mujer aprendan que el fin de la unión es el crecimiento personal, sería posible remontar los objetivos sórdidos para los cuales la sociedad burguesa había inventado el matrimonio”- escribía la activista.

"¡La Goldman es la primera mesías judía!”- exclamó Anita al darse cuenta que compartía su odio por los shidajs y defendía el amor libre. “Si Emma dice -le explicaba a Elena- que la infidelidad no es un crimen, ¿quién soy yo para contradecirla?”

David lanzó a Anita a los brazos del anarquismo al criticar a la Goldman: "Si sigues leyendo la basura de esa paisana mal nacida vas a terminar en la cárcel como ella, que pareciera ser su lugar preferido". Para el padre de Elena, si ya el comunismo era una desgracia de la que acusaban a los judíos, ahora para colmo de males, otra hebrea se vinculaba con un movimiento aún más radical. "Los nazis nos endilgan que judíos como Carlos Marx y Rosa Luxemburgo inventaron el comunismo y ahora dicen que también el anarquismo gracias a esa meshugeneg lituana".

Pero su mujer hacía siempre lo contrario. "David, dígame una cosa, indagó, ¿qué tiene de malo lo que dice Emma sobre que trabajar doce horas al día es una explotación de los capitalistas que se aprovechan de los pobres?" "Nada de malo –respondía su esposo- ¿pero por qué me mira a mí con esos ojos si yo no tengo ninguna fábrica?" La realidad era que David se había quedado con una tienda en el mercado mientras sus otros paisanos abrían fábricas y de capitalista, según él, solo se le podía llamar porque vivía en la capital.

"No se haga el inocente –le respondía su mujer- usted me hace trabajar doce horas en el mercado y lo mismo a mis hijos. Así que lo que dice Emma me toca a mí también. Si los obreros de las bananeras en este país se fueron a la huelga por las ocho horas, nosotros también podemos". "Pero en Limón, los bananeros lo hicieron porque los picaban las serpientes venenosas y aquí el único que puede morir envenenado de su lengua soy yo”- le dijo el marido con sorna.

El esposo se echó a reír a carcajadas y no le dio ninguna importancia a las querellas de su mujer. No creía que podía haber comparación entre las obreras de las fábricas de shmates de Chicago o de Nueva York y las condiciones labores en La Peregrina. La verdad era que si él no trabajaba las doce horas era por sus “legítimas” obligaciones religiosas. "¿Usted cree que yo ando de vago por las noches?”- le gritaba a Anita. "Si no fuera a rezar y a dar cátedra sobre la moral en la comunidad, pronto terminaremos comiendo chicharrones en este país”- le decía con indignación. "Además, el paisano que hace de rabino creé fielmente en la interpretación liberal de las causas para otorgar el divorcio, al estilo de Hilel y está vendiendo gets como si se tratara de calzones y ha divorciado ya a media comunidad. Si lo dejo, terminará, otra vez, separando hasta el Mar Muerto”.

El comerciante no debió haber desestimado el poder de los de abajo. Una vez que la madre e hijos habían dejado a un lado las diferencias, se tornaban en una fuerza incontestable. Estaban cansados de trabajar un interminable número de horas, carecer de dinero y tener que pedir permiso a David hasta para salir a la calle. Samuel, por su parte, quería comprar su boleto para Palestina.

De ahí que Emma, como hada madrina de los pobres, ayudó a cimentar la alianza. La idea de hacer una huelga la tomó de los muchos recortes de periódico sobre las huelgas en las fábricas de shmates judíos en Nueva York que Elena y Samuel le dejaban convenientemente en su mesita de noche. Cuando la madre vino a pedir ayuda, sus hijos estaban preparados para negociar.

-

Elena, Samuel, necesito que emprendamos un plan en acción contra su padre. Tenemos que recuperar la libertad que teníamos en Dlugosiodlo- dijo Anita.

-

Usted busca más libertad, madre, pero me prohíbe encontrarme con Carlos, que es el hombre que quiero- le respondió Elena. ¿No se da cuenta que es el mismo principio?

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Yo por mi parte quiero recibir un sueldo para irme para Palestina- aclaró Samuel.

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No veo qué tiene que ver que dejemos de trabajar 12 horas al día con que ustedes hagan lo que les venga en gana- respondió la madre que no deseaba pactar en este campo.

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Pues yo lo veo igual. Si hablamos de libertad, ¿por qué no de la de casarse con el hombre que uno ama y vivir donde uno quiere?- respondió Elena.

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Porque no es lo mismo. Ustedes van a sufrir mucho con esas decisiones.

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Si lo mira así creo que no ha entendido lo que Emma Goldman realmente dice - replicó una desilusionada hija.

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Pues vea cómo le fue de mal por andar con cristianos que la dejaron tirada cuando más lo necesitaba- contestó Anita con rabia.

-

Sin embargo, usted tiene que hacer una huelga para que su marido judío la respete y no la explote- replicó Elena con la misma pasión.

-

Bueno, bueno, ya está -respondió Anita-. Necesito la ayuda de ustedes para liberarme de vuestro padre y si tengo que aguantar tu relación con Carlos, o dejarte ir a sembrar papas a Palestina, lo haré con tal de no traicionar la revolución proletaria- terminando así la discusión.

Una vez que las corrientes feministas, sionistas y anarquistas hicieron un pacto en La Peregrina, las cosas cambiarían en la familia Brum-Sikora. La primera muestra de que algo se tramaba empezó con los pedazos de gallina que fueron disminuyendo, como el valor del colón, en el plato de David. Un día faltaba una ala; otro, la mitad de la pechuga. Cuando el hombre se percató de que las porciones decrecientes reflejaban, no la falta de carne, sino la lucha por la igualdad, era demasiado tarde.

Luego vendría la firma de su mujer. En vez de perder presencia con el Sikora, Anita empezó a usar en las cartas su apellido de soltera. Y una vez que estas pequeñas victorias aumentaron la confianza en sí misma, la mujer optó por defender su derecho a reunirse con don José. "Mi relación con ese hombre es puramente intelectual”- le decía a su marido. "Si las charlas son tan cultas –respondía el esposo con ironía- ¿por qué se arregla como un payaso cuando él viene?" "Usted no sabe la diferencia entre ser elegante y vestirse como las curves, sus mejores amigas"- contestó Anita sabiendo que lo tenía contra la pared.

David transigió porque consideraba que Anita estaba totalmente meshugeneg y que a él le daba lo mismo que se llamara Brum, Sikora o Fiddlefortz; tampoco le importaba que hablara con don José porque así él tendría más libertad de tomarse unos tragos en el bar de Emilia. Pero en cuestiones de principios éticos, como quién manejaría el dinero y quién rezaría mientras el otro trabajaba, era intransigente.

"Si usted tuviera control del dinero se compraría otro marido mañana”- le decía. David temía que Anita hiciera alianza con el otro rabino de facto de la comunidad y terminara comprando gets a la velocidad en que adquiría gallinas.

La mujer no estaba para más burlas. Después de esta última conversación, optó por cerrar el chinamo y sentarse en el camino hacia los excusados del Mercado y no dejar que nadie entrara hasta que sus derechos fueran reconocidos.

Así había nacido la rebelión ídishe del Mercado, el levantamiento del proletariado judío de Costa Rica. Cuando Anita enarboló el cartel "Hagan kacken en otro lado”- que alertaba a los clientes del excusado que no se quitarían de la vía y que fueran hacer sus necesidades a la casa, se escribió otro capítulo de la historia obrera. También del sionismo tico porque la victoria aseguró que Samuel se iría para Palestina.

Como David no quiso ceder y se fue a buscar aliados con sus otros paisanos del Mercado, el gobierno tuvo que enviar, para terminar con el lío, al delegado personal del Presidente. Para el horror del dueño de La Peregrina, el mediador no era otro que don José Sánchez, el amigo de su mujer.

- Don David, el Presidente me ha pedido que ponga fin inmediatamente a esta huelga. Vemos con muy malos ojos que una mujer y sus hijos tengan que bloquear las vías para que usted las haga trabajar menos -dijo el gamonal con seriedad mientras le guiñaba el ojo a su amiga preferida.

- ¡Usted de juez! ¡Es como la zorra cuidando a las gallinas! Si el Presidente quiere llegar a un arreglo justo, ¿cómo es que manda a un hombre tan parcializado?- le respondió David con enojo mientras jalaba a la par suya a otros paisanos para que lo apoyaran. Sin embargo, éstos se volvían para atrás porque sabían que sus mujeres estaban con Anita y no querían problemas en el hogar.

- Yo no vengo a defender a nadie sino hacer justicia. Y por el bien suyo es mejor que reduzca inmediatamente a ocho horas la jornada de trabajo y que comparta el dinero con su mujer, que tanto o más se lo merece- amenazó don José con cólera en el rostro.

- Bueno, bueno, estoy harto de este escándalo. Que la bruja se quede con todo y que haga lo que le venga en gana. Si se quiere cambiar de nombre que lo haga y si espera comerse todo el pollo, también- respondió David haciéndose la víctima.

La batalla había triunfado. Desde ese día Anita recuperó la libertad que había perdido desde su periplo al Nuevo Mundo. Elena pudo encontrarse con su querido, sino con el beneplácito, sí con el conocimiento de ambos padres. Samuel se pudo ir para la Tierra Santa.

Anita había comprendido que las batallas por la liberación debían empezar desde abajo, sin depender de un estado o un partido. Desde ese entonces la mujer dejó de creer en Marx y en Stalin y se convirtió en anarquista. La foto de Emma se colocó ahora en el dormitorio de la casa.

"¿No es suficiente que hayas ganado la huelga sino que me lo tienes que restregar en la cara poniendo la foto de esa meshugeneg sobre mi cabeza?"- se quejaba el pobre David.

Y cuando todo parecía que mejoraba, estalló la Segunda Guerra Mundial.