XXVI
La amistad entre Max y Pepe Flores floreció a partir de la fiesta de inauguración del nuevo gobierno. El asistente del Canciller gustaba del boxeo e invitó, el próximo domingo, al alemán a un "match". El líder del Partido Nazi pudo apreciar la gran condición física de su nuevo colega. El boxeador tenía un cuerpo firme y musculoso, con excepción de los glúteos, nariz semita que contrastaba con unos labios "perfectos”- pelo rizado y peinado hacia atrás y una frente protuberante. Era un joven atractivo y sumamente viril. Nadie sospechaba, con la excepción de su compañero de deporte, sus secretas predilecciones. Mucho menos su amante y tía política, doña Paquita Elizondo.
Después del evento, salieron a tomar unos tragos y a conversar de política. El diplomático costarricense le revelaría que había viajado por Europa y quedado impresionado con el avance germano. "Hitler fue el primero en hacer caso omiso, le explicó, de las leyes sagradas del mercado. Su decisión de haber realizado grandes programas públicos e impulsado la industria militar, sería imitada por el mismo Roosevelt". Pepe creía que el "Nuevo Trato" (New Deal) había surgido con base en el programa económico de los nazis y que muchos gobiernos, inclusive el régimen de Cortés, habían seguido sus pasos. Además, consideraba que Alemania tenía razón en sus exigencias territoriales. "Le quitaron territorios en la Primera Guerra Mundial que le pertenecían”- le comentó a Max.
Una vez averiguada la posición ideológica, Max le reveló algunos secretos. Le contó que le atraía el nazismo porque creía en la disciplina. Sin ella, los pueblos perdían su razón de ser y su fuerza motriz. "La gente vagabunda es una amenaza para la sociedad. Algunos son ejecutados por robarse una gallina, pero los indolentes, viven a costa de los demás y nadie les hace nada”- expresó con furia. Estaba convencido de que ciertas razas, como los indígenas o los judíos, eran vagabundos, no producían riqueza sino que, como parásitos, la succionaban. Le narró sobre amigos suyos, como el vicecónsul en la Legación, Juanito Mierdegal, que no hacían nada y se aprovechaban del trabajo de otros. El alemán, con visible ira, creía que este tipo de persona no merecía vivir. "Depende de la inteligencia de los demás y cuando se le acaba la teta que mama, se vuelve en el peor enemigo".
El diplomático costarricense entendió que el alemán creía que la actividad, en lo económico y en lo sexual, era teutónica. "Espero que no concluyamos que los pueblos atrasados son todos pasivos”- le señaló el costarricense, "o que lo espere de nosotros". Según Pepe, en las sociedades latinas había diversas capas sociales, cada una en diferente grado de civilización. "Nuestras elites políticas son tan sofisticadas como las europeas y han aprendido la disciplina que imponen a sus empleados". "El patrón" -continuó- "sabe utilizar y guiar a sus sirvientes". Según él, era común que los gamonales disfrutaran a las mujeres y a los hijos de los empleados para "su satisfacción" personal. "Las clases educadas, comentó, aceptamos esa vieja costumbre, sin complicarnos con definiciones psiquiátricas europeas".
La interpretación del dominio de los pobres, a la tica, no le impresionaba. "Veo algo extraño, agregó el cónsul alemán, en ese ritual latinoamericano de buscar solo muchachos imberbes o menores de edad". No entendía- agregó- por qué existía tal predilección por la inocencia. "Pienso que en este país, tanto los hombres como las mujeres, son paidófilos a la griega. Solo buscan jovencitos para establecer sus relaciones. Cuando una mujer o un varón alcanza la madurez, no les interesa". Max consideraba que eso no era lo más "civilizado". Opinaba que en la economía como en el amor, lo más exquisito era la capacidad de luchar por la satisfacción. Miraba el dolor y la sumisión como un trabajo necesario para alcanzar la meta. "La pasividad latina me molesta”- le reclamó. "Es una forma de vivir de los demás, de esperar que otros hagan las cosas". De acuerdo con él, los hombres pasivos y las mujeres en su totalidad, eran como los judíos: seres que dependían de la virilidad y el esfuerzo de los hombres".
"Estamos, mi amigo"- le contestó Pepe- "ante posiciones irreconciliables". "Mi visión- continuó- es quizás anticuada, o subdesarrollada, pero me gustan las mujeres adultas y los hombres jóvenes. Adoro a una mujer experimentada como Paquita o la inocencia de un párvulo. No me importa quién haga el trabajo mientras derive placer. La madurez en el varón no me apetece". El costarricense había puesto así su carta sobre la mesa. No quería, a pesar de su atractivo, una relación con un hombre de la edad de Max. "Nosotros tenemos-le dijo para concluir- apetitos parecidos, digamos una predilección por la actividad".
La supuesta incompatibilidad sexual no sería obstáculo para el intercambio de información. El alemán lo invitaba a discutir de política y asuntos internacionales en la Legación y el otro a la Cancillería. El primero, no ocultó su interés en conseguirla y el costarricense, en satisfacerlo. El asistente del Canciller le revelaría algo que Hornibrook le había autorizado sobre las presiones norteamericanas al nuevo gobierno: que apoyara en la Conferencia de La Habana, una "política" contraria al dominio alemán sobre las colonias de los países conquistados. Esta información, aunque incompleta, había sido valiosa para el diplomático alemán porque le había servido para planear un acercamiento con los sectores de oposición al gobierno, los que querían una Costa Rica neutral.
De unas semanas para la fecha, la información del asistente del Canciller no colmaba las expectativas de la Legación alemana. Los datos que le suministraba eran falsos o imprecisos. En el caso de los navíos alemanes en puertos costarricenses, la Secretaría de Relaciones Exteriores parecía no poseer más que ideas vagas sobre la estrategia norteamericana. Sin embargo, Pepe afirmaba que la acción militar se llevaría a cabo el 5 de abril. Max empezó a sospechar que lo estaba engañando. Pronto se dio cuenta de que cada paso del Partido Nazi en Costa Rica era vigilado. La evidencia se hizo visible en dos situaciones.
Para la exhibición de la película sobre una enfermera británica asesinada por los alemanes en la Primera Guerra Mundial, "El caso de Edith Cavell”- en el Cine Variedades, los nazis habían plantado una bomba como protesta. Querían advertirle al nuevo régimen que un giro en pro de los aliados, tendría su precio en términos de insubordinación popular. Sin embargo, la bomba fue descubierta "accidentalmente" por la policía. El segundo incidente sería otra bomba en la sinagoga judía, situada cerca de Barrio México. Los militantes del Partido Nazi la habían colocado para la Semana Santa hebrea. No obstante, los agentes de seguridad lograron inutilizarla antes de la explosión. El jefe del partido se convenció de que tenía un delator.
Otra persona con la que Max compartía sus planes, era Yadira, pero nunca sospechó que lo delataría con Hornibrook.
Max le había contado a Yadira que sabía, por confidencias de un amigo en la Cancillería, que los Estados Unidos presionaban a Costa Rica para la Conferencia de La Habana. Esta denuncia era necesaria para frenar el apoyo del Comité en Pro de la Nacionalización del Comercio al nuevo gobierno. Pero creía, sin ser cierto, que la mujer no conocía los planes de los atentados. Sin embargo, él mismo, en uno de sus exabruptos, los había revelado. De ahí que del único de quien sospechaba, fuera de los miembros de su Legación y del partido, era del asistente del Canciller. A él le había solicitado información acerca de qué posición asumiría el Presidente con respecto a la exhibición de películas antialemanas. Cuando le contestó que el Canciller no las censuraría, la saña lo hizo amenazar con volarlas en pedazos: "Estas películas las quemaré de la misma forma que pensamos hacer con los judíos".
Los alemanes tenían otras fuentes, en los círculos cercanos al Presidente, que suministraban información precisa. Una los alertó de que el Ministro Hornibrook de los Estados Unidos había avisado a Calderón de los dos atentados nazis y que sabía del contenido de la carga en el Eisenach. Max se convenció de que Pepe era un espía que trabajaba para los americanos. Para solucionar el problema, lo invitó a su departamento. "El guión de un hombre y una mujer es fácil de predecir”- comentó el diplomático alemán, mientras servía un trago de ron con jugo de naranja a su invitado pero "entre dos hombres viriles, ¿qué puede suceder?”- le indagó. El asistente del Secretario de Relaciones Exteriores intuía por dónde iba la procesión. "No esté tan seguro. Paquita podría darle algunas sorpresas”- le respondió.
El anfitrión apagó la luz de su sala y puso la radio que tocaba precisamente la canción preferida del invitado: "Noche de Ronda". Se sentó enfrente de él en los sillones tapizados con cuero café y prendió un cigarrillo. Pepe lo miraba fijamente, sin dejarse intimidar por los ojos del alemán. Notó que habían cambiado de tonalidad y se acercaban a un celeste rojizo, más intenso que nunca. "No solamente es un misterio la posición entre dos machos”- contestó después de beber el primer sorbo y paladear la acidez del jugo de naranja, "sino que el cortejo y la misma seducción”- respondió con absoluta certeza.
El diplomático germano sonrió y sacó del bolsillo un sobre con una materia blanca. "Vamos a inhalar un poco de esta maravilla mientras pienso en cómo satisfacer su anhelo”- le murmuró en una oreja. Ambos hicieron cuatro "rayas" de una cocaína pura como la nieve. "La obtengo de los mejores campos bolivianos”- le comentó. Max volvió a servir más tragos, ésta vez con el doble de ron. Sacó de su maleta un álbum de colección de fotografías para que su invitado pudiera deleitarse. Muchas de éstas eran de jóvenes alemanes pero otras de costarricenses. Pertenecían a la colección más apreciada por el alemán porque como él mismo decía "son tomas de la primera noche". De acuerdo con el anfitrión, fotografiaba a aquellos que sospechaba, o le decían, nunca habían estado con un hombre.
Como lo anticipó el alemán, el boxeador se fue calentando con la exhibición. La pureza de la coca era tal que los tragos no se sentían. "¿Está seguro de que me está echando ron?”- preguntaba. Aparentemente, solo percibía el jugo de naranja. "No se preocupe”- están cargados de ron. "¿Qué le parece mi colección?" "¡Estupenda!”- respondía el compañero mientras ojeaba los cientos de fotos de las víctimas o compañeros de su amigo.
Mientras su agasajado se deleitaba con la pornografía, sonó el timbre del departamento. El dueño fue a abrir la puerta y ¡sorpresa de sorpresas!, un joven amigo del diplomático llegaba. "Entre, Rodrigo, no se preocupe, no estamos en nada de negocios, le presento a un amigo, siéntese con nosotros, ¿quiere un trago?" Pepe no pudo esconder su deleite. El muchacho de edad de colegio era un hermoso garañón. Tenía una cara de inocente, tez blanca, pelo castaño, ojos azules y una sonrisa dulce y sincera. Le contó que trabajaba para la Legación "haciendo mandados" y cobrando cuentas de su patrón. Estaba en la secundaria y quería estudiar abogacía. El dueño del departamento le ofreció la substancia blanca que el muchacho aspiró con la pasión que apenas se controla en la juventud.
Pepe se había quedado en silencio. No podía mirar más las fotografías cuando tenía a la par a un sueño convertido en realidad. Sin embargo, Rodrigo rompió el hielo: "Veo que estudia las postales. Si se fija más adelante, estoy en una de ellas”- le susurró en la oreja. El asistente del Canciller no pudo resistir la tentación y buscó el As de esta baraja de fotos. "¡Ajá!”- exclamó, "¿Esta foto es la suya?" El tipo se dio cuenta de que la mirada de inocencia del muchacho contrastaba con lo atrevido de la pose. No podía haber sido la primera noche porque el semental miraba la cámara sin ningún recelo "Tiene usted el cuerpo más lindo que he visto”- le dijo el invitado. "Pues este organismo se va a dar un baño”- le respondió. Mientras se retiraba al servicio, Pepe tomó conciencia de la presencia del dueño del departamento. "¿Quién es ese muchacho tan bello?”- le preguntó. Max sonrió y le sirvió otro trago. "¿Le gusta?”- preguntó. "¡Me encanta!”- respondió con intensidad. "Es un empleado mío y además, una de las mejores camas de este país”- le dijo. "Pero es tan celoso que no hace nada a menos que su jefe esté presente. El muchacho es de ideas y posiciones firmes, no crea que es fácil de seducir".
El convidado se sentía encumbrado y alborotado. Nacía en él un deseo que le era difícil controlar. Quería ir corriendo hacia el baño y abrir la puerta, pero sentía que algo tenía que arreglar con el patrón. "¿Qué quiere que haga?”- le increpó a su anfitrión. "Que trabaje por ese joven, que le cueste, que no lo domine solo con dinero o poder”- le respondió el alemán. Max quería verlo rogar por el plato preferido y ganárselo con el sudor de la frente y no con unos pocos colones, como solían hacer los señoritos. "Rodrigo gana muy bien conmigo, no necesita su dinero, ni su alcurnia. Son cosas irrelevantes para él". "Pero no hablemos de trabajo ahora, démonos una punzada de heroína para disfrutar la noche. A Rodrigo le encanta estar encumbrado y no lo puede decepcionar, ¿no le parece?”- le dijo el anfitrión. El diplomático costarricense tuvo sus dudas, no quería perder el control. Sin embargo, pensó que por el muchacho, el descuido valía la pena. El alemán sacó las jeringas y preparó una buena solución. Tomó el cordón de hule, lo amarró al brazo grande del boxeador y le puso la inyección. "Vuele Pepe, vuele, no tenga ningún recelo en disfrutar”- le susurró al oído.
El político costarricense empezó a mirar los ojos de su amigo que cambiaban de colores con una rapidez sensacional. En un momento, los veía negros, en otro, amarillos y a veces, verdes. Las palabras salían de su boca y se iban por las paredes del departamento, rebotaban y volvían a bajar. Sin embargo, las sensaciones del cuerpo se hacían tan intensas que cada una era una experiencia maravillosa. En un momento, Max le tomó la mano y le preguntó cómo se sentía, y le transmitió el calor más reconfortante. En otro, le rozó el cabello y era como si una nube de esencias silvestres se había asentado en su cabeza. "¿No es cierto que es poco lo que importa la edad en este momento?”- le indagó. El boxeador asintió. "El viaje es tan placentero, le confesó, que lo único que deseo es que continúe". "Y no hay razón para que no siga”- le explicó su anfitrión. El invitado quería ser besado. Seguramente soñaría con el muchacho que se bañaba pero por ahora, cualquier cuerpo serviría. Esto no era problema para su compañero de viaje. Él era un experto en satisfacer a quienes no deseaba.
Mientras los hombres entrelazaban las lenguas, el joven emergió del baño y se les unió. Tocó suavemente la espalda de Pepe y se desnudó. El boxeador quitó con suavidad la cara de Max y volcó toda su atención en el objeto de su deseo. Un desliz lamentable porque perdió de vista las maquinaciones de su anfitrión. "¿Qué estás dispuesto a hacer?”- inquirió Max. "Lo que sea”- contestó Pepe. Su anfitrión le preguntó a Rodrigo qué esperaba del invitado. El joven se volvió con frialdad y respondió: "Quiero que pague con su virginidad, que esta noche sea la primera, que pueda tomarle la foto". El anfitrión, por su parte, se contentaba con el temor. Le explicó que a diferencia de otros hombres, su atracción no era hacia el género, constitución física, sensibilidad o inteligencia de la persona, sino hacia el peligro. Algunos hombres y mujeres reaccionaban de una manera tan fenomenalmente primitiva que lo ponían cachondo. Sin embargo, al boxeador no le agradaron las insinuaciones y no estaba dispuesto a servir, en este estado de embriaguez, de cebo para juegos sadomasoquistas. Además, desconfió del tono de voz de la carnada que sonaba a viejo y a perverso.
A pesar de la exaltación, trató de ponerse de pie pero Rodrigo lo empujó y lo tumbó. El alemán aprovechó para sacar las esposas y asirlas a sus manos. Aunque trató de patearlos, resbaló y los dos se aprovecharon de la confusión para ponerle el cuchillo en la espalda. Lo obligaron a que caminara hacia la cama en donde lo tiraron boca abajo y le amarraron, con correas de cuero, los pies a los polos de madera. Había caído en la farsa.
Max le explicó que no toleraba la deslealtad y sabía que era un soplón de los americanos "Si creen que confío en las mentiras que usted me ha dicho, están bien desacertados. Pero usted me va a contar quién me ha delatado de tráfico de droga ante la Legación americana".
Mientras lo bravuconeaba y el boxeador sudaba de terror, el líder nazi se desvistió y empezó a golpearle las posaderas con un bastón de policía. Los gritos del hombre se taparon con una mordaza que el asistente trajo del baño. Luego, se la quitaron para que pudiera hablar. Ambos le exigían que revelara el nombre del soplón.
Rodrigo se le montó encima y empezó a sodomizarlo. "¿Esto era lo que quería?”- le gritaba mientras lo rompía por dentro. Luego, siguió el anfitrión que fue aún más brutal.
La sangre brotaba del cuerpo de la víctima. Si las sensaciones físicas aumentaban con tanta droga, el dolor de una violación se hacía inaguantable. Después del rapto, siguieron golpes y puñetazos hasta que el hombre no pudo resistir y reveló el nombre de David Sikora. "No me maten, no quiero morir por la mierda política”- imploraba Pepe. "Él fue quien llevó la noticia a la Legación”- dijo mientras lloraba por haber hablado. Estaba tan adolorido que no percibió el cuchillo que sacaba, escondido en su toalla, el adolescente.
Cuando se lo clavó en el estómago, no sintió ningún dolor. Solo una sensación de frío y de liviandad. Segundos después, entró en un sueño permanente.
El asesinato del diplomático dejó saber a las autoridades que los nazis no pensaban dejar impunes a los espías. La Secretaría de Seguridad tuvo, desde entonces, a Max en la mira. Sin embargo, no pudieron asociarlo con el crimen, ni probar complicidad. Aunque conocían que el nazi no confiaría en las fechas falsas que le habían suministrado, volvieron a adelantarlas y esperaron que la Legación alemana no tuviera cómo averiguarlas. Estaban equivocados.
Cuando encontraron el cuerpo de Pepe cerca de Plaza Víquez, su amante, Paquita, sintió que la puñalada había sido contra su propio corazón. El joven era su preferido e hizo todo lo posible para averiguar el nombre de su verdugo. Su esposo, el Teniente Elizondo, tío del joven, le prometió encontrar al asesino. Después de semanas de investigación, le comunicó que sospechaban de la Legación alemana. El joven Flores había sido visto, en varias ocasiones, con el fatídico Max Gerffin. Paquita terminó de cimentar sus sospechas con Carlos, quien le admitió que el hombre era peligroso. "¿Pero cómo es que tu esposa esté de la mano de alguien así?”- le indagó. El marido le admitió que mantuvieron relaciones cercanas pero que se habían distanciado últimamente. "Espero que mi señora se mantenga lejos de él”- le confesó.
Paquita se fue a la Avenida Central a confrontar a Yadira. La esposa de Carlos no sabía de los romances de su socia. "Pero mujer, ¿cómo me puedes decir que Pepe y Max se entendían?”- le respondió con irritación. La noticia era, obviamente, desagradable para la mujer. Se sentía culpable de la muerte del joven aunque estaba segura de que el alemán era inocente y que ella había sido responsable de su muerte al “delatarlo” ante los norteamericanos: "Te puedo jurar que Max no tuvo nada que ver con este asunto”- le aseguró convencida. Sin embargo, Yadira se sentía mortificada. Había provocado, según creyó, la muerte del amante de Paquita.
La esposa del Teniente no se quedó en cero. No le creía a su socia y decidió separarse de ella. Lo primero que hizo fue hablar con varios de los comerciantes del Comité en Pro de la Nacionalización del Comercio para que le quitaran la dirección. "Señores, los comerciantes estamos en una encrucijada. Por un lado queremos terminar con la competencia judía, pero por otro, estamos siendo llevados al abismo por los nazis. Yadira ha contrariado a todos los que creemos que la guerra europea no es problema nuestro y que no podemos ser vistos como enemigos de los Estados Unidos. Ella se ha puesto a los pies de la Legación alemana y aunque se haya distanciado últimamente, es una pésima imagen”- les dijo a los demás. Muchos de los comerciantes estuvieron de acuerdo: una cosa eran los judíos y otra, los nazis. No debían ser vistos como sumisos de los países del Eje porque en caso de una derrota, se irían junto con ellos al mismo infierno.
La junta directiva confrontó a su presidenta. Le explicaron que las relaciones entre el Comité y el Partido Nazi habían sido muy obvias, tanto que perdían apoyo de los sectores aliados. Aunque la líder admitió el error, les explicó que había trabajado por mejorar la imagen ante los Estados Unidos. No pudo, eso sí, decirles que su "colaboración" era ahora tan estrecha que la Legación americana debía estar detrás de la muerte del soplón. Ella creía que habían sido sus denuncias las que produjeron el asesinato y que los verdugos eran sus ahora nuevos amigos. Por no poder dar estas justificaciones, antepuso su renuncia. Estaba atormentada por la muerte del joven y quería hacer algo para enmendar.
Una vez fuera del poder en el Comité, la comerciante pasó a la lista de personas dispensables de la Legación alemana. Los nazis la percibieron como aliada de Calderón e interesada en salvar su cara ante los Estados Unidos. Max no tenía ningún uso para ella. Varias veces lo buscó y hasta le imploró que volvieran, pero el alemán regresaba, una y otra vez, con Susanita. La mujer optó por recuperar, en su lugar, a su marido y a su padre. Con el último, fue más fácil porque los oligarcas cafetaleros se empezaron a distanciar de Calderón y buscaron a otro líder de oposición.
La razón del divorcio de los liberales se debió al coqueteo que se apreciaba entre el Presidente y los comunistas. Circulaban rumores de que el mandatario, a cambio del apoyo a su política en favor de los aliados, estaba dispuesto a ofrecer una serie de garantías a los sindicatos. Don José le había dicho a su hija que "estamos ante la disyuntiva entre los comunistas y los cortesistas y no podemos quedarnos con ninguna". En esto, empezaron a coincidir. Más lo harían cuando Yadira se enteró de que Estados Unidos había presionado al gobierno a ceder ante los comerciantes judíos. La mujer lo percibió como una doble traición: había ayudado a los americanos y ahora la dejaban sola. Su única opción era continuar su apoyo a don Otilio Ulate, quien reunía un furibundo antisemitismo y amor por los británicos. Ésta sería la nueva fórmula de la derecha costarricense en los años por venir.
Pero si recuperar el cariño de un padre fue sencillo, no así el de su marido. Carlos, desde hacía tiempo, solo hablaba de divorcio. No obstante, su mujer no había tenido tiempo de indagar sobre las verdaderas razones. Había estado tan flechada por su amigo nazi, que sería la última en darse por enterada.