Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

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XXVII

El líder del Partido Nazi recibió la misteriosa llamada en la oficina. Su informante clave le dio la fecha de la incautación de los barcos: el 31 de marzo. El hombre se rió con ganas mientras sus ojos azules tomaban un color más oscuro, el tono del mar al atardecer. Primero, metió sus dedos en su negra y lisa cabellera, prendió un cigarrillo, aspiró el humo y puso su mano sobre sus genitales, en señal de que se necesitaba valor para lo que se vendría. Ahora, tenía que mover sus piezas con rapidez.

En primer lugar, llamó al Embajador en Guatemala para comunicarle la noticia de que Costa Rica planeaba tomar los buques y que esto representaba una violación de la neutralidad del país. Reinebeck se puso furioso. "Si esta información es correcta, le dijo, los americanos están acercándose cada vez más a la guerra. No podemos permitir que tomen los "documentos secretos" ni la mercancía que tenemos ahí". Además, el capitán del buque germano tenía instrucciones "muy sensibles". Nadie, mucho menos los americanos, debían tener acceso a la carga.

El Embajador le dio instrucciones de que continuara con el plan: "negocie- le instruyó- con el Ejército, Cortés y las comunidades del Eje. Tenemos que botar a Calderón y neutralizar a los norteamericanos”- añadió. "Tiene mi apoyo para frenarlo”- fue su última indicación. Ésa sería la "luz verde" que Max esperaba para poner su plan en marcha. "Usted sabe que voy a utilizar el decreto de expulsión de los judíos como excusa del atentado”- le informó desde Costa Rica. "Me parece excelente la idea. Nadie va a creer que estamos dando un golpe de Estado contra un aliado de los Estados Unidos”- replicó el Embajador.

En segundo lugar, el diplomático llamó al capitán del barco alemán. "¿Ha vendido toda la carga?”- le preguntó. "Todavía tengo varios kilos”- fue la respuesta. "Pues esté preparado, cuando lo llame, para bombardear Puntarenas”- le advirtió. "No podemos, repito, no podemos, en caso de guerra contra los americanos, permitir que la mercancía sea encontrada, mucho menos la documentación secreta”- le amenazó. Inmediatamente, llamó a la Legación italiana para coordinar las acciones con el capitán del barco Fella. "No vamos a tolerar que los buques del Eje terminen en manos de los americanos”- le indicó al Ministro Enrico Mezynger. "¿Pero cree usted, indagó el italiano, que Calderón se volcará, también, en contra de nuestra comunidad?" Max, por su lado, le puso las cartas sobre la mesa: "Esperemos que no sea necesario, pero usted debe, junto con los alemanes y los españoles, preparar a los italianos a tirarse a la calle para protestar contra la alianza de Calderón con los americanos y los judíos. Lo mantendré informado de cuál será el momento para hacerlo".

Una vez de acuerdo con los extranjeros, Max se dedicó a convencer a los "amigos" costarricenses para dar un golpe de estado. Primero, los cientos de empleados claves en el gobierno serían avisados de la necesidad de "defender la neutralidad" de la nación. Luego, Cortés y sus partidarios, quienes consideraban que Calderón los llevaba a la ruina. En reunión con estos políticos, Max fue tajante en que Alemania cortaría, de unirse Costa Rica a un bloque con los Estados Unidos, las compras de café, de cacao y de azúcar.

"Señor Cortés -le dijo- piense que compramos el 20 por ciento de toda la producción de café y un 80 por ciento de la del cacao y de azúcar. Mi gobierno está dispuesto a incrementar hasta un 40 por ciento las compras de café. Si ustedes se mantienen neutrales, no sufrirán. ¿Pero que ganarán aliándose en contra de Alemania y de Italia?, ¿verdad que nada? Lo mismo con Japón. Ese país compra una buena cantidad del hierro de este país, venta que se perdería irremediablemente”- le señaló. Los cortesistas no tenían que ser convencidos. Mucho menos los del Ejército que habían recibido la "información confidencial" de que Calderón iba a crear una Unidad Móvil, independiente de las fuerzas castrenses.

En una reunión con los representantes del Ejército de Costa Rica, Max les habló que su papel sería "debilitado" si permitían que Calderón contara con un ejército privado. "No sé si ustedes están enterados, pero eso fue lo mismo que llevó a nuestro Führer a deshacerse de los traidores de la S.A”.- les dijo sin sonrojarse. Al diplomático no le incomodó utilizar, a su ex amigo Roehm, de ejemplo. "Me parece que este Presidente quiere hacer lo mismo ya que sabe que ustedes no apoyan su política exterior”- recalcó. El Teniente Jimenez, estuvo del todo de acuerdo: "Lo que nuestro amigo Gerffin nos cuenta, es muy grave. Nosotros no tenemos más que una serie de rifles de 1916, absolutamente inservibles, y ahora el Presidente va a utilizar los fondos de ayuda militar para su propia guardia personal. Además, nos ha indicado que un americano, el Coronel Montesinos, se ocupará de la "tecnificación" del Ejército, o sea su supervisión, una violación a nuestra soberanía" les señaló.

Una de las recomendaciones de Montesinos, según Jimenez, era su destitución porque, según decía el americano textualmente "no ha contado con experiencia militar anterior y para decirlo francamente, tiene poco interés en el entrenamiento de sus tropas". Sus compañeros de armas se rieron. "Si esto es así, ¿para qué quiere Calderón ir a la guerra si no tiene a un Ejército que le sirva?”- indagó un sargento. "Lo único que ese hombre quiere, dijo el Teniente Jimenez, es dar un golpe de Estado". Los militares, concluyeron, que "en caso de suscitarse la inestabilidad en el país por causa de los errores en la política exterior, tendrían el valor para salvar la patria y mantenerla, como debía ser, neutral". De acuerdo con el plan, el atentado contra el Presidente se realizaría dos días antes de la fecha de incautación de los barcos. La policía inculparía, gracias a la "evidencia" encontrada en el Parque España, a los judíos. Los cortesistas, los nazis y los miles de comerciantes de las comunidades del Eje, en protesta contra los judíos y sus aliados americanos, se lanzarían a la calle. Los buques en el puerto bombardearían la ciudad y ante el caos total, el Ejército declararía la ley marcial y defendería la soberanía del país. Cortés sería llamado a presidir el gobierno y a mantener la neutralidad.

Max necesitaba, ahora, conseguir un pasaporte, un carné de residencia, o un documento que vinculara el intento de asesinato con el judío David Sikora, autor de las cartas de protesta en contra de Calderón y su gobierno. Para ello, contrató a Moco de Elefante, un hombre dedicado a ejecutar a "soplones". El sicario había acompañado a Max a las reuniones del Partido Nazi en las que le habían encomendado varios trabajos "sucios" como robos, atentados y distribución de propaganda. Primero, le instruyó el alemán, tendría que ir y robar algún documento de la casa de David, el cual quedaría tirado en el Parque España. "Moco -le indicó- necesito que se robe una documentación de ese judío y que esté listo para dispararle, el 29, a Calderón en su visita a la Cancillería". El pistolero, con cara de malos amigos, le prometió que no fallaría "como nunca lo he hecho con sus mandados" y que le caería bien el dinero porque "tenía sus deudas". El perpetrador había desarrollado tal gusto por la heroína, que estaba hasta la coronilla de préstamos. El alemán le dijo que no quería que pensaran que había entrado un intruso. "No robe cosas que los ponga en aviso”- le advirtió.

En vista de que David y su familia trabajaban durante el día, nada difícil sería ingresar en su hogar. Moco observó que la casa tenía como vecinos, comercios que cerraban a medio día. Y los únicos que vivían a la par eran, como ellos, obreros que laboraban fuera del hogar. El sicario, por su parte, era un experto en abrir puertas. La vieja cerradura no sería, para sus finísimos dedos, ningún problema.

Las cosas salieron, al día siguiente, como las planeó. Aunque había un perro pequeño que ladraba como loco, pronto lo calmó con un pedazo de pollo que trajo de su casa para la ocasión. No sería difícil encontrar una copia del carné de residencia del dueño de la casa, que estaba en su escritorio: el hombre, aparentemente, había sacado esta copia ante cualquier eventualidad. "Esto ha sido pan comido”- pensó para sí. Sin embargo, buscó algo más que llevarse. "Los judíos son más pobres que una rata”- observó, mientras hurgaba en las gavetas. El ladronzuelo no encontraría nada especial, con la excepción de una pulsera de hombre, unos tenedores que parecían imitaciones de plata y una valija pequeña. El único objeto de valor era una pintura en el cuarto principal que Moco quiso robarse, pero que optó por no hacerlo. En el otro dormitorio, había un retrato de un hombre que había visto en algún lugar, pero que no recordaba. Lo dejó en su lugar y salió a la una de la tarde.

Esa misma noche, le entregó las cosas a su jefe para que escogiera el artículo más comprometedor, que resultó ser el carné de residencia. Los judíos habían sido obligados a portarlo, por lo que dejarlo, en un descuido, era verosímil. Antes de retirarse, le hizo un comentario que dejaría a Max pensando: "Puede que no sea nada importante, pero en uno de los dormitorios está una foto de alguien que he visto, pero no lo recuerdo, en el Club Alemán". Max no estaba para especulaciones. "La suerte está echada”- pensó. Por la noche, tendría su reunión en el Club Alemán en donde se discutirían los últimos detalles del plan. Se apresuró a vestirse y a colocar en su maletín la información que necesitaba. Incluyó la pulsera y un tenedor "por si se necesitaba algo más de "evidencia".

El ambiente en el Club era festivo. Cundía un ambiente de optimismo entre los miembros del Partido Nazi. Estaban presentes delegados de todos los sectores, inclusive enviados de los capitanes de los barcos, quienes a primera hora, partirían de regreso al puerto del Pacífico. Había que prever una infinidad de detalles, desde la hora de las manifestaciones "espontáneas”- la quema de negocios judíos al estilo de Kristallnacht, las manifestaciones de protesta contra la Legación americana, el caos en las calles josefinas, la intervención del Ejército, hasta los pormenores mínimos como preparar los alimentos para los promotores de la insurrección.

"Nuestra ala femenina tiene la responsabilidad de hacer miles de emparedados. Además, tener enfermeras listas para socorrer a los heridos”- mandaba Max. "Tenemos aquí en el Club suficiente pan y conservas para que mañana temprano empiecen. En cuanto a medicinas, utilizaremos las reservas de la Botica Germana". Era necesario, también, anticipar la posición de potenciales enemigos, como el Partido Comunista. "Ellos están en contra del Presidente por la venta de las compañías eléctricas a los americanos y han indicado que no le brindarán apoyo”- dijo Julio, un oficial del Ejército de Costa Rica. "¿Qué pasará con los liberales y el Partido Republicano?”- preguntaría otro alemán. "No son de preocuparse, Calderón ha insultado a los seguidores de don Ricardo y a los del "Olimpo”- respondió Max. "No harán nada”- dijo un periodista del Diario de Costa Rica. "¿Y la Iglesia?”- indagó la señora Haspirina de Bayer, mostrándose preocupada por lo espiritual. "Mucho menos. No tiene vela en este asunto”- contestó un comerciante italiano.

"Aunque parezca fácil, un golpe de estado no es un juego de niños”- le dijo Max a Karl Bayer. Aún con un presidente impopular, había un gran margen de error. "En el último golpe, en 1917, los Estados Unidos”- le explicó a Karl, "se habían opuesto a reconocer a los insurrectos". Por esta razón, la golpista administración Tinoco, terminó derrotada por las fuerzas constitucionalistas. "No obstante, la situación era ahora distinta”- le respondió su amigo. "Alemania podía ofrecer ayuda al nuevo gobierno y Estados Unidos necesita estabilidad en la región". El precio por pagar, pensaba Bayer, no era una nación enemiga de los americanos, sino neutral. "Los estadounidenses no podían darse el lujo de no reconocer al próximo gobierno de facto de Costa Rica, que colinda con su canal de Panamá".

Bayer le dijo a Max que no debía preocuparse y que "todo saldrá bien". "Vamos”- le invitó, "a tomarnos un whiskey para celebrar el triunfo". Mientras conversaban sobre la situación en la guerra europea, Karl le advirtió que debía tener cuidado con algunos de sus amigos alemanes. "Anda el rumor de que Carlos Döning se ha enamorado, nada menos que de una judía, hija de uno de los líderes”- le confesó el amigo. "¿Qué, qué?”- exclamó Max, sin poder creerlo. "Lo oíste bien. El desgraciado frecuenta a una muchacha que trabaja en el mercado. Es posible que por eso Yadira se ha retirado del Partido”- le advirtió.

El cónsul sintió que el whiskey se le iba para afuera y que de no correr al servicio, terminaría bañando a su socio. Pidió disculpas y se apresuró al baño, vomitó, defecó y se echó agua fría en la cara. "No es posible, no es posible”- decía como un zombie haitiano, al que le hubieran robado su espíritu. Cuando se tranquilizó, minutos después, respiró de su bigote el olor a vómito y el de las heces que provenía de la taza del excusado, para lograr sentir una de esas sensaciones trascendentales que recomendaba Nietzche. “La suerte está echada”, se dijo para convencerse de que no podía detener los eventos.

Una vez que los olores fuertes le permitieron razonar denuevo, calculó que si Carlos andaba con una judía y ésta era, por casualidad, la hija de David, su proyecto peligraría. Si la policía obtenía evidencia de la relación - razonó-, los elementos pro Calderón dirían que Carlos y Max eran amigos, el atentado una trampa y que detrás de todo, estaba el Partido Nazi. Con solo obtener el retrato del dormitorio, la prensa saldría, el 31, con la noticia. "A como dé lugar”- el diplomático pensó, "debo hacer desaparecer las cosas de Carlos".

El alemán, entre náuseas de miedo y de cólera, se fue a buscar al sicario. Sabía, por Moco, que los Sikora salían en la mañana y no volvían hasta la tarde. Su cómplice lo ayudaría a ingresar en la casa y sacar la fotografía. No quería que "hubiera nada alemán" en esa "pocilga de judíos”- se dijo. Encontró al criado en el tradicional bar de mala muerte, "La Trinidad”- rodeado de prostitutas y de drogadictos. "¡Valiente profesional!”- le dijo cuando se acercó a la barra. "Moco, preguntó, ¿no era la fotografía que vio la de Carlos Döning, el médico?" "Ahora que me lo dice, sí, era él. Es que como no volvió al Club, se me había olvidado”- contestó el rufián. "¡Mierda!" -gritó el verdugo- "Ya me lo temía". "Necesito”- continuó él, "que mañana, antes de que usted vaya al Parque, vuelva a entrar en la casa y saque ese retrato del dormitorio".

Una vez, con un nuevo designio, el cónsul se sintió mejor y pidió otro whiskey para relajarse. "No se preocupe, patrón, entramos mañana como dos gatos y nadie nos verá”- le dijo como consuelo. "Bueno, bueno, no hay que alarmarse. Todo saldrá bien si hacemos como le digo”- respondió Max. El diplomático, más contento, le pidió a Moco que le presentara a sus acompañantes. "Sexo -le confesó- es lo que necesito, ya sabes, para calmarme".

Max, Moco y cuatro mujeres pasaron juntos la noche. El bar tenía cuartos en el segundo piso y quedaba, convenientemente, cerca de la casa de David. A las siete de la mañana, estaban listos para ir a sacar el retrato y, después, a continuar con sus deberes. Moco escondió, antes de salir, el revólver en una de las bolsas de su saco. El cónsul que se había levantado algo preocupado, se tranquilizó con una buena taza de café negro y un pan español con mantequilla. "La tensión me da hambre”- le explicó a su cómplice. Quince minutos después, su ayudante abría, sin ninguna dificultad, la cerradura de la puerta. "¿Adónde está la foto?”- preguntó el diplomático que lo acompañaba.

Moco lo llevó al dormitorio de Elena y le señaló la mesita en que estaba el retrato de Carlos junto con el de Elena. "La judía está muy buena”- pensó Max para sí. Aún con su belleza, la muchacha era su enemiga. "No sé cómo un alemán, con la elegancia de Carlos, le comentó a Moco, termina con una mujer de raza inferior". "Pero patroncito, ¿qué inferior puede tener una hembra con esta figura?”- le preguntó el ladrón. "Mejor no perdamos el tiempo que ambos tenemos mucho que hacer”- le dijo Max quien buscó en gavetas, cartas, artículos y no encontró más evidencia.

Ingresó, finalmente, al dormitorio de David y arrugó la cara de lo feo que lo vio. "No sé cómo los judíos, en lugar de comprar ropa fina, se encaraman cualquier trapo viejo”- le dijo a su ayudante. "Pero es que los pobres no tenemos dinero para comprarla”- respondió Moco. "No, no, lo que no tienen es buen gusto”- respondió el alemán. Antes de salir de la habitación, miró el único retrato y la foto que había en la habitación. "¡Mire qué pintura más patética y decadente!”- le señaló a su socio. "Globos y colores tropicales -añadió- imágenes distorsionadas, caras en triángulos. En Alemania, hemos prohibido este tipo de mierda judeo-cubista". “Además, ¿no es esa foto la de la bruja comunista judía de Nueva York?”- le preguntó a Moco que no sabía de lo que le hablaba.

Con el retrato en el bolsillo y de vuelta en la calle, Max recuperó su humor y su seguridad. "Vaya al Parque España" -mandó a su asistente- "y le pega un buen balazo en los huevos al Presidente. No se deje ver, recuerde que debe disparar desde el matorral que hay frente a la Cancillería y corra inmediatamente hacia la Fábrica Nacional de Licores. Ahí estará, como acordamos, el Teniente Ramírez quien lo esconderá". Moco, quien nunca había fallado un "negocio”- le reiteró que no se preocupara y que el atentado era "pan comido". El alemán se dirigió hacia la Legación, ubicada a cinco cuadras del Parque España. "Desde mi oficina, se dijo, podré oír los tiros".

El diplomático entró en su despacho y pidió a su secretaria que le trajera un café. La noche con cuatro mujeres distintas y la aventura en la casa del judío, lo tenían agotado. Atendió algunos asuntos sin importancia mientras observaba, constantemente, el reloj que estaba a un costado, encima del cuadro de su madre.

El único ruido que oía era el permanente tic tac del aparato. Eran las nueve y treinta de la mañana. Sintió que el corazón empezaba a latir con más prisa. Gotas de sudor frío bajaban de su frente. Había participado en muchos crímenes pero nunca le había tocado organizar un golpe de estado. Sin embargo, pensó, no era para estar tan ansioso y con gotas de sudor por todo el cuerpo.

A las nueve y cuarenta, volvió a mirar el reloj en la pared. El líquido ahora brotaba, sin control, de sus axilas. No era una mañana caliente y no entendía el por qué de tanto sofoque. De un momento a otro, se percató de que algo andaba mal. Cada vez que miraba el reloj, Max sentía que perdía control de su cuerpo. La transpiración se había acelerado tanto, que el diplomático estaba empapado. Se quitó el saco y la corbata pero las gotas emanaban como chorros de agua. Al bajar la vista del reloj, el diplomático se dio cuenta, finalmente, del origen de su alarma.

"¡No puede ser!”- dio un grito que fue más que todo, clamor. La secretaria, asustada, entró en la oficina y miró a Max aterrado. "¿Qué pasa, señor Gerffin, ¿qué es lo que le ha sucedido?”- le preguntó angustiada. El cónsul había caído al suelo y estaba tan sudoroso que parecía haberse zambullido en el mero océano. Mientras daban las nueve y cincuenta, pudo recuperar su compostura y salir corriendo, hacia la calle, como loco. La gente que lo topaba tenía que eludirlo como un toro de las corridas de San Fermín. El individuo había perdido la noción del espacio y del tiempo: su único fin era llegar al Parque España, antes de las diez de la mañana.

Mientras el cónsul corría como desesperado, Moco había llegado al Parque y se había escondido entre los matorrales.

“En Costa Rica, matar a un Presidente”-pensó, era algo fácil.

Los mandatarios, usualmente, no utilizaban guardaespaldas, andaban a pie, tomaban café en los comercios, compraban en las tiendas y, sin ninguna preocupación, asistían a sus reuniones.

Los otros jefes de estado de la región, como el General Somoza, que andaban con decenas de policías, nunca se acostumbraban a la "inseguridad" de los presidentes ticos. Cuando hacían sus visitas, se traían a sus militares porque sentían que, ahí, no tomaban en serio la precaución. Sin embargo, la nación era tranquila y los atentados, infrecuentes. Entre más liberales los dignatarios, más querían proyectarse como ciudadanos comunes y corrientes. En el caso de Calderón, se sentía una mayor preocupación por la seguridad personal, pero no la suficiente como para que no hubiera descuidos, como lo era su visita a la Cancillería.

Mientras Moco pensaba en los temas de la seguridad nacional, apuntaba su pistola directamente al Presidente. Unos periodistas habían recibido al mandatario en las gradas de la Cancillería y lo rodeaban para hacer todo tipo de preguntas. Fuera de los corresponsales, no había más que dos centinelas, al final de las escaleras, que protegían la Cancillería. Unos segundos más tarde, los periodistas se empezaron a retirar para cubrir otras informaciones. Calderón hablaba con la secretaria de la Cancillería y atrás lo esperaba, con los brazos abiertos, el Ministro de Relaciones Exteriores, don Alberto Echandi.

Moco apuntó al pecho del Presidente y tomó aire antes de apretar el gatillo. Sin embargo, unos gritos desesperados se oían venir de la parte trasera del Parque, en dirección hacia el Edificio Metálico. "¡Moco, Moco!”- gritaba el cónsul alemán, quien venía con la furia de una tormenta tropical. Los chillidos llamaron la atención del sicario y de los guardas de la Cancillería. Moco guardó la pistola y empezó a correr en sentido contrario. Unos segundos después, se topó a su jefe quien había logrado detener el asalto. "Haga que usted es mi asistente y que le vengo a pedir que me ayude en la Legación”- fue lo único que alcanzó a decirle.

Cuando los guardas de la Cancillería vinieron a mirar qué pasaba, Max había tomado aire. "No es nada, perdonen, es que necesito un mandado de mi asistente”- les dijo el diplomático alemán mientras les enseñaba sus credenciales. En el momento en que Calderón saludaba al Canciller e ingresaba para discutir los detalles de la incautación de los navíos, Max caminaba con el alma a cuestas. "¿Pero qué pasó, señor Gerffin?”- preguntó un asustado Moco. "Cambio de planes, nada más, cambio de planes”- fue lo único que atinó a decir.

El zamarreado planificador volvió, solo, a la Legación y buscó nuevamente sentarse en la silla de su escritorio. La asistente, ni le preguntó qué pasaba porque sabía que estaba ahora con una ira avasalladora. El hombre alzó la vista y clavó sus ojos, ahora de un celeste brillante, en el cuadro de su madre.

El cónsul había reconocido que era una réplica del que estaba en la casa del judío.