XXIX
Carlos tuvo que ceder. Mientras su enamorada estaba en sus brazos, pesó en lo difícil que había sido aceptar el feminismo. Desde cuidar su lenguaje para no dejar por fuera a las féminas en sus pronombres universales masculinos hasta considerarla socia, con igual número de acciones, en todas las decisiones. Algo más difícil había sido aceptar que Elena quería una profesión y que no estaba interesada en un matrimonio apresurado. "Mi madre se casó a la ligera”- le decía a su impaciente pretendiente. "¿Pero no fue que me dijiste que conoció a sus maridos el día de la boda?”- indagó Carlos quien no entendía por qué Elena lo comparaba con los maridos de su madre. "Pareces ya judío respondiendo con preguntas”- le había dicho la mujer. De todos modos, llegaron al acuerdo de que el galán se divorciaría de Yadira y casaría con Elena después de la guerra. Para ese entonces, por lo menos la joven tendría terminada su secundaria, que no había podido concluir por trabajar en el Mercado. "Mi padre me sacó del colegio para hacerme dependiente y ningún marido va a hacer lo mismo”- había sido el punto final de la discusión.
Él, por su parte, aprovecharía el tiempo para hacer su conversión en México, en donde era más fácil conseguirla. Para ello, esperaría finalizar las clases con don David y buscar en ese país un verdadero rabino, ya que su profesor no era más que un aprendiz e interpretaba el Talmud a su pura conveniencia. Carlos sospechaba que muchas de las tareas que le exigía no eran otra cosa que fórmulas para atrasar lo inevitable. Por otro lado, David lo asustaba con la circuncisión y le contaba que muchas veces el encargado de cortar los prepucios, algo borrachín, fallaba y se llevaba más de la cuenta. “Pobre Leoncito Xifer, un niño que le cortaron la mitad de la potz en su brist”- le contaba a un aterrorizado Carlos. “Pero no se preocupe –continuaba el mentor- en el caso suyo, la potz es más grande y él no fallará”. Carlos, que sabía que no era posible convertirse sin la temida operación, tenía ganas de salir corriendo.
No obstante estos pequeños problemas, el varón seguía hechizado por la dama judía y estuvo de acuerdo en esperar y optar por la cirugía en México. “Don David, si me hago el brist, prefiero hacerlo en terreno neutral porque usted es tan pícaro que estoy seguro pagaría para que me corten hasta las bolas”- le aseguraba. “Además, sus clases – continuaba el alumno- parecen eternas y usted no se dará por satisfecho hasta que me sepa de memoria todos los tomos del Talmud”. Con Elena, sí tuvo que pactar. Llegó a admitir que la Torá y el Talmud, que tanto había llegado a apreciar, no eran para ser tomados en forma literal. Carlos intuyó que mientras Elena asistiera a la Liga Feminista, debía obviar las alusiones a la obediencia requerida de las mujeres. Tanto así que dejó de agradecer, en sus oraciones diarias, que Dios lo hubiera hecho hombre.
Una vez que terminaban las lecciones de don David, los jóvenes amantes tenían tiempo para estar juntos. Elena disfrutaba de recostarse en el regazo de su novio y platicar sobre la política mundial, que tanto les atraía. Sin embargo, como dice el refrán, "caras vemos y corazones no sabemos".
Carlos le había contado la mala noticia que los nazis habían apresado a la compañera de Claudia y la habían internado en un hospital psiquiátrico. La baronesa le había escrito que temía que le aplicaran la eutanasia, cosa que era común en Alemania. A los enfermos mentales los venían matando, en cámaras de gas, desde que los nazis subieron al poder. Decían que era una forma de ahorro para el fisco y para las familias. También querían los castillos que los gobiernos anteriores habían comprado y entregado a los psiquiátricos. Sin embargo, mucha gente "normal" había sido incluida en el programa, como su compañera, a quien la habían acusado de lesbianismo. "Temo lo peor por ella”- le había escrito a su hijo y a Carlos y a Elena. Sin embargo, Max no había hecho nada por ayudarla y desde que se quemaron los buques alemanes, había entrado en crisis de alcohol y de drogas. La baronesa contaba con la protección de su antiguo marido y no la tocaban aún. No obstante, Elena estaba tan preocupada por la pintora que no sabía qué hacer. Después de meditar por horas sobre su suerte, cansada de preocuparse, trató de entretenerse con la radio. Sin embargo, la música la hizo sentir lo agotada que estaba y se empezó a quedar dormida.
Oyó que Otilio Al Bate electo presidente convocaba a todos los judíos al Parque Central. Anunció que no toleraría que tuvieran mascotas cristianas porque podían convertirlas y para evitarlo, las enviaría a granjas agrícolas en la lejana Guanacaste. "Tienen cuarenta y ocho horas para empacar sus cosas personales, una valija por familia, y sacarlas de sus hogares”- fueron las instrucciones del nuevo gobernante. Carlos le informó que a pesar de las quejas y las preguntas, el presidente no quería retractarse y que había anunciado su decisión antes de la misa del pasado domingo. Más bien había obtenido apoyo de una muchedumbre, azuzada por Yadira y Max, que lo esperó fuera de la iglesia para aplaudir y gritar con entusiasmo: "¡Mano dura con los judíos y a trabajar al campo!" Entre los que vitoreaban habían muchos extranjeros, como Henrico Locquema, Jackeline Flecher, y Anton Pute, diplomáticos de un país nórdico que se ofrecían como voluntarios para ir a colaborar en las supuestas granjas agrícolas. Según ellos, esta labor les depararía un ascenso en su puesto en la Embajada ya que su país, invadido por Alemania, se hacía cada vez más pro nazi.
Elena sospechó lo peor. Nunca había creído en las promesas de los políticos y mucho menos en las de Al Bate, que tomaba más de la cuenta y que su principal diversión era acusar a los judíos de todos los males del planeta. Varias veces lo había oído decir que el pueblo hebreo era maldito y que debía ser expulsado. En otras ocasiones, utilizaba su periódico para publicar calumnias, como que los judíos eran revolucionarios, por un lado y explotadores capitalistas, por el otro. "Polaca adultera la leche para ganar más en el queso”- decía un titular de su periódico. "Propaganda comunista encontrada en libros en manos de un polaco ilegal”- aparecía el día siguiente. La gente constantemente leía cosas así y no sabía ya qué pensar. Ahora este periodista dedicado a la política arremetía contra las mascotas con designios desconocidos. "¿Para qué querrá transportarlos lejos de la capital?”- pensaba la mujer. Resultaba más extraño aún que la radio anunciaba que se llevarían primero a los más viejos y a los recién nacidos. "Si la razón era hacerlos trabajar, ¿para qué los necesitarían?”- se cuestionaba. Sin embargo, el rabino de facto de la comunidad creía que era mejor, como siempre en la historia, acomodarse con los gobernantes y no ofrecer resistencia. "¿Qué van a hacer con un montón de mascotas?”- preguntaba el erudito en la sinagoga ante las inquietudes de su comunidad. "No los van a matar”- se respondía él con una sonrisa de sabio. "Este es un país civilizado y cristiano.
Nos dejarán algunas mascotas”- reafirmaba para tranquilizarlos. Sin embargo, Al Bate no parecía hacer excepciones en su discurso por la radio. La misma Anita no confiaba en los consejos de los religiosos: “Esos buscan, como siempre, la respuesta en el Talmud. Pero por más sagrado el libro, no hay respuesta para lo que sucede. Si fuera por mí, me compraría un rifle y me rehusaría colaborar”. En otras ocasiones, sin embargo, ella misma no podía concebir que pudieran hacerle daño a las mascotas, porque eran “inocentes” y “no le habían hecho daño a nadie” y así perdía de vista el peligro en que se encontraban.
Pero Elena no obtuvo apoyo de sus amigos cristianos y mucho menos un rifle. Aparentemente, habían cerrado con candado a las mujeres de la Liga Feminista para que nadie armara a los hebreos. Las mujeres que tuvieron la suerte de no estar el día que clausuraron la puerta, como Ana, la feminista extranjera, opinaban que era mejor no manchar al feminismo con luchas innecesarias por los judíos y que era mejor que los animales se fueran para Guanacaste. "No debemos dejar que los problemas de unos perros, gatos o loras, nos quiten tiempo para la revolución de las mujeres”- solía decir. La joven tuvo que dejar la cama de su perro Adolf, dos huesos, tres collares y otras pertenencias con su enamorado. Aunque Carlos también quería luchar contra el edicto, Elena no quería ponerlo en peligro y, consciente de que poco podían hacer, le aconsejó que hicieran caso al rabino de facto. "Mejor cumplimos con la ley y así nos dejarán de molestar”- dijo ella sin creerlo. Además, tenía mucho que hacer para rematar los trapos de la tienda con tal de poder entregar efectivo a su animal. Muchos comerciantes del Mercado se entusiasmaron con los bajos precios de última hora ya que tuvieron que rematar la mercadería. Para colmo de males, el gobierno les exigió comprar los boletos de los trenes. "No invertiremos un centavo en transportar a los animales de los judíos”- dijo un abogado de apellido Facio, que, increíblemente, era un gran defensor de los derechos humanos. “Felicito a don Otilio por tratar de poner orden al problema de las mascotas”- decía por la radio el abogado.
Cuando llegaron a la estación del Pacífico, se oía un mar de idiomas, gritos, alaridos, lloriqueos de niños, y los diferentes berridos de las mascotas. "¡Los perros y los gatos para esta fila!”- gritaban los policías. "¡Las aves y los demás, en la otra!”- instruían los militares. A pesar de las imploraciones y súplicas de los pequeños, los hombres de uniforme no cedieron. "Don Otilio ha prohibido que ningún ser humano vaya en los trenes. Teme que se los puedan comer o que lleven información comunista”- explicó un oficial. Cuando doña Mishke se resistió a entregar su perro salchicha, uno de los más sospechosos, el desalmado policía abrió fuego contra el pobre animal. No lo mató y la víctima se retorcía en el suelo de dolor. La mujer que presenciaba horrorizada la defensa de su mascota, se tiró a socorrer a su fiel compañero. Otro policía vino y le dio un tiro de gracia y un empujón a la mujer. "¿Es que los judíos -les gritó- no pueden acatar una orden?"
Mientras este pandemónium ocurría en un lado, en el otro, algunos animalitos aprovecharon para escapar. Varios pericos de amor se metieron en las bolsas de los campesinos y lograron salir del andén. Siete loras que tenían algo crecidas las plumas emprendieron vuelo. Sin embargo, cinco de ellas fueron alcanzadas por los tiros de los policías y cayeron a morir al suelo. Algunas ranitas, rápidas como bólidos, se internaron en el bosque. Los bichos más desconfiados, los hámsters, se escondieron en las alcantarillas.
Una que otra gallina convenció a un militar de que ponía huevos de oro y las dejaron quedarse en su hogar. Los gatos siameses, de ojos azules y pelo blanco, fueron rescatados por algunos vecinos. "Son tan bonitos, que es un crimen enviarlos a Guanacaste, no aguantarán el calor”- dijo una devota de la Iglesia del Carmen. Algunos perros de raza, como un schnauzer, también fueron recogidos. Sin embargo, la mayoría no tuvo esta suerte. Las pobres ovejas, blancas, puras e inocentes, eran tranquilas y no pensaban mal de la gente. Éstas hicieron la fila sin protestar. Las lechuzas que veían mal de día, no conocían el terreno para esconderse. Las tortuguitas, dependientes de su medio, no sabían cómo reaccionar y mucho menos los peces de colores que iban en bolsas de agua. "¡A los trenes, a los trenes!”- gritaban los salvajes policías, mientras volaban culatazos y empujaban a los indefensos.
Los gendarmes utilizaron los trenes para transportar vacas. Las condiciones eran terribles para las pobres mascotas, acostumbradas a viajar con sus amos. Las empujaban hasta llenar cada vagón con más de 200 pasajeros. Los policías volaban palo en contra de cualquiera que se resistiera a encogerse. En vista de que metían animalitos de diferentes especies, la comunicación entre ellos era difícil. Las loras hablaban distinto de los pericos; los perros y los gatos no se entendían. Todos empezaron a sentir el calor, la sed y las ganas de hacer sus necesidades; pero los vagones no tenían nada acondicionado. Pronto el olor del sudor, excrementos y vómitos se hizo insufrible.
Una vez que cerraron las puertas y pusieron los candados, los animalitos empezaron a pegar gritos de desesperación. "¿Dónde nos llevan? ¿Qué delito hemos cometido?”- se preguntaban en decenas de idiomas. El tren inició el largo recorrido hacia un desconocido lugar. "¿Sabes a dónde vamos?”- le preguntó un conejo a una liebre. "Dicen que nos llevan a trabajar al campo”- respondió la otra sin creerlo.
Horas después, empezaron a morir muchos de ellos. Los primeros que fallecieron eran los más acostumbrados a la libertad como las aves. Los faisanes, por ejemplo, sucumbieron en el mismo tren. Nadie se percató porque iban tan estrujados que murieron de pie. Los quetzales, famosos por su libertad y la imposibilidad de vivir con los humanos, optaron por suicidarse. Cada uno picoteaba al otro hasta la muerte y el último, como los héroes de Masada, se cortó la garganta contra un clavo del vagón. Tres hermosos gatitos se ahorcaron con sus rabos. Una ardilla que venía embarazada empezó a dar a luz. Una foca se sentó encima de las inocentes crías y las mató. "Si saben que estás pariendo, te aniquilan”- le explicó a la desesperada madre.
Después de un viaje infernal y pasar por distintos pueblos, en que los vecinos salían a mirar el tren, pero sin hacer nada por ellos, llegarían a una granja agrícola en Guanacaste. Cuando abrieron las puertas, solo quedaba la mitad de las mascotas; las demás habían muerto de inanición. Sin embargo, las más optimistas, acostumbradas a tener buena presencia ante la gente, se apresuraron a retocarse las plumas o peinarse. "Ayúdame con mi copete”- le dijo un gallo al otro. Poco tiempo tuvieron porque unos perros pit bull, feroces y déspotas, empezaron a ladrarles y a exigirles que se bajaran de los vagones. Nuevamente, se oían tiros, gritos, alaridos y llantos. "Los machos por este lado, las hembras y los críos, por el otro”- era la consigna del doberman, jefe del campamento. Al frente, un letrero decía "El trabajo os hará libres".
El jefe del campo, de mala reputación por su sabida deslealtad y agresividad, dio su discurso: "Bienvenidos a Santa Cruz de Guanacaste, a nuestra finca de animales. Aquí ustedes han venido a trabajar como tales y no a seguir de parásitos como vulgares mascotas. Cada uno tiene un trabajo que realizar: las gallinas a poner huevos, los perros a cuidar, las ovejas a dar lana, las loras a cantar y los roedores a comerse los desechos. Quien no cumpla con las órdenes, morirá fusilado por nuestra escuadra de cerdos, instruidos en los mejores mataderos de Berlín”- les dijo con ira. "Pero soy una enfermera graduada, ¿tengo también que poner huevos?”- preguntó una pequeña y risueña pata. El perro se rió con ganas. "Aquí no hay cabida para profesionales; no creemos que una pata pueda serlo, su función es solo poner huevos”- sería la respuesta. Mientras la pobre sentía una gran desilusión, unos jabalíes de Francfort, que cuidaban los establos, se miraban y se codeaban con burla. "¡Oh pata más bruta!”- se decían el uno al otro.
Después del discurso, unos cerdos traídos de Sajonia y miembros del Partido Nazi, quienes creían en su superioridad genética, condujeron a las hembras, sus críos y los parientes mayores hacia "las cámaras de desinfección". Estos salones de duchas habían sido muy utilizados entre los viajeros. Las aduanas habían sido escuelas para perfeccionarlos y luego los utilizarían en los hospitales psiquiátricos para bajar los costos médicos. Los chanchos les dijeron que las hembras con párvulos y las mascotas de edad, recibirían un trato especial.
Otra vez, cundió el caos en la granja. Los que tenían que ser separados por sexo o por edad, pegaban alaridos, chillidos; habría llantos y súplicas para que no los separaran. Pero los cochinos estaban decididos a que se cumplieran las órdenes. A punta de culatazos, los fueron empujando hacia las cámaras. Otros lo hacían con trucos al prometerles que, una vez "bañados”- les darían una sopa y algo para beber. Después de días sin agua o alimentos, era una promesa que ilusionaba a cualquiera. Otros, intuían su destino porque estaban conscientes de que si no eran buenos para el trabajo, ¿para qué los necesitarían? No obstante, era ya muy tarde para hacer algo. Un cerdo le dijo al otro: "Una vez que los han traído hasta aquí, nada pueden hacer".
Los empujones continuaron en la antesala a los baños. Unos perros, mascotas como ellos, los ayudaron a quitarse las pieles. Los pobres visones, martas y cibelinas quedaron desnudos, mientras los chanchos salivaban con el tesoro que dejaban en el suelo. Mientras lo hacían, un Shar Pei, con ojos llenos de dolor, le dijo a una linda gallina que cuando "saliera el agua”- respirara profundo. El ave le dio las gracias porque intuía lo que pasaría. Sin embargo, unas chompipas que oyeron la conversación, le regañaron y ordenaron que no hiciera caso de los perros chinos porque eran muy cuenteros. Aparentemente, pensaban las aves, estos arrugados caninos eran algo paranoides. No obstante, la gallina sospechaba lo peor. "Los animales han sufrido igual que nosotras, deben saber por qué lo dicen”- les explicó a las pavas. Algunos gatos rehusaron el baño porque le temían al agua, pero los lagartos que vigilaban las duchas, los obligaron a entrar. Una vez que habían ingresado unas quinientas mascotas, las puertas de metal se cerraron.
Mientras esperaban los chorros de agua, se oían gritos en el salón de baño. Un esfera de color azul crecía en el mero centro. Provenía de cristales que cayeron del sistema de ventilación y despedía proyectiles de humo. En la medida en que se extendía de abajo hacia arriba, las víctimas intuyeron que era gas venenoso. "¡Nos están matando!”- se empezó a oír en varios idiomas. Los prisioneros se apiñaban para golpear la puerta y tratar de abrirlas.
El terror cundía entre ellos y muchos empezaron a orinar y defecar. Otros trataban de subir sobre los más pequeños con tal de respirar el aire que quedaba. De esta manera, aplastaban y liquidaban a los otros. Pronto, una manta de cadáveres quedaba en el suelo, sobre la que algunas hembras se paraban para poner sus críos en sus hombros e impedir que respiraran el veneno. Pero la nube continuaba envolviéndolos a todos, inexorablemente.
Después de veinte infinitos minutos, los golpes, suplicios, rezos, llantos, alaridos empezaron a declinar. Las mascotas comenzaban a morir. A los treinta minutos, un silencio imperaba en el salón. Solo se interrumpió cuando las puertas de metal se abrieron y una manada de lobos, obligados por los cerdos, entraba a la sala para buscar colmillos o puentes de oro, extraerlos y llevar los cuerpos a los crematorios. Una hora después, las simpáticas y queridas mascotas salían hechas humo por cuatro grandes chimeneas.
"¡No puede ser! ¡No puede ser!”- gritaba Elena cuando Carlos la despertó de su pesadilla. La novia de Carlos, que se había dormido oyendo la radio, estaba bañada en sudor, empapada, respirando con agitación y con una mirada de terror que nunca le había visto. "¿Pero qué pasa, mi amor?, ¿qué cosa horrible has soñado que he oído los gritos más espantosos?" La joven lo miró con el dolor más profundo que se puede sentir en un corazón. "Es tan horroroso que no puedo contarlo". Su enamorado pidió ayuda a los padres de Elena, quienes bajaron de su dormitorio, espantados por los gritos. Anita corrió a preparar un té de tilo para los nervios mientras David se quedaba con su hija. Una vez más tranquila, la joven admitió sentirse mejor y le pidió a su novio que no se preocupara por ella. Aunque Carlos insistió en que le contara el sueño, no pudo hacerlo. Su madre le prometió que la cuidaría hasta que se quedara dormida: “Váyase a descansar, Carlos, yo me ocupo de ella”, le dijo Anita.
Al día siguiente, Elena apenas desayunó y salió corriendo, como un bólido de fuego, hacia el Mercado. Cuando llegó minutos después, recorrió como sonámbula las tiendas de sus paisanos. Ahí estaban muchas de sus amigas, judías pobres como ella, que soñaban con un mañana mejor, tratando de vender unos chécheres con tal de que sus hijos no sufrieran lo que habían vivido. Miró a doña Golcha, la yenteh, que aunque se metía en lo que no debía, no era mala. La mujer hacía, como siempre, su crucigrama y escribía en su diario su historia favorita: las andanzas de doña Anita. También a doña Guita, que vendía perfumes y le gustaba coquetear con los campesinos y los policías y soñaba con escaparse con alguno de ellos; a doña Soboberta, la cubana de los brebajes, la única bruja judía en el país que combinaba los poderes de los dibukkim con el de Chantó; doña Patricia, la zapatera que esperaba emigrar a Palestina; doña Tula, la comerciante de cobijas que era adicta a la lotería y jugaba siempre el número del día en que llegó al nuevo país; Ana, Eugenia y María, las hermosas hermanas, sus amigas que no tenían suerte en el amor, hijas de doña Sarah, la relojera; doña Rosa, la de los arenques, que compartía las ideas socialistas de su madre y esperaba tener un hijo diputado; doña Marisha, la loca rusa de los radios y cosas eléctricas, que odiaba a Stalin y organizó el primer coro ídishe en Costa Rica; doña Sarita, la intelectual polaca que se ufanaba de saber leer polaco, ruso e ídish y se lamentaba por no haber tenido un hijo varón que pudiera ser algún día político nacional; doña Sisa, la que vivía en Puntarenas y olía a algas marinas y muchas más de las comerciantes paisanas suyas, que se vinieron del Viejo Mundo con uno que otro sueño en sus valijas, para terminar vendiéndolos en las calles o en los cuchitriles del Mercado. “Que Dios se apiade de nosotros”- rezó la mujer para sus adentros.
Al llegar a La Peregrina, la hija de Anita no sabía qué hacer. Mientras pensaba en su pesadilla, un acontecimiento agravó las cosas: una gran rata, que Elena no había visto, salió de la carnicería y se escabulló entre las escobas. La joven, esta vez, sacando fuerzas de su miedo, tomó un palo y se lanzó contra el animal. Le dio con tanta furia que la rata no pudo huir, echó sangre por la boca y murió a sus pies. Elena, que nunca lloraba, no pudo contener más sus lágrimas y se sintió la mujer más sola del mundo.