Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

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XXX

Mientras Elena corría hacia la calle, Susanita lo hacía en sentido contrario: buscaba, desesperado, la casa de la bruja. Venía abatido porque Max estaba sumido en una crisis de licor y de drogas y no quería verlo. La Polvera lo recibió de mala gana porque odiaba tener que hacer hechizos para atraer a un hombre tan malo. Pero su cliente era insistente y lo tenía mareado para que le ayudara a recobrar el amor de su enamorado. "Ese hombre es tan perverso que estoy segura de que fue el responsable del bombardeo ayer del barco San Pablo”- le dijo a su amigo. La Polvera sabía, además, que su partido pensaba vengarse pasado mañana en la manifestación general contra los nazis. Pero no quería hablar porque era "secreto de estado".

Sin embargo, Susanita le confesó que se sentía culpable porque había delatado los planes malévolos de su amante a David Sikora. Le contó que la hija del polaco había hecho amistad con don Carlos, el médico alemán, y que no todos los alemanes eran enemigos de los judíos. La bruja se sintió, por su parte, algo incómoda por haber traicionado anteriormente la confianza de Susanita y haberle pasado la información al Partido Comunista. Para rectificar esta pequeña indiscreción moral, porque era una bruja ética, decidió advertirle que era posible que pasado mañana incendiaran los negocios alemanes. “Tengo informes del Partido Comunista que planean una protesta contra el hundimiento del barco San Pablo y que la aprovecharán para quemar los negocios nazis”- le dijo. “Quizás debieras alertar a tus conocidos”- agregó la bruja, pensando en los amigos de don David. Como Susanita dudaba en traicionar a Max –pensó La Polvera- lo mandaría muy cerca de los Sikora para hacerlo sentir culpable. Con tal fin, le recetó la fórmula "más potente" para lograr recuperar el amor de Max, que debía comprar en la tienda del Mercado. "Los ingredientes consígalos frente a la tienda del polaco”- le dijo.

"Compre una hoja de pergamino, un lápiz de color rojo, 2 listones rojos de 30 centímetros cada uno, una botella de vino vacía con corcho, un pedazo de pergamino de 7.5 por 12.5 centímetros. Copie el siguiente poema sobre el papel, con tinta roja, pero no ponga el nombre del amor que quiere atraer. Abajo del poema incluya un sitio de encuentro y la hora:

Mi corazón ha buscado con cada latido

Un amor con calor fogoso y encendido,

Un amor tan calmante como el mar, que fuera

Un amor que no estaba segura que existiera

Hasta el día en que yo te vi,

¡Y el temor absurdo se apartó de mí!

¡Encuéntrame por favor en el Parque Morazán hoy a las diez de la noche!

Como adivinó La Polvera, el cliente se fue para el mercado a comprar los ingredientes en la tienda de doña Soboberta, una comerciante parte judía, parte cubana y parte santera, que vendía todo tipo de ungüentos. La lista era tan larga, pensó La Polvera, que Susanita tendría mucho que esperar.

Doña Soboberta se excusó para buscar en su bodega algunos ingredientes y mientras lo hacía, Susanita no podía dejar de mirar la tienda de enfrente y pensar en los sueños de la joven tendera. Miró a Elena, que acomodaba la ropa y se le enterneció el corazón al notar que lloraba y se secaba con la única falda que le conocía. A pesar de lo hermosa que era, pensó Susanita, ella no tenía más que un vestido. Una vez más, optó por delatar los planes que conocía y caminar hacia La Peregrina.

Elena estaba agitada y nerviosa porque, según ella, había tenido, la noche anterior, la más horrible pesadilla. La joven había soñado cosas terribles y para no pensar en ellas, se había venido a trabajar cerca de sus paisanos. Cuando el homosexual decidió saludarla, Elena le dijo, cuando le vio la cara de intranquilidad a su amigo que "acabo de tener un horrible presentimiento, no me venga con malas noticias". La tendera no pudo evitar oír una más: "Elena, mañana piensan quemar los negocios alemanes, ¡avísele a Carlos!”- le reveló Susanita mientras salía hacia la calle, perseguido por doña Soboberta que no quería quedarse sin vender los ingredientes que había sacado de su bodega.

Elena no podía quedarse de brazos cruzados. Corriendo detrás de doña Soboberta, salió por el otro lado a la calle. Dos visitas importantes tenía que hacer. La primera sería a pagarle el favor a Yadira. Caminó con prisa por las calles de la Avenida Central hasta llegar a las tiendas finas cercanas a la Librería Universal. Con cierto temor, se fijó que fuera el rótulo correcto e ingresó en la tienda La Más Barata. La judía entró sigilosamente, buscando la cara de Yadira, que no podía ser su amiga y tampoco del todo su enemiga, convirtiéndose algo así como un zombie haitiano, mitad vivo y mitad muerto, algo indeciso como un sube y baja que durante el vaivén no se ubica como bueno ni como del todo malo. Miró la delicada mercancía de Nueva York que mostraba unos maniquíes de yeso, el último grito de la moda en la decoración de vidrieras. El negocio, a diferencia del de los judíos, no ponía el precio de los productos ya que era, según su dueña, de "mal gusto".

La dueña la miró como si estuviera ante el mismo demonio, solo que en cuerpo de mujer. Si había ayudado a la rival una vez, no pensaba convertirse en su amiga y mucho menos socializar con ella, pensó la esposa de Carlos. Pero Elena no la dejó abrir la boca para hacérselo saber: "Vengo a agradecerle el favor que hizo por nosotros y a recomendarle que envíe su mercadería lejos del centro de la ciudad. Si agreden los comunistas su negocio, le daremos refugio en el hotel de don Moisés, a la vuelta de la esquina”- le reveló Elena. Aunque la dueña de La Más Barata quiso saber qué iría a suceder exactamente, no pudo darle más información. "Igual que usted me dijo, no lo cuente porque sabrán quién se lo dijo". La joven salió del almacén mientras una anonadada Yadira le daba las gracias.

A la vuelta del almacén, estaba el pequeño hotel de don Moisés Burstin. La mujer le pediría ayuda para Yadira y para Carlos y además, le haría una consulta sobre su sueño. El hombre era sionista y fundador de la Organización de ese nombre, que se había establecido en 1932, antes que el mismo Centro Israelita. Como activista de muchos años y zorro de interminables gestas políticas, él tenía un buen olfato sobre la situación y era la persona más indicada para preguntarle si su sueño era algún aviso o premonición.

En brindarle refugio a algunos alemanes "buenos”- no tuvo ningún reparo. Pero en cuanto a la segunda inquietud, la respuesta no sería del agrado de la joven. Cuando Elena le dijo que estaba angustiada por su familia, don Moisés le preguntó quiénes habían huido al interior de Rusia y quiénes se quedaron en Polonia. "Pues la familia se había quedado en Dlugosiodlo, inclusive mis abuelos. El único que había escapado hacia Siberia era el primo Mordejai”- le informó. Don Moisés no se anduvo por las ramas: "Seguramente todos están muertos, con excepción de Mordejai".

Max, por su parte, había recibido el mensaje de Susanita que también debía traer malas noticias. "¡Esta loca me manda a llamar solo para darme malas nuevas!”- se dijo para sí mientras se inyectaba una buena dosis de heroína. Había empezado a tomar más de la cuenta desde que sentía que el control de los acontecimientos se le había escapado de las manos. Su país había invadido, el año pasado, la Unión Soviética y eso le había deparado acérrimos enemigos entre los obreros y entre los comunistas. Una vez en guerra con los Estados Unidos, nuevos adversarios se añadieron. Hasta los comerciantes que lo habían apoyado, se habían distanciado de él. Yadira no contestaba sus llamadas y se había vuelto pro norteamericana. El hombre esperaba lo peor. El campo de concentración, construido cerca del Parque de La Sabana, al oeste de la capital, estaba terminado y el diplomático alemán sabía con quienes pensaban llenarlo. El mensaje de Susanita seguramente era la confirmación de sus sospechas, pensó para sí.

Cuando Susanita lo alertó esa noche, en el Parque Morazán, de lo que se venía encima, Max aparentó no darle mayor importancia y le prometió que se cuidaría y que la llamaría pronto. Sabía que poco podía hacer para evitar el vandalismo y esperaba aprovechar el caos para huir hacia Panamá. No sin antes hundir al amigo que lo había traicionado. Al otro día, el nazi decidió dejar las fotos de Carlos, sus viejas cartas, en el escritorio de la Legación. De esta manera, cuando entraran los comunistas, tendrían evidencia del pasado nazi de su antiguo amigo. Pero Max no los esperaría. A Rodrigo, su socio de crímenes y escapes, le pidió que tuviera listo el vehículo y las maletas para ir a Panamá. De ahí partirían vía Colombia hacia Alemania.

Las cosas se complicarían para el líder nazi. En las últimas semanas, el Teniente Elizondo había dado con el cómplice en el asesinato de su sobrino. Rodrigo fue detenido, torturado y obligado a confesar su crimen. Con el fin de reducir su sentencia, le habían ofrecido la oportunidad de trabajar para los servicios de inteligencia ticos y ayudarlos a vigilar los movimientos de su jefe. Cuando Rodrigo les comunicó que él pensaba huir ese 4 de julio, la policía lo atraparía en el aeropuerto.

El día de la independencia de los Estados Unidos fue caos total en San José. Una vez que terminó el desfile de apoyo a la causa aliada y en protesta contra el atentado alemán, las turbas comunistas se lanzaron contra los negocios alemanes e italianos. La policía, como por arte de magia, desapareció y dejó hacer a la gente lo que quisiera. La turba pasó de las piedras y los saqueos a los culatazos y a los incendios. De la misma forma que durante la plaga en Egipto, alguien había pintado con sangre los lugares para que se perdonara a los "inocentes": cada cabecilla rojo tenía su mapa con los nombres de los negocios "nazis".

La Legación alemana sería arrasada y sus documentos incautados. Algunos alemanes e italianos fueron pateados en media calle; otros recibieron golpes antes de que les robaran los negocios; algunos pudieron esconderse en los almacenes de otros extranjeros, inclusive de los judíos. Este fue el caso de Carlos y Yadira que ante la turbe que se les venía encima tuvieron que buscar asilo en La Peregrina. Carlos era demasiado rubio para refugiarse en tiendas de latinos y la única alternativa era las tiendas de polacos. Pidieron asilo político a don David, que no tuvo peros para esconder a su amigo, aunque no sin pasar por su mente el deseo de entregar a su esposa a la muchedumbre. “Para eso estamos los amigos”- indicó el tendero, quien les sugirió que se hicieran pasar por sus empleados.

La señora Döning jamás pudo haber anticipado que terminaría vendiendo, con tal de disimular su afiliación nazi, talladores de copa en una tienda de polacos. Mientras Carlos se ponía a rezar como judío para engañar a los revoltosos, su esposa atendía una campesina que quería un tallador de talla cuarenta A. Yadira que tenía en su fina tienda las tallas del small al large norteamericanos, no sabía si la A era para indicar si el seno era de calificación excelente o anormal. “¿Quién le dio la calificación de A por sus senos?, preguntaba la ilusa vendedora. “Mi marido no los califica como si fuera un examen, solo los chupa -contestó la compradora, quien no entendía la pregunta indiscreta de Yadira.

La sangre empezó a correr en la Avenida Central y la gente no parecía contentarse hasta que más de cien negocios ardieran fuera de control. Las turbas apalearon a los alemanes, fueran nazis, comunistas o indiferentes a la política. La gente salía con mangueras, radios, llantas de automóvil, ropa, herramientas y hasta relojes de oficina. Una mujer trató de defender al negocio y fue pateada por cuatro brutos que gritaban “Abajo los nazis” mientras sacaban hasta el último cinco de la caja registradora. Una mujer gorda, miembro del Partido Comunista, se apropiaba de las joyas de dos muchachas alemanas y gritaba que había empezado la revolución proletaria. Sin embargo, puso las joyas en su cartera y le dijo a su hija: “Llévese esto para la casa y me lo esconde. Si no hay revolución obrera mañana, nosotras nos quedamos con ellas hasta que venga el socialismo”. “Pero mamá -respondió su retoño- ¿no debería usted reportarlas al camarada jefe de célula”. “El único reporte que haré, si me sigues contradiciendo, es contarle a tu padre que estás embarazada”.

Aunque Carlos pudo evitar el asalto, al día siguiente, era arrestado por "complicidad" con el Partido Nazi y enviado al campo de concentración que se había construido cerca de La Sabana, el gran parque josefino. Todo había sido tan bien planeado que hasta las camas tenían ya los nombres puestos de los presuntos nazis. Ahí se encontraría con Max, a quien habían detenido en el aeropuerto. A ellos dos se les unieron otros 100 alemanes. Éstos y otros más serían enviados a campos de concentración en Texas. Carlos sabía que no era secreto que la mayoría apoyaba a Hitler y su país en la guerra, pero no todos eran nazis, ni siquiera antisemitas. De la misma manera en que algunas encuestas en Alemania habían demostrado que ni siquiera los nazis eran en su totalidad antijudíos. Es más, un importante sector no tenía ninguna animosidad contra el pueblo hebreo. Él y Elena solían discutir cómo la conducta humana era impredecible.

Cuando ella le hablaba de la sororidad de las mujeres y su mayor tolerancia, él le contaba que eran ellas quienes más apoyaban en su país a los nazis. Contrario a lo esperado, el Partido Nacional Socialista obtuvo siempre más apoyo de ellas que de ellos. “Los que han protegido a los hebreos en Alemania han sido, en mayor proporción, hombres que mujeres. No podemos generalizar nunca de ningún pueblo o grupo, Elena, hay de todo en todos”. Según Carlos, muchos socialistas y cristianos fanáticos también habían apoyado a Hitler mientras que algunos nazis escondían judíos. “Conozco a un teniente nazi que se ha casado con una hebrea y la hace pasar como aria”- le había contado a su amada. No obstante, ahora él, cristiano alemán en proceso de conversión al judaísmo, estaba preso por nazi. Mientras veía a su alrededor cientos de sus compatriotas recordaba sus últimas conversaciones con Elena: “El Partido Nazi es un monstruo, decía él, pero cómo ha llegado al poder no tiene una respuesta fácil. Es un capítulo oscuro que nos quita las respuestas fáciles y las categorías de buenos y malos a las que estamos acostumbrados. Los que persiguen y traicionan a los judíos no solo son nazis alemanes. Existen colaboradores, sucios cómplices en todo lado, que cuando les convenga, negarán su apoyo y nunca estarán, por ello, en campos de concentración”.

Elena, al saber la detención de su enamorado, corrió hacia el campo de concentración para interceder por él. Sin embargo, la evidencia en su contra era fuerte: había estado en la fundación del Partido Nazi y su mujer, a la vez, era miembro de la ala femenina. Como era costarricense y su padre un influyente liberal, nada hicieron contra ella. Pero para su marido, no habría clemencia. "No joven - le dijo el director del campo de concentración a Elena- no importa que estuviera a punto de convertirse al islamismo, judaísmo o al budismo, se queda por decisión superior”- sería la respuesta del director del campo.

David intentó convencer al Ministro norteamericano de que cometían un error, pero éste no estaba convencido de la inocencia. "Por más que deseo ayudarle, no puedo ir contra las órdenes del Departamento de Estado y el hombre está en la Lista Negra. Esperemos que lo envíen a Estados Unidos y allá será más fácil pedir una revisión del caso”- le contestó. Aún Anita, que mucha simpatía no tenía por la relación, trató de hacer algo para que el Centro Israelita le diera una carta de recomendación. No obstante, no surtió efecto. Carlos sería deportado con los demás.

Las malas noticias no eran exclusivas del señor Burstin. La prima Fanny, que había llegado la semana anterior, tenía peores nuevas. Don José Sánchez, a petición de Anita, había logrado conseguir, con el fin de rescatarla del Gueto de Varsovia, un pasaporte costarricense. La antigua empleada doméstica había logrado escapar de Alemania cuando sus patrones fueron detenidos y llevados a un campo de concentración. Al enterarse la madre de Elena, buscó ayuda con su amigo cafetalero quien le sugirió que la prima podía venir a laborar en la empresa agrícola que se gestaba.

En un primer momento, consiguió que el consulado en Varsovia le expidiera un pasaporte costarricense y una visa para laborar en el proyecto Tenorio, una colonia de granjeros judíos en Guanacaste. Con el pasaporte en mano, la mujer pudo salir del gueto y comunicarse por correo con su familia en Costa Rica. De esta manera, logró obtener el dinero para comprar un boleto de ida en el primer buque de inmigrantes judíos alemanes y austriacos que partiría para el Nuevo Mundo. Sin embargo, una vez en el puerto, el gobierno de Costa Rica no dejaba a los pasajeros descender del buque porque no aprobaba el proyecto y consideraba caducas las visas. Mucho menos reconocía los pasaportes costarricenses girados en los consulados europeos. Según los funcionarios, los hebreos venían con otras intenciones y no se dedicarían a la agricultura y los documentos habían sido girados sin instrucciones de San José.

Mientras se decidía en la Secretaría de Relaciones Exteriores qué hacer con ellos, Elena pudo conseguir un permiso para que ella y su madre pudieran visitar a la prima. Las gestiones las había realizado, a petición de Anita y su hija, el mismo don José: "Tuve que sobornar a más de un oficial porque el gobierno no quiere visitas, ni periodistas, ni amigos en el buque”- les había comentado.

Fanny se alegró mucho de ver a sus dos parientes que le habían ayudado a conseguir salir del mismo Gueto de Varsovia en donde los nazis habían recluido a miles de judíos polacos que vivían en Alemania, junto con otro medio millón de paisanos. La mujer les contó sobre el terrible hacinamiento en que vivían, la falta de comida, las pestes que se desataron y la muerte de miles de ancianos y de enfermos. "Los alemanes nos tratan como perros y nos han vuelto a la Edad Media”- les dijo con la mayor tristeza del mundo. "Hasta los Stern para los que trabajaba se los han llevado a campos de concentración en donde las condiciones son aún peores”- agregó. Ella se sentía bendecida porque había sido una de las pocas personas que pudieron, gracias a su pasaporte, salir del gueto. No obstante, si Costa Rica no lo reconocía, temía que sería devuelta a Polonia. "No sé qué pretenden hacer los nazis con los judíos pero temo que no saldremos vivos de la guerra”- les advirtió. La pariente creía que existían planes maléficos, imposibles de imaginar. Anita le prometió, por su parte, que haría todo lo humanamente posible para lograr que se quedara. Aunque su amigo, don José, no estaba en excelentes relaciones con el régimen de Calderón, tenía cierta influencia y le había prometido utilizarla.

Pero las cosas no salieron como se esperaba. El Presidente no quiso dar el permiso para no contrariar a los comerciantes ticos que se oponían al ingreso de "nuevos buhoneros". De ahí que sin permitir un debate sobre el tema, mandó a zarpar el barco austriaco.

Cuando Elena se enteró, dos días después de su visita, que los pasajeros, junto con su pariente, habían sido obligados a regresar a Alemania, sintió que el mundo tal y como lo conocía, se había hecho pedazos. Mientras Carlos iba en barco para un campo de concentración en Estados Unidos, Fanny se dirigía en otro a Polonia. La mujer era una pitonisa e intuía que hasta ahí llegarían las similitudes. Unos días después, se publicó en la prensa que Hitler había tomado la decisión de matar a los judíos europeos. La noticia del genocidio la había hecho circular nada menos que un industrial alemán que visitaba Suiza y que tenía excelentes relaciones con el Reich. Anita misma no podía aceptarlo y le dijo a su hija que era imposible creer esta noticia, era inusitado que en un mundo civilizado pudiera planearse la matanza de millones de judíos. "¿Cómo lo van a hacer?" “¿Van a matarlos a todos?, preguntaba. Pero la imposibilidad de tal monstruosidad no la reconfortaba: "¿Qué será de la pobre Fanny?”- decía con lágrimas en los ojos.

Pero Elena tenía un conocimiento distinto. Solo así se explicaría la acción que tomaría a finales de ese año. Ella se casaría con Adolfo, el judío escogido por su propio padre, según la usanza tradicional. Elena le ocultó los planes a su madre hasta el último momento. "Mamá”- le dijo, "hágame un vestido que no parezca demasiado de novia, sin muchos flecos, porque me voy a casar con el hombre que escogió papá, un shidaj más". "Pero hija, ¿estás loca de remate?”- increpó la madre. "¿No te das cuenta de que los matrimonios arreglados son una peste para las judías y que siempre salimos trasquiladas? Si te casas con el hombre que escogerá tu padre, quien no sabe la diferencia aún entre un pato y una gallina, terminarás más amargada que yo. Don David, a pesar de su Talmud y adoración por la inteligencia, buscará al más rico y al más ignorante que encuentre, así se ahorrará pagar una buena dote. Tu padre tiene tanta sabiduría para las relaciones como Stalin cuyo matrimonio con Hitler terminó en el divorcio más catastrófico para los socialistas"- manifestó una Anita encolerizada.

"Los Sikora somos la parte del pueblo judío universalista -replicó Elena- que opina que nadie será libre hasta que todos lo seamos y, en este siglo, hemos perdido la batalla”- le respondió. La mujer sospechaba que su pueblo judío polaco estaba en serio peligro y en manos de la nación de Carlos. "Elena, una cosa es que los nacionalistas nos ganen la partida y otra que te sacrifiques como Juana de Arco por una masa amorfa que se llama pueblo”- le rebatió la sorprendida interlocutora. Anita había dejado de creer en el socialismo y en los otros movimientos modernos. "Estoy harta del nacionalismo - contestó a su hija-, sea alemán, judío o polaco. Quiero ser tratada con los mismos derechos y no pienso ir a Palestina a seguir desplumando gallinas y esperar que el varón me mantenga. Los sionistas, una vez construida una nueva Israel, nos tratarán como ciudadanas de segunda clase".

"No, madre - contradijo Elena-, no tenemos cabida. Los Sikora volveremos a esfumarnos y terminaremos, como la Itil jázara en que todos vivíamos en paz y respetando las diversas religiones, en el fondo del océano. Si Hitler no gana la guerra, los universalistas seremos una minoría insignificante en un mar de sionistas y de fanáticos religiosos”- respondió.