Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

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VII

Después de navegar por tres semanas, Elena divisó, finalmente la tierra. "¡Limón por la proa!”- gritó un marinero. Sentía desde los últimos días un gran calor: se acercaban al trópico. La brisa venía cargada de agua y el cabello se le había enmarañado como una taza de fideos.

La última semana la pasó posando para Claudia, que estaba por concluir el retrato. A la usanza de la época, a la mujer le encantaban las figuras geométricas. Dibujó la cara de Elena dentro de un cuadrado de fondo lila y su cuerpo se había desintegrado en múltiples triángulos y círculos. Sin embargo, la pintura era hermosa. Los ojos estaban en el centro, como dos soles negros. Un ambiente de la mayor soledad se percibía del encuadre.

Claudia no pudo pintar un contexto, un fondo específico, ni un objeto que determinara un lugar. La modelo estaba guindando del espacio, sin los pies puestos en la tierra. "Te lo regalo, Elena”- le dijo. "Este cuadro es lo mejor que he hecho y no puedo conservarlo". Sin embargo, Claudia le habría pedido que se encontraran en San José y que allá pintaría uno distinto. "Tal vez te ponga algunas papayas o bananos en el fondo".

Si Colón se sintió emocionado al divisar la isla de Uvita, frente a Limón, la muchacha experimentó la mayor desilusión. El puerto del Atlántico costarricense estaba en decadencia por las plagas que azotaron al banano y era una pálida caricatura de lo que había sido a principios de siglo, cuando rivalizaba en desarrollo con la ciudad capital. Las casas de madera de estilo victoriano estaban en mal estado y les faltaba pintura. El parque, frente al mar, no tenía una sola flor y solo había unos árboles de pipa abandonados. Las únicas construcciones agradables eran las blancas iglesias protestantes con sus verdes jardines y el edificio aduanero. Había mucha gente pobre en las calles, aleladas por el sopor.

Desde que la omnipotente compañía bananera, la United Fruit Company. empezó a retirarse de la provincia, en vista de las plagas que afectaban los bananos, el desempleo estaba tan alto como en Varsovia. Le llamó la atención la gran cantidad de negros que había, algo que nunca había visto. Los jamaiquinos, inmigrantes como ella, vinieron a probar suerte en la construcción del ferrocarril al Atlántico, y se habían quedado en el nuevo país. Sin embargo, no eran residentes legales y no podían buscar trabajo en San José. Un "cordón sanitario" no del todo oficial, similar al que cercó a los judíos en guetos en el Este, se estableció con el fin de que no abandonaran esta provincia. No obstante, la muchacha quedó maravillada con la belleza de estos hombres y mujeres. Nunca había visto cuerpos tan perfectos ni sonrisas tan amables.

Al desembarcar, David no se veía por ningún lado. La desilusión no podía ser mayor. "¿Habrían venido de tan lejos para quedar desamparadas en medio de la selva atlántica, sin conocer una sola alma?”- pensaron Anita y Elena, ya que Samuel apenas tenía diez años y Sarita siete y no comprendían lo que significaba estar parados en el medio de la nada.

Los niños estaban impresionados con los paisajes alejados del centro de la ciudad: los palos de pipa, altos e inclinados, cargados de fruta y con la inmensa cantidad de árboles que nunca habían visto. Cerca del mar, grandes bosques naturales, de impenetrable follaje, con copas del verde más intenso, cortezas de distintas tonalidades de café, frutas como mangos, piñas, bananos, papayas, caimitos, jocotes, nísperos, plátanos, llegaban hasta la mismísima playa. Cientos de plantas crecían unas a la par de otras, buscando un rayo de sol, peleándose por un centímetro de espacio.

Las flores eran magníficas: "belladonas" o "reina de la noche" blancas, amarillas y rojas, rosas, veraneras, aves del paraíso y muchas más. No solo se presenciaba una lucha entre plantas, sino entre decenas de monos. Éstos buscaban frutas y hojas tiernas, iban de árbol en árbol, haciendo rugidos como leones hambrientos y dándose de trompazos cuando alguno trataba de robar su fruta.

Mientras sus hermanos se quedaban hipnotizados al mirar la jungla tropical, Elena y su madre sentían la mayor desazón. "¿Sabía nuestro padre que llegaríamos hoy?”- preguntó la joven. "Pues no creo que a este agujero lleguen barcos de Europa todos los días o que nos confundiéramos de país”- respondió la encolerizada turista. "No te preocupes, me imagino que viene en carroza desde San José y pronto nos recibirá”- agregó con sorna.

La mujer no podía con su decepción. Miraba por todo lado para ver si reconocía al marido que había dejado de ver hacía siete años. "¿Qué haría si no se aparecía?". "¿Se habría tostado en el trópico y ahora era uno más de esos señores negros?" Para romper la tensión le dijo a Elena: "Pregúntale a ese si es tu padre". Elena no sabía si reír, llorar o buscarse mejor una madre negra.

De un momento a otro, una mujer bajita y rechonchita se le acercó a la familia y les preguntó en ídish: "¿Ustedes son los Sikora?" "¡Sí, claro que sí!”- respondió Anita, sintiendo que le volvía el alma al cuerpo. "Me llamo Amalia, su guía. Su señor esposo me mandó por usted para llevarlos a San José. Él está algo delicado de salud y prefirió no venir". "Pues dígale que nos iremos de compras a Nueva York mientras se repone”- contestó ella con el más cínico humor. "¿Y cómo me reconoció?”- preguntó intrigada. "Su esposo me dijo que buscara la cara más amargada".

Una hora después partirían hacia la capital, en un viaje de ocho horas y Amalia, que resultaría ser de Zellochow, les aconsejó tomar un refresco y comer algo. En esta ocasión probaron, por vez primera, el exquisito café costarricense y unas rosquillas nada memorables.

En el viaje, Elena notaría que en cada ciudad que llegaban tocaba una banda. Primero fue en Siquirres, luego en Turrialba y también en Cartago. Anita con su sentido del humor, le dijo a su compañera: "¡Qué maravilloso país que nos recibe con música en cada ciudad!" Amalia, que no entendía el sarcasmo de su nueva amiga, le explicaba con preocupación: "No, no, mujer, es que hoy viene el Arzobispo de San José y lo están recibiendo con conciertos en las calles".

La guía les contaría que San José era más "moderna" y bonita que Limón. Según la mujer, la elite cafetalera la había convertido en símbolo de su poder y en su ciudad capital, honor que le arrebataron a la antigua metrópoli, Cartago. Como fruto de los avances económicos y culturales de la época, se habían establecido muchos centros de diversión, esparcimiento y sobre todo, lugares "finos" para la elite política. Había clubes de reunión y recreo de los caballeros, así como centros sociales de extranjeros y asociaciones profesionales e intelectuales. Las damas trabajaban en sociedades de caridad y dedicaban su tiempo libre a los indigentes y a los desamparados. "¿Oíste, Elena, ya tenemos qué hacer en San José?”- sonrió la madre. "El único problema es que los pelagatos somos nosotros”- agregó ella.

Cuando llegaron a San José, la impresión fue mucho mejor. Amalia, que mostraba cada vez preferir la ciudad a su pueblo originario de Polonia, empezó a darles una "lección cívica" al mostrarles el complejo escultórico del Monumento Nacional, que celebraba la victoria contra los invasores norteamericanos.

Enormes figuras de bronce mostraban lo que fue la defensa del territorio nacional, gesta que mantuvo la independencia del país ante el embate de los filibusteros. Luego, caminaron hacia el Teatro de Variedades y el Teatro Nacional, “joyas arquitectónicas al estilo de la Opera de París”- según ella y “que contrastaba con el resto de la modesta ciudad”. Para Amalia, la planta física del Teatro Nacional “reflejaba un nuevo proyecto cultural que simbolizaba la secularización de la vida civil, política y cultural y que rivalizaba con la otra gran obra arquitectónica, la Catedral de San José”. La guía estaba convencida que el país mostraba así su civilidad y modernidad.

Según Amalia, en la última década del siglo XX los liberales josefinos habían diseñado nuevos espacios para ser disfrutados por los "cultos" ciudadanos; el más importante por el impacto social que tuvo, fue el Paseo de las Damas que se iniciaba cerca de la estación del Ferrocarril al Atlántico.

Se podía divisar el bulevar del Paseo desde la parada de los trenes, cuyo nuevo edificio, con fachada Art deco y hermosos bancos del más fino cenízaro, se inauguró en 1908. De ahí se continuaba hacia el oeste por la avenida tercera, se pasaba por el recién bautizado Parque Nacional, por el costado de la Fábrica de Licores en donde se diseñaron bancas de reposo y, más adelante, el "Edificio Metálico".

Éste era una imponente edificación de hierro, construida con la misma técnica que la Torre Eiffel, que llegó de Francia para algún país latino y terminó por equivocación en San José. A la par, se construyó un conjunto de jardines, a los que se llamó Parque Morazán. El lugar se convirtió durante largo tiempo en el centro de las retretas y bailes durante las fiestas de fin de año. Las retretas acompañaron a las fiestas desde sus inicios y consistían en una competencia entre las bandas militares.

Para la mujer de Zellochow, San José era una ciudad "liberal" que daba importancia a la belleza y al ornato, como signos del progreso. No conozco París –confesó- pero esta urbe es lo que más se le parece en Centroamérica”. Como prueba, indicó que alrededor de su Teatro Nacional, se encontraban varios restaurantes, que permanecían abiertos hasta las dos de la madrugada en las temporadas de teatro y nuevos hoteles, como el Hotel Costa Rica, el mejor de la ciudad. Anita y Elena, que tampoco conocían París, pero sí Hamburgo, pensaron que la guía estaba algo loca si creía que San José podía compararse con la Ciudad de las Luces.

“La aparición de modernos medios de transporte –prosiguió la cada vez más fanática ciudadana de San José- había permitido a los pobladores de los barrios al norte y sur de la ciudad trasladarse hacia los diferentes centros de entretenimiento”. De esta forma, se podía disfrutar de actividades como los cafés, sodas y restaurantes, clubes, teatros, billares, salones de baile y parques, entre otras. Además, las tiendas de departamentos, el cinematógrafo y la radio. “Ustedes no van a sentir que han dejado Europa, compañeras”- agregó Amalia. “Para nada –respondió Anita con sorna y haciendo manierismos sofisticados- con el capital que hemos traído, podremos ir de compras apenas nos recoja el chofer”.

Pero la guía turística no se daba por enterada. Más bien les explicó que el advenimiento de las tiendas de departamentos y las compras por catálogo mostraban un nuevo modelo de diversiones y uso del tiempo libre, desconocido para los inmigrantes judíos. “Es importante comprar cosas finas para demostrar que se tiene clase”- añadió. Según ella, los periódicos presentan avisos publicitarios induciendo a adquirir uno u otro artículo y la gente fina “no muestra las cosas en la calle”.

Elena coincidió de que la cultura urbana se mostraba europeizada. Los cascos de las ciudades principales que había visto en el viaje del tren estaban llenos de boticas, oficinas, caballerizas, taquillas y billares. Las tiendas de San José ofrecían las últimas modas de París, quesos de Holanda, vinos franceses, manzanas americanas, jamones de Westfalia y un surtido exquisito de licores. Las librerías exhibían las obras de Sue, Scott, Byron, Smith, Bentham y otros escritores célebres, y el Teatro Mora, inaugurado en 1850 –según Amalia- era visitado por compañías extranjeras.

Pero lo que más le impresionó fue encontrarse con los cines. De acuerdo con la guía, como "la última maravilla del siglo" se había estrenado el cinematógrafo en París, el 28 de diciembre de 1895 y “Costa Rica gozó desde temprano del nuevo espectáculo”. La mujer les contó que en San José, se exhibió por primera vez, el 17 de febrero de 1897, en el Teatro Variedades y la actividad se fue expandiendo hasta lograr cubrir todos los rincones. “Sí señoras y señores –les dijo la guía a Anita y a sus hijos- apenas dos años después de París, ya teníamos cine aquí. ¿No les parece maravilloso?”

“El cinematógrafo cambió la fisonomía de las ciudades –añadió Amalia- porque impulsó la construcción de la infraestructura apropiada para las presentaciones y con el impulso de servicios paralelos y nuevas formas de diversión”. “Entre éstas destaca la aparición de sodas, cafetines, heladerías y restaurantes frecuentados a la salida del cine”.

“Pero si esto no fuera poco”- añadió “con la llegada de la radio y la consolidación de la radiodifusión en la década de 1930, la expansión del uso de victrolas y el cine sonoro, se difunden los nuevos ritmos musicales como la rumba, conga, tango, zamba, merengue, cubo y bolero”. Ritmos que para ella eran nuevos, cargados de melancolía unos, otros con compases exóticos, en los que se imaginaba moviéndose a los cuerpos de los negros o el de los costarricenses que saltaban siguiendo esos alegres ritmos. “El mismo ingreso de estos nuevos ritmos promueve la aparición de otros centros de diversión popular: los salones de baile como El Sesteo”. De acuerdo con ella, los judíos que han hecho algunos cincos han podido ir a bailar a este “maravilloso lugar”, en el que experimentaban la sensación flotante de los bailes.

Finalmente -les dijo a los nuevos residentes de San José- “no puede faltar tampoco el deporte que para los liberales constituye en símbolo de la nueva sociedad”. Los Sikora pudieron ver cómo se habían construido canchas deportivas y parques de deporte, gimnasios, salones de patines, hipódromos, entre otros. “Apenas desempaquemos –dijo con ironía Anita- iremos a sacar nuestra ropa deportiva”. Tanto ella como Elena pensaban si Amalia, que vendía shmates en la calle, había perdido conciencia que ninguno de ellos tenía un cinco para todos los lujos que les había enseñado y que tampoco habían en sus vidas visitado un teatro, cine, salón de bailes o centro deportivo.

Pero ésa era una San José, la de los pocos, los ricos. La otra, la de los obreros y campesinos desplazados por el latifundio, era menos atractiva. Sus casas eran de madera o adobe, sin electricidad, agua potable o espacio para la numerosa familia. Como los salarios apenas alcanzaban para comer, muchos parientes vivían juntos para reunir sus raquíticos ingresos. De ahí que la gente se apiñaba en condiciones paupérrimas y dañinas para su salud.

Éste era el caso de los judíos y Anita y su familia, después de apreciar las bondades modernas de San José, se darían por enterados. Tomaron rumbo al sur de la Avenida Central, cerca del Cementerio General.

Ahí, David había alquilado una casita para su familia. Hasta la fecha, el hombre había vivido, lo que era común, con otros paisanos en los pequeños hoteles que los judíos más asentados habían abierto. Uno de ellos, el de don Moisés Burstin, un familiar suyo, alquilaba cuartos por cinco colones al mes y colocaba hasta cinco personas por pieza. Pero con la llegada de la familia, era imposible continuar en el hotel. David había ahorrado sus colones para alquilar una nueva casa y abrir una pequeña tienda en el Mercado Central y se había mudado una semana antes. No obstante, no había podido comprar algo más que tres camas, el único mobiliario que tenía.

Cuando Amalia tocó la puerta de la casa y salió su dueño a abrirla, ningún Sikora pudo reconocerse. No era un mayor envejecimiento sino una mayor modernidad. Anita usaba ropa vieja de Polonia, gris y raída. David no vestía ya de la manera tradicional polaca. Se había cortado su barba y cambiado sus pantalones negros por un color crema, la camisa blanca por una guayabera celeste y los zapatos de cuero por unas botas café altas. Tampoco hablaba bien el ídish. Entre saludo y saludo, intercalaba una serie de vocablos en español que no entendían. Sus mismos gestos eran distintos y ni siquiera la esposa, que más lo conocía, podía creer sus ojos. Había una actitud más irreverente hacia lo religioso. David les contó que en Costa Rica no podía comer kosher y que tenía que trabajar los sábados, algo insólito para un hombre religioso.

Elena no supo qué fue más impresionante: la casa vacía o la ausencia de alegría. David las abrazó como extraños, ya que apenas los recordaba. Hizo una mueca cuando le presentaron a Sarita, la niña que había nacido después de su viaje. "¿Cuántos años tiene?”- fue lo primero que preguntaría. "Exactamente siete”- comentó Anita.

Samuel, el varón, se había criado sin padre y era un verdadero volcán en erupción, cosa que molestó a su padre desde el principio. Y a Elena, a quien dejó cuando tenía siete años, apenas la reconocía. La niña era ahora una joven hermosa y la que más se le parecía. "La niña jázara”- le dijo cuando la saludó con una débil sonrisa. Por su parte, la joven miraba a su padre como a un perfecto desconocido.

Después de agradecer a doña Amalia sus servicios, contar las aventuras de Dlugosiodlo, del viaje y del sinnúmero de cuentos de parientes y amigos, era hora de dormir. Al otro día, el padre los llevaría a trabajar a su negocio, porque "no había tiempo que perder". David tenía que recibir tratamiento médico y necesitaba la nueva mano de obra.

Elena notó algo que le llamó la atención. Desde el instante en que ingresaron en la casucha, Anita había experimentado una transformación, tan radical como la de José en Egipto, que hizo que su familia no lo reconociera. Sin embargo, el cambio en la mujer no era social: la pobreza era la misma, tal vez peor.

Su alteración era en el género. Ella, que había fungido de padre y madre en Polonia, controlado su dinero, comprado y vendido a sus maridos, ejercido control de su cuerpo y su tiempo, ahora había perdido, en un instante, la vitalidad. Su actitud, voz, manierismos, mirada, humor, se combinaron con el ambiente en que estaba y Anita dejó de ser ella misma. Desde ese momento, era la esposa de David, a merced absoluta de sus decisiones y humores, los que serían, para ella, siempre negativos.

El género, pensaba Elena, era algo tan maleable que se deshacía como el azúcar en una taza, al estilo judío, de té bien caliente. Ella misma lo había notado en el barco. Cuando los hombres se encontraban en situaciones nuevas se hacían más débiles y "femeninos" y dejaban que sus mujeres buscaran cómo socializar con los demás. Pero una vez en tierra, para Anita y el resto de las pasajeras femeninas, el viaje había terminado.

Su padre les explicó que al día siguiente irían a conocer la tienda en el Mercado Central y que ahí mismo empezarían las "clases" de español para que pudieran ayudarle con las ventas. Su instructor sería el carnicero que hablaba un idioma muy correcto por ser oriundo de Madrid. La única que entraría directo a la escuela sería Sarita, la menor. Elena y Samuel debían ayudarle en el negocio y lo harían hasta el próximo curso lectivo.

Mientras su padre daba órdenes e instrucciones, la joven intuía las nuevas reglas de su hogar en América. Desde ahora en adelante, él tendría el mando. Su madre quedaba relegada a un segundo y pálido lugar. La mujer que había llevado a cuestas el hogar "desde siempre" se convertía, por arte de magia, en la sumisa mujer latina. Se había iniciado el lento proceso de desempoderización de la mujer judía en el trópico.

No solo su mismo padre les informó que "era muy mal visto" que las damas fueran independientes y salieran mucho a la calle, sino que él ahora controlaba la plata del negocio, el arma más letal de intimidación: "Mañana les daré tres colones para que compren algo de comer". La hija comprendió que esos tres colones cambiaban las alianzas y si quería salir con vida de la nueva situación, tendría que usar su sicología para orientar, en turbias aguas, a la pequeña velera. "Padre, le regalo este retrato que hicieron de mí en el barco para que tenga algo que poner en su habitación”- le dijo, y le entregó lo único que traía. David, por su parte, le dio un cachorro zahuate de bienvenida que llamaría Adolf.

Al día siguiente, la joven se fue al Mercado con sus dos hermanos. Ubicado en pleno centro de la ciudad, era un mundo aparte, lleno de colorido y de mercancías. Cientos de negocios competían, en un intrincado laberinto de callejuelas bajo techo, por satisfacer las necesidades del campesinado y de los obreros del país. Sin embargo, su padre le explicó que la recesión mundial tenía a todos preocupados porque desde 1930 las cosas "se habían deteriorado".

Según él, los precios internacionales del café, del cacao y del banano descendieron y así los ingresos. El café, por ejemplo, que obtuvo ocho millones de dólares en exportaciones en 1930 había caído a cuatro en 1932. El banano, por su parte, no había perdido su valor pero sí su producción en vista de plagas en las plantaciones en el Atlántico como el "mal de Panamá" y la sigatoka. Con el fin de aminorar los efectos, el Presidente había declarado una moratoria de la deuda pública y aprobado la construcción de obras públicas para el fomento del empleo. Esto había hecho que el déficit se disparara y así la avidez fiscal.

La única manera de pagar las deudas era por medio de los impuestos de aduana, que representaban casi la mitad de ellos, lo que "perjudicaba enormemente a los comerciantes importadores". "Te puedes imaginar”- le dijo a su hija, "el mal momento para que tenga esta enfermedad y que tenga que trabajar menos". Aún así se había atrevido a dejar de bregar como buhonero y, con sus ahorros, invertir en un negocio en el Mercado. "Estoy cansado de ser ambulante y no puedo seguir haciéndolo más”- le confesó.

David le contó que su decisión de dejar el comercio ambulante era compartida por sus amigos.

Según él, aunque en 1934 todavía todos los buhoneros del Almacén Cien Flores eran judíos, ya para 1936 aparecerían los primeros vendedores costarricenses. Un año después, de 47 vendedores, 30 eran judíos y 17 cristianos. Este desplazamiento de buhonero a comerciante independiente reflejaba una leve mejoría en su estilo de vida.

Algunos, como David, no pasarían más allá de tener una pequeña tienda o taller. Otros, los que empezaron a avanzar más rápido, serían los que habían tenido una experiencia industrial en Polonia o habían podido traer pequeñas cantidades de efectivo para invertir. "Algunos amigos piensan establecer este año una pequeña fábrica de ropa”- le contó a Elena, insinuándole que habían judíos con más dinero que él. Entre los “pudientes” estaba José Compinski, que había tenido experiencia en una pequeña fábrica de tejidos de suéteres en Polonia y "había traído cierta maquinaria, moldes y mercancías".

Otros paisanos con buenas perspectivas, según David, eran Salomón y su hermano Adolfo Schifter quienes habían solicitado crédito a bancos canadienses o ingleses, como el Banco Anglo-Costarricense o el Royal Bank de Canadá, para comprar máquinas. Salomón se anunciaba en 1933 como pionero de la industria costarricense con su fábrica de tejidos de lana El Águila. “Apenas puedo, te lo presento. Si no te gusta, el hermano está más bonito pero tiene menos plata”- agregó el padre que no quería perder tiempo en deshacerse de la hija mayor. “Pero hombre –interpeló la madre- si nuestra hija apenas tiene 14 años, ¿cómo es que la estás casando?”.

Su padre cambió el tema porque tenía una seria infección que tratar. Después de mostrarle las pequeñas tiendas que había alquilado en el Mercado, le dijo a Elena y a Sarita que se fueran a dar una vuelta por la Avenida Central mientras él daría instrucciones a su madre sobre cómo, a partir de ese día, debían manejar el negocio. Samuel se quedaría con ellos para que ayudara a bajar la mercadería de los estantes superiores. La niña y la joven se dispusieron a hacer su viaje de reconocimiento de la ciudad de San José.

Los negocios en la Avenida eran los más establecidos, donde compraban los pudientes y vendían los aún más acaudalados. Un negocio que les llamó la atención fue la tienda La Gloria, un almacén de importación de telas y ropa hecha a dos cuadras del Mercado. Su dueño, un español, traía artículos de su país y de Europa Occidental. Algunas de las telas eran simplemente estupendas, con colores y estilo para ellas desconocidos. En lugar de la tradicional lana y algodón, había fulares de estampados alegres, jerséis de colores, tafetanes y sedas de la China.

Más adelante, estaban comercios de alemanes dedicados a la importación de ropa, maquinaria y artículos eléctricos, como el Almacén Koberg, Almacén Otto Kopper, Juan Khnör e hijos, o las librerías La Católica, de Bernard Lehmann, y la Universal, de Carlos Federspiel. Cuando pasaron por la tienda La más barata una mujer les dio un panfleto que agradecieron aunque no pudieron entender.

Una cuadra más adelante, les impresionó las vitrinas de la tienda La Verónica. Unos vestidos dignos de una reina se lucían entre una maraña de espejos que permitían mirarlos por todos los costados. "Fíjate, Sarita, ¡qué precioso traje de noche!”- se maravilló su hermana. Era en realidad un modelo de seda blanca hasta la rodilla, con un cinturón negro del mismo material y unos bordados elaborados en la solapa. Mientras lo apreciaba, extasiada, se percató de unos ojos azules, parecidos a los de Claudia, que buscaban los suyos entre los espejos.

Elena sintió nuevamente la parálisis. Dejó sus ojos en el mismo lugar en que el espejo los transportaba hacia quien la miraba, sin poder quitarlos. Los ojos eran absolutamente bellos, repletos de ríos y manantiales, deliciosamente frescos. No entendía por qué este color la buscaba, la perseguía por todas partes, en los buques y en las ciudades, como si quisieran comerla, devorarla, atraparla. De un momento a otro, recuperó su movimiento. "Vayámonos ya" le dijo a Sarita" y la tomó de la mano, lista para el escape.

Sin embargo, esta vez el dibuk se le interpuso en el camino. "¿En qué puedo ayudarle?”- le dijo. Ella no entendió nada y lo intuyó todo a la vez.

El dibuk resultó, en realidad, ser un hombre, y las acompañó de regreso al Mercado. El viaje de vuelta fue una combinación de terror y la más absoluta felicidad, esto último un sentimiento nuevo. No prestaba oídos a nada de lo que le decía, ni comprendía los saludos de los comerciantes de la Avenida, o los piropos de los vendedores del mercado.

Miraba a Carlos como al vestido de la vitrina, demasiado hermoso para hacerlo suyo. Nunca había visto un cabello de matices de rubio, café y pastuso tan variados, ni una boca tan hermosa o dientes tan blancos y grandes. La sonrisa de su acompañante era cálida, tan reconfortante como la de los negros que había visto en Limón. Sin embargo, era un galán prohibido.

Elena no comprendía cómo los alemanes tanto la odiaban y a la vez, la perseguían. "¿Qué sentido tenía este truco de la naturaleza? ¿Era el mismo sino que le tocó a Samuel, el suicida? “- se preguntaba para sí.

Cuando le pidió que si podía volverla a ver, le dio un "no" que ni ella misma se creía. Cuando Elena tomó conciencia de que estaba a diez metros de La Peregrina, la tienda de su padre, Carlos se había ido por los sinuosos caminos del Mercado, como un Elías que voló al cielo.

Un terrible bofetón la sacó del embrujo. "¡Si te vuelvo a ver con ese alemán, te mato!”- la amenazó su padre.