Incertidumbre by Hermine Oudinot Lecomte du Noüy - HTML preview

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¿Por qué el recuerdo de Juan se cruzaba en sus proyectos? Por unaasociación de ideas, cuya lógica no percibía, se puso a hacer lacomparación entre él y Huberto, y recordó que nunca había visto en losojos de éste, por conmovido que estuviera, el fulgor de pasión quesorprendía a menudo en las miradas profundas de Juan; no, jamás habíasentido en Huberto la misma expresión de ternura profunda.

Pero ¿qué relación podía existir entre los sentimientos de afección deJuan y el amor de Huberto? No la veía, y, sin embargo, la afecciónreciente no sofocaba en su corazón el antiguo sentimiento.

En fin ¿si Huberto Martholl pedía su mano, diría que sí? Y sus padres¿qué pensarían de este joven? Era un desocupado, un inútil. He ahí algoque no le gustaría al señor Aubry. En realidad, parecía que el únicoobjetivo de la existencia de Huberto fuera concurrir todos los días a suclub. Lamentó que bajo su aspecto mundano no tuviera una inteligenciamás propensa para cosas más útiles a la vida.

Con todo ¿y si se equivocaba en su estimación? ¿Si bajo aquella eleganteenvoltura no encontraba luego más que una naturaleza de petimetre sinmás propósito que disfrutar de los placeres del mundo, y cuidar en sushoras frívolas de su toilette esmerada y de la elegancia de susademanes?

Agitada por estos pensamientos indecisos y contradictorios la sorprendióel sueño.

VIII

A la mañana siguiente, cuando María Teresa se despertó, hacía un solbellísimo. El aire tibio penetraba en su cuarto, cargado de brisasmarinas y del perfume de las flores. Ante la belleza del día, todas suspreocupaciones se disiparon. No pensó más que en vestirse rápidamente,no sin escoger el más rosado de sus trajes de batista y el sombrero demañana que mejor le sentaba para ir a reunirse con sus amigas y HubertoMartholl que ya debían estar esperándola en la playa.

Era la hora del baño. Siguiendo su costumbre María Teresa pasódirectamente a su casilla.

Algunos minutos después un enjambre de graciosas jóvenes descendía a laarena. Este baño era el acontecimiento esperado de la mañana. Al llegara la orilla del mar, María Teresa dejó caer su peinador a sus pies yapareció delicada y flexible. Algo molestada por las miradas asestadassobre ella, se lanzó ágilmente al encuentro de las olas, en tanto queJuana y Alicia, sin apresurarse, disfrutaban del placer, como todos losdías, de sentirse admiradas en sus elegantes trajes de baño.

María Teresa, que era muy buena nadadora, gozaba con delicia en elbaño; se alejó un poco dejando a las jóvenes de Blandieres disputarse aHuberto entre risas, gritos y golpes de agua.

Mientras nadaba, pensabaen el placer que tendría en hacer así largos paseos en la frescura delagua. Solamente que necesitaría un compañero robusto con quien notuviera que temer ningún peligro. Este protector ¿quién sería?...Huberto, sin duda, pues...

¿Pero le inspiraba bastante confianza?...¿Con su auxilio podría desafiar peligros?... Unirse para gozar de lavida cuando se es joven y rico, poco significa. El alma del hombre másindolente puede ser atraída y seducida por una tarea tan fácil; perodespués en los días de prueba desfallece... Comprendía que sin dejar degustarle Huberto no le daba la seguridad, la tranquilidad física y moralque impulsa a confiarse por completo a un ser, y esto era precisamentelo que hubiera querido encontrar en el compañero de su elección.

La aparición de Martholl la distrajo de estas reflexiones.

Estaba de muymal humor porque al ayudar a Alicia de Blandieres a subir a la balsa,desde donde quería tirarse, se había roto una uña. Su preocupación poreste incidente le impedía desplegar su amabilidad habitual y suexcitación no se había calmado aún, cuando la señora Aubry hizo señas asu hija para que saliera del agua.

María Teresa se aproximó a la ribera; Huberto la siguió; viéndolo nadartan armoniosamente le vino a la mente la idea de que si no había quizáen él temple para hacer un héroe, sabía presentar hermosas formasartísticamente amoldadas en una malla de seda negra.

Cuando se hubo vestido subió a la terraza del Casino para pasearse;Huberto se aproximó a ella y le dijo:

—¿Me permite usted quedarme un momento a su lado? La he visto venirdesde lejos; para mí es un placer verla caminar. Son muy pocas lasmujeres que saben moverse con gracia; es un verdadero signo de raza. Yono amaría nunca, ni aun me fijaría en una mujer que no tuviera esaelegancia de movimientos cuyo ritmo es, a mi juicio, la revelación delcarácter. Las personas vulgares conservan siempre una actitud vulgar; seconoce la distinción de una mujer en su manera de andar. Observe usted ala señorita Diana, a las jovencitas de Blandieres, y lo mismo a la lindaMabel d'Ornay ¡qué diferencia! Examinando su modo de andar, cuando se esverdaderamente observador y conocedor, es fácil apercibirse que en ellaslas proporciones del cuerpo no son armónicas; hay allí, seguramente,algún defecto de arquitectura.

En cambio usted debe tener las piernas deDiana.

La joven se ruborizó, pero quedó excusada de contestar porque en esemomento llegaban Alicia y Diana.

—¡Cómo, todavía de flirt!—exclamó Alicia, acercándose;—

¡es demasiado!Diga, Martholl, espero que esto no le habrá hecho olvidar su promesa deacompañarme en bicicleta hasta la granja Dutot, donde encontraremos alos d'Ornay y sus amigos.

¿Vendrán ustedes, con nosotros?—añadió sinentusiasmo, dirigiéndose a las dos primas.

—No, querida mía—se apresuró a decir María Teresa que no quería dartiempo a Diana de contestar afirmativamente.—Mamá nos ha pedido hoyque la ayudemos en ciertos arreglos de la casa que tienen que estarconcluidos antes de nuestra partida, y no quisiera substraerme a estepequeño trabajo bajo pretexto de pasear. A la noche nos veremos en elCasino; ¡hasta la vista!

divertirse mucho.

Y llevándose consigo rápidamente a Diana, dejó al joven en las garras deAlicia que quería absolutamente que la acompañase hasta su casa.

Mientras se alejaban las dos jóvenes, Diana, contrariada por haberperdido aquel paseo, dijo a su prima:

—¿Por qué has rehusado la partida en bicicleta? Tía se habría pasadomuy bien sin nosotras esta tarde.

—No, Diana; es mejor que nos quedemos con mamá. Y

además, no me gustamucho correr así por los caminos, solas con jóvenes.

—¡Qué rígida eres! ¡Pero si ahora es perfectamente admitido!

Has hechomal en no ir a la granja Dutot; estoy cierta que Alicia va aaprovecharse de tu ausencia para apoderarse de tu flirt. No le gusta quesus amigas tengan más éxito que ella, y este verano, no hay duda, erestú quien ha tenido más éxito. Martholl era el punto de mira de todas lasjóvenes que han pasado la estación aquí. Cada una de nosotras esperabaconquistarlo, ¡es tan chic!

Realza el tener un flirt de esa calidad. Nosé si es inteligente—

añadió Diana, que no habiendo sido cortejada porél, quería gratificarlo

con

algún

defecto.—Es

seguramente

menosentretenido que Platel. Huberto sólo vale cuando se le mira... es inútilque alces los hombros, tiene algo así como la belleza del ganso, perola tiene, y superior, convengo en ello.

Diana estaba locuaz; continuó hablando, en tanto que María Teresa laseguía en silencio.

—Te lo aseguro, querida, Alicia está furiosa; no puede negar que erestú la elegida. Al principio, estábamos siempre todas juntas, no se sabíatodavía a cuál de nosotras se dirigirían las asiduidades del señorMartholl. Pero Alicia con su habitual modestia, creyendo siempre, cuandohay un joven en nuestra sociedad, que lo seduce con su encanto, se hacíailusiones y esperaba que se le declarase. Ahora ha comprendido que paraque Martholl se fije en su graciosa persona, tiene que trabajar mucho;entonces, antes de su partida, va a jugar fuerte.

¡Cuida tu grano,querida!

—¡Qué expresiones tan extravagantes tienes, Diana! Alicia puede hacerlo que quiera para seducir a Martholl sin que yo me preocupe...

—¿Sinceramente?... En todo caso, Alicia plantará algunos jalones paraque vaya al five o'clock y a los bailes de su madre.

Es una buenafigura la de Huberto; deben disputárselo para adornar los salones.Alicia no va a dejar escapar la ocasión de mostrar a sus amigas en esteinvierno, el más hermoso ejemplar de los nuevos flirts que han aparecidoen este verano. Digo esto, pues en mi concepto, sabes, se contentará conel flirt. Huberto Martholl no me hace el efecto de un señor decidido acasarse con una joven sin fortuna, y dudo mucho que las de Blandierestengan ni sombra de dote. La señora de Blandieres lleva gran tren, escierto; pero todo se va en cebos. Martholl se mantiene en guardia; poreso Juana y Alicia lo han dejado frío.

Es una mariposa que elige lasflores doradas; cuando, además, son frescas y lindas como mi queridaprimita, no vacila, se posa.

Las dos jóvenes habían llegado cerca de la casa. Diana, satisfecha de lapequeña malignidad que había insinuado a su prima, se puso a correr,bajo pretexto de que llegaban tarde para almorzar.

María Teresa, muy ofuscada por las palabras de Diana, se quedó atrás,queriendo disimular la pena que tan pérfida insinuación le habíacausado. No era la primera vez que la joven se apercibía de la envidiade su prima y de su solicitud en decirle cosas desagradables bajo elfalso aspecto de cordialidad. Pero como Diana, aunque algo mayor queella, había sido su compañera de infancia, no le guardaba rencor por sufalta de corazón, y atribuía sus saetazos a una necesidad de ironíanatural en su carácter.

Sin embargo, hoy Diana acababa de herir un punto sensible.

¿Por qué lehabía dicho todo aquello? María Teresa, humildemente, se interrogaba:¿acaso no podía ser amada por ella misma? Verdad era que un gran númerode sus amigas, tan lindas como ella, ciertamente, no se casaban porfalta de dote suficiente. ¿Y si Diana decía lo cierto, si la razón quedecidía a Huberto a preferirla a las otras se apoyaba en tal motivo?...Sintió en su corazón una emoción angustiosa. Pero no, Diana seequivocaba; Huberto, desde la noche que les fue presentado en el Casino,pareció conquistado; María Teresa recordaba que la había mirado coninsistencia e invitado para todos los valses. No podía conocer ya lacifra de su dote... ¿quién lo habría informado? ¿Por qué entoncessuponer que su admiración se fundaba en cálculos interesados? ¿Por quéno creer más bien que Diana inventaba una perversidad para amargarle elplacer de haber gustado a Huberto? Cuando eran pequeñas, la envidia desu prima se revelaba a propósito de Juan, a quien no podía perdonar queno fuera para ella también un complaciente esclavo. Juan se sometíaúnicamente a las arbitrariedades de María Teresa. Toda la animosidad deDiana hacia el joven databa de aquellos lejanos años de la infancia;esto María Teresa lo sabía bien.

¡Sí, sí, sólo la envidia impulsaba a Diana, la envidia! Esto explicabalas palabras que había pronunciado y la causa de su veneno. Diana queríahacerle creer que la preferencia marcada de Huberto, la dejabaprofundamente indiferente. En realidad, sentía despecho... ¡Cuántamezquindad en esta manera de proceder! ¡Y

decir que Diana, su prima, suamiga, no vacilaba en ser cruel con ella!...

María Teresa era bondadosa; después de haber juzgado la acción de suprima, le buscó circunstancias atenuantes.

Espiritual, alegre, con unrostro de facciones regulares, Diana carecía de ese encanto femenino queposeen a veces las más feas; su talle era poco esbelto, su cabellerapobre y su tez sin frescura.

La atendían de buena gana, pero si susamigas se ponían a su lado, no la miraban más. De ahí que María Teresaencontrase plenamente excusable el descontento de aquella alma pocodispuesta a regocijarse del éxito de sus compañeras.

Confortada porestas reflexiones, la joven consideró que era una tontería atribuirimportancia a las invenciones que germinaban en el cerebro ligero deDiana. Alarmarse por una frase inspirada por la malignidad, le pareciópuerilidad, y como sonase la campana para el almuerzo, se reunió a sufamilia en el comedor, sintiéndose completamente repuesta de su cortapero fuerte emoción.

Hacia las cuatro, terminados los arreglos, las dos jóvenes bajaron aljardín y se instalaron en la terraza. Las dos se sentían incómodas.María Teresa demostraba, a pesar suyo, alguna frialdad, y Dianafastidiada por este silencio, no se atrevía a iniciar el único motivo deconversación que la interesaba.

La campana de jardín anunció una visita; Diana se levantó, curiosa, yvolvió precipitadamente hacia su prima.

—¡Ah, esto es demasiado! ¡Adivina quién está ahí! ¡Martholl mismo! ¡Hadejado a Alicia y renunciado a su bicicleta!

María Teresa disimuló la satisfacción de vanidad que le procuraba aquelpequeño triunfo, y como el joven se acercase a ella, le dijosimplemente, tendiéndole la mano:

—¡Qué feliz idea de venir a vernos! Mi madre tendrá un gran placer...

Diana, por el contrario, exclamó aturdidamente:

—¡Y bien! ¿y la bicicleta? Yo lo creía a usted en la granja, Dutot,prisionero de Alicia. ¿Ha sido abandonado el paseo?

—Puesto que usted es tan amable que quiere interesarse por misacciones, señorita, voy a confesarlo todo. Creo que las señoritas deBlandieres, los d'Ornay y sus amigos han pasado la tarde bajo losmanzanos; pero, en verdad, no sé nada. Diré que me preocupo muy poco deello. La señorita Alicia ha querido obligarme a seguirla por entre elpolvo de los caminos; iba a resignarme, contando con la presencia deustedes. Cuando supe que ustedes no irían, sin vacilar falté a la cita.Me imagino que nadie habrá notado mi ausencia...

Diana lanzó una ruidosa carcajada; se representaba el chasco de su amigaesperando en vano, en su lindo traje de ciclista, la llegada delcaballero que había elegido.

—¡Oh! puede usted estar seguro de que Alicia estará furiosa, si le haesperado; no se lo perdonará nunca.

—Sí, me perdonará, pues no hemos tenido siquiera un flirt; a sualrededor hay siempre más de un comparsa perfectamente dispuesto adesempeñar el primer papel. Sin embargo, si me guardase rencor, noocultaré que no sentiría ningún pesar; la señorita Alicia de Blandieresme es completamente indiferente.

María Teresa cambió el curso de la conversación.

—Voy a prevenir a mamá que usted está aquí.

Mientras la joven se alejaba, Diana interrogó coquetamente a Huberto.

—Supongo que el sentimiento de indiferencia de que usted hablaba haceun momento, no se extiende a todas las jóvenes que ha conocido en estaestación y si así fuera, tanto mejor para usted; no llevará ningún pesaren su equipaje.

—Quiero creer, señorita, que su deseo de conocer mis sentimientos, esuna prueba de simpatía. En efecto, mi indiferencia no se extiende, porel contrario, se detiene, y se transforma en un interés muy vivo cuandose trata de usted o de su prima. Guardaré un recuerdo precioso de mipermanencia entre ustedes, y esto me hace deplorar, se lo aseguro, lanecesidad que tengo de dejarlas. Voy ahora a confiarle mi deseo. Esperoque la señora de Chanzelles y su mamá de usted, querrán permitirme queme presente en sus casas a mi regreso a París. El pesar que llevo por mipartida, sería demasiado cruel si no me acompañase la esperanza devolver a verlas pronto.

Diana se sonreía todavía de esta galante declaración, cuando la señoraAubry de Chanzelles apareció en la terraza con su hija.

—Es usted muy amable en venir a vernos—dijo, tendiendo la mano aljoven.

—¡Ah, señora! desgraciadamente, es mi despedida lo que traigo hoy.Vengo a manifestarles mi gran satisfacción por haberles sido presentadoy agradecerles su amable acogida.

—¿Usted se marcha entonces?

—Pasado mañana, señora. He recibido de mi madre varias cartas muyapremiantes; yo me hacía un poco el sordo, lo confieso. Pero esta veztengo que hacer caso, porque la Condesa Husson misma, me pide que nodemore más. Los Husson son buenos y antiguos amigos de mi familia. Secaza en su propiedad de Valremont; no tiene hijos y me considera como siyo lo fuera.

Soy yo quien se ocupa allá de organizar la cacería. Estoy,pues, absolutamente forzado a abandonar a Etretat para preparar laapertura de la caza.

—Veo que hay sobrado motivo para justificar su deserción.

Lamento queno se quede usted hasta el fin de la estación. Los últimos días son, ami juicio, los más agradables. Cuando el movimiento social se hacalmado, vuelvo a encontrar al Etretat de antes, el de la época lejanaen que yo venía aquí siendo joven.

¡Qué diferencia! La playa estabatranquila y solitaria; no se encontraba en ella más que pescadores, locual no exigía el despliegue de toilettes que vemos hoy. Además, segozaba un poco del jardín propio y no se iba continuamente fuera decasa, renunciando al reposo para entregarse a toda clase de sports.

—No hay que hablar mal de los sports, señora; con ellos cuentan lossabios humanitarios para mejorar la raza. Nuestros vecinos los ingleses,no se han regenerado sino por la práctica constante de los ejerciciosfísicos. En el siglo último era un pueblo anémico; hoy figura entre losprimeros, desde el punto de vista de la energía y de la resistencia;estamos muy lejos de igualarlos nosotros los franceses, sedentarios oburócratas, que hemos empezado recientemente a comprender el lugar quedebe ocupar la gimnástica en la educación.

—Tiene usted razón, los sports son excelentes para la juventud. Sabíaque usted era un fanático por ellos y que los practica todos con éxito.

—Eso es exagerado; pero, en efecto, les consagro una gran parte de mitiempo.

—Es posible que los burócratas, a quienes usted reprocha el nodedicarse a esos placeres, según usted higiénicos, no tienen tan malavoluntad como usted cree. Algunas veces, le aseguro, no pedirán sino sermenos sedentarios, pero no pueden hacerlo.

Están obligados a trabajarpara ganarse la vida y la de sus familias. Usted mismo, por ejemplo,¿no descuida acaso otros trabajos más serios, por cultivar sus gustossportivos?

—¡Ah! yo tengo tiempo; muchas veces no sé en qué ocuparlo.

Mi madretiene tantas relaciones, que yo encontraría fácilmente una ocupación silo desease. En el día estoy apasionado del automovilismo. He encargadouna máquina pequeña, práctica y elegante, que me será entregada en laprimavera próxima, y si usted me permite hacerle los honores, sería muydichoso, señora.

—Le agradezco su ofrecimiento; mi sobrina y mi hija se dedican mucho aestas novedades; la tracción eléctrica, el vapor y el petróleo, soncosas que, en breve, no tendrán secretos para ellas.

—Es necesario, tía. Seríamos muy antiguas si ignorásemos eso.

—Entonces, yo lo seré siempre, hija mía.

Huberto se había levantado para despedirse.

—Señor, en París, yo permanezco en mi casa los miércoles, de cuatro asiete. Espero que usted nos demostrará su amistad yendo a vernos detiempo en tiempo.

Martholl agradeció y se retiró, acompañado de las dos jóvenes que, enEtretat, habían tomado la costumbre de conducir a los visitantes hastala puerta del parque.

En el jardín, Diana volvió a dar bromas a Huberto sobre su deserción:Alicia de Blandieres le haría pagar caro semejante proceder. La señoritade Gardanne preveía complacientemente todo el trabajo que tendría enhacerse perdonar por su amiga cuando Huberto la encontrase ensociedad.

Él escuchaba vagamente, respondía apenas y miraba a María Teresa, quecaminaba con paso rítmico, levantando con mano flexible su vestido delana gris pálido. Este gesto inconsciente modelaba su cuerpo de líneasperfectas, de una gracia exquisita en su esbeltez.

En sus cabellos dorados y ondeados, jugaba la luz. Con la cabezaligeramente inclinada hacia el suelo y los ojos entornados, como siquisieran guardar su secreto entre sus largas pestañas, la nariz fina yvibrante, la boca de labios rojos algo gruesos y bien dibujados, labarba fina, el cutis transparente, ofrecía, destacándose sobre aquelfondo de verde otoñal, un maravilloso espectáculo de belleza.

Huberto, para verla caminar más tiempo así, silenciosa y preocupada, ados pasos de él, habría querido que Diana fuese más habladora, y laalameda infinitamente más larga. Era un dilettante en materia de vivir.Se felicitaba de haber presentido

«una perfección» en María Teresa, yuna fuerza creciente lo atraía hacia ella.

El espíritu hastiado de Martholl por la vida fácil que había llevadosiempre, encontraba un encanto nuevo en el estudio de aquella alma puray sana de la joven. Hasta entonces no había pedido al amor más que unaembriaguez ligera y un sueño dulce.

Jamás esta pasajera impresión habíadejado en su cerebro y en su corazón otra huella que el recuerdo de unplacer momentáneo.

En la ternura formada por sacrificios, abnegación,consagración, en el amor serio, en fin, él no creía. Y, sin embargo,todos los sentimientos

que

en

otro

tiempo

habría

calificadoimplacablemente de sensiblería, hacían presa en él ahora. Encontrabaexquisito el piar de los pájaros; el rumor de las

hojas

estremecidasllevaba

a

sus

oídos

melodías

desconocidas; la Naturaleza se le revelabahermosa y fascinadora, y en su espíritu asociaba la belleza de MaríaTeresa a aquel culto algo pagano que lo impulsaba a desear arrodillarsey adorar a Dios en los seres y en las cosas.

Pero llegaban a la verja. Como nunca la emoción hacía descuidar aHuberto sus actitudes, tomó una después de otra las manos de las dosprimas, las besó con respeto, y silencioso y correcto, franqueó lapuerta y se alejó.

—¡Buen viaje, señor Posturas!—murmuró Diana cuando estuvo algodistante.

Luego, bruscamente:

—Me adelanto, María Teresa, porque tengo que probarme un vestido antesde comer. Hasta luego.

Y echó a correr, cortando el camino a través de los céspedes.

Cuando María Teresa estuvo sola bajo los árboles de la avenida, pensóque un adiós definitivo le había causado a ella también alguna pena. Sesintió turbada y un poco triste al considerar que los días felices deaquella estación tan alegre, pertenecían ya al pasado.

Subía la avenida del parque lentamente, abstraída, cuando sintió caminara alguien detrás de ella. Maquinalmente se dio vuelta y no pudo reprimiruna exclamación de sorpresa al apercibir a Huberto.

—¿Usted?

—Sí, todavía yo. Perdóneme esta indiscreción; pero he visto desde elcamino a la señorita Diana que desaparecía tras de los pinos, y no hepodido resistir el deseo de verla a usted una vez más, de encontrarmea solas un instante con usted, para darle un adiós menos trivial...

—¿El primero lo era entonces?

—En la forma, si no en el fondo... ¡Siento tanto marcharme!

—¿Tanto?

—Mucho más de lo que pudiera expresar. En usted, señorita, heencontrado el ideal de la mujer soñada por todo hombre deseoso de verreunidos el encanto, la inteligencia, la belleza y la elegancia. Ustedes la más seductora, la más...

—¡Basta, por favor! no prosiga en su enumeración... Vea que me río parano mostrar mi confusión, mi...

—¿Su?... ¡concluya, se lo suplico! ¡Su turbación es tan deliciosa!...Si usted supiera hasta qué punto me hace feliz ese rubor, esa risa quequiere disimular una emoción tal vez más fuerte y más sincera...

—No vaya usted a creer... he querido decir que lamento...

—¿Mi partida? ¡Dios mío! eso podría usted decirlo a Platel, a d'Ornay;no hay ahí motivo para ruborizarse; pero yo estoy triste, profundamentetriste al separarme de usted.

—Ninguna partida es alegre; a mí me habría gustado que usted se quedasetodavía...

—¿Cierto? ¿Por qué no retenerme entonces?

—Usted se hace un poco exigente respecto a demostraciones amistosas.

—Sí, mis exigencias son terribles. ¿Me permite usted decírselas, puestoque parece no querer adivinarlas?

Pero la leal sonrisa que resplandecía en el rostro de María Teresadesapareció, y con expresión grave, dijo:

—¡Señor Martholl, cuidado! No se apresure a manifestar sentimientosdemasiado... vivos. La gran intimidad en que acabamos de vivir todos,podría engañarlo sobre la naturaleza de la simpatía que usted me inspirao que yo le inspiro a usted.

—¿Por qué dice usted eso?

—Porque me temo que usted da demasiada importancia a una atracción, muyreal, sin duda, pero cuyas bases son todavía demasiado frágiles paraimplicar un sentimiento serio.

—Es usted exageradamente juiciosa... Sépalo, señorita: yo no tengo másque un deseo, ahora que tengo que dejarla: el de volverla a encontrar. Yno solamente para continuar una relación agradable, sino porque laadoro. ¡No se retire, María Teresa, se lo ruego!... Sí, yo la amo austed, y mi más ardiente deseo es el de obtener su mano...

—Por favor, no me diga usted más nada; en París lo escucharé... ¡Quiénsabe también si el paseo que va usted a hacer a Valremont no modificarásus ideas!

—¡Qué fría está usted y qué suspicaz! Los sentimientos que abrigo parausted después que la he visto...

—Sí, sí, conozco esas lindas frases; por muy sinceras que sean, hágamegracia de ellas, se lo ruego. No es la hora ni el sitio dedecírmelas—se apresuró a añadir la joven, molestada por la actitudapremiante de Huberto.

—Entonces, ¿tengo que esperar para conocer mi suerte?—

interrogó éltomando la mano de María Teresa entre las suyas.

¡Reconozca que es unpoco duro! ¿Puedo, a lo menos, ir a visitarla en cuanto esté en París,en los últimos días de noviembre?

—Venga usted, mamá lo ha autorizado.

—¡Si yo pudiera creer que al otorgarme este favor, usted se muestrabien dispuesta a acceder a mi petición!—murmuró Huberto apoyando suslabios sobre la fina mano que la joven le tendía para darle un adiósdefinitivo.

María Teresa, sin responder, desprendió su mano prisionera, y,sonriendo, pasó su brazo bajo el del joven y lo condujo suavemente haciala puerta del jardín, diciéndole:

—Esta vez, usted lo ha merecido, lo echo de mi casa, pisoteando losdeberes más elementales de la hospitalidad. Pero es en interés de suestómago. Es tarde y no quiero privarlo de comer, a pesar del granplacer que tengo en oírlo... ¡Adiós!

—¡No! diga usted: hasta la vista y hasta muy pronto; si no, no mevoy... estoy decidido, y la noche me encontrará de centinela delante desu puerta...

La joven se sonrió, y conciliante:

—Hasta muy pronto, pues—dijo.

Estas simples palabras fueron pronunciadas en una inflexión de voz tansuave, que llenaron de esperanza a Huberto.