—No es como en Francia, donde todas las clases están espantosamentemezcladas.
—Tiene usted razón, querido amigo—aprobó Martholl;—esto ha concluido;nunca más nos veremos entre nosotros. Lo que se llama el gran mundo,actualmente, es una aglomeración singular de «rasta cueros» y deadvenedizos. Tenemos que hacer nuestro propio duelo; no hay sitio másque para los mercaderes enriquecidos. Antes, nadie era recibido enninguna parte si ejercía el comercio. ¡Por desgracia, todo ha cambiado!El dinero hace abrir de par en par las puertas de los últimos rebeldes.Así es que no me sorprendería encontrar uno de estos días, en el granmundo, a mi zapatero, a mi sastre y hasta a nuestros proveedores decaballos.
—¡No diga usted semejante cosa!—exclamó con indignación muy noble laseñora de Blandieres, protestando en nombre de todas las señoras que,como ella, hacían profesión de tener salón abierto.
—Por eso—continuó Martholl, con gran pesar de Bertrán, que deseabacontar la historia de una cacería de ciervos, a que lo había invitado unarchiduque,—por eso, en Francia, la fisonomía de los salones hacambiado prodigiosamente. No se podrá citar uno solo donde no hayamezcla; extranjeros en todas partes, negociantes que han hecho grandesfortunas en productos alimenticios, farmacéuticos, industriales más omenos bien educados, etc... Es triste, porque desaparece la tradición dela exquisita cortesía francesa que, en otro tiempo, nos señalaba a losojos de la Europa atenta y encantada. Se comprende: ¿qué figura quierenustedes que haga toda esa gente salida, la mayor parte, de unatrastienda? No aportan a las reuniones sociales más que un espírituembotado por la preocupación de los negocios, y no buscan, al frecuentarlos salones a la moda, sino un mercado donde aumentar sus relaciones.¡Para escapar al contagio y permanecer entre la gente de su clase, lesaseguro, hay que violentarse! El saber conservar la compostura quecontiene a cierta gente propensa a la familiaridad, no es algo queconocen todos.
—¡Lo creo!... Nada más que de pensarlo, siento frío—
suspiróirónicamente Platel.—¡Pobre Martholl! Lo compadezco y lo admiro, porquesupongo que a fuerza de labor usted ha adquirido esa composturanecesaria, para interponer, entre usted y esos de quienes habla, unabarrera infranqueable!... ¡Horrible labor, amigo mío!
Sonrisas discretas, protestas, exclamaciones, criticando o aprobando lateoría eminentemente aristocrática de Martholl, surgieron de todoslados; luego la conversación recuperó su curso tranquilo, en tanto queMaría Teresa sentía aumentar su malestar moral. ¿Por qué Martholl sentíatales cosas? ¿Cómo osaba decirlas? ¿De qué muslo de Júpiter habríasalido su familia? ¿Qué noble genealogía de héroes o hidalgos, protegíaaquel nombre de Martholl?
El resto de la conversación no fue escuchado por la joven.
Unpensamiento desolador absorbía su espíritu. Pero en breve fue despertadapor el alboroto de las despedidas. Promesas de volver a verse pronto,apretones de manos, actitudes coquetas, graciosas
muecas,
sonrisasafectuosas,
todas
estas
manifestaciones vehementes parecían brotar delos sentimientos más sinceros.
Huberto aprovechó el momento para acercarse a ella y murmurar:
—No he podido conversar con usted; ¿cuándo volveré a verla?
¿Puedovenir antes del miércoles próximo?
María Teresa lo miraba. ¡Qué elegante era, qué seductor! A pesar de laintranquilidad de su corazón, hizo, sonriendo, un signo de cabezaafirmativo, y le tendió la mano, la pequeña mano fuerte y confiada que,si él era digno, le entregaría en breve, como esposa.
El salón, lleno de animación y alegría algunos minutos antes, quedósolitario y silencioso. Solamente los perfumes que flotaban aún en elaire tibio, revelaban el paso de las lindas visitantes.
La señora Aubry, que se había puesto a leer al lado del fuego, volviosede pronto y vio a su hija sentada en un rincón, con aire pensativo.
—¿En qué piensas?—le preguntó.—No debes estar muy fatigada de tusconversaciones durante la tarde; apenas si has hablado.
—Es cierto, mamá, estoy preocupada.
—Hace algún tiempo que me apercibo de eso, hija mía—dijo la señoraAubry con ternura.—No he querido preguntarte nada; esperaba tusconfidencias.
—Tú lees tan bien siempre lo que pasa en mi corazón, que muy pocascosas tengo que contarte, creo...
—Esas pocas cosas yo debo saberlas, sin embargo... ¿Huberto Martholl tegusta?
—Me gusta, madre querida...
—¿Y bien?
—Es que...
—Veamos, voy a ayudarte, querida mía; ¿sabes si tú le gustas a él?
—Sí... pero esta simpatía que siento por él ¿basta para que me case? Nosé todavía si lo amo; me halaga ver que se ocupa de mí más que de lasotras jóvenes, y me agradan mucho las galanterías que me dice. Esto estodo, por el momento.. Yo esperaba, al volverlo a ver, algo que no hasucedido... grandes impresiones que hubieran cimentado más sólidamentenuestra atracción recíproca. Pero nada ha ocurrido, y he sentido unagran desilusión, te lo confieso, querida mamá.
—Entonces, reflexiona bien, hija mía. De la elección que hacemos,depende la felicidad de nuestra vida. En una circunstancia tan grave, note dejes influenciar por ninguna consideración fútil. El señor Marthollparece una excelente persona, es de buena familia, reúne todas lascondiciones deseables; comprendo, pues, que te guste, y si tú te decidesen favor suyo, ninguna objeción tendremos que hacer, tu padre y yo;nuestro único pesar sería, sin embargo, que el señor Marthollpermaneciese desocupado.
—¡También yo espero que no esté resuelto a pasarse toda la vida sinhacer nada! El Club tiene demasiada mala influencia sobre los hombrespara que yo me decida a tomar un marido que no tenga otro pasatiempo.
La puerta acababa de abrirse; el señor Aubry entró. Al ver a su mujer ya su hija, una sonrisa iluminó su rostro. María Teresa se precipitóhacia él, y poniéndole su frente a besar:
—Buenas tardes, papá—le dijo.
—Buenas tardes, querida; buenas tardes, amiga mía. ¡Y bien!
¿qué tal haestado el primer miércoles?
—Muy brillante... Hemos tenido la visita de Huberto Martholl.
—¡Ah, ah! ¿ya? No pierde su tiempo ése; sospecho que tiene susmotivos... ¿Se conserva siempre hermoso? ¿Tú no dices nada, MaríaTeresa?
—¡Sí, querido papá! En efecto, encuentro muy bien a Huberto Martholl, y¿no tengo razón?—interrogó la joven con una linda sonrisa.
—Mi querida María Teresa, creo que no debemos ver las cosas del mismomodo. Si algún día tengo necesidad de examinar a fondo la personalidaddel señor Martholl, no será seguramente por ese lado por el quemiraré... ¡Ah! preveo que esto sucederá dentro de poco tiempo; ¡está muyapurado ese joven! Puede ser que también sea tu opinión, chicuela...¿Qué debo contestarle?
Tú me lo dirás ¿no es cierto?
Hubo un silencio. El señor Aubry se recostó en una poltrona; luego, alcabo de algunos minutos, exclamó, desperezándose:
—Hijas mías, estoy muy fatigado; he tenido hoy un trabajo considerable;he hecho a la vez de patrón y de obrero. Este diablo de Juan,demorándose en venir, me recarga la tarea. Es que él solo se ocupa detodos los asuntos, y su ausencia prolongada empieza a molestarme.
—¿Y por qué no lo llamas, amigo mío? Haces mal en fatigarte de esemodo.
—Querida mujer, por la sencilla razón de que Juan tiene que terminar unbuen trabajo en Alemania. Además—añadió sonriendo el señor Aubry,—hagocuestión de amor propio el pasarme sin sus servicios, de otra manera,¿no sería confesar que ya no soy capaz de dirigir los asuntos?
—Nunca creeremos eso, Pablo—dijo cariñosamente la señora Aubry,—peroes posible que te hayas acostumbrado a trabajar menos, desde que sabesque puedes confiar en Juan.
—No, no, ese muchacho es más entendido que yo; el discípulo hasobrepasado al maestro; hoy, dirige todo, te lo aseguro; en estosúltimos meses ha tenido una idea de fabricación casi genial.
—¡Qué entusiasmo, papá querido!
—Digo la verdad; Juan es el alma de la fábrica, y me felicito de ello.
Hacía algunos minutos que la señora Aubry miraba atentamente la cara desu marido, en la que se revelaba una profunda tristeza.
—En fin—aconsejó,—no te fatigues; te encuentro algo cansado desdehace algunos días, sobre todo hoy...
—¡Bah, bah! esto no es nada, la comida me confortará; no vayas ahora aponerte cavilosa.
Diciendo estas palabras, el señor Aubry tomó afectuosamente el brazo desu mujer y la mano de su hija, como cuando era pequeña, y agregóalegremente:
—¡A la mesa, hijas mías!
Por la noche, cuando María Teresa se retiró a su cuarto, se instalócerca de la chimenea, con un libro; pero su espíritu volaba lejos de loque trataba de leer. Pensaba en los incidentes de la tarde, en suimpaciencia, que no había podido disimular, de volver a ver a Huberto, yen el placer mezclado de angustia que había
experimentado
al
encontrarlosiempre
encantador,
enamorado, amable, ¡pero tan frívolo!... Por turnose presentaron a su imaginación las caras amigas de las Blandieres, dePlatel, de la señora d'Ornay. La de Bertrán Gardanne le trajobruscamente a la memoria las palabras de Huberto, dando razón al huéspedde los archiduques. «En el gran mundo no encontramos ya, había dicho,más que advenedizos, gente enriquecida en el comercio y en laindustria.»
¿Entonces Huberto no daba su estimación a los que llegan a la fortunapor la inteligencia y la labor?... Ella, que había sido educada en elculto del trabajo y de la energía individual, ella, que admiraba la obrade su padre, se había sentido ofendida por aquella disposición deespíritu de Huberto. ¿Por qué hablaba con tanto desprecio de cosasrespetables y nobles? Si la amaba, verdaderamente, debía habercomprendido cuánto esta manera de pensar lo alejaba de ella. Su padre¿no era el tipo perfecto del caballero? Y la fortuna que había ganado¿no era más honorable aún por haber sido ganada en la industria con supropio trabajo?
Pero no, aquéllas eran palabras al aire, de esaspalabras insignificantes
de
que
están
sembradas
las
conversacionessociales.
—Es imposible—se repetía, queriendo convencerse a toda costa,—que unser inteligente como Huberto, no prefiera el hombre formado por supropio mérito al «inútil,» cuyo único bagaje consiste en una línea deabuelos o bien de una serie de herencias sucesivas.
Luego, poco a poco, olvidó este motivo de discordia y dejó volar sufantasía recordando las manifestaciones del amor que el joven parecíasentir hacia ella.
XI
La señora de Blandieres era muy amiga de infancia de la señora Aubry.Huérfana y sin fortuna, se había casado muy joven con Héctor deBlandieres, coronel retirado de caballería. Durante doce años tuvo quededicar sus cuidados a su anciano marido y a sus dos hijas, llevando unavida monótona e incómoda, pues el coronel, a causa de la gota, que lesobrevino con la edad, había adquirido un carácter agrio y mostrabagustos difíciles.
La muerte de su marido la libró de tales incomodidades.
Deseando huir deun lugar donde tanto había sufrido, abandonó el castillo de Blandieres,lo vendió, y fue a instalarse en París, con la firme intención deindemnizarse de los tristes años que había pasado. Arrendó un hermosodepartamento en la calle General Foy, y terminado su período de luto, selanzó al mundo con frenesí.
Independiente, linda, rica y elegante, se vio en seguida bien estimada ysolicitada. Esta existencia de placeres la absorbió completamente.Visitar mucho y recibir más aún, fue su única ocupación; sentía por lavida social, verdadero fervor.
Ocupada únicamente de los ritos, ceremonias y prescripciones que rigenlas obligaciones de una mujer que quiere brillar en la carrera difícilde alternar en el gran mundo, disipaba su fortuna para alcanzar estefin; pero la disipaba alegremente, y encontraba la recompensa de susesfuerzos en las crónicas de los diarios relatando sus paseos y susrecepciones; las líneas de elogios de los ecos sociales la halagaban,aunque, a menudo, era ella misma quien pagaba la inserción. Estaconsideración, completamente secundaria para ella, no amenguaba susatisfacción.
La noche de la tertulia, anunciada algunas semanas antes en la casa dela señora Aubry, los salones de la señora de Blandieres presentaban unmagnífico aspecto, y la alegría era ya grande cuando los Aubry llegaron.La primera persona que María Teresa percibió, fue a Huberto, quien,semioculto detrás de una tapicería de Beauvais, no quitaba los ojos dela puerta de entrada. La joven se sintió lisonjeada al verse asíesperada.
Martholl avanzó hacia ella en el momento en que, habiéndose quitado elamplio abrigo de pieles, apareció, fresca y luminosa, con su vestido detul pálido.
—¿Sería indiscreto si le rogase que me reservara todos losvalses?—preguntó él, ofreciéndole el brazo.
—Sería algo más que indiscreto, y yo no puedo autorizar semejantemonopolio—respondió sonriendo María Teresa.—
¿Cree usted que noencontraré tan buenos bailadores como usted entre todos esos jóvenes?
—No es como bailador, por lo que yo pido la preferencia.
Usted sabebien por qué espero bailar con usted sola esta noche...
Y mientras hablaba, con una presión suave de su brazo, sobre el cual seapoyaba la mano de la joven, la atrajo hacia él. María Teresa, turbada,trató de separarse un poco.
Huberto continuó:
—¿Quiere usted que la lleve donde están sus amigas? Hay allá, alextremo de los salones, un rincón florido en el que esas señoritas hanestablecido su cuartel general. Están hermosísimas esta noche; Mabeld'Ornay deslumbra; pero usted va a eclipsarlas; está usted maravillosacon su toilette.
—Vaya—dijo María Teresa con coquetería,—no me haga tantoscumplimientos al empezar la noche, no tendría nada que decirme a las dosde la mañana.
—Tiene usted muy pobre idea de mi imaginación; ¿le parece que tanpronto quedaré agotado? Además, la admiración que tengo por usted mehace capaz de ejecutar variaciones sobre este tema durante interminablesdías e interminables noches.
—¿El talento de Scheherazade sería escaso al lado del suyo, entonces?
—No, pero compadezco sinceramente a esa pobre persa que tuvo que hablardurante tantas noches sin contar con los mismos motivos de inspiraciónque yo.
Hablando así, llegaron ante el grupo formado por las jóvenes.
Estashacían por disimular en sus labios una sonrisa burlona al ver avanzar aMaría Teresa con Huberto.
—¡Qué suerte!—exclamó Alicia con su voz aguda,—¡al fin llega! Queridamía, si usted no hubiera venido, Martholl habría pasado la noche entrelas cortinas. ¡Hace más de una hora que se ocultaba bajo las mamparas,acechando a los que llegaban, y como no la veía entrar a usted, empezabaa poner una cara!...
—¡No es muy amable para nosotras semejante conducta!—
protestó Juana,igualmente indignada de la defección de un compañero tan envidiable.
—El grupo encantador que ustedes formaban no estaba completo—explicóHuberto.—Yo esperaba a la señorita de Chanzelles para traerla conustedes.
—Por su buena intención, yo lo perdono—dijo Diana pegando ligeramentecon el abanico en el hombro del joven.—¡Pero cuidado con hacerlo otravez! Señoritas, perdónenlo ustedes también; con Martholl nadie puedeenojarse en una noche de baile: la que él no invitase, quedaríademasiado castigada.
Y como el preludio de un vals se hiciera oír, una por una las jóvenes sealejaron del brazo de sus respectivos compañeros.
María Teresa y Hubertono tardaron en quedar solos.
—¡Al fin!—dijo el joven,—al fin ha llegado el momento que yo esperabacon tanta impaciencia. ¡Tengo tantas cosas que decirle! ¿No quiere ustedescucharme? No me mire con ese aire de altiva indiferencia; usted sabebien que yo la amo. ¿Recuerda sus palabras, cuando me marché de Etretat?«En París, le diré si usted debe esperar...» Ya estamos en París, puede,pues, contestarme. Me es imposible seguir viviendo así. Mi primera ideafue pedir a mi madre que fuese a hablar al señor de Chanzelles, pero hetenido miedo; usted no me había autorizado a hacerlo. Dígame, se loruego, si consiente usted esa gestión...
Deseo que usted misma meconteste. ¿No comprende cuán desgraciado soy esperandoindefinidamente?...
—No podemos quedarnos en este rincón aislado—murmuró María Teresalevantándose,—entremos en el salón.
Luego, volviendo hacia Huberto su cara sonriente:
—Para que tenga usted paciencia, le concedo este vals.
Pero Huberto continuaba:
—Usted no se librará de mi demanda importuna con el don de un vals. Nola dejaré esta noche sin haber obtenido una respuesta cierta.
Y de nuevo, oprimía contra él el brazo de la joven.
Cuando llegaron al umbral de los salones iluminados a giorno por globoseléctricos revestidos de flores, Huberto la enlazó y la arrebató envertiginosos giros, al son de una orquesta de zíngaros.
En su vestido de tul que la envolvía como una nube, esfumandograciosamente sus formas finas y puras, María Teresa estabainteresantísima. Las palabras que le murmuraba Huberto le daban unaanimación, un brillo insólito; atraía todas las miradas. Además, los dosjóvenes formaban una pareja tan encantadora, que todos se detenían paraadmirar la flexibilidad y la gracia de sus movimientos.
La joven, al sorprender las miradas de sus amigas fijas en ella,presintió que le envidiaban aquel novio probable, y esto no lacontrarió. Por lo contrario, experimentó cierta satisfacción, como si lacircunstancia de que Martholl gustase de ella la hubiese hecho superiora las otras jóvenes allí reunidas. Eran ideas que nunca se le ocurrían,pero que, en aquel instante, bajo la influencia de aquel ambientetendían a impresionarla en favor de Huberto.
Él también gozaba de aquel homenaje rendido a la mujer que habíaelegido.
Así, en el corazón de ambos, la vanidad, satisfecha de excitar envidia,contaminaba un poco el amor naciente. El contacto del mundo ejercepresión o turba las inclinaciones del sentimiento.
Bailaron varias veces, pues Huberto no quería alejarse de María Teresa,como para afirmar los derechos que esperaba obtener. La joven seapercibió pronto que se cuchicheaba sonriendo cuando ellos pasaban;pero, enervada por el placer y mecida por el ritmo de los valses, oíacomplacida los ruegos que renovaba Huberto, sin fijarse que mostrándosesiempre juntos durante toda la noche, daban lugar a la maledicencia.
En aquel momento, no se explicaba su indecisión en acceder a lassúplicas de Huberto. Ninguno de los jóvenes que la rodeaban tenía suelegante presencia. ¿Qué más podía pedir? ¿No sería muy agradablepasearse por el mundo del brazo de tal marido?
Diana tenía razón; eraverdaderamente chic.
En los momentos en que se preparaba el cotillón, alguien vino a decirlea Huberto:
—La señorita Alicia de Blandieres lo espera en el salón azul.
Huberto se aproximó a María Teresa.
—Alicia de Blandieres me hace llamar, probablemente para dirigir elcotillón con ella. Yo me niego. ¿Quiere usted permitirme que pase a sulado el final de la noche?
—¡Eso no estará bien hecho! ¿no recuerda usted que dijo a Alicia,cuando lo invitó, que no podría asistir al cotillón?
—Sí, pero he cambiado de parecer. ¿Cree usted que yo voy a privarme delplacer de quedarme a su lado durante algunas horas más por no contrariara esa joven que tiene el aplomo de forzar el consentimiento de laspersonas?
Entonces ¿por qué le hizo la historia de que tenía otra invitación paraesta noche?
—Para no prometerle una cosa que yo esperaba obtener de usted. Suponíaque de entonces acá se le habría pasado su propósito; pero parece quecuando tiene algo en la cabeza...
Fue interrumpido; Alicia venía hacia ellos:
—Ha sido muy amable usted, Martholl, en no haberse ido. ¿Es MaríaTeresa quien ha sabido retenerlo tan bien? ¡Mis felicitaciones, querida!¿Sería indiscreta pidiéndole que me cediera su inseparable caballero?Supongo que también el cotillón ha influido para que se quedase, pues yole había prevenido que contaba con él. Vamos, una buena voluntad ycédame a este apreciable Martholl; yo devuelvo siempre las cosasprestadas; lo tendrá, pues, para algunas figuras, ya que pareceinteresarse tanto por él.
María Teresa había palidecido. El tono burlón con que Alicia habíadeclamado su singular petición, la sorprendió de tal manera que noencontró nada que contestar. Huberto, irritado por aquella salida, dijobruscamente:
—Señorita, si bailar con usted es un impuesto que usted establece sobresus huéspedes, no tengo más que dejarme ejecutar, pero siempre contandocon que la señorita de Chanzelles que ha aceptado mi invitación, quieradesligarme de mi compromiso.
María Teresa, que se había repuesto, lo interrumpió para decir, serena yfría:
—¡Excúsese usted, querida amiga! pero no presto al señor Martholl; loguardo por toda la noche, y sin duda, por mayor tiempo aún. Me alegromucho de que, gracias a su falta de tacto, usted sea una de las primerasen saber una cosa que le causará placer, indudablemente: el señorMartholl y yo somos novios...
Alicia, estupefacta al oír esta nueva, no encontró nada que decir.Confusa, balbuceó algunas vagas felicitaciones; luego, pretextandourgencia, se fue a buscar otro compañero, no sin esparcir inmediatamentela gran noticia.
Cuando María Teresa y Huberto quedaron solos, se miraron, estupefactos asu vez. En él, pronto estalló un sentimiento de triunfo; en ella, unaturbación infinita. Gracias a la intervención de aquella extraña Alicia,María Teresa acababa de comprometer su palabra. ¿Por qué tanligeramente? Ella sentía crecer en su corazón un vago remordimiento alpensar en el mezquino móvil que la había impulsado a realizar aquel actotan grave. Estaba confusa y asustada de su decisión.
Huberto temía casi un arrepentimiento de la joven, no explicándose biencómo un incidente tan fútil, frisando en lo ridículo, había provocadobruscamente la declaración que él solicitaba.
Y permanecían allí, mudos y molestos los dos, sin alegría, sinfelicidad, aturdidos y desconcertados.
El enjambre de parejas que se instalaban para el cotillón, obligándolosa moverse, los libró en parte de su perplejidad. En la algazara de lassolicitudes de baile, de la remoción de sillas, de los primeros acordesdel interminable vals, Huberto murmuró, al fin, algunas palabras degratitud:
—Usted acaba de hacerme muy feliz, mucho más feliz de lo que podríaimaginarse. ¡Gracias, María Teresa!
Entonces ella balbuceó, ruborosa, oprimida la garganta:
—Su señora madre puede ir a ver a mi padre.
En la oscuridad del cupé, María Teresa, temblorosa todavía, contó a sumadre, excusándose, lo que había ocurrido. La señora Aubry comprendió elmotivo que había impulsado a su hija a proceder con tanta precipitación.Lejos de hacerle ningún reproche, la estrechó con ternura, diciéndole:
—Supongo que no lamentas nada...
—No, mamá querida. Esta noche me había dado cuenta de que no podíaprolongar más tiempo aquella situación. Huberto exigía una respuestadefinitiva; este incidente no ha hecho, pues, más que adelantarla unpoco. Ciertamente, me habría gustado que las cosas
hubieran
pasado
deotra
manera;
ese
brusco
consentimiento, lanzado como desafío a la pobreAlicia, nuestra actitud confusa, todo aquello fue torpe, si no grotesco.Pero, ahora, deseo una cosa que, espero, tendrá tu aprobación; es quenuestro noviazgo dure varios meses.
—Eso depende exclusivamente de tu voluntad, hija mía, yo no tengo paraqué intervenir. Será como tú quieras.
María Teresa inclinándose hacia su madre y besándola con efusión dijo:
—¡Qué buena eres, mamá mía!
Cuando el coche entraba por la puerta principal del hotel, María Teresase asomó a la portezuela. El señor Aubry había abandonado el baile muchoantes que su familia; pero sin duda trabajaba todavía, porque la ventanade su gabinete se destacaba iluminada en la oscuridad del gran patio.
—Papá está despierto—dijo María Teresa—voy a prevenirlo;
¡cómo se vaa emocionar!
—Tanto como yo, querida mía—dijo la señora Aubry estrechandocariñosamente a su hija.
XII
Huberto aguardaba el regreso de su madre que había ido a pedir la manode María Teresa. Se paseaba por el salón fumando y empezaba aimpacientarse. Aunque no abrigaba inquietud alguna, estaba deseoso deconocer la impresión de su madre respecto a María Teresa y de sufamilia. Para él esa opinión tenía gran peso.
A fin de calmarse, calculaba que la distancia era grande entre elLuxemburgo y la calle de Artog, donde vivía la señora Martholl, y que,en suma, aquella tardanza no podía ser sino de buen augurio, dado que lavisita se prolongaba.
La señora Martholl, de la familia Reversy-Jollambeau, tenía graninfluencia sobre su hijo. Orgullosa y altiva, creía identificar en supersona las clases «elevadas y superiores.» Por esto mismo se atribuíael derecho de imponerse a todos, y estaba persuadida de quepersonificaba el buen tono.
No faltaba mucho para que se considerase como una rueda esencial en elmantenimiento del orden social. Teniendo numerosas relaciones, lasconservaba como si hubiera sido un deber de Estado; juzgaba habercumplido ampliamente los deberes de caridad que le incumbían cuandohabía inscripto su nombre en la lista de las damas del patronato detodas las obras que podían gloriarse con su ilustre presidencia. Sinembargo, hacía todo con benevolencia, pues el mundo, para ella, secomponía casi únicamente de personas inferiores.
Viuda de Patrick Martholl, consejero de Estado del segundo Imperio,había educado a su hijo de una manera singular, cultivando su egoísmonatural. Toleró sus distracciones elegantes en cuanto podían hacerlointeresante a los ojos del mundo; pero se mostró de una severidadextrema respecto a la elección de sus relaciones y al cumplimiento delos deberes exteriores que correspondían, según ella, a un joven de surango.
Sobre el matrimonio, particularmente, sus ideas eran bien definidas;Huberto las conocía, y aprobaba la línea de conducta que desde muy antesella le había trazado. La señora Martholl exigía que su nuera tuvierapor lo menos seis mil pesos de renta.
Era también necesario queperteneciera a una familia conocida, noble, tanto como fuera posible, entodo caso, de una honorabilidad perfecta. Además debía ser linda,distinguida, bien educada, obediente y piadosa