La Aldea Perdida - Novela - Poema de Costumbres Campesinos by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Por fin Regalado encendió un fósforo. Nadie había salido herido. Losmozos, repuestos del susto, se arrojaron á la calle resueltos á castigarel atentado.

XV

Carta de Demetria.

LEGÓ el invierno. La Peña-Mayor al norte la Peña-Mea al sur envolvieronsu cabeza en toca de nubes para no dejarla ver si no tal cual díaseñalado.

Y comenzó la lluvia suave, pertinaz y fertilizante que debíatrasformar el valle en ameno vergel allá en la primavera. Ni una teja,ni una rama de árbol, ni una brizna de yerba sin su gotita de agua. Elganado rumiaba la yerba seca en el fondo de los establos; los paisanosmascaban las castañas al amor de la lumbre y sólo salían cuandoescampaba para abrir y limpiar las pequeñas acequias de los prados, órevisar las paredillas y setos que las cierran. También solían ir almonte á cortar leña ó en busca de helecho y árgoma para hacer cama á lasreses. Pero muchos días sólo ponían el pie fuera para llevar el ganado ábeber; lo ordeñaban y de nuevo al pie del lar, donde se entretenían unasveces en tallar mangos para los aperos de labranza ó los enseres delcarro, otras en fabricar quesos ó bien en tejer y remendar las atarrayaspara pescar las truchas. Y mientras ejecutaban estas menudas laboresdepartían ó narraban cuentos para que se estuviesen quietos lospequeños.

El tío Goro de Canzana, cuando no trabajaba, aprovechaba el tiempo paraaumentar el caudal ya prodigioso de sus conocimientos leyendo porcuantos papeles impresos llegaban á sus manos. Quien le viese sentado ensu escaño de madera ennegrecido por el tiempo y el humo, con un libroentre las piernas y el candil pendiente sobre su cabeza, no podría menosde sentirse sobrecogido de respeto. Acaso algún filósofo antiguo ómoderno le haya sobrepujado por la viveza del ingenio, por la visiónrápida y clara de los grandes problemas de la ciencia, pero ninguno tuvojamás un rostro más grave, más absorto, más genuinamente científico queel tío Goro cuando de las ocupaciones manuales pasaba á lasintelectuales. Ningún sabio tampoco logró la dicha de poseer unacompañera que con más diligencia supiese aplicar adecuados coscorrones ála familia para que no turbasen sus meditaciones.

Mas, aparte de esta preciosa cualidad, hay que confesar que la esposadel tío Goro no se mostraba digna de él en la mayoría de las ocasiones.Especialmente en todo lo que tocaba á la expansión de los sentimientosmostraba una libertad censurable, una falta de moderación por completoantifilosófica, que contrastaba con la actitud siempre admirable de sumarido. Así, por ejemplo, mientras ella no cesaba de verter lágrimas ylamentarse y hasta llegar á veces á la desesperación por la ausencia desu hija adoptiva, el tío Goro mostraba un semblante profundo y tranquiloy reprimía con dulzura y severidad á la par los ímpetus de su esposa.

—¡Pero mujer, repara que Demetria se está destruyendo!

—¡Ya lo veo, Goro, ya lo veo! pero yo no puedo vivir sin ella, ¡nopuedo!... Aquí se podría destruir también...

—Loca estás á lo que entiendo, Felicia. ¿Quieres comparar á losmaestros de esta aldea con los de Oviedo? Es lo mismo, pongo por caso,que si comparases un carnero con un buey.

—Pues el señor maestro de Entralgo enseña muy bien: todo el mundo lodice.

—El señor maestro de Entralgo tiene gran cabeza y ha aprendido muchopor los libros, pero es un carnero, Felicia, no lo dudes, es un carneroal par de los maestros de Gijón ó de Oviedo.

La tía Felicia rendía al cabo su juicio débil ante el poderoso de aquelhombre superior, pero no lograba consuelo sino con las cartas que de vezen cuando recibía de su hija. No eran muy frecuentes. Al parecer D.ªBeatriz, su madre verdadera, no lo consentía y hasta procuraba con todassus fuerzas que Demetria olvidase á la aldea de Canzana y á sushabitantes. Pero no conseguía su propósito. La hermosa zagala, sincomprender lo que debía al rango de aquella familia esclarecida con queel cielo inesperadamente la había dotado, se aferraba en acordarse delos rudos labradores que la habían criado y en amarlos. Es más, en vezde sentirse lisonjeada con su nueva posición, semejaba despreciarla. Nosolamente no admiraba los modales distinguidos de las señoritas deMoscoso ni la severa etiqueta que se usaba en aquella noble mansión,sino que la infringía á cada instante con inocente osadía. Le habíanpuesto maestros y maestras; gramática, historia, francés, música,labores, todo esto querían las nobles señoras que aprendiese en pocotiempo. Además, el profesor de música y baile lo era al propio tiempo deurbanidad: le enseñaba á saludar y hacer reverencias, á sonreir congracia y á comer con cuchillo. Pero Demetria no quería reconocer latrascendencia de aquellas sonrisas y reverencias. Sus modales, siemprerústicos, confundían é indignaban á su mamá y á su tía. En particularesta última se mostraba altamente desabrida con su sobrina y declarabacon dolorosa emoción á sus conocidos (en voz baja para no causar máspena á su hermana) que aquella muchacha nunca dejaría de ser una zafiaaldeana aunque la colocasen entre las mismas azafatas de la reina.

Este pronóstico reservado alarmaba mucho á las visitas de la gran casade Moscoso, pero casi nada á la nueva huéspeda y heredera. Suinclinación campestre se delataba á cada instante. Si la llevaban depaseo por los alrededores de la ciudad, deteníase á contemplar conéxtasis las tierras plantadas de maíz y daba su opinión en voz altasobre el resultado de la cosecha; lanzaba gritos de admiración delantede algún prado feraz; saltábansele las lágrimas si oía el tañido lejanode la gaita. Y cuando por las carreteras tropezaban con alguna vacada,mientras su madre y su tía corrían asustadas á refugiarse detrás decualquier seto, ella marchaba resueltamente hacia aquellos animales, lostomaba por los cuernos, les acariciaba la cabeza y hasta ¡oh colmo deindecencia! llegaba, á palparles la ubre. Más aún. Al menor descuido,Demetria se escapaba á la cocina y departía familiarmente con lascriadas y aun retozaba con ellas.

La misma D.ª Beatriz, por sus propiosojos, la vió pellizcar á la cocinera y recibir de ésta en cambio algunosazotes y liarse y triscar como becerras, todo entre groseras carcajadasy gritos reprimidos. Por cierto que la noble señora estuvo á punto decaer desfallecida á influjo de impresión tan penosa. Á duras penas pudollegar hasta su habitación y meterse en el lecho.

Como consecuencia de este suceso trágico quedó decidido que Demetriapasase á un colegio y allí permaneciese algún tiempo, «á ver si lograbandesasnarla». Con esto, las cartas que de vez en cuando escribía áCanzana eran cada vez más tristes. Y ¡caso extraño! cuanto más tristeseran, más alegraban á la tía Felicia. Allá en el fondo de su corazón labuena mujer se decía: «¡no me olvida!» No, no la olvidaba, ni tampoco áNolo para quien daba siempre cariñosos recuerdos en sus cartas. El mozode la Braña sentía, cada vez que la tía Felicia ó el tío Goro se lostransmitían, un íntimo gozo mezclado de tristeza. Á pesar de aquellosrecuerdos comprendía que Demetria se alejaba de él cada vez más. Por esose esforzaba en borrarla de su memoria, aunque sin conseguirlo. Tan pocolo conseguía, que en cuanto le era posible hallar un mínimo pretexto seescapaba á Canzana para visitar á los padres de su novia y hablar deella.

Éstos, que siempre le habían querido bien, ahora le agasajaban conmás entrañable amor si cabe, le retenían en su compañia cuanto podían,le regalaban y mimaban como un hijo. Así que el tío Goro tenía algúntrabajo extraordinario que ejecutar en su hacienda, nunca dejaba dellamar á Nolo para que le ayudase.

En el mes de Febrero se le resquebrajó el horno al honrado labrador deCanzana, por efecto de las fuertes heladas que cayeron. Ya estaba viejotambién: era pequeño: pensó en hacer otro mayor. Llamó para ello á uncantero de oficio y á Nolo también para que le ayudase á arrancar lapiedra, trasportarla, batir la cal, etc. Tres días hacía que el zagal dela Braña estaba en Canzana, cuando un vecino que había ido á la Pola ápagar la contribución entregó al tío Goro una carta que había para él enla estafeta. Era de Demetria. El tío Goro la tomó gravemente y se lametió en el bolsillo. Juzgando que todo lo que guardaba relación con lasletras, fuesen impresas ó manuscritas, merecía que se tratase con eldebido respeto consagrándole tiempo y espacio suficientes, nunca leíalas cartas cuando se las entregaban. Aguardaba la noche y después decenar y rezar el rosario y meter en la cama á los pequeños, sedesplegaba solemnemente el documento y se leía en alta voz con igualcalma y aparato que si fuese un rescripto imperial. Tratándose de las deDemetria, la tía Felicia protestaba, aunque tímidamente, delaplazamiento, pero no le valía de nada. Su marido, con lainflexibilidad propia del hombre de ciencia, rechazaba toda ingerenciaprofana en los asuntos que atañían á la manifestación gráfica delpensamiento. Nolo también hubiera deseado ardientemente que se leyese enseguida, pero no se atrevió siquiera á proponerlo.

Llegó por fin la noche de aquel día que á la tía Felicia y á Nolo lespareció el más largo del año. Reunióse en la cocina la familia con losjornaleros y Felicia se dispuso á darles de cenar. El tío Goro y Nolo sesentaban en el escaño que tocaba con el lar.

Debajo de ellos y entre suspiernas los dos pequeños. Enfrente y en sendas tajuelas el cantero y elzagal del ganado. En cuanto á Felicia, andaba de un lado á otro sinsentarse jamás, ni aun después de hacer plato á todos. Era su costumbrecomer en pie para mejor atender á las necesidades de los otros.

Al dar comienzo á la cena llamaron á la puerta. Era Celso, el impetuosoguerrero de Canzana. Se le acogió con agrado. Todos amaban á aquel jovenvaliente y leal y le perdonaban de buen grado el corto apego que tenía ásu tierra. La tía Felicia en cuanto le saludó subió á la sala y no tardóen bajar con una guitarra entre las manos que le entregó en silencio.Era una guitarra portuguesa con gran lazo colorado que Celso habíatraído del servicio. La guardaba en casa del tío Goro porque su abuela,la tía Basilisa, tenía amenazado rompérsela en las costillas si algunavez le encontraba tocándola. El pobre mozo, obligado á ocultar susaficiones flamencas, sólo les daba suelta por las noches cuando suabuela y su madre se iban de fila á casa de algún vecino. Entonces,aprovechando su ausencia, iba en busca del adorado instrumento y á solasy á oscuras en la cocina de su casa se daba un hartazgo de malagueñas,peteneras y soleares, mientras su buen padre, otro aherrojado como él,roncaba como un bendito allá arriba.

Como estaba allí su grande amigo Nolo, se quedó un rato de tertuliamientras cenaban. Al hacer plato la tía Felicia, Celso no pudo reprimiruna sonrisa irónica acompañada de un resoplido despreciativo. Y mirandocon estupefacción aquel manjar despreciable murmuró por lo bajo:

—¡Mal rayo! ¡Nabos y berzas!

Lo mismo que si no los hubiera visto en su vida, aunque su abuela se loshacía tragar la mayor parte de los días. Pero cada vez era más grande suaborrecimiento y desprecio por el sistema alimenticio del país que levió nacer.

Después del potaje vinieron los puches de harina de maíz.

Celso volvió á sonreir y á resoplar.

—¡Rediós, farrapas!

Y escupiendo por el colmillo al uso gitano les propuso que ya que teníanla desgracia de alimentarse con «tal basura» le echasen siquiera unpoquito de azúcar y de canela. Todos soltaron la carcajada como sihubieran oído un gran disparate. ¡Lo que es la ignorancia! Entoncesdesplegó ante su vista el cuadro mágico de la comida andaluza, elgazpacho caliente, el gazpacho frío, la sopa del cuarto de hora, elpescado frito, las bocas de la Isla, etc., etc. Y la lengua se le pegabaal paladar y los ojos se le humedecían al recuerdo de aquel régimennutritivo digno de eterna veneración. Las dulces memorias de la Béticavivían siempre en su corazón y sólo morirían cuando éste cesase delatir. Un día en un rapto de expansión le dijo á su abuela:

«Abuela,¿conoce usted el país donde florecen los limoneros, lo conoce usted?¡Ay, allí quisiera que usted me llevase!» Por cierto que la tía Basilisaen vez de compadecer á aquel Mignon de montera y calzón corto lerespondió alzando el garabato sobre su cabeza y diciéndole que donde leiba á llevar era á la cuadra «por burro y por holgazán».

Cuando hubieron terminado la cena se despidió. Rezaron después elrosario y concluído Felicia subió á acostar á los pequeños. Cuandovolvió tomó la rueca y se puso á hilar. El cantero y el zagal se fueroná la cama. Entonces el tío Goro, después de colocar su pipadelicadamente sobre el escaño, desplegó con más delicadeza aún elprecioso documento que guardaba en el bolsillo y lo acercó bien alcandil:

«Mis queridísimos padres...

—Ven acá, Nolo; arrepara qué modo de plumear tiene mi cordera... ¿Quéte parece esta M? ¡Vaya una letra maja! ¿Y estas otras menudicas que lesiguen van bien ó no van bien? Te digo, rapaz, que ni el señor cura niel señor maestro las dibujarían mejor.

Nolo ardía de impaciencia, y aunque admiraba de buena voluntad losprogresos caligráficos de su novia, hubiera deseado que el tío Goro nose extasiase tanto con ellos. Al cabo siguió repitiendo el comienzo:

«Mis queridísimos padres: Me alegraré que al recibo de esta carta seencuentren ustedes buenos y Pepín y Manolín también y el ganadoigualmente. Yo tengo salud gracias á Dios, aunque no tanta como en ésa.Muchos días no tengo ganas de comer y dicen que me he quedado másdelgada. Las señoras se alegran de ello porque dicen que así estoymenos ordinaria, pero ustedes no se alegrarían porque siempre deseabanverme gorda...»

—¡Ya lo creo que no nos alegraríamos!—exclamó la tía Felicia sofocadapor los sollozos, dejando caer el huso y llevándose las manos á lacara.—¡Ay mi clavelina encarnada, quién te volviera á ver por aquí,como eras, hermosa como la flor de Mayo, con tus sartas de corales y tumelena dorada! ¡Ay mi cerecina cuca, qué penas me estás dando!

El tío Goro suspendió la lectura y miró á su mujer con ojos severos,donde se traslucía la emoción con trabajo reprimida. Nolo se habíapuesto pálido y miraba al suelo fijamente.

—Bueno... basta, mujer...

Al cabo siguió la lectura.

«...porque siempre deseaban verme gorda. Pues sabrá, madre, cómo las señoras me han traído á un colegio, porque dicen que en casa aprendopoco. Yo bien lo entiendo que aprendo poco, aunque no es por falta devoluntad, pero no me entran en la cabeza tantas cosas como me enseñan.Sin duda la tengo muy dura. Cada día que pasa me acuerdo más de Canzana.¡Qué vida tan descansada llevaba ahí, madre! ¡Cómo me gustaba amasar conusted el pan ó la borona! ¡Cómo me gustaba ir al río á lavar la ropa ysallar con mis amigas el maíz y por la noche hilar al par del fuego!Pero de estas cosas no se puede hablar aquí. Las señoras se enfadan sihablo de Canzana y no quieren que me acuerde de ustedes ni que la llameá usted madre. Pero esto no puede ser. Usted siempre será mi madre y mipadre será mi padre y Pepín y Manolín serán mis hermanos, y me estoyacordando de ustedes todo el día y á veces también toda la noche, porqueno duermo tan bien como dormía ahí. También me acuerdo mucho de lasvisitas que nos hacía Nolo los sábados por la noche. Si viene porCanzana...»

—Arrepara, Nolo, arrepara esta C. Parece talmente dibujada por unescribano. ¡Qué rasgos, eh! ¡qué plumeo!

El pobre Nolo no tuvo más remedio que admirar aquella artística letra enel momento crítico en que deseaba comerse las que seguían.

«...Si viene por Canzana díganle que no lo olvido ni lo olvidarémientras viva...

Pues, madre, sabrá cómo estas maestras son buenas paramí y la directora también, pero las niñas me provocan mucho. Todas sonmás pequeñas que yo y á pesar de eso todas se burlan de mí. Me llamanaldeana, me pintan en los cuadernos de escritura con saya corta y condengue y me ponen una azada en la mano. Si se me escapa una palabra aluso de esa tierra, al instante sueltan la carcajada y la repiten todas áun tiempo y en muchos días no me llaman por otro nombre. Sobre todo seburlan de mis manos porque son grandes y duras, y cuando me las tocan seponen á gritar como si se pincharan. No sabe, madre, la broma que gastanestas niñas con mis pobres manos. Yo lloro mucho, pero es cuando estoyen mi cuarto, porque si lo hago delante de ellas se ríen más y sealegran. Pero lo que más siento todavía no es esto, sino que ladirectora me tiene prohibido escribir á ustedes. Esta carta la empecé yamás de una docena de veces y la escribo á escondidas. Luego la mandaréal correo por una criada que es de Langreo y se ha hecho muy amiga mía.Cuando me contesten manden la carta á la posada de Felisa, en la PuertaNueva, que allí la recogerá la muchacha. Adiós, queridos padres. Muchosbesos, muchos, muchos.

DEMETRIA.»

Un silencio profundo interrumpido solamente por los sollozos de la tíaFelicia siguió á la lectura de esta carta. El tío Goro y Nolo quedaronlargo rato inmóviles con la cabeza baja y mirando al suelo. Al cabo elmozo de la Braña alzó la suya. Por sus mejillas se deslizaba unalágrima, pero en sus ojos altivos se leía una firme resolución cuyofruto pronto hemos de ver.

Se despidieron tristemente para ir á la cama. Mas antes de llegar á ellaoyeron gran tumulto en la casa vecina, que era la de la tía Basilisa,gritos, lamentos, imprecaciones.

Asustados todos salieron á la calle yse precipitaron á ver lo que tanto ruido significaba. La puerta de latía Basilisa estaba abierta y por ella vieron á la terrible viejatratando de desasirse de su hija y de su yerno para arrojarse sobre eldesgraciado Celso que tenía la guitarra metida en la cabeza hasta elcuello y forcejaba por arrancársela. Su feroz abuela, viniendo de la fila más presto de lo que él pensaba, le había sorprendido en plenazambra andaluza entonando con voz quejumbrosa una seguidilla gitana:

«Cuando yo me muera

mira que te encargo

que con la trenza de tu pelo negro

me ates las manos.»

Y sin conmoverse por lo dulce del canto ni respetar el encargo fatídicoque su nieto dirigía al través de los montes á una lavandera sevillana,cayó sobre él como una pantera, le arrancó la guitarra de las manos y sela rompió en la cabeza. No satisfecha con esto, todavía aspiraba ádesembarazarse de las manos que la sujetaban, sin duda paradespedazarlo. No pudiendo llevar á cabo tan inhumano proyecto, dejabacaer sobre la cabeza, con guitarra y todo, del sin ventura Celso las mástremendas maldiciones de su repertorio, que era muy variado.

Con pena lograron Goro, Felicia y Nolo apaciguarla un poco. Sacaron áCelso de su cepo, le curaron con sal y vinagre algunos arañazos y cuandole hubieron enviado á la cama y vieron sosegada á la abuela se volvieroná casa.

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XVI

Martinán el filósofo.

OS anhelos del sobrino de D. Félix caminaban con paso rápido hacia surealización. El valle de Laviana se trasformaba. Bocas de minas quefluían la codiciada hulla manchando de negro los prados vecinos;alambres, terraplenes, vagonetas, lavaderos; el río corriendo aguasucia; los castañares talados; fraguas que vomitaban mucho humo espesoesperando que pronto las sustituirían grandes fábricas que vomitaríanhumo más espeso todavía. Bien lo decía el joven Antero en una de lascartas que cada poco tiempo enviaba al Eco de Asturias: «El sol de laindustria ilumina ya este valle, antes tan oscuro, y esparce sus rayosvivificantes sobre estos pobres campesinos subviniendo á susnecesidades, llevando á su frío hogar el alimento y el bienestar, etc.,etc.»

La primera parte de esta metáfora no era rigurosamente exacta; porque elantiguo sol iluminaba bastante bien el valle cuando no lo ocultaban lasnubes, y el nuevo no podía hacerle la competencia en punto á claridad.Pero la segunda no hay duda que estaba más ajustada á la verdad. Corríadinero entre el paisanaje. Las cuadrillas de mineros y operarios traídasde otros puntos alojaban en casa de los labradores de Carrio, Entralgo yCanzana y dejaban allí parte de su salario. Verdad que los huéspedes noeran cómodos. Agresivos, pendencieros, alborotadores, tenían siempre conel alma en un hilo á los vecinos. Además, no cesaban de proferir unasblasfemias tan horrendas que los cabellos de los inocentes campesinos seerizaban de terror. Sobre todo las mujeres sentían indignación tanprofunda que sin temor la dejaban estallar en su presencia.

Pero estoles hacía reir y no les corregía.

Poco á poco aquellos mineros enseñaron su oficio á los zagales de Carrioy Canzana.

Muchos padres enviaron sus hijos á la mina. Al principioganaban corto jornal: pronto subió éste y en las casas de aquellospobres labriegos entró un chorro no despreciable de dinero. Con esto laalegría de los paisanos fué grande. Sin embargo, no poco se amortiguó alver que con el oficio los mineros enseñaron á los zagales sus vicios.Aquellos mozos antes tan parcos y sumisos se tornaron en pocos mesesdíscolos, derrochadores y blasfemos. No solamente cambiaron supintoresco traje aldeano por el pantalón largo y la boina, sino que seproveyeron casi todos de botas de montar, bufanda, reloj y lo que espeor, de navaja y revólver. Con esta indumentaria se creyeron en el casode visitar las tabernas como sus maestros, alborotar en ellas y sacar devez en cuando la navaja á relucir. Al poco tiempo hubo en aquel valleatrasado tantos tiros y puñaladas como en cualquier otro país másadelantado.

El

juzgado

comenzó

á

trabajar

de

lo

lindo

y

los

actuarios,particularmente el troglodita D. Casiano, se quedaban entre las uñas nosólo con las quincenas de los hijos sino también con las vacas de lospadres.

Sólo un vecino de la parroquia de Entralgo tocó las dulzuras de lainvasión minera sin percibir el amargor, recogió las flores sinpincharse con las espinas. Tal mortal afortunado fué nuestro amigoMartinán. Este incansable polemista iba en camino recto de hacerse rico.El consumo de su taberna había crecido de modo tan prodigioso que ya nole bastaba el vino y aguardiente que por el puerto de San Isidro letraían los arrieros de León; él mismo se vió necesitado á hacer algunosviajes á Palencia y traer algunos carros bien cargados. Con lo cualganaba más aún, pues negociaba el género más barato y se ahorraba lacomisión de los arrieros.

Día y noche la taberna de Entralgo resonaba con cánticos desacordados,disputas y blasfemias y día y noche penetraba en el cajón del mugrientomostrador una cascada de monedas de cobre y plata. Con esto el buenhumor proverbial del filósofo se había hecho más alegre si cabe. Susfacultades dialécticas se habían desarrollado de modo tan desmesuradoque nadie osaba hacerle frente á no ser que estuviese borracho perdido.Por lo cual muchas veces se veía obligado á forjarse un adversariomentido con quien contendía en voz alta. Era por lo general alguno delos que se habían quedado dormidos sobre un banco de la taberna. Despuésque todos habían salido Martinán ejercitaba sobre él sus férreossilogismos respondiendo y replicando por los dos: «Tú me dirás: elhombre que no come no puede vivir.—Yo te responderé: el que come lo queno le conviene se pone enfermo y pierde en pocos días toda la carne ytoda la sangre que ha ido guardando en medio año.—Tú me dirás entonces:pero ven acá, Martinán, burro, ¿cómo quieres que sepamos lo que nosconviene antes que haya hecho operación en el cuerpo?—Yo te responderé:¡alto, amigo, poco á poco! ¿Por qué no lo sabes? ¿porque no lo hasvisto? ¿Y has visto la Extremadura? ¿Y entonces por qué sabes tú que hayla Extremadura?...»

Después que le dejaba bien convencido le despertaba y le echaba á lacalle para cerrar la tienda.

Igualmente había contribuído á aumentar su jovialidad el próximomatrimonio de su sobrina Eladia con Quino. El mozo le gustaba; teníabuena idea formada de su capacidad. Entre todos los paisanos quefrecuentaban la taberna era el único que sabía desprenderse de laapretura de sus silogismos y se escapaba de vez en cuando sin pagar.Tales cualidades le habían hecho digno de respeto para nuestrotabernero. Fijóse la boda para la primavera y Quino en virtud de estofrecuentaba la casa con toda confianza y aparentaba ser en ella ya uncopartícipe de las ganancias. Por lo menos atendía con másescrupulosidad si posible fuera que su futuro tío á los vasos y copasque cada parroquiano consumía y si en cualquier rara ocasión al buenMartinán se le pasaba sin cobrar alguno, Quino se lo recordaba al oído.Con esto la estimación que el filósofo le profesaba crecía algunospalmos. No dudaba que el hijo de la tía Brígida haría enteramente felizá su sobrina.

Por ausencia de Martinán estaba una noche Quino ayudando á Eladia en eldespacho. Detrás del mostrador desatando los pellejos de vino yescanciando y cobrando semejaba ya el asociado afortunado del afortunadoMartinán. La taberna estaba llena de paisanos y mineros. Martinán sehabía levantado aquel día muy de madrugada para ir á Cabañaquinta ácomprar una vaca, había vuelto por la tarde bastante fatigado y se habíatendido un poco á descansar en la cama. Pero no tardó mucho enlevantarse. Se presentó desperezándose en la taberna cuando ésta hervíade parroquianos, los cuales le acogieron con algazara. Casi todos loshombres cuando duermen la siesta se levantan de mal humor. Con Martinánno rezaba esta miseria fisiológica: se levantaba más alegre que nunca,fresco y risueño como una mañana de primavera.

—¡Míralo, míralo qué fresco y qué colorado se levanta ese zorro de lacama!—

exclamó uno.

—Como un clavel de la Italia—manifestó gravemente Martinán, abriendouna boca de á cuarta para bostezar y haciendo la señal de la cruz sobreella.

—¿Y Clavel, cómo está?—preguntó otro aludiendo á su esposa, que comoya sabemos todos conocían por este nombre qué el propio Martinán lehabía puesto.

—¡Esa, como una rosa de Alejandría!

—Que el diablo me lleve si no ha engordado este bribón de pocos meses áesta parte—dijo el paisano.

—¿Cómo no—apuntó un minero—si todo lo que sudamos pasa al cajón de sumostrador? ¿No habéis reparado que cuanto más gana este ladrón peor vinonos da?

—De eso debéis estar agradecidos—respondió el tabernero.—Yo lo hagopor vuestro bien, á ver si se os quita ese maldito vicio de laborrachera. ¡Pero ni por esas!

Aunque os diese petróleo con pimentónvendríais aquí á dejarme la quincena.

—¡Que el diablo te coma el alma, bandido!—exclamó el minero irascible,mientras los demás reían.

Otro que estaba ya borracho levantó la tapa del mostrador y se aproximóal tabernero diciendo con palabra estropajosa:

—Martinán, estás gordo; déjame tomarte en peso.

—¡Vamos, abajo esas patas!—dijo Martinán rechazándole.

El borracho insistió tratando de abrazarle por las piernas paralevantarle.

—¡Quieto, Melchor, ó te voy á dar agua de aceitunas para quitarte laborrachera!

—Hombre, ¿vas á quitarme en un instante lo que tanto dinero me hacostado?

Paisanos y mineros celebraron con grandes carcajadas la ocurre