La Aldea Perdida - Novela - Poema de Costumbres Campesinos by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Bien comprendo que mis palabras suenen mal en vuestros oídos, noavezados á escuchar los ecos de la sabia antigüedad. De igual modo losostrogodos y longobardos reían cuando los filósofos y retóricos delLacio pretendían doctrinarlos. Pero no es menos cierto que vuestraalegría inocente me alegra y que ruego de todo corazón á los dioses paraque la prosperidad que hoy celebrais sea tan próspera como apetezco.

Pronunciadas estas palabras, que el concurso acogió con un redoble dehilaridad, el noble señor de las Matas de Arbín se llevó la mano á susombrero de felpa, hizo un saludo digno del mariscal de Richelieu ymontando de nuevo en su jamelgo dió la vuelta hacia su casa solariega.

Aquella noche hubo fila, como todas, en el palacio del capitán. D.ªRobustiana se placía mucho en reunir á las comadres del pueblo y pasarentre ellas la velada oficiando de señora. También Regalado gustaba dedar rienda suelta á su temperamento jocoso y maleante á costa de lasmujerucas. Por eso, aunque era ya bien entrada la primavera, sepersistía en aquellas tertulias nocturnas propias del invierno.

Hombresasistían pocos y eran los que celebraban con algazara, los donaires delhumorista mayordomo. Se hallaba éste de vena esta noche, sin duda comoresiduo de la alegría de la tarde y de los vasos de sidra que teníaentre pecho y espalda, cuando de pronto retumbaron en el gran caserónsolariego dos fuertes aldabonazos. Todos levantaron con sorpresa lacabeza. Pero el más sorprendido fué Regalado. Ningún paisano podíallamar en aquella hora en tal forma imperativa. Alzóse de la silla y sedirigió al balcón en medio de la curiosidad y expectación del concurso.Salió al corredor de la parra y esforzándose en penetrar las tinieblasde la calle preguntó:

—¿Quién llama?

—Abrid... es el señor—dijo con voz recia Manolete, el fiel criado quehabía acompañado al capitán á Málaga.

Gran movimiento en la sala. Todos se levantan. Regalado toma el velón dela mesa y se precipita á la escalera y detrás de él algunos tertulios ytambién el perro Talín que aúlla de un modo lamentable. Se abre lapuerta y á la luz del velón se ve al capitán, cuyo rostro pálido,demudado les dice bien claramente lo que había acaecido. El perro searroja á acariciarle y cae al suelo accidentado por vejez y exceso dealegría. Don Félix, sin pronunciar palabra, entra en el portal y sube alsalón. Nadie osa preguntarle, pero D.ª Robustiana y todas sus comadresestallan en sollozos. El capitán se lleva la mano á los ojos y permanecealgún tiempo inmóvil y silencioso. Ya no era aquel viejo apuesto,vigoroso, que en fuerzas y agilidad podía competir con cualquier joven.En pocos meses se había trasformado en un anciano caduco.

—Gracias, gracias—murmuró con voz débil.—Dejadme solo.

Llorando y en silencio fueron saliendo todos los tertulios. Cerráronselas puertas y D. Félix, sin querer tomar nada de lo que D.ª Robustianale ofrecía, se retiró á su habitación. Manolete en la cocina de abajoestuvo largo rato narrando á los mayordomos y á la servidumbre losincidentes de la enfermedad y muerte de la señorita.

Al día siguiente D. Félix no quiso salir de su cuarto ni recibir ánadie. Sin embargo, antes de ponerse el sol deslizóse furtivamente sinque nadie se percatase de su marcha y llegó hasta su finca deCerezangos. Era una curiosidad insana la que le arrastraba hasta allí;un deseo de añadir más dolor á su dolor y encenagarse por completo enél. El hermoso, florido campo que tanto amaba había sido partido,destrozado. Una trinchera bien ancha separaba las dos mitades: por mediode la trinchera cruzaba la vía férrea. El encanto silencioso, la dulzuraagreste, la amable soledad de aquel retiro habían desaparecido. D. Félixlo rodeó todo lentamente. Apoyándose en su bastón miraba con terribleinsistencia aquella brecha que la piqueta del progreso había abierto ensu campo. Otra brecha mayor aún acababa de abrir la muerte en sucorazón. Cuando llegó á lo más alto se detuvo, apoyó los codos en laparedilla y metiendo la cabeza entre las manos permaneció largo rato encontemplación extática, con los ojos secos y fijos mirando quizás más ásu alma dolorida que al cuadro que tenía delante.

Una mano le tocó suavemente en el hombro. Experimentó fuerte sacudida yse volvió con su peculiar viveza. D. Prisco, el párroco de Entralgo,estaba frente á él.

Ambos abrieron los brazos á un tiempo y quedaronestrechamente enlazados. Largo rato estuvieron de este modo. El viejomilitar sollozaba: el sacerdote le encomendaba silenciosamente á Dios.Al fin se apartaron y D. Prisco, llevándose el pañuelo á los ojos paraenjugar una lágrima, murmuró sordamente:

—¡Miseria humana, D. Félix, miseria humana!

El capitán bajó la cabeza resignado. En aquel momento se oyó el silboprolongado de la locomotora que cruzó rauda con infernal estrépito. Unoy otro la miraron con más estupor que cólera. D. Prisco al cabo sacudióel brazo á su amigo y le dijo:

—Vamos.

El capitán le siguió obediente. D. Prisco se apartó de aquellos sitios yse internó cuesta arriba en las frondosas arboledas de castaños yrobles. Por trochas escondidas caminaron en silencio uno en pos de otro.Al fin llegaron á un delicioso paraje donde manaba una fuente ocultaentre espinos y avellanos rodeada de menudos céspedes. Se

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sentaron. D.Prisco sacó de las profundidades de su balandrán una fiambrera quecontenía tortilla de jamón, luego un pedazo de queso envuelto en muchospapeles, pan y un frasco de vino. Todo ello lo exhibió con sosiego antelos ojos atónitos de su amigo. Hizo la señal de la cruz, rezaron unpadrenuestro y se pusieron á merendar en silencio, pero tranquilo ya elcorazón. El sol descendía rápidamente hacia el ocaso.

Sobre sus cabezascantaba el ruiseñor.

Cuando hubieron dado buena cuenta de la tortilla y el queso, D. Priscobebió un número prodigioso de vasos de agua. Era su manía y su vicio. Elcapitán sólo algunos sorbos de vino.

Entonces D. Prisco volvió á meter la mano en las profundidades delbalandrán y sacó la baraja.

—¿Una brisquita?

—Bueno—respondió el capitán.

—Tres juegos nada más.

—Nada más.

XVIII

La hija del capitán.

L capitán paseaba de un ángulo á otro por el vasto salón de su casa enla mañana siguiente. Andaba encorvado y á paso lento. Alguna vez sedetenía frente al retrato al óleo de su hija María. Un artista famosoque viajaba por Asturias lo había pintado el año anterior. Locontemplaba con atención anhelante algunos instantes, se llevaba elpañuelo á los ojos y proseguía su paseo.

D.ª Robustiana entreabrió la puerta y asomó tímidamente la cabeza.

—Señor, ahí abajo está Flora que viene á darle el pésame.

D. Félix se estremeció, echó una rápida mirada de angustia al retrato desu hija y después de una pausa dijo con voz insegura:

—No puedo... Dígale usted que no puedo recibirla ahora... Que vengaotro día.

El ama de gobierno retiró su cabeza y bajó para trasmitir la nada gratarespuesta. El capitán siguió midiendo el salón tristemente.

Por espacio de tres ó cuatro días sólo con D. Prisco cambió algunaspalabras. Pero su temperamento vivo y locuaz no tardó en levantar lacabeza. Comenzó á departir con la gente y á mezclarse entre los gruposde aldeanos buscando conversación. Algunos días montaba á caballo y seiba á la Pola y allí visitaba á los amigos y conversaba con elloslargamente. Mas á pesar de esta nueva explosión de vida, el hidalgodescaecía visiblemente; su espalda se doblaba, sus mejillas se hundían,sus ojos iban perdiendo el brillo. Hasta en su locuacidad extraordinariahabía algo de anormal que inquietaba á los conocidos. El tema de suconversación casi siempre era el mismo, á saber, el ningún deseo quetenía ya de aumentar su riqueza, ni aun de cuidar de su hacienda.Llegaba un paisano y le proponía la compra de algún trozo de terreno.

D.Félix se ponía encrespado como si le hiciese alguna ofensa.

—Ven acá, necio, ¿para qué quiero yo ahora tierras ni prados? ¿No sabesque ya no tengo á quién dejarlos? ¿No sabes que esta misma casa se halladestinada á servir de nido á los pájaros?

Y tanto se exaltaba que el campesino marchaba haciendo cruces y decía ásus amigos que el capitán no estaba enteramente bueno de la cabeza.

En ocasiones, cuando algún caballero de la Pola venía á visitarle,repentinamente comenzaba á dar furiosos paseos en su presencia, yparándose de improviso y señalando con extravío á las paredes y al techode la estancia exclamaba:

—¿Ve usted este salón? ¡Pues los pájaros no tardarán mucho tiempo enanidar aquí!

Es de advertir que tal idea extraña le perseguía sin cesar. ¿Por quésentía tanto horror á que los pájaros anidasen en su domicilio? Supuestoque estos animalitos á todos parecen bellos é inofensivos, ¿por qué elcapitán se fijaba en ellos en sus vaticinios sombríos y no se acordabade los ratones, de las arañas ó de las cucarachas, animales más feos ytemerosos? Imposible sería explicar este fenómeno si no se conociese elantiguo y profundo resentimiento que D. Félix guardaba hacia losgorriones, los cuales todos los años le comían la simiente de las coles.Había vestido un maniquí con frac y tricornio para espantarlos; peroestos desvergonzados volátiles se posaron á su lado sin temor alguno,comieron tranquilamente la semilla y llevaron su osadía hasta picotearel tricornio del maniquí. Tal desprecio había llegado á lo más vivo á D.Félix.

Desde entonces les declaró guerra á muerte y los perseguíacruelmente á tiros cargando con mostacilla un enorme fusil de chispa queprocedía de la guerra de la Independencia.

Al compás de su amo, también descaecía Talín y también se agriaba sucarácter.

Aquel perrillo siempre gruñón y fantástico se había hechoahora insoportable. Algunas raras veces solía mostrarse amable yretozón, pero muy pronto caía en un acceso sombrío de bilis: gustaba dela soledad y pasaba largas horas acostado en las inmediaciones delcementerio, como si ya sintiese la nostalgia de la tumba. Sobre todo, ledescomponía, le ponía fuera de sí el sonido de la flauta de Regalado.Mientras D.

Félix estuvo de viaje lo sufría á regañadientes; comprendíaque el mayordomo ejercía la suprema autoridad en la casa y que erainsensato malquistarse con él. Mas desde el momento en que regresó no secreyó en el caso ya de tolerarlo. Lo mismo era ver á Regalado con elodioso instrumento en la mano que un vértigo de cólera se apoderaba desu cabeza, ladraba hasta reventar y en poco estaba que no se arrojasesobre él. En cuanto comenzaba el dulce son acordado, Talín se sentabasobre las patas traseras, alzaba sus ojos al cielo clamando venganza ydespedía de su boca tan horribles, fatídicos aullidos que el mayordomoindignado, no atreviéndose á castigar la insolencia, desarmaba conviolencia la flauta y jurando amenazas la guardaba en el bolsillo.

Trascurrieron bastantes días. Flora no pareció por Entralgo. Sin duda larepulsa sufrida la había herido y no quería exponerse á otra. Un día queD. Félix después de comer se hallaba de mejor humor y departíaamigablemente con los mayordomos debajo del corredor emparrado, D.ªRobustiana se aventuró á decirle:

—Mañana es día de amasijo, señor, y además tengo que colar la ropa dedos semanas... ¿Quiere que mande un aviso á Flora para que venga áayudarme?

Los ojos del capitán se oscurecieron, fruncióse su frente y dijosordamente:

—No hay necesidad de avisar á nadie... Arréglate con las criadas comohas hecho otras veces.

D.ª Robustiana quedó confusa y triste. No volvió ya á mentarle el nombrede su gentil amiguita.

Pero á los pocos días el mismo D. Félix se acercó á ella y rápidamente yen voz baja, como si la vergüenza le embarazase, dijo:

—Cuando quieras puedes avisar á Flora... Acaso la necesitemos... porquela faena de la yerba va á comenzar pronto...

El ama de gobierno vió el cielo abierto.

—Sí señor, sí; va á comenzar pronto... ¡Ya lo creo que comenzará!...¡Como que el tiempo se echa encima de un modo!...

No era cierto. Faltaban aún más de quince días para pensar en la siega;pero D.ª

Robustiana no vaciló en mentir con tal de facilitar el viaje desu protegida.

Llegó Flora. El capitán la recibió con afabilidad, pero sin gran calor.En los días siguientes, aunque se mostraba traba atento con ella, nobuscaba su conversación como otras veces; antes huía de las ocasiones dehablarla en particular. La zagala no pudo menos de sentir tal frialdad,y un día con lágrimas en los ojos le dijo á D.ª Robustiana que se iba,que su presencia en la casa no era grata al amo. La mayordoma trató alinstante de disuadirla.

—¡Eres tonta, rapaza! ¿No comprendes que el amo está bajo el peso deuna desgracia, que para él se ha concluído el mundo, que todo lo veahora negro? Deja que trascurra el tiempo y ya verás cómo todo vuelve ásu ser, cómo al cabo se irá calmando su pena y serás para él lo quesiempre fuiste. No te apures ni te disgustes, querida mía, pues el mismoamo fué quien envió á llamarte.

Flora se dejó convencer y permaneció en la casa. Cierto sucesoimprevisto vino á dar la razón á la mayordoma. Nuestra linda morenita,en su deseo de agradar á todos en la casa y hacerse simpática, solíaagasajar hasta al mismo Talín, le llamaba «rico mío», «precioso»,«salado», aunque bien sabemos que Talín no merecía en conciencia estaslisonjas. Cuando recibía de regalo alguna golosina se apresuraba ácompartirla con él. El bilioso can no acogía con gratitud tales pruebasde consideración. Comía lo que le daban, pero inmediatamente se alejabacon grosera frialdad de su bienhechora y si ésta quería pasarle la manoy acariciarle comenzaba á gruñir como si no la conociese. Esta conductatenía sorprendida y disgustada á Flora. Porque si bien el perro de D.Félix no había brillado nunca por su amabilidad, tampoco se habíamostrado con ella á tal punto desabrido.

Una tarde en que se hallaba D. Félix hablando con Regalado en la salagrande, llegó Flora con encargo de D.ª Robustiana para traer una cestade ropa. Al pasar vió á Talín durmiendo enroscado sobre una silla. Y conla mayor inocencia se acercó á él y le puso la mano encima paraacariciarle. El neurasténico perro gruñó irritado. D. Félix volvió lacabeza y dijo:

—No tengas miedo, que no hace nada.

Entonces la zagala, más por obedecer á D. Félix que por deseos de seguiracariciándole, volvió á pasarle la mano sobre la cabeza. Talín dejóescapar otro gruñido más áspero, abrió la boca y le clavó los dientes.Flora dió un grito: la mano quedó al instante manchada de sangre. VerloD. Félix y volverse loco fué cosa de un instante. Se arrojó como un leónsobre el ingrato perro, le hartó de puntapiés y maldiciones y, nocontento aún, agarró el bastón que tenía arrimado á una esquina y lemolió á palos. Talín chillaba, aullaba como un condenado viendo sumuerte cercana.

Al cabo, Regalado abrió piadosamente la puerta de lasala y el desgraciado pudo huir sustrayéndose á la negra parca.

Cuando se vió lejos de las iras de su amo, sin dejar de exhalar gemidoslastimeros tuvo espacio para reflexionar. ¡Aquello era muy extraño!¡mucho! ¿Por qué tal cólera insensata? Ni cuando se comió el arroz conleche que D.ª Robustiana tenía destinado al marqués de Cotorraso, un díaque éste le visitó, ni cuando mordió los zapatos morados de suilustrísima el obispo de Oviedo, que vino á girar la visita pastoral áLaviana y alojó en su casa, le vió tan descompuesto. ¡Cosa más extraña!Talín comenzó á sospechar que allí existía un gran secreto de familia.No sabía qué era, pero lo había,

¡vaya si lo había! En su consecuenciadeterminó acomodarse mejor al giro de los sucesos, capear el temporal yver en qué paraba aquello. Desde entonces no sólo prescindió de todogruñido irrespetuoso con Flora, sino que procuró, sin arrastrar sudignidad por los suelos, con algunos adecuados meneos de rabo, hacerolvidar su desmán.

El capitán, por su parte, en cuanto vió al perro fuera del alcance delpalo corrió hacia Flora, la llevó al gabinete de su hija María, llamó ágritos á D.ª Robustiana y mientras ésta llegaba él mismo le lavó laherida. Se hizo traer hilas, extendió un ungüento que para casosanálogos poseía, lo puso sobre la herida y ciñó la mano con un pañolitode seda; todo con tanta habilidad y delicado esmero que parecía uncirujano y una madre cariñosa al mismo tiempo. Después de un rato ledijo á Regalado, no sin cierta vergüenza que se le traslucía en la voz:

—Hoy tienes que ir á la Pola, ¿verdad?

—Sí señor, á entablar la demanda de reconocimiento del foro de Piñeres.

—Pues si ves á D. Nicolás explícale lo que ha pasado y díle que mealegraría de que diese esta tarde una vuelta por aquí.

El mayordomo quedó petrificado. ¡Llamar al médico para una sencillamordedura de perro! «Esto marcha viento en popa!» le dijo á su mujer.D.ª Robustiana sonrió con perspicacia.

Desde aquel día, en efecto, cambió mucho ya la actitud de D. Félix conla zagala.

Sin embarazo alguno fueron tantas y tan vehementes laspruebas de afecto que le prodigó que Flora quedó tan admirada comoconmovida. En casa la hablaba y la mimaba: cuando salía á dar algúncorto paseo por el contorno la invitaba para que le acompañase, aunquetuviese que abandonar alguna faena doméstica, le mostraba sus haciendasy comunicaba con ella sus planes de reforma. Nada de esto escapaba alojo avizor de los campesinos que al paso de ellos se dirigían miradas ysonrisas de inteligencia.

D. Félix en aquellos días hizo un viaje á Arbín y celebró largas yfrecuentes conferencias con el párroco de la Pola, persona muy avisada yde letras. Por último, una mañana, poco antes de comer, dijo á D.ªRobustiana:

—Pon dos cubiertos hoy en la mesa que espero un convidado.

Hízolo así el ama de gobierno, pero viendo que sonaban las doce mostrósu extrañeza.

—Ya es el mediodía y ese señor no parece.

—Puedes poner la sopa que no tardará en llegar.

Mientras D.ª Robustiana se preparaba á dar cumplimiento á la orden, nosin salir con frecuencia al balcón y echar ojeadas al camino por ver sidivisaba al huésped, D. Félix llamó aparte á Flora y la condujo por lamano al gabinete más lejano de la cocina.

Cerró sigilosamente la puertay plantándose delante de ella y volviendo á tomarle la mano, dijo convoz alterada:

—Flora, ya sabes quién ha sido tu madre; pero ¿tu padre, sabes quiénes?

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La zagala se puso roja como una amapola: tardó algunos momentos encontestar. Al cabo, bajando los ojos al suelo articuló con voz débil:

—No lo sé... pero lo presumo.

Entonces el capitán abrió los brazos y el padre y la hija quedaronestrechamente enlazados. Así estuvieron largo rato llorando dulcementeen silencio. Al cabo don Félix se apartó y secando con su pañuelo laslágrimas de la joven y besándola repetidas veces en la mejilla, le dijoal oído:

—Que no turbe, hija mía, la alegría de este momento un pensamiento dedolor. Ya sé que mantienes amores hace tiempo con un muchacho deFresnedo. Pues bien, no temas que al darte mi nombre y mi fortunaarranque tus ilusiones y contraríe las inclinaciones de tu corazón.Cásate con quien mejor te plazca; cásate con un aldeano; yo me alegro deello... Sí, me alegro—añadió en voz más alta—porque quiero que se oreeesta casa... ¡Basta de tísicos!... Quiero que corra por mi descendenciasangre nueva y generosa; quiero morir rodeado de niños frescos,sonrosados.

Flora, embargada por la emoción, se apoderó de una mano de su padre y labesó.

—¡Basta, basta ya!—exclamó éste.—Ahora vamos á comer.

Se limpiaron de nuevo los ojos y salieron del gabinete. Justamente enaquel momento llegaba D.ª Robustinana diciendo en alta voz:

—Señor, señor, que la sopa ya está fría.

Al verlos cogidos de la mano y con los ojos enrojecidos quedósorprendida.

—Robustiana, aquí tienes á mi hija—manifestó el capitán presentándola.

La mayordoma pasó instantáneamente de la sorpresa á la alegría.

—¡Oh, señor, todos lo sabíamos!... y todos ansiábamos que llegasepronto este momento.

Luego abrazó y besó á Flora con entusiasmo y la felicitó de todocorazón.

—Que sea por muchos años. Dios y la Virgen del Carmen le dé, señor,larga vida para gozar el cariño de una hija tan buena y tan hermosa.

Así pasaron al comedor llevando á Flora en el medio. Una vez allí, sedibujó en los labios del ama de gobierno una sonrisa maliciosa yprofirió dirigiéndose á Flora:

—Siéntese, señorita; siéntese frente á su padre.

Flora se dejó caer en sus brazos ruborizada.

—¡Oh, por Dios, no me hable usted así!

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XIX

Señorita y aldeana.

OLO había tenido tiempo á meditar su resolución. De día y de noche nopensaba en otra cosa. Se llegaban las ferias de la Ascensión en Oviedo ypocos días antes manifestó á su padre el deseo de dar una vuelta porallá y comprar, si lo hallaba razonable, una yegua para cría. Como elproyecto era aceptable y Nolo jamás había estado en la capital, tantopor interés como por dar un respiro á su hijo, el tío Pacho cedió debuen grado y le facilitó los medios para realizarlo. El mozo de la Brañaencargó en la Pola un traje de pantalón largo hecho de pana gris, mercóun sombrero de anchas alas y unos borceguíes de piel amarilla. Asíataviado y con su faja de seda encarnada á la cintura y camisa fina conbotones de plata, más parecía un chalán segoviano que un rústico de lasmontañas de Asturias. Y en verdad que no desmerecía su gallarda figuracon el nuevo atavío; antes bien resaltaba. Iba tan suelto y airoso comosi toda la vida lo llevase puesto.

Cuando llegó el día señalado, una hora antes de amanecer montó en sujaco tordo, que él había criado con mimo y al cual había puesto pornombre Lucero, y bajó por el camino de Villoria hasta el llano. Cuandopasó por Entralgo aún no había amanecido.

Dirigió una mirada á Canzana yestuvo por subir á despedirse del tío Goro y la tía Felicia, perollevaba él ciertos proyectos en la cabeza... ¡Quién sabe, quién sabe!Mejor era guardarlos en el corazón. Vadeó el río, siguió hasta la Pola ypasó inadvertido como él deseaba. Entró en la carretera de Langreo ycuando llegó á Sama ya estaba el sol hacía rato sobre el horizonte.Muchas fábricas, mucho carbón, muchas chimeneas despidiendo columnas dehumo negro y espeso. Nolo miraba con ojos torvos todo aquello y teníavivos deseos de dejarlo atrás. Ya lo dejó, ya camina por la carreterallamada Descolgada á causa de sus agrias pendientes, ya pasa por delantede Villa. Hermosas praderas, hermosas pomaradas, hermosas niñas con sucesta sobre la cabeza por la carretera. Más de una volvió la cara paraseguir con la vista al mancebo de cabello ensortijado y ojos altivos.Cuando dió vista á Oviedo eran bien sonadas las diez de la mañana.

¡Cómo latió su corazón al contemplar por vez primera aquella ciudad queguardaba el más caro tesoro de su existencia! La torre de la catedralcon sus festones primorosos, con sus calados de encaje, se alzaba antesus ojos atónitos como una maravilla. Entró por el arrabal de la PuertaNueva, preguntó por la posada de la Felisa y no tardó en dar con ella.Esta Felisa, mientras le freía un par de huevos y algunas lonjas dejamón, le enteró de todo lo que quiso y lo que no quiso. Supo cómoDemetria había dejado ya el colegio y estaba otra vez con su mamá y consu tía, supo cómo se llamaba la calle en que éstas habitaban y las señasque la casa tenía, y supo también el nombre de todos los hijos de laseñora Felisa y el temperamento especial que cada uno de ellos tenía,así como las pruebas brillantes de ingenio que el penúltimo, Joaquinín,había dado en más de una ocasión de su existencia, aunque sólo contabacuatro años y cinco meses. También se enteró por separado de ciertascostumbres poco correctas del señor Ramón, marido de la propia Felisa,cuando regresaba al hogar por la noche con algunos vasos de vino en elcuerpo. Fuera de estas ocasiones era un bendito, un pedazo de pancandeal, incapaz de levantar la mano á nadie, ni siquiera de aplastaruna mosca.

Y así que almorzó se fué á dar una vuelta por la ciudad y por la feria.Una y otra estaban bien animadas. Pululaban los forasteros por lascalles en muchedumbre apretada y en mucho mayor número piafaban loscaballos allá en el real de la feria.

Mas ni la muchedumbre, ni losmonumentos, ni los escaparates de las tiendas, ni siquiera los hermososjacos de cuatro y cinco años lograron llamar la atención de nuestroaldeano. Pasaba por delante de todo ello como si no lo viese. Delencargo de su padre ni se acordó siquiera: no tenía ojos más que para eloscuro y vetusto caserón de Moscoso. ¡Qué negra era aquella casa! ¡quégrandes y severos los balcones de hierro!

¡qué imponente aquel casco depiedra que coronaba el escudo esculpido sobre la fachada! La impresiónque en Nolo produjo fué de pena, casi de terror. Le parecía que Demetriadebía de estar allí cautiva como en una cárcel y sometida á cruelestormentos.

Examinó con profunda atención el edificio, que estaba situadoen la calle llamada de Traslacerca y formaba esquina á una callejuelasolitaria, lo rodeó repetidas veces, escrutó sus balcones y ventanas,pero no consiguió divisarla. En las horas que allí permaneció,disimulándose en un portal ó detrás de algún carro, sólo vió salir dos ótres mujeres que parecían criadas y entrar y salir un sacerdote. Mascuando ya pensaba en retirarse se abrió un balcón de la fachadaprincipal y apareció una señorita. ¡Qué rico vestido! ¡qué peinadoextraño! ¡qué blanca, qué majestuosa! ¿Quién será?... ¡Virgen sagradadel Carmen! ¡es ella! ¡ella, sí!... Nolo sintió un frío intenso en elcorazón. Las sienes comenzaron á latirle fuertemente y se apoyó en lapared para no caerse. Luego, pegado á ella, se deslizó cautelosamentetemblando de ser reconocido y cuando estuvo lejos se dió á correrlocamente hacia su posada. Subió al mezquino cuarto que le habíandestinado y se dejó caer sobre el lecho llorando como un niño. «No,aquella señorita tan rica, tan hermosa, tan elegante, quizá norecordaría ya al pobre aldeano de la Braña, quizá se avergonzaría si lerecordasen que había correspondido á su amor y en prueba de él le habíaregalado los cordones de su justillo.»

Sintió la necesidad de marcharse, de huir de aquel sitio donde todo leavergonzaba, de volver otra vez á su rincón de la Braña. Alzóseresueltamente, se lavó los ojos y bajó á la cuadra á enjaezar su jaco.Mientras ejecutó esta operación se fué tranquilizando. Ya estabaavanzada la tarde y consideró que, saliendo á tal hora de Oviedo, sólomuy entrada la noche podría llegar á su casa. Temió asustar á sus padresy no saber explicar su vuelta intempe