»Me haréis en ello un gran favor.
»Respuesta pagada.
Tom,
» Antiguo mayordomo de lord
Pembleton.
»17. Adam street, Spithfields, Londres.»
Hecho esto, Tom esperó.
Hacia la tarde, llegó la respuesta, que decía lacónicamente:
«Mi querido Mr. Tom:
»El teniente Percy vive efectivamente en Perth, pero está gravementeenfermo.
»Vuestro afectísimo servidor,
»John MURPHY, esq.»
Tom fue a enseñar este despacho a lord William.
Este reflexionó algunos instantes, y al fin le dijo:
—Por poco dinero que se necesite para decidir a Percy a decir laverdad, es preciso tenerlo sin embargo, y nuestros recursos.....
—Me quedan cien libras, repuso Tom.
—No es bastante.
—Iré a Perth sin embargo, milord; tengo allí algunos amigos, y no meserá difícil encontrar dinero, respondió el fiel escocés.
Y fue inmediatamente a hacer sus preparativos de viaje.
Pero no había pasado una hora, cuando se presentó un desconocido en Adamstreet, y solicitó hablarle.
Este hombre era pequeño de cuerpo, ya viejo, rigurosamente vestido denegro, y toda su persona respiraba el perfume desagradable de las gentesde curia.
Saludó a Tom profundamente y le dijo con tono melifluo:
—Debo empezar por deciros, caballero, que me llamo Edward Cokeries,vuestro humilde y rendido servidor.
—Yo lo soy vuestro, señor mío, respondió Tom, pero debo confesarosingenuamente que no tengo el honor de conoceros.
—Soy uno de los oficiales de mister Simouns, el solícitor dePater-Noster street.
—¡Ah! eso es diferente, dijo Tom.
Y pensó para sí que Mr. Simouns habría reflexionado acaso, y encontradotal vez el medio de volver a lord William su nombre y su fortuna.
Edward Cokeries prosiguió:
—Yo trabajo en un cuartito pequeño que da al gabinete de Mr.
Simouns.
—¡Ah!
—Y cuando la puerta está entreabierta..... naturalmente, y sin que yoponga nada de mi parte, oigo todo lo que allí se habla.
—¡Ah! ya! repuso Tom.
—Ayer habéis venido a consultar a Mr. Simouns.
—En efecto.
—Y... ¿qué queréis? he oído toda vuestra conversación.
Tom sintió despertarse en su espíritu un sentimiento de desconfianza.
—¿No es pues Mr. Simouns quien os envía? preguntó.
—Esperad, dijo Cokeries, dejadme ir hasta el fin, Mr. Tom.
—Bien, veamos.....
—Hace veinte años que trabajo, prosiguió Edward Cokeries, veinte añosque me ocupo de materias contenciosas y, aunque simple pasante deprocurador, he hecho algunas economías. Mi sueño dorado sería comprar eloficio de Mr. Simouns, que es muy rico y desea retirarse: pero mefaltan 3,000 libras esterlinas, lo que no es una pequeña suma.
—Pues si habéis contado conmigo, dijo Tom sonriéndose tristemente, oshabéis engañado de medio a medio.
—No tanto como lo suponéis, Mr. Tom.
El pasante había tomado, al hablar así, un aire tan misterioso, que Tomlo miró con más atención.
—Ya os he dicho, prosiguió Edward Cokeries, que tengo algunaseconomías.
—Muy bien, ¿y qué?
—Poseo hoy algo así... como de 10 a 12,000 libras esterlinas, y notendría inconveniente en ponerlas a disposición de Lord William.
—¿De veras? exclamó Tom.
—Tanto más, prosiguió el pasante, que conociendo profundamente, comoconozco, las leyes del país, me comprometo a encargarme de ese pleito yestoy seguro de antemano de ganarlo.
—¿Es posible?
—Ayer mismo, dudaba aún en venir a veros, pero he tomado mi partido, yaquí me tenéis.
Tom no cabía en sí de gozo.
—Yo soy quien os ha escrito.......
—¿La carta anónima?
—Sí.
—Entonces, ¿es bien cierto que el teniente Percy está en Perth?
—Ciertísimo. Y en todo caso, no tenéis más que preguntarlo.
—Es cosa hecha. Me han contestado de Perth en ese sentido.
—¿Y vais a partir?
—En este instante.
—Pero, ¿qué dinero lleváis con vos?
—Doscientas libras.
—No es bastante.
—¿Qué queréis? dijo Tom cándidamente, llevo todo lo que poseo.
—Pues bien, dijo el pasante sacando una cartera, es necesario hacerbien las cosas y no dar golpes en vago. Voy a daros un billete de millibras. Solamente..... al hacer este adelanto, pongo una condición.
—Decid.
—Ganado el pleito, quiero cincuenta mil libras.
—Las tendréis, dijo Tom.
Y tomó el billete, que el otro había extraído de su cartera.
—Ahora, Mr. Tom, dijo Edward Cokeries, id a Perth y traed al tenientePercy, yo respondo de todo.
Lord William, mudo de sorpresa, había asistido al fin de estaconversación.
—Y decidme, preguntó Tom al pasante, ¿debo escribiros al llegar aPerth?
—Es absolutamente inútil.
Y dicho esto, el extraño personaje saludó profundamente y tomó enseguida la puerta.
—¡Ah! mi querido amo! dijo Tom enternecido, ya veis que la hora deltriunfo no está lejos!
—¿Quién sabe? dijo lord William con aire de duda.
Tom corrió inmediatamente al ferrocarril, y tomó el tren de Edimburgo.
Serían a la sazón las ocho de la noche.
Entró en un vagón de primera clase,—pues no había otros, siendo aquelel tren correo,—y a poco vino a sentarse a su lado un gentleman quellegaba en el momento de partir.
Aquel gentleman tenía un aire de franqueza y honradez que cautivaba aprimera vista.
Entraron pues en conversación, y no habían andado muchas millas, cuandoya reinaba entre ellos cierta confianza.
El gentleman se puso a fumar, y ofreció un cigarro a su compañero deviaje.
Tom lo aceptó sin inconveniente.
Fumó algunos minutos, y no tardó en caer en un sueño profundo.
XLV
DIARIO DE UN LOCO DE BEDLAM.
XXXI
El cigarro que aquel gentleman había dado a Tom estaba sin dudaimpregnado de un narcótico muy activo, pues el pobre escocés durmió conun sueño de plomo durante muchas horas.
Cuando volvió en sí, se encontró en una oscuridad completa.
Quiso moverse, y se sintió agarrotado.
Le habían atado fuertemente las piernas y ligado las manos a la espalda.
Como no oía ningún ruido, dedujo de ello que el tren había cesado demarchar.
Pero bien pronto, como sus ojos empezaban a acostumbrarse a laoscuridad, reconoció que no se hallaba en el vagón del ferrocarril dondese había quedado dormido.
¿Dónde estaba pues?
Deseando darse cuenta de su situación y salir de ella a toda costa, sepuso a gritar con todas sus fuerzas.
Pero nadie le respondió.
Entonces hizo un esfuerzo para levantarse, pero impedido por susligaduras, volvió a caer por tierra.
Se hallaba sobre un suelo húmedo y resbaladizo, el de un calabozo sinduda; pero lo que le parecía singular es que aquel suelo era de tablas.
Tom reflexionó algunos momentos, y acabó por adivinar una parte de laverdad.
Había caído en un lazo hábilmente tramado, y las personas que se habíanapoderado de él no tenían otro objeto que separarlo de lord William.
Tom era un hombre enérgico.
En los momentos más críticos de su existencia jamás había perdido supresencia de ánimo, y sabía considerar fríamente el peligro sinarredrarse ante él.
Cesó pues de gritar, y cayó en una meditación profunda.
A poco, a fuerza de mirar en el espacio tenebroso que le rodeaba, lepareció descubrir una débil vislumbre, que aparecía y desaparecía porintervalos desiguales.
Aquella dudosa claridad, pasaba probablemente por una estrechahendedura.
Pero de pronto, la luz se extinguió por completo, y en el mismoinstante le pareció sentir una oscilación ligera.
Tom se volvió, acostándose sobre la espalda, y procuró palpar con susmanos ligadas el suelo donde estaba extendido; y poco tardó enconvencerse de que se hallaba, como lo había creído al principio, sobreun suelo de madera, o al menos sobre un entarimado.
Al mismo tiempo sintió un fuerte olor de brea, y volvió a experimentarlas mismas oscilaciones con mucha más violencia.
No había pues lugar a la duda. Tom comprendió entonces que se hallabaencerrado en la sentina de un buque, y no en un calabozo, como lo habíacreído antes.
Así se pasaron algunos minutos.
Poco después se dejaron oír algunos pasos en el piso superior, la luzapareció de nuevo, numerosas pisadas se sucedieron a las primeras, luegoruido de voces, y las oscilaciones continuaron con más fuerza.
En fin otro ruido más caracterizado, vino a revelarle del todo susituación: el ruido de la respiración jadeante de una máquina de vaporque se pone en movimiento.
A él se mezcló bien pronto el de la rotación de una hélice, y el fragordel agua agitada con esfuerzo.
Tom se hallaba, pues, a bordo de un buque de vapor.
¿Cómo se había operado este cambio, y de que manera habían podidotrasportarlo desde el ferrocarril donde en mal hora se quedara dormido?
¿Adónde se dirigía aquel buque?
Esto es lo que Tom no podía adivinar.
Tampoco podía comprender en qué manos había caído, y sin embargo elnombre de lord Evandale le vino instintivamente a los labios.
Entonces se puso a gritar de nuevo y con más fuerza; pero fue inútil,pues nadie acudió a este llamamiento.
El buque acababa sin duda de levar el ancla, y los marineros y toda latripulación se hallaban ocupados en la maniobra de partida, y nopensaban en él en aquel momento.
La máquina hacía un ruido infernal y la hélice precipitaba susrotaciones.
Pero Tom seguía gritando sin desalentarse.
En fin, los pasos que ya había oído, resonaron de nuevo sobre su cabeza.
A poco se abrió una escotilla, una luz vivísima hirió la vista de Tom alsalir de pronto de la oscuridad, y un hombre asomó en seguida la cabeza.
Aquel hombre llevaba un sombrero embreado y un chaquetón azul.
—¡Eh! individuo! ¿eres tú quien hace todo ese escándalo? dijo mirandoa Tom.
—¿Dónde estoy? preguntó este. ¿Por qué me han atado como a unmalhechor?
El marinero se echó a reír.
—Anda a preguntarlo al capitán, ¡mala ralea! dijo. Yo no sé más que unacosa.....
—¿Qué? pregunto Tom con ansiedad.
—Nada; que si vuelves a gritar, vas a llevar la cuerda.....
¿Meentiendes?—Ya estás avisado.
Tom supo dominarse, y no cedió a la cólera que le ahogaba.
—Amigo mío, respondió con dulzura, no hay necesidad de castigo: mecallaré, puesto que así me lo mandan.
—¡Así me gusta! eso es lo que se llama ser razonable! dijo el marineroablandándose a su vez.
—Pero, vamos, prosiguió Tom, ¿no podríais al menos decirme dónde estoy?
—¡Toma! en la sentina del barco.
—¿En qué barco?
—A bordo del Regente, steamer transatlántico.
—¿Y adónde vamos?
—A América.
—Pero en fin, añadió Tom, ¿por qué estoy aquí?
—Eso es lo que no sé.
Y al decir esto se retiró el marinero.
Algunas horas después volvió a aparecer, trayendo algún alimento paraTom y un poco de vino; y bajando a la sentina, le desató las manos afin de que el desgraciado pudiera comer.
Tom estaba desesperado.
El buque marchaba a todo vapor y se alejaba velozmente de las costasinglesas.
El día se pasó así, luego la noche, después otro día por entero.....
Dos veces en cada veinte y cuatro horas, el mismo marinero traía decomer a Tom, le desataba las manos, y así que acababa su frugal comida,volvía a atarlo de nuevo.
En fin, al cabo de tres días, el marinero, al llegar como de costumbre,le dijo:
—Tengo nuevas órdenes del capitán.
—¡Ah! exclamó Tom.
—El capitán juzga inútil el dejarte por más tiempo en este sitio.
—¿De veras?
—Sí, y me ha dado órden de desatarte y de conducirte sobre cubierta.
Ya no hay riesgo en hacerlo.
—¿Qué queréis decir? preguntó Tom.
—¡Bah! es necesario ser un topo para no comprenderlo! dijo elmarinero. Estamos ya a cien leguas de las costas de Inglaterra, y no haymiedo de que puedas escaparte a nado.
—¡Ah! repuso sencillamente Tom.
Y se dejó desatar de pies y manos sin añadir una palabra, recobrando alfin la completa libertad de sus movimientos.
El marinero lo condujo sobre cubierta.
Tom reflexionaba en tanto y se decía para sí:
—Me hallo a bordo de un buque del Estado. El capitán es un oficial demarina y debe ser un cumplido caballero. Voy a dirigirme a él. Esimposible que no me escuche y que, al escucharme, no acabe por reconocerque soy víctima de un error o más probablemente de una intriga criminal.Y en ese caso me hará volver a Inglaterra con el primer buque queencontremos.
Y Tom, firme ya en este propósito, esperó una ocasión propicia parahablar con el capitán.
Los hombres de la tripulación lo miraban con extrañeza, y ninguno ledirigía la palabra.
En fin, algunas horas después, y cuando empezaba a caer la tarde, elcapitán se presentó en el entrepuente.
Tom se fue derecho a él y le saludó con respeto.
Pero a las primeras palabras que dijo, el capitán le interrumpió yrepuso secamente:
—No tengo explicaciones que daros. He recibido órdenes terminantesrespecto a vos, y las ejecuto. Es cuanto tengo que deciros.
Y le volvió la espalda.
Tom no se desalentó con esta respuesta, e intentó un nuevo pasodirigiéndose al segundo.
Pero este le recibió peor todavía.
Aquel oficial no se dignó escucharlo y le dijo con dureza:
—Si os quejáis, os hago poner un grillete y encerrar de nuevo.
Entonces el pobre Tom bajó la cabeza y se retiró diciendo para susadentros:
—Está bien: veo que no puedo contar sino conmigo mismo.
Y con la calma imperturbable que caracteriza a los Ingleses, no hablómás palabra con nadie, y esperó una ocasión para recobrar su libertad.
Esta ocasión se hizo esperar muchos días; pero al fin se presentó, comova a verse, probando que el honrado escocés había tenido razón para nodesesperar de su estrella.
XLVI
DIARIO DE UN LOCO DE BEDLAM.
XXXII
El Regente, gran steamer transatlántico de la marina real inglesa,llevaba el derrotero de Buenos Ayres.
A los quince días de una travesía feliz, dando la vuelta por toda lacosta O. de España, entró en las aguas de África, y dio vista al elevadopico de Tenerife.
El sol había bajado al horizonte envuelto en una aureola de púrpura, yel cielo iba extendiendo su manto azul, oscureciendo la vasta extensióndel Océano.
Sin embargo hacia el S. O. corrían amontonándose algunas nubesparduscas, y el viento había refrescado de pronto al ponerse el sol.
El capitán, que era un viejo marino, después de haber dirigidosucesivamente su anteojo hacia los cuatro puntos cardinales, habíaarrugado algún tanto el ceño; pero no dijo sin embargo una palabra.
Tom iba de un lado a otro con indiferencia: parecía enteramenteresignado con su suerte, y a esto había debido el que le permitieran abordo una completa libertad.
Podía pasearse a toda hora sobre cubierta, y hasta le toleraban el quehablase con los marineros.
Tom no se quejaba ya, ni pedía que le dejasen desembarcar o pasar a otrobuque para volver a su país; pero observaba cuidadosamente todo lo queocurría a su rededor, y exploraba sin cesar el horizonte, esperandosiempre ver asomar alguna vela.
La actitud preocupada del capitán, no escapó pues aquel día a su miradainvestigadora.
Al mismo tiempo no apartaba la vista del elevado pico que se alzabamajestuoso en el horizonte.
Al cerrar la noche, el capitán dio la órden de parar la máquina y ponera la capa.
Tom se estremeció de alegría.
El viento fue cayendo poco a poco; el mar se levantaba por grados, lasolas se coronaban de espuma, y las nubes iban avanzando en gruposcerrados y amenazadores.
—Vamos a tener un famoso chubasco, murmuraban los marineros.
En fin, la noche cerró por completo, y con la noche vino la tempestad.
Una tempestad terrible, espantosa.
El steamer iba de un lado a otro a la ventura, ya en la cima de lasencrespadas olas, ya en los hondos abismos que se abrían en el Océano.
Y al mismo tiempo aumentaba la oscuridad.
Tom sabía que la isla de Tenerife se hallaba a lo más a dos leguas dedistancia.
En fin, en el momento en que la tempestad estaba en su mayor fuerza, ycuando toda la tripulación ocupada en la maniobra, obedecía como un solohombre a la voz tonante del capitán, y mientras que los mástiles seplegaban y crujían a la fuerza del viento; una voz dominó todos estosruidos gritando:
—¡Un hombre al mar!
¿Aquel hombre había caído al agua por accidente, había sido arrebatadopor una ola, o es que voluntariamente se arrojara al mar?
Nadie hubiera podido decirlo en aquel momento.
Además, ¿quién era aquel hombre?
¿Era un marinero o un pasajero?
Ni siquiera pensaron en averiguarlo.
Sólo a la mañana siguiente, cuando apareció el día, se fue sosegando latempestad, y el capitán pudo hacerse cargo de las averías del buque; fuecuando vinieron a decirle que el hombre que había caído al mar era Tom.
El capitán se encogió de hombros.
—El pobre diablo ha querido escaparse, dijo, pero estábamos muy lejosde la costa, y se habrá ahogado.
Y yendo a su camarote, escribió en el libro de bordo:
«Esta noche pasada, en medio de una borrasca bastante fuerte, elnombrado Tom, a quien yo conducía a América, de órden y por cuenta de laMisión evangélica, cuya dirección reside en Londres, ha sido arrebatadode cubierta por una ola, y se ha ahogado.»
Después de esto, el vapor continuó su camino.
El capitán se engañaba. Tom no se había ahogado: Tom era un diestro yvigoroso nadador.
El intrépido Escocés fue por largo tiempo juguete de las olas.
Tanpronto levantado por ellas a considerable altura, tan pronto sumido enabismos inconmensurables, había a pesar de ello nadado sin descanso,hasta que tuvo la fortuna de encontrar un trozo de mastelero, procedentede las averías del buque.
Aquel madero flotante fue su tabla de salvación.
Al tropezar con él lo asió fuertemente, y poniéndoselo bajo el pecho,siguió nadando con más seguridad, sino con menos fatiga, y a fuerza deconstancia, logró al fin tocar tierra, cuando ya se abandonaba al marsin aliento.
El compañero de viaje que le había ofrecido un cigarro en el vagón a susalida de Londres, y las personas que se habían apoderado de élaletargado para trasportarlo a bordo del Regente, habían omitido unligero detalle.
Por olvido o indiferencia, le habían dejado el cinturón de cuero endonde el Escocés guardaba su fortuna; aquel mismo cinturón que notentara tampoco la codicia de los salvajes de la Oceanía.
De consiguiente, Tom tenía dinero.
Al salir el sol, lo encontró desmayado en la playa, a un tiro deballesta de la pequeña ciudad de Laguna.
Un pescador que venía a retirar sus redes, destrozadas por la tempestad,le prodigó sus cuidados y lo volvió a la vida.
Tom contó, al recobrar sus sentidos, que iba como pasajero en el vaporbritánico el Regente, y que una ola le había arrastrado de lacubierta, en la tempestad de la noche anterior.
El pescador lo condujo a Laguna y le dio hospitalidad.
Así como Santa Cruz, la capital de la isla, Laguna posee muchosIngleses.
Tom se hizo conducir a casa del Cónsul, refirió su pretendido accidente,y pidió una autorización para ser trasportado a Inglaterra.
Para esto le fue necesario esperar que pasase un buque con este destino.
En fin, al cabo de ocho días, un bergantín dinamarqués hizo escala enSanta Cruz.
Aquel bergantín se dirigía al mar del Norte y debía tocar en Newcastle,lo que convenía perfectamente a Tom, pues quería ir a Escocia antes devolver a Londres.
La travesía duró cerca de un mes.
Pero ya había escrito desde Tenerife dos cartas: una a su mujer Betzy, yotra a lord William.
En ellas contaba todo lo que le había sucedido, y les aconsejaba quedejasen la casa de Adam street, que se ocultasen en cualquier otrobarrio apartado de Londres, y que no determinasen ni hiciesen nada antesde su vuelta.
Al mismo tiempo les rogaba que le contestasen a Perth, al apartado delcorreo.
En toda su desastrosa aventura, Tom no había adivinado más que una partede la verdad.
Estaba en la convicción de que el pasante Edward Cokeries había obradode buena fe, y creía aún que el amigo que le había escrito de Perth,confirmándole la existencia del teniente Percy era en efecto sir JohnMurphy, a quien había tratado en otro tiempo.
La asechanza de que había sido víctima, la atribuía a lord Evandale.
Tom desembarcó pues en Escocia, y no se detuvo un momento hasta llegar aPerth.
Su primer cuidado, antes de aposentarse, fue ir a la oficina de correos,donde esperaba encontrar cartas de lord William o de Betzy.
Pero ni uno ni otro le habían escrito.
Entonces corrió en seguida al domicilio del antiguo chalán Murphy; yallí supo, con un asombro difícil de definir, que aquel hombre habíadejado a Perth hacía muchos años.
De consiguiente no era él quien le había escrito.
Tom no se desalentó sin embargo.
Sin pensar siquiera en descansar, se puso en seguida en busca delteniente Percy.
Pero todas sus diligencias fueron inútiles.
En ninguno de los barrios de Perth habían oído jamás hablar de aquelhombre ni nadie le había visto.
Entonces recordó Tom, aunque tarde, la incredulidad que manifestara lordWilliam cuando le enseñó el billete anónimo que le indicaba laresidencia del teniente Percy en Perth; y reconoció en fin que habíaobrado a la ligera.
El pobre servidor, humillado y confundido, tomó pues el camino deLondres.
Al llegar a la capital, corrió en seguida a Adam street.
Pero allí lo esperaba una nueva y dolorosa sorpresa.
Lord William y su familia habían desaparecido hacía un mes.
Betzy había partido tras ellos.
¿Adónde habían ido?
Nadie pudo decírselo.
Tom calculó entonces el tiempo trascurrido, y vio que había cerca detres meses que saliera de Londres.
Pero ya hemos visto que nuestro digno escocés no se desalentaba nuncacompletamente.
—¡Yo los encontraré! se dijo con resolución.
Y se puso en seguida a la obra.
XLVII
DIARIO DE UN LOCO DE BEDLAM.
XXXIII
Tom había llegado a Londres de noche.
A aquella hora, las casas de banca y los escritorios de comercio, asícomo los gabinetes y oficinas de abogados y procuradores, estabancerrados.
Así el pobre Tom, aunque devorado de impaciencia, tuvo que esperar aldía siguiente.
Aquel día, apenas habían sonado las nueve de la mañana, se hallaba ya enel gabinete de mister Simouns.
El solícitor abrió desmesuradamente los ojos al escucharlo.
—Jamás he tenido ningún pasante llamado Edward Cokeries, le dijo.
—¡Es posible! exclamó el cándido Tom.
—Y en cuanto a lord William y a vuestra mujer, ni siquiera he oídohablar de ellos.
Por lo demás, todo lo que acabáis de contarme, es menos extraordinariode lo que creéis.
Y como al oír estas palabras, se quedase Tom mirándolo estupefacto, Mr.Simouns añadió:
—Debíais haber escuchado mi consejo. Estoy seguro que hubiéramosllegado a una transacción con lord Evandale.
—Pero, ¿quién sabe, exclamó Tom, si a esta hora el miserable no habráhecho asesinar a su hermano?
—No es probable.
—Sin embargo.......
—¿No decís que lord William, su esposa y sus hijos han desaparecido?
—Sí, respondió Tom.
—¿Y vuestra mujer también?
—Igualmente.
—Pues bien, ya veis que no se asesinan así como quiera cinco personas.
—¿Qué ha sido de ellos entonces?
Mr. Simouns tuvo lástima de la desesperación del pobre escocés.
—Escuchad, le dijo; yo tengo por costumbre el no ocuparme sino de losasuntos de mi profesión: sin embargo, hay tal acento de verdad envuestras palabras, y estoy ahora tan convencido de que lord Williamvive, que me decido a tomar mano en vuestra causa y la suya.
No me explicaré más por el momento, pero venid esta tarde, y yaveremos.......
Tom se fue más consolado, y pasó todo el día errando por las calles