La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

«Va marchando. Ahora viene lo que llaman el alegato de bien probado.Pero hasta que pase el verano no habrá nada.

El abogado me da grandesesperanzas. ¡Si esto se resolviera pronto para pagar a Melchor y escapardel lazo que me tiende!...».

Pensando en Juan Bou, que a menudo la obsequiaba, decía:

«¡Pobre Bou! Es el animal más cariñoso que conozco. Le quiero como sequiere al burro en que salimos a paseo».

El barrio en que su mala suerte la había traído a vivir, era para la deRufete atrozmente antipático. Algunas tardes salía con Riquín y D.José a dar una vuelta por la calle del Mesón de Paredes, el Rastro ycalle de Toledo, y sentía tanta tristeza como repugnancia. El calor eraya insoportable, y por la noche todo el vecindario se instalaba en lasaceras, los chicos jugando, las mujeres charlando.

Isidora hallaba entodo, casas, calle, gente, hombres, mujeres y chicos, un sello degrosería que su compañero de paseo no apreciaba como ella. La estrechezde las aceras, obligando al transeúnte a contradanzar constantemente delarroyo a las baldosas, añadía nueva incomodidad a la molestia de labulla, del mal olor y del polvo.

Expulsada de aquellos sitios por su propia delicadeza y buen gusto,solía dirigirse hacia el Norte y acercarse a la Puerta del Sol «pararespirar un poco de civilización». Pero no se aventuraba mucho por losbarrios del centro, porque la vista de los escaparates, llenos deobjetos de vanidad y lujo, le causaba tanta pena y desconsuelo, que eracomo si le clavasen un dardo de oro y piedras preciosas en el corazón.La repugnancia de la zona del Sur y el desconsuelo de la del centro lallevaban a las afueras, con gran gusto de D. José, que amaba el campo ylos retozos pastoriles.

Julio hacía de Madrid una sartén. Riquín fue atacado de las tosferina, y era preciso llevarle a otra parte. ¡Pobrecito Anticristo! Dabapena verle, cuando le daba el ataque, todo encendido, agarrotado y sinaliento, como si estuviese a punto de perder la vida en aquel mismoinstante... Pero su mamá carecía de recursos para el viaje, de lo querecibía grandísima pena. Joaquín Pez estaba en Francia, y ni siquieraescribía... Afortunadamente (y quién sabe sí desgraciadamente), Melchorse brindó de muy buen grado a resolver el difícil problema. ¡Porque lapobre carecía de tantas cosas! No tenía ningún vestido propio paraviaje, ni sombrero, ni nada de lo que ordena el implacable imperio delverano, que con sus chapuzones iguala en dispendios al invierno con susbailes y fiestas. Riquín estaba casi desnudo.

«Nada, nada—dijo Melchor en tono paternal—; yo no puedo consentir quecarezcas... Pues no faltaba más...».

Empezaron a funcionar las modistas, y estas, así como la elección detelas y de sombreros, tuvieron a Isidora febrilmente distraída yexcitada durante algunos días. La vanidad le hacía vivir doble y laengañaba, como a un chiquillo, con apariencias de bienaventuranza.Volvió a ver lucir su belleza dentro de un marco de percales finos, decintas de seda, de flores contrahechas, de menudos velos, y a recrearsecon su hermosa imagen delante del espejo.

¿Qué es la vida? Un juguete.

Melchor decidió que fuese al Escorial, y él quiso acompañarla. A Isidorano le hacía maldita gracia la compañía; pero las circunstancias, ¡ay!,con su abrumadora lógica, la obligaron a aceptarla. Hallábase en lasunas de su insidioso prestamista, y no podía evadirse. Fue víctima deuna emboscada, formada en las traidoras sombras de la miseria; cayó enuna trampa de infame dinero, armada con el cebo de la vanidad. Aún podíasalvarse rompiendo por todo,

declarándose

insolvente

y

resignándose

a

laindigencia; pero Riquín tenía la tos ferina, estaba como un hilo,amenazado de morir consumido en los calores de Madrid como arista en elfuego. Era forzoso rendirse a la fatalidad, según Isidora decía,llamando fatalidad a la serie de hechos resultantes de sus propiosdefectos.

Melchor dispuso que su padre se quedara en Madrid para cuidar la casa.¡Atroz destierro y pesadumbre para D. José!

Según el bien meditado plandel sesudo Melchor, este iría y vendría, residiendo algunos días en ElEscorial y otros en Madrid, pues sus negocios no le permitían abandonarla Corte sino por poco tiempo. Cumpliose fielmente el programa. Don Joséiba a El Escorial los domingos en el tren de recreo cuando Melchorquedaba en Madrid. ¡Qué feliz aquel día! ¡Diez horas con Isidora y con Riquín! Algo enturbiaba su dicha el notar en su ahijada una tristezasombría y como enfermiza. Si hablaba de Melchor lo hacía en los términosmás desfavorables para el aprovechado joven. ¡Y qué ardientes deseostenía de volver a Madrid! Riquín, ya muy mejorado, saltaba y corríapor el campo, y en sus mejillas renacían los frescos colores de lasalud. Todo el día lo pasaba D. José embelesado, y no hartaba sus ojosde mirar a la madre y al hijo. Paseaban los tres por la montaña, sesentaban, hacían vida de idilio, semejante a la que D. José había vistopintada en los biombos de la casa de Aransis. Por la noche regresabaRelimpio a Madrid y a su casa; dormía como un santo y soñaba que erapájaro y que cantaba posadito en la rama de un árbol. También Riquín era pájaro y revoloteaba dando sus primeros pasos por el mundo aéreo.Isidora era una avecilla melancólica. Todos cantaban; pero D. José erael que cantaba más y el que a la rama más alta subía.

A mediados de septiembre regresó Isidora a Madrid, dejando fama en lacolonia veraniega de El Escorial.

Entonces ocurrió en la vida de Melchorun hecho singular.

De repente su prosperidad, su boato y grandeza sehundieron como por escotillón, sin que se supiera la causa. Juan Boudecía que los señores de la sociedad rifadora debieron de hallar sapos,culebras y otras alimañas en la gestión del joven Relimpio. Lo ciertofue que un día vinieron mozos de cuerda y se llevaron los libros y todoel material de la oficina. Melchor se despidió por la tarde de su padrey de Isidora, diciéndoles que allí les quedaba la casa, que hicieran deella lo que gustaran, porque él se iba a Barcelona a emprender un nuevonegocio.

Quedáronse, pues, solos los tres: Isidora, Riquín y el viejo, y véasepor donde vino a ser casi real el sueño ornitológico de D. José: lostres gorjeando en las ramas.

Eran efectivamente pájaros, porque notenían más que lo presente y lo que la Providencia divina quisieradarles para pasar del hoy al mañana. El mundo se diferencia de losbosques en que es necesario pagar el nido. Nuestras tres avecillastenían casa, pero no con qué pagarla, pues Melchor había dejado lasarcas en tal estado de pulcritud, que no se encontraba en ellas rastrosde moneda alguna.

«Dios aprieta, pero no ahoga», dijo Relimpio. Isidora,para atender a las apremiantes necesidades de cada día, empezó adespojarse de su ropa. No era la primera vez que tenía que desnudarsepara comer. Poco a poco los vestidos fueron pasando de la cómoda a lacocina, por conducto de las prenderas. Últimamente, en un triste yhúmedo día de octubre, se comieron el sombrero de paja de Italia. ¡Erael último plato!

Capítulo IX

La caricia del oso

En todo este periodo de desastre, en que los tres desgraciadoshabitantes de aquella casa (Abades, 40) se iban desprendiendo de suequipaje, como el buque náufrago que arroja su carga para mantenerse unahora más sobre las olas, Juan Bou los visitaba todas las noches despuésdel trabajo. Isidora ocultaba cuidadosamente la lenta y dolorosacatástrofe, procurando dar a la casa cierto aspecto de orden, y velarsus afanes bajo apariencias de mentirosa tranquilidad. Movido de ungalante respeto hacia Isidora, Bou violentaba su palabra para que nofuese áspera, y así, hablando del pueblo y de la liquidación social,usaba términos blandos y oraciones trabajosamente delicadas que salíande su boca, como los gorjeos de un buey que se propusiera ser émulo delos ruiseñores. En esto se conocía la pasta de su corazón.

Miquis había hecho del buen litógrafo infinitas definiciones. Era, segúnnuestro amigo, un tonel con marca de alcohol y lleno de agua; un osotorcaz; una hidra sin hiel; un alfiler guardado en la vaina de un sable;un cardo con cáliz de azucena; un gorrión vestido de camello, y unepigrama escrito en octavas reales. Oírle contar sus épicas luchas porla causa del pueblo era el gran pasmo de D. José y de Riquín; peroIsidora no contenía fácilmente la risa.

Las galanterías de Bou con Isidora semejaban a las del oso que quisomostrar el cariño a su amo matándole una mosca sobre la frente. Algunavez, dejando hablar a sus sentimientos, se expresaba con sencillez ynaturalidad. Era como esos mascarones trágicos que en el arte decorativoaparecen

echando

flores

de

sus

bocas

monstruosas.

Una de las deferencias más expresivas que Bou tenía con Isidora y supadrino, era ofrecerles participación en los billetes de Lotería quejugaba; pero como había tanta falta de dinero en la casa, rara vez serealizaba la operación. El oso quería ceder gratuitamente la parte debillete, pero Isidora

no

lo

consentía.

Las

demás

atenciones

eranacompañarlos a paseo por el Retiro, y comprar dulces y juguetes a Riquín y darles de noche larga y cariñosa tertulia.

¡Era blandamenteobsequioso con Isidora y la miraba con manifiesta intención de decirlealgo delicado y difícil...! A veces, en los largos paseos que daban, ibaJuan Bou callado y suspirante. Parecía que su misma fiereza nutría sutimidez.

En cambio, en la tertulia de la noche desatábase a charlar decosas diversas, ponderaba con inmodestia su amor al trabajo, susganancias, y hacía planes de vida regalada y espléndidamente metódica.Además tenía noticias de la muerte de un pariente suyo, muy rico, yesperaba una bonita herencia. Se conceptuaba afortunadísimo, aunque algole faltaba, sí, algo le faltaba para ser completamente feliz.

También hacía mención de su hermana Rafaela, mujer de Alonso, que seguíaenferma, y al oír mentar la casa de sus antepasados, Isidora se conmovíay alteraba. Repetidas veces la invitó Bou a visitar juntos el palacio deAransis, cuyas bellezas él no había visto; pero Isidora se excusabasiempre por miedo a la exacerbación de sus sentimientos en presencia deaquellos venerados y queridos sitios, su patria perdida.

Un día que la Rufete venía de casa de su prendera, encontró al litógrafoen la calle del Duque de Alba.

«Voy al palacio de Aransis a ver a mi hermana—le dijo—. Está peor, yanoche le han dado los Sacramentos.

¿Quiere usted venir?».

El primer impulso de ella fue rechazar la compañía de Bou; pero con talempeño redobló este sus instancias y ruegos, que, por fin Isidora noquiso ser esquiva con él en tanto grado, y se fueron juntos. Por otraparte, la misma emoción que temía la solicitaba con fuerza misteriosa.Hay en toda alma, juntamente con el miedo a las emociones, la curiosidadde ellas, indefinible simpatía del humano corazón con lo patético. Comola vista en las alturas siente el llamamiento del abismo, así el almasiente la atracción alevosa del drama.

Llegaron. Rafaela mejoró aquel día, y los Sacramentos, dando reposo yalegría a su espíritu, habían amansado el mal. Alonso parecía contento ycon no pocas esperanzas de salvar a su mujer. Isidora y Bou estuvieronlargo rato en la salita de la portería, hablando de enfermedades engeneral y del asma en particular, del clima de Madrid, del de Mataró,patria de los Bous, de los médicos, del remedio A o B... Realmente,Isidora no tomaba parte en la conversación sino con monosílabos decortés aquiescencia, porque sus cinco sentidos estaban puestos en laobservación de la portería de su casa, y en admirar la confortablehumildad de aquel nido de pobres hecho en un rincón de un palacio dericos. La estera, la cómoda, los muebles, desecho glorioso de laanterior generación de Aransis, y sobre todo las múltiples láminas desantos y vírgenes, la estampa de los Comuneros y otros grabados deilustraciones, pegados en la pared con graciosa confusión, la ocuparontodo el tiempo que

allí

estuvo.

Cansado

de

hablar

y

enormementesatisfecho de la mejoría de su hermana, levantose Bou del sofá de paja,emblandecido con colchonetes de percal rojo, y estirándose, dijo:

«Matías, dame las llaves, que quiero ver lo de arriba».

Entregando un sonoro manojo de llaves, Alonso miró a Isidora conatención recordativa.

«Me parece—indicó—que he visto aquí otra vez a esta señorita... En fin,suban ustedes y vean lo que hay».

Juan Bou subió la gran escalera despaciosamente, porque su corpulenciaera declarada enemiga de la agilidad. Isidora subió corriendo y en elúltimo peldaño esperó a su amigo, echándole una mirada triste y unasonrisa discreta y amistosa, a la cual se podía dar atrevidainterpretación de burla. La persona del bravo catalán se componía de dospartes: su cuerpo atlético, liado en una americana de cuadros, y unbastón roten, cuyo puño, formado de un asta de ciervo, se encorvaba,ofreciendo a la mano todas las facilidades de adaptación, ya paraapoyarse, ya para hacer el molinete, o bien para que el palo fuera unaespecie de batuta de la palabra. Jamás, fuera de casa, se separaban elbastón y el hombre, y se apoyaban el uno sobre el otro, según los casos.Completaba la persona de Bou un sombrero hongo, de la forma más vulgar,ligeramente inclinado al lado derecho, como si de aquella parteestuviesen todas las ideas que era preciso proteger de la intemperie.

Y al subir canturriaba entre dientes. ¿En qué consiste que es tandifícil echar de los labios una tonadilla cuando a ellos se pega? Sinsaber lo que decía, Bou entonó a murmullos no sabemos qué música conletra de aleluyas. Isidora no podía contener la risa oyéndole cantar: Vienen luego los ciriales—

con las mangas parroquiales.

«¡Cómo me canso de subir escaleras!—dijo el oso torcaz llegando arriba—.Cuando se reforme la sociedad, se suprimirán los escalones. Piso bajotodo el mundo».

Abrió la primera puerta y entraron; y mientras Bou seguía franqueandopuertas, Isidora hacía lo mismo con los balcones para que entrase laluz, ganosa de alumbrar los ricos antros. Creeríase que todo elcontenido de las vastas salas se regocijaba al verse iluminado.Despertaba todo, abriéndose cual ojos soñolientos, y la luz, acometiendolas cavidades negras, resucitaba, como a bofetones, tapicerías, mueblesy cuadros.

«Anda, anda, ¿quién será este animal?—decía el litógrafo parándose antelos retratos—. ¡Vaya una tiesura! perdone, caballero; yo creí que erausted un palo. Y nos mira con cierto enfado... Nada, señor, no noscomemos la gente...

Toma; también hay aquí una monja. ¡Y es guapa...!Buena pieza sería usted, hermana. ¡Qué tiempos! Siento que se hayanustedes muerto, señores, porque así no verán cómo vamos a arreglar a lassanguijuelas del pueblo, a los verdugos del pobre obrero... ¡Ah!, usted,el de la golilla que parece un plato, el de la cruz de Calatrava, usted,caballerete, si viviera en estos tiempos de ahora y alcanzara el día dela justicia, no nos miraría con esos ojos...

¡Quia!, se le pondría unaescoba en la mano; mi señor cruzado barrería las calles..., y palante».

Después, volviéndose a Isidora, que, horrorizada del bestial lenguaje desu amigo, miraba a la calle al través de los vidrios, le dijo:

«Es cosa que aterra el pensar todo el sudor del pueblo, todos losafanes, todas las vigilias, todos los dolores, hambres y privaciones querepresenta este lujo superfluo.

Eso es; el pobre obrero se deshuesatrabajando para que estos holgazanes se den la buena vida en estospalacios llenos de vicios y crímenes, sí, de crímenes, no me arrepientode lo dicho. ¡Maldita casta!... Isidora, ¿no piensa usted como yo? Porejemplo: el pobre obrero se rompe el espinazo trabajando, duerme en unamala cama, come un mal puchero, no tiene en su casa más que una silladura en que sentarse, mientras estos tíos..., estos tíos, por no decirotra cosa, sin coger una herramienta en la mano, ni ocuparse de nada,pisan alfombras, comen de lo fino, beben y se recuestan en mueblesblandos, que ellos no saben fabricar».

Y uniendo la acción a la palabra, se recostó, mejor dicho, se dejó caersobre un sillón de muelles en los cuales se hundía su pesado cuerpo.

« Voto va Deu, ¡qué blando es esto!, ¡qué comodidad!—

exclamó riéndosede su propia malicia—. ¡Valientes pícaros! Ya os daría yo en vez desillones de muelles, por ejemplo, un banco de carpintería... ¡Hala, ydarle al mazo!».

Tan groseras chocarrerías irritaron a Isidora. ¡Y el pobre Juan Bou taninocente del efecto que producían sus ladridos! A cada instante decía:«¿No piensa usted como yo?», y andando de un lado para otro, se tirabacon violencia en sillas y sofás para probar su blandura, se arrodillabaen el cojín de un reclinatorio, daba vueltas alrededor de un biombo, sereía como un salvaje, ponía el dedo en los bronces, acariciaba lasmejillas de las ninfas doradas, decía chicoleos a las damas retratadas,y siempre que iba de una sala a otra, daba fuertes golpes con su bastónsobre el piso, como deseando que también la alfombra recibiese, con ellenguaje de los palos, la expresión contundente de la ira del pueblo...En tanto Isidora no le podía mirar. Creía ver en sus palabras, en susactitudes de burla, en sus carcajadas, en su persona toda y en subastón, erigido en intérprete del populacho, la profanación más odiosa.Era como el hereje que pisotea la hostia. Por momentos le aborrecía, leexecraba, y habría dado algo de gran valor por poder plantarle en lacalle, después de mandar que le rompieran su bastón en las costillas.

«¡Y qué cortinas!—decía Bou tocándolas de un modo irreverente con elroten—. Esta gente no gusta de tener frío.

¡Toma!, el frío se ha hechopara el pobre obrero que anda sin trabajo por las calles. Eso es, haydos Dioses, el Dios de los ricos que da cortinas, y el Dios de lospobres que da nieve, hielo. Isidora, Isidora..., ¿no opina usted comoyo, no cree usted que esta canalla debe ser exterminada? Todo esto quevemos ha sido arrancado al pueblo; todo es, por lo tanto, nuestro. ¿Nocree usted lo mismo?».

La de Rufete, por no contestarle con la severidad que merecía, no decíanada, y hacía como que miraba las porcelanas. Bou admiró tambiénaquellas mil chucherías que no servían para nada; las tocaba, las cogíaen la mano y las volvía a poner con violencia en su sitio, a riesgo deromperlas. Pasado un largo rato volviose para decir algo de muchaimportancia a su amiga, y no la vio. Llamola en voz baja, después agritos; pero Isidora no respondía.

Pasó Bou a otra sala; de allí a un hermoso gabinete, del gabinete a unarecatada y obscura alcoba, y allí creyó distinguir a la que buscaba. Laescasa claridad no permitía a Juan Bou ver los objetos. Avanzó, empezó aver bien, y en efecto, allí estaba Isidora, sentada junto a una cama enla cual apoyaba su brazo derecho. Reclinada la cabeza sobre el brazo,lloraba en silencio, expresando una pena viva y sin espasmos, un dolortranquilo, como todos los dolores viejos que se normalizan con sumonótona permanencia. Quedose absorto Juan Bou ante aquella escena, ydespués hizo una tras otra las preguntas vulgares propias del caso.¿Está usted mala? ¿Tiene usted algo?

Viendo que Isidora no le contestaba, Bou tomó una silla y se sentó juntoa la dolorida. En el momento de sentarse ocurriole una idea que le causógrande aflicción. Había recordado súbitamente que Isidora pleiteaba conuna casa noble. ¡Cielo santo!, aquella casa era la de Aransis, sí,recordaba haber oído vagas noticias sobre ello, porque Isidora hablabade su pleito sin nombrar jamás a la marquesa. Sin duda las cosasimportunas dichas por Bou al visitar las salas habían ofendido a lajoven, que se suponía heredera y lo era sin duda de tan ilustre familia.

«¿Está usted enojada conmigo por las tonterías que he dicho? ¿Se haresentido usted?...».

Isidora negó con la cabeza.

«¡Ah! ¡Ya sé, ya sé!»—exclamó él con regocijo, variando de pensamientos.

Creyó penetrar entonces en la verdadera causa del dolor de su amiga.Había entendido que Isidora estaba mal de intereses. Sin duda en aqueldía los ahogos pecuniarios habían llegado a su mayor grado, y la infelize interesante joven se veía amenazada de un conflicto grave. ¡Oh!

¡Québella ocasión se le presentaba a Juan Bou para realizar un acto moralque ha tiempo meditaba! ¡Soberbia coyuntura! En un punto, en un momentopodía atender a la caridad y al amor, dos cosas que son una sola,hemisferios diversos de un solo mundo infinito.

Algo había en el lugar solitario y recogido, así como en la pena deIsidora, que le incitó a no retardar más tiempo su generosa resolución.¡Oh Dios del cielo! Si en todas las ocasiones Isidora le había parecidohermosa, en aquella le pareció punto menos que sobrenatural, engalanadacon la divina expresión de su pena. Lástima y amor juntos, ¡qué podertan grande sois!

«Isidora, Isidora»—dijo balbuciente la hidra sin hiel.

Después se calló por algún tiempo. Pasó un cuarto de hora, que fue paraél un cuarto de siglo. Deshaciéndose todo en un suspiro colosal, volvióa decir: «Isidora».

Esta le miró sin hablarle, fijando en la ciclópea catadura de Bou susojos empañados por las lágrimas. Bou sintió que su corazón se partía enuna porción de pedazos, y se expresó así con acongojada voz:

«Isidora, ya que usted no quiere confiarme sus penas, le voy a confiarlas mías. Hace tiempo..., desde que tuve la dicha de conocerla austed...».

Isidora, con su penetración admirable, comprendió todo.

Tuvo una visión.Rasgose un velo y vio al monstruo herido que se postraba ante ella y lelamía las manos. Tuvo horror, asco. Toda la nobleza de su ser se sublevoalborotada, llena de

soberbia

y

despotismo.

Era

cosa

semejante

alallanamiento de las moradas aristocráticas por la irritada y siempresucia plebe. Sonaba el odiado trueno de las revoluciones, y destruidaslas clases, el fiero populacho quería infamar las grandes razasemparentándose con ellas.

«Mis intenciones han sido siempre buenas—dijo el catalán, que,imposibilitado de remontarse al drama, caía en la vulgaridad—. Primerome agradó usted; después me hizo soñar; hízome pensar después. Tornoseesto en una necesidad del corazón, y como estoy solo, como no me gustaestar solo... No tengo grandes riquezas que ofrecer a usted, pero soytrabajador, gano bastante y holgura... ¡Desde que la vi a usted me gustótanto!... La vi salir de esta casa, y dije: «¿Quién será?...». En fin,que usted vale mucho, es muy buena, y yo quiero casarme con usted...Vamos, ya lo dije... y palante».

Isidora, estupefacta, no sabía en qué términos responder.

Tenía quecontestar negativamente, porque la idea de casarse con aquel bárbaro lecausaba horror. Pero Bou era un hombre sincero y honrado, que no debíarecibir el desaire con crudeza y desvío. Ella valía infinitamente másque él, ella era noble; pero la dudosa ejemplaridad de su vida podíahacerla inferior. ¡En qué vacilación tan grande estaba! En su alma elasco era inseparable del agradecimiento. ¿Cómo contestarle y expresar enuna frase el desprecio y la consideración?... ¡Que un ganso semejante seatreviese a poner sus ojos en persona tan selecta! Era para darle depalos y mandarle a la cuadra. Pero al mismo tiempo... ¡cuán sencillo ygeneroso! Ofrecía su mano con verdadera intención y creencia firme dehacer un bien. ¡Si el pobre no alcanzaba más; si era un zopenco; siignoraba con quién hablaba...! Isidora buscó rápidamente las frases másconvenientes, y al fin dijo:

«Señor Bou, yo le agradezco a usted mucho su proposición; yo le aprecioa usted. Es usted una buena persona. Pero me veo obligada a noadmitir..., porque quiero a otro hombre.

—¡Quiere a otro hombre!—repuso con aturdimiento el litógrafo—. Despuésque nos casemos le olvidará usted, y me querrá a mí. Yo soy muy bueno».

Isidora sonrió.

«Yo soy bueno, aunque así, al pronto, meto miedo, por estas ideas quetengo y porque... Como he sido tan perseguido y... aunque me esté mal eldecirlo..., he hecho heroicidades y cosas grandes, tengo este modo dehablar tan tremendo. Eso sí, no bajo mi cabeza al despotismo. Soy hombreque valgo para cualquier cosa, y en Cataluña basta que yo me presentepara que se arme la gorda... Pasando a otra cosa, yo trabajo bien ygano; espero una herencia... No le faltará a usted nada.

—Quiero a otro hombre—repitió Isidora, creyendo que esta afirmación dabaa tan penoso asunto el corte brusco que más convenía.

—Y ahora—dijo Juan Bou, con un nudo en la garganta—

, ¿lloraba usted porese...?».

La sospecha de que su rival era una sanguijuela del pueblo, elevaba elaborrecimiento de Juan a los más altos límites.

«Sí, sí; por él»—repuso decididamente Isidora, para ver si con esto secallaba el monstruo y la dejaba en paz.

Y como se desgaja la peña del monte y rodando cae al llano y aplasta ydestruye cuanto encuentra, hasta que para y queda inerte otra vez,rodeado de muerte y silencio, así se desprendió del alma de Juan Bou suesperanza; rodó, hizo estrago, produjo cólera y despecho; pero bienpronto todo quedó en atonía dolorosa y muda. Miraba al suelo y surespiración sonaba como el mugido de una tempestad lejana, que a cadarato está más lejos. La cólera fue instantánea. Pasó dejando elabatimiento en el alma y la confusión en el cerebro del coloso. Y en elcerebro fluctuaban, como restos de un vapor fugitivo, las vagas notas deun canto acompañado de sílabas. ¿Por qué esas músicas pegajosas, quetoman posesión del oído y de los labios, insisten en su fastidiosodominio cuando el alma azarada, después de una catástrofe, se desmaya enduelo y tristeza? No se sabe. Se sabe, sí, que entre el oído, el cerebroy los labios de Juan Bou, andaba vagamente un sonsonete que decía: Loscuras van alumbrando—el Miserere rezando.

Isidora había secado sus lágrimas. Para poner fin a tan fastidiosaescena, lo mejor era marcharse.

«Yo

no

puedo

detenerme

más»—dijo

andando

lentamente hacia la puerta.

Bou no contestó nada, ni hizo movimiento alguno.

«¿Viene usted?».

Al decir esto, la miró desconsolado. Isidora sintió provocación de risa,pero se contuvo.

«Nos iremos»—dijo Bou levantándose con tanta pesadez, que parecíahaberse hecho de bronce.

Isidora iba delante, él detrás, Salieron y bajaron sin decirse nada. Enla puerta de la calle, el desairado amante manifestó que se quedaría unrato